HUYENDO EN DIRECCIÓN THE MIDDLE OF NOWHERE
Bea y yo hemos salido a un pub, discoteca o como quiera que la gente categorice este antro del infierno. Ella se ha vestido como una furcia (no es critiqueo, ella misma lo ha dicho cuando se ha visto el vestido de licra y encaje puesto) y yo de frígida asocial, como viene siendo costumbre. Eso quiere decir que no me ha apetecido arreglarme y me he puesto unos vaqueros tobilleros, una camiseta flúor de escote desbocado y unas bailarinas. Estoy mona, pero no se puede competir con Bea cuando se emperifolla así y menos aún con sus ganas de pillar cacho esta noche. Y cuando una chica quiere follar una noche… folla.
Así que veo un desfile de hombres frente a nosotras a los que les falta desplegar una cola llena de plumas y colores. El baile del pavo real. Bea está encantada cuando dos se nos acercan para invitarnos a un mojito. Qué típico, por Dior. Yo pongo cara de torrezno rancio y ella es toda sonrisas. No me extraña nada que, pasado un rato, ella se disculpe, me lleve al baño y me amenace con pegarme en público si no soy más simpática.
—Es que no me apetece —le respondo muy gallita.
—Pues a mí sí me apetece darle una alegría a la almeja. Así que finge un rato y luego dale calabazas.
—Yo no soy ninguna calientapollas.
—Pues o lo eres o te abres de patas, porque si no la que te abre la crisma soy yo.
Me enfurruño. ¿Lo importante no debería ser que estuviéramos las dos juntas? Odio cuando la cosa va de «consigue un rabo y corre». Pero debo admitir que la pobre Bea lleva una temporada mala (novio putero, ligue eyaculador precoz y una noche con un tal «gatillator»), así que se merece que le vaya bien esta noche.
Finjo una sonrisa y me acuerdo de la madre y de la hermana de Álvaro, maestras de la falsedad. Cojo aire y sigo a Bea.
—Ponme otro —le digo al camarero cuando me apoyo en la barra—. Y que sea doble, por el amor de Dios.
El zagal que está intentando empiltrarse con Bea es guapetón; podríamos decir incluso que está bueno. El que me ha tocado a mí…, no. Sin paños calientes: es el amigo simpático. Y la verdad es que es supersimpático, pero se depila demasiado las cejas como para pasarlo por alto y darle un revolcón. Me está comentando que no se le da bien eso del gimnasio y contándome historias de sus fracasos con el deporte. Yo bebo y sonrío. A veces asiento o digo «¿sí?» o «¡no me digas!» y él se queda contento. Estos hombres…
Bea ya ha pasado la barrera del coqueteo verbal y está contoneándose al ritmo de la música. Qué bien se le da a la hija puta el ligoteo en bar. Y yo sigo con mi despliegue de expresiones de asentimiento, viéndola canturrear «mamita loca, cosita linda, con ese cuerpo es que tú te ves divina».
Maldito Álvaro. No dejo de pensar en él. Hasta con esta banda sonora de cuestionable gusto.
Media hora después me doy cuenta de que no me queda dinero en metálico para seguir matando ciertos recuerdos con alcohol y decido que voy en busca de un cajero. Se lo digo al chico que está tratando de arrastrarme a la pista de baile y aunque insiste en invitarme él, consigo quitármelo de encima. Creo que se da cuenta de que no va a sacar (ni meter) nada, porque al acercarme a Bea para avisarla atisbo por el rabillo del ojo que se acerca a un grupo de mujeres en busca de nuevas presas a las que contarles que una vez hasta se cayó de la cinta de correr porque odia hacer ejercicio en espacios cerrados.
Le hago señas a Bea, que está muy acaramelada con su maromo. No me entiende y me grita que «qué quiero».
—¡Dinero!
Veo que me va a tirar su bolso, pero lo que yo quiero es salir de allí cinco minutos. Niego con la mano y le enseño mi tarjeta de crédito. Asiente y vuelve a enroscársele al desconocido del culo prieto. Hoy le tocó a ella el jabato y a mí mirar. Ya volverá la suerte.
Ando despacio por el paseo cruzándome con pandillas de guiris exageradamente borrachos y rojos. Pregunto a unos con pinta de foráneos por un cajero y me mandan dos manzanas más para allá. Menos mal que me puse zapato plano.
Sigo caminando y me meto poco a poco en mis pensamientos. Cuando llego al banco estoy hasta el cuello de recuerdos de mi relación con Álvaro. Todo tonterías. Ese ronroneo que escapa de su garganta cuando le tocas el pelo en la cama o el modo sensual en el que jadea cuando vuelve de correr.
Ni siquiera sé cuánto he sacado y vuelvo con intención de decirle a Bea que no estoy de humor, que mañana será otro día y que me voy a dormir al hotel. Cuando llego al local donde la había dejado…, sorpresa, no la encuentro. Miro hasta en los baños de caballeros, donde ella no está pero me ha parecido ver una anaconda.
Localizo al amiguete de su ligue, que ahora está susurrándole al oído a una morena bajita, y le pregunto si ha visto a mi amiga.
—Sí. Se fue con mi amigo.
—Ah… —respondo sin saber qué más decir sin parecer imbécil.
—Mi amigo me avisó de que se iban a vuestro hotel.
Aprieto los labios, finjo otra sonrisa y salgo del garito cagándome en toda la estirpe de Bea. ¿Y ahora dónde se supone que voy a ir yo si ella está jincando como una posesa en nuestra habitación de dos camas? ¿Me siento en la mía a mirar?
Tengo la noche tonta y me entran ganas de llorar. Reprimo las lágrimas y sigo a lo largo de la playa. Álvaro. Álvaro en todas partes. Y yo que quería escapar de él… Me lo traje en la maleta.
—Vámonos a la playa, Silvia. Se te olvidará ese jodido mamón mientras te chuscas a un buenorro.
Me cagüen Bea.
Así que he llegado casi al final de la playa con la lengua fuera porque sin darme cuenta casi lo hice corriendo. Cerca de la orilla, a lo lejos, se mueve gente. Seguramente un botellón nocturno, una pandilla de amigos de vacaciones y esas cosas. Me quedo mirándolos. Puedo levantarme e irme después de recuperar el resuello, pero me apetece quedarme allí, en silencio. Empiezo a pensar y, cómo no, pienso en Álvaro. Otra vez.
Me pongo triste. Y tengo muchos motivos. Lo nuestro ha sido de verdad y muy bonito. Bueno, fue. Pero ha durado mucho tiempo y yo le he querido. ¿O le quiero aún? Y al planteármelo, dos velas de mocos caen sobre la arena y estallo en llanto. Cojo el teléfono y miro la hora. Las tres y media. Me recuesto sobre la arena y me pongo a pensar en él. Álvaro es un tren de mercancías a toda velocidad, follándome sin parar. Y a pesar de eso, no es esclavo de su cuerpo, pero yo sí; del suyo y del mío. Él siempre le ha dado significado a cada una de las caricias que me ha regalado. El sexo siempre definió por dónde andaba lo nuestro. Y no es porque Álvaro sea blando con el sexo. A Álvaro las cosas siempre le han gustado… firmes. Pero él le daba sentido.
Unas risas bastante cercanas me sacan del estado de lloriqueo y moqueo y me pongo alerta. Me extraña, porque es una zona poco concurrida. No es que me vaya a afectar mucho que unos desconocidos me vean allí hecha un despojo, pero prefiero evitarlo para no darme más pena a mí misma. Ay, amiga autocompasión…
La luz que proviene del paseo recorta la figura de una pareja. Ella anda tambaleándose, riéndose y toqueteándolo a él. Todo en un plan bastante histriónico. Él, sin embargo, camina cogido a una lata que imagino es de cerveza. Los dos son altos y delgados, con las piernas largas. Por un segundo me pregunto si no se tratará de dos extraterrestres que han decidido llevarme con ellos a mi planeta natal.
No deben de percatarse de mi presencia, porque se sientan mucho más cerca de lo que lo haría una pareja que busca intimidad en mitad de la noche. Ella está visiblemente borracha o colocada. Habla sin parar de cosas sin mucho sentido, como en un burbujeo de palabras que su acompañante parece ignorar. Él mira al frente, impasible, y al final se recuesta en las dunas, con las manos debajo de la nuca, entrelazadas. Todos decimos que Sálvame es telebasura, pero no podemos evitar sentirnos seducidos a mirar en estas ocasiones. Aun así, seguimos teniendo fe en la humanidad, qué cosa más curiosa.
Entonces ella lanza una risita y apartando su larga melena lisa, se agacha hacia él mientras sus manos manipulan su pantalón. Vuelvo la cabeza hacia el mar, temiendo estar a punto de presenciar una escena de sexo oral playero, pero el morbo me puede y quiero asegurarme, así que me giro otra vez para ver cómo él le coge la cabeza y la levanta.
—No hagas eso —dice—. Nadie te lo ha pedido.
—¿No quieres? —contesta ella con una voz lasciva.
—No —responde él secamente.
—Joder…, pues… ¿qué hacemos? ¿Quieres follar?
Él gira la cabeza hacia ella en un gesto que me parece mucho más despectivo que una mala contestación, pero no se da por aludida.
—¿Tienes coca? ¿Nos hacemos unos tiros? —insiste.
Escucho un resoplido y después él, chasqueando la lengua contra el paladar, la aparta del todo.
—¿Por qué no te vas? —le dice.
—¿Por qué?
—Porque prefiero estar solo.
—Pero…
—Venga, mira, toma. —Se mete la mano en el bolsillo y saca algo que deduzco que es un billete—. Coge un taxi, vuelve dondequiera que vivas o duermas o yo qué sé. Pero vete.
Sin esperar respuesta él se levanta y camina hacia la orilla pasando por delante de mí, pero sin percatarse de que estoy aquí encogida.
A ella la pierdo de vista pronto y él continúa paseando hasta meter los pies y parte de las piernas en el agua, vestido. Se sienta en la orilla sin importarle mojarse y allí sigue.
Me concentro en mis cosas y le ignoro. Tíos raros hay en todas partes, desde luego.
En mi estado (de embriaguez, para qué negarlo) me adormezco. Bien, lo que me faltaba para hacerlo todo más lamentable: borracha y dormida sola en una playa solitaria. Pero cuando estoy a punto de dormirme, lo veo acercarse hacia donde estoy acurrucada. La noche está empezando a aclararse y se intuye que dentro de poco aparecerá el sol. Mi intención es levantarme e irme, pero me quedo atónita cuando una de las luces del paseo le ilumina la cara. Tiene los labios mullidos y la sombra de una incipiente barba se asoma en sus mejillas. Lleva el pelo desordenado, desgreñado pero corto y una camiseta de los Ramones. Tiene los ojos del color de un caramelo fundido. Sí, lo sé, desde donde yo estoy no he tenido oportunidad de verlos, pero es que yo ya sé de qué color tiene los ojos. Unos ojos dulces, sensuales y hondos, algo intimidantes, enmarcados por pestañas espesas y oscuras, como su pelo. Tiene una mirada…, una mirada salvaje, como dirían en ese tipo de novelas que me compro en la estación de autobuses por tres euros. Son unos ojos que podrían hacer suspirar a cualquiera.
Se levanta un poco de arena cuando él se deja caer a mi lado, mirando hacia la orilla. Sus vaqueros están húmedos y oscurecidos y sus zapatillas Converse llenas de arena. Parece ser que esos ojos también me han visto a mí.
—Hola —susurra.
—Hola —contesto.
—¿Llevas ahí mucho tiempo?
—No escuché ni vi nada —respondo muy rápido.
Él me mira de reojo y se revuelve un poco más el pelo.
—Aunque lo hubieras hecho no tiene importancia. Es algo que pasa más a menudo de lo que a ellas y a mí nos gustaría.
—Hombre…, no es para tanto, ¿no? Quiero decir… que no suena muy torturador que se ofrezcan a chupártela.
—¿No decías que no habías visto ni oído nada? —Sonríe de lado.
—Bueno…
—¿Qué haces aquí? —pregunta con un tono de voz lánguido.
—No quieras saberlo. Es una historia demasiado larga.
—¿De drogas, sexo y rock and roll?
—No.
—Mejor. De esas estoy cansado. ¿Por qué no me lo cuentas?
Abro un montón los ojos y cojo aire. Después resoplo y miro hacia el mar. Ese tipo de cosas solo me pasa a mí, está claro. Le echo un vistazo rápido y un montón de burbujas me suben por el esófago creándome una sensación de náusea. Pero náuseas de nervios, no de asco. Justo el perfil que me está dando es el mismo que aparece en la portada de su último disco.
«Bueno, Silvia, si para algo estás preparada en esta vida es para salir airosa de las situaciones más extrañas», me digo. Así que me echo el pelo hacia atrás y empiezo a hablar, en voz baja:
—Yo creí que sería buena idea, ¿sabes? Venir, emborracharme y ligar con cualquiera, pero…, pero creo que solo lo hice para hacer rabiar a Álvaro. Párame cuando te aburra.
—¿Quién es Álvaro? —pregunta él en un murmullo.
Cojo aire otra vez y cuando quiero darme cuenta, ha amanecido y le he contado parte de mi vida y milagros al ganador de tres premios en la última gala de los Grammy.