NO PUEDE SER
Si algo es Álvaro, es una persona aparentemente comedida. Al menos lo es cuando su vida «pública» se cruza con la personal. Y cuando digo personal me refiero a lo muchísimo que le gusta a Álvaro el sexo. Sexo brutal, salvaje y supercerdo, por dar más datos.
Además, Álvaro es una de esas personas que opinan que los sentimientos son parcialmente reprimibles. Si intuye que algo de lo que está sintiendo no tiene pinta de terminar con él vencedor, lo anula y lo mata de hambre hasta que muere. Yo, por mi parte, alimento mis sentimientos hasta que están tan gordos que no veo nada más.
Y, claro, es evidente…, ¿qué pintábamos dos personas tan cardinalmente opuestas juntas? Pues nada. Pero… ¿quién era yo para tratar de controlar lo que sentía por Álvaro?
En la fiesta de Navidad de aquel año los dos bebimos un poco más de lo que solíamos hacer. Eso significa que él se tomó dos gin tonics y yo…, yo me bebí tres copas de vino, en plan fino, cuatro cervezas de botellín, así, en plan relajado, cinco copazos de ginebra con Sprite, viniéndome arriba, y un chupito de tequila, codeándome con los hombres más gallardos del departamento. Y entonces… ¿nos enrollamos? Ojalá.
Entonces empezamos a hacer apuestas absurdas. ¿Qué te juegas a que abro cinco cervezas con la boca? ¿Qué te juegas a que puedo saltar desde la barra y caer de pie? En realidad no era una cuestión entre Álvaro y yo, sino más bien entre todos. Claro, es divertido verme perder apuestas cuando estoy beoda perdida, lo entiendo. Si pudiera verme a mí misma desde fuera también me reiría. La cuestión es que me aposté con el resto a que podía sacar al jefe (y cuando digo jefe me refiero al jefe del jefe del jefe de Álvaro, apodado La Momia) a bailar una conga sin música.
—¿Qué me dais si lo hago? —pregunté muy segura de mi valía para pruebas estúpidas.
—Te pagamos todas las comidas de la semana que viene —gritó un exaltado.
—¡Hecho!
—Pero si pierdes… —dijo Amancio, el de los recados.
—Si pierde tiene que presentarse voluntaria para el día solidario —intervino Álvaro con mirada malévola.
Todos contuvieron el aliento sonoramente, incluida yo. Qué crueldad la suya. El día solidario. Qué bonito, ¿eh? Qué cosa más requetebonita, un montón de profesionales donando las horas de uno de sus días libres para participar en talleres con niños con necesidades especiales o en campañas a favor del reciclaje.
Qué…, qué lejos de la realidad.
El día solidario es algo que se le debió de ocurrir al jefe del jefe del jefe de Álvaro un día que andaba estreñido y no se sentía muy feliz. Porque no era eso a lo que dedicaban el día los que caían en las redes del día solidario. No. Y como todo el mundo lo sabía, nunca se presentaba nadie motu proprio, claro. Resultado: nos elegían a dedo de entre los que formábamos el ranking de «los más malos de la clase». A mí me tocó un año por vaciar el extintor de mi planta en un momento de subidón y tuve que levantarme un sábado a las seis de la mañana para estar a las ocho en una granja recogiendo mierda de caballo. ¿Que qué tenía eso de solidario? Pues que mientras yo y otros tres desgraciados paleábamos mierda, los jefes se hacían fotos ayudando a montar a caballo a pequeños huérfanos, cumpliendo así sus sueños por un día. Y, claro, la mierda de animal, además de apestar, desluce en las fotos.
Pero, bueno, yo estaba muy segura de que el carcamal aquel no iba a rechazar bailar una conga conmigo y con mi minifalda de lentejuelas doradas. Así que le estreché la mano a Álvaro cerrando el trato y allí que me fui yo, armada con una sonrisa.
El primer error fue cogerlo de sorpresa; el pobre hombre por poco no sufrió un ataque al corazón. Con la edad que tenía debí de haberme andado con cuidado, pero no, fui a las bravas. Cuando pretendí que bailara conmigo, animándolo a levantar una pierna y luego la otra, se giró y muy serio me preguntó si estaba drogada.
—No, señor —le dije poniéndome rígida como un palo.
—Bebida sí, claro.
—Sí, señor. —Bajé la mirada.
—No sé qué tipo de educación le dieron los hippies de sus padres, pero sinceramente me da igual. ¡Suélteme!
Todos mis compañeros estallaron en carcajadas y yo fui animada por un montón de hombres trajeados, socios, miembros del comité ejecutivo o lo que quiera Dios que fueran a marcharme de allí. Eso sí, fui recibida con honores porque había tenido la valentía de hacerlo y de no salir corriendo después; había aceptado con dignidad mi castigo.
Álvaro, al que todo le pareció muy divertido, no tardó en caer. Y cayó, claro, porque si yo iba a tener que ir, qué menos que poder ir acompañada de él y, además, que pudiéramos estar solos. Por eso ayudé a ganar sus apuestas al resto de mis compañeros y a él…, a él lo hundí en la miseria. La cuestión era que tenía que conseguir besar como en una película de los años cincuenta a la primera mujer que se le cruzara. Algo facilito. No es que Álvaro fuera conocido por su inclinación hacia lo temerario. Evidentemente no fui yo la que eligió su prueba. Estaba cantado que la pasaría con éxito porque cualquier mujer se dejaría hasta sodomizar después de verle sonreír, pero lo dispuse todo para que la primera que se le cruzara fuera la señora de recepción, conocida como la mujer barbuda, con un bigote más espeso que la melena del Puma. Cada pelo era como una maroma de barco.
Álvaro se echó atrás, lanzando un grito cuando se dio cuenta de la mirada lasciva y cargada de deseo de ella, que le gritaba:
—¡¡Ven aquí, que te voy a enseñar lo que es una hembra!!
—¡Esto no debería valer! —contestó Álvaro, mirándonos.
Y tanto que valió… El lunes fuimos nosotros mismos los que apuntamos nuestro nombre en el listado de «voluntarios para el día solidario», justo debajo de donde algún iluminado había escrito «Topota Madre» y «El de la cabeza enorme de reprografía». Después recibimos una ovación por valentía y honor y sonreímos sujetando la lista cuando nos hicieron una foto. Nuestra primera foto juntos, qué romántico. Y yo salía con un ojo cerrado y el otro como en blanco.
Me preparé para el sábado solidario durante las vacaciones de Navidad, haciéndome una limpieza de cutis, depilándome cejas y bigote y trazando un plan para seducir a Álvaro. Además de diciéndoles que no a polvorones, roscones y demás. Dios, qué Navidades más duras. No iba a volver a entrar en una espiral autodestructiva, pero si podía tirar la caña a ver si picaba, lo haría. Era tan guapo que dolía. Y me dolía mucho ya una parte concreta de mi cuerpo, al sur de mi ombligo.
Cuando llegó el día me levanté puntualmente al oír el despertador, cosa extraña en mí, y fui la segunda en llegar al albergue para personas sin hogar vestida en plan monísima de la muerte. Y fui la segunda en llegar porque Álvaro estaba allí, esperándome apoyado en la pared, vestido con unos vaqueros, una camisa de cuadros y una chupa de cuero marrón. Se estaba tomando un café para llevar y cuando llegué a su lado, me tendió otro con una sonrisa.
—Con leche y dos de azúcar —dijo escuetamente.
El día no fue muy romántico, la verdad. En realidad, fue tremendamente desagradable, porque en lugar de darnos trabajo en la cocina, preparando los desayunos y las comidas, nos pusieron en la lavandería. Sí, el centro tenía lavandería, mira tú qué suerte para nosotros. Las catacumbas del infierno, lo dicho. Y no quiero ser injusta ni pecar de intransigente pero, señores…, que la gente sin hogar no tiene fácil acceso a duchas y jabón y cuando lo tienen las toallas no se quedan lo que se dice impecables…
Las primeras dos horas fueron el infierno. Cuando ya llevábamos cuatro, creí que mi pituitaria jamás podría superar aquel revés. Y allí estaba Álvaro, digno, callado, sin quejarse ni lloriquear, separando ropa, poniendo lavadoras y doblando. Se había arremangado la camisa hasta los codos y solo ver sus antebrazos producía un efecto de calentamiento global en mí. Creo que ese día me enamoré. Y sí, suena absurdo y raro pero lo encontré tan… heroico. Qué tontería ¿no? Pero era tan responsable, tan serio, tan… hombre que me enamoré.
A la hora de la salida olíamos a perros mojados al sol. Y lo peor es que no nos habíamos acostumbrado al olor. A mí me daba una vergüenza horrible subirme así al metro. No quería ser una de esas individuas que «perfuman» el lugar, dándole el viaje a alguien que ha tenido la mala suerte de acabar a su lado. Tampoco creía que un taxista tuviera que pagar los platos rotos del día solidario, así que decidí que iría andando a casa. Calculé que habría unos ocho kilómetros desde allí y que a mi «veloz» ritmo podría llegar después de… tres horas y media.
Álvaro vino a despedirse con una sonrisa y los dos arrugamos la nariz al darnos dos besos.
—Joder, qué aroma —le dije.
—Lo mismo digo.
—En cuanto llegue a casa pienso meterme a remojo. Igual no salgo de la bañera hasta el lunes. Iré como una uva pasa, pero oliendo a rosas.
—Creo que yo haré lo mismo —dijo sonriente—. Oye, por cierto…, ¿cómo vas a casa?
—Pues creo que iré dando un paseo.
—¿Un paseo? ¡Garrido, por el amor de Dios! —Se echó a reír.
—Huelo demasiado mal como para que un montón de inocentes tengan que soportarlo en el transporte público.
—Bueno…, ¿y por qué no vienes conmigo en coche?
—Sigo oliendo fatal. —Me encogí de hombros.
—Y yo. Nadie inocente lo sufrirá.
—No quisiera molestar.
—¿Cuándo tú no quieres molestar? —Sonrió, mirándome de reojo, mientras sacaba las llaves del coche.
—Tendrás que lavarlo después a fondo.
—Tendré que quemarlo.
Mi casa y la suya no estaban lo que se dice cerca y no, no le pillaba de paso, sobre todo desde que había decidido que era demasiado mayor para seguir viviendo con mi madre y había alquilado un estudio minúsculo donde Cristo perdió las polainas, que era el único sitio donde yo podía permitirme vivir sola. Así que el trayecto duró cosa de cuarenta minutos, entre lo lejos que se encontraba mi casa y el tráfico que encontramos por el camino. Claro, sábado por la noche, tenía lógica. La gente se iría a pasarlo bien y a entregarse al fornicio; algo que yo deseaba locamente hacer con Álvaro.
—¿Saldrás esta noche con esa panda de locas que tienes como amigas? —me preguntó mientras cogía el desvío para la salida de la autopista que llevaba a mi barrio.
—No, qué va. Estoy demasiado cansada.
—Te han dejado plantada, ¿verdad?
—Sí —confesé—. Han quedado todas con sus chicos.
—Vaya por Dios.
—Es muy duro ser la única soltera —dije queriendo darle pena.
—Bueno, todas las cosas tienen sus ventajas.
—Estar soltera a mi edad pocas ventajas tiene, sobre todo si eres como yo.
—¿Y cómo eres tú?
—De las que se lo piensan dos veces antes de disfrutar entregadamente del sexo con un desconocido en el baño de un bar de copas.
Álvaro levantó significativamente las cejas.
—No sé si lo he entendido. Es más, no sé si quiero entenderlo. —Se rio.
—Es solo que… espero algo especial.
—Oh. —Levantó las cejas—. Una romántica. ¿Con alguien en concreto o estás más bien a verlas venir?
—Es raro hablar con el jefe de esto. —Me reí, sintiéndome un poco arrinconada.
—Bueno, es posible que seamos más que jefe y subordinada, ¿no? —Me quedé mirándolo sorprendida y él, girándose hacia mí un segundo, aclaró—: Nos llevamos bien.
—Claro.
—¿Entonces? —insistió.
—¿Intentas sonsacarme si me gusta alguien?
—Sí. No. Ya sé que no es de mi incumbencia pero… Es aquí, ¿no? —dijo acercándose a mi portal.
—Sí, es aquí.
Paró, puso las luces de emergencia y nos quedamos mirándonos dentro del vehículo. Al principio creí que estaba pensando por qué narices no salía ya de su coche, pero después me di cuenta de que quizá también había algo en su mirada que… ¿Sería posible?
—Bueno… —susurré.
—¿Tienes que irte?
—Claro, a ducharme.
—Sí, ya hay ganas, ¿eh?
Asentí tontamente, me quité el cinturón de seguridad, recogí mi bolso del suelo del coche y antes de salir le dije:
—Y sí, el problema es que alguien me gusta. Pero tú eso ya debes de saberlo, ¿no?
Álvaro se mordió el labio inferior y miró al frente.
—Buenas noches, Silvia —dijo, añadiéndole a la frase un tono sensual.
Subí a casa arrastrando los pies, deprimida. Si Álvaro sentía verdaderamente algo por mí…, aunque fuera curiosidad, aquella había sido la ocasión perfecta para darme una pista. Pero no. Tenía que hacerme a la idea de que no había nada más allí donde rascar. Por primera vez en mi vida tenía que decir adiós a una de mis absurdas obsesiones. Era mi jefe, narices. Y yo no vivía del aire. ¿Con qué dinero iba a comprarme bragas, sujetadores y helados si me despedían?
Después me di una ducha, me puse el pijama, vi todos los episodios de Sexo en Nueva York que mi cuerpo era capaz de soportar y al final me dormí abrazada a un bote vacío de helado de vainilla con galletas de chocolate.
El lunes, en la hora del café, yo ya había contado a todo el mundo el horror del día solidario. Cuando vieron que no podían sonsacarme más torturas sufridas, todos terminaron marchándose, así que allí estaba yo, apoyada en la pared, frente a la máquina de café, mirándome las uñas, que había pintado de un color poco acertado que a mí me gusta definir como «mejillón trasnochado». Álvaro llegó, quitó la opción de azúcar que yo había dejado al máximo y pulsó el botón de café solo. Me miró de reojo y sonreímos.
—¿Qué tal, Garrido?
—Bien. Ya huelo a persona.
—Lo mismo digo. ¿Novedades?
—No. Nada. Bueno, he cambiado de perfume.
Álvaro se echó a reír, dejando que sus ojos grises se escondieran en un montón de arruguitas adorables.
—Me refería al proyecto pero, bueno, me alegro.
—Oh. —Me puse roja y miré al suelo.
—¿Y a qué huele?
—¿Cómo? —pregunté totalmente desorientada.
—El perfume, digo…, que a qué huele.
—Pues no sé. —Me encogí de hombros.
—¿Me dejas…?
Cuando entendí que lo que quería era acercarse a olerme por poco no me puse a gritar en plan fan histérica de Justin Bieber, pero me controlé y solo asentí.
Álvaro miró a nuestro alrededor para asegurarse de que no pasaba nadie, y se acercó. Yo apoyé la espalda en la pared y él la mano izquierda, mientras se acercaba. Me aparté el pelo del cuello y noté la punta de su nariz sobre la piel y la brisa de su respiración.
—Huele a… ropa limpia —dijo sin separarse.
—¿Sí? —Y mis pezones ya amenazaban con traspasar la ropa y marcarle como mío.
—Sí. Y a limón.
Se alejó unos centímetros y nos miramos a la cara. Estábamos en el rincón de la máquina de café desafiándonos con la mirada, conmigo apoyada en la pared y él frente a mí más cerca de lo que el protocolo mandaba. No era la situación más cómoda del mundo, pero… ¿podía haber llegado Álvaro a un nivel satisfactorio de reflexión?
—Silvia… —me dijo.
—¿Qué? —contesté con un gallito.
—Espérame hoy a la salida. Quédate con cualquier pretexto. Necesito hablar contigo.
Todos mis compañeros fueron desapareciendo pocos minutos antes de las seis. No podía mantener las piernas quietas y puse morado a patadas al compañero de delante, que fue el primero en irse alegando que le estaba agrediendo. Cualquier excusa es válida para salir de ese antro antes de tiempo.
A las seis y tres minutos miré a mi alrededor y lo único que vi moviéndose sobre la moqueta fue una de esas bolas de ramas secas de las películas del Oeste. Bueno, evidentemente no la vi, pero me la imaginé. Esperé unos minutos más, creyendo que me llamaría a su despacho en cuanto se hubiera asegurado de que estábamos solos.
Para hacer tiempo fui cerrando el ordenador, limpié la pantalla y ordené mi cajón. Cuando quise darme cuenta eran las seis y media. Que Álvaro era alguien precavido ya lo sabía yo de sobra, pero aquello era pasarse un poquito. ¿Qué estaba haciendo? ¿Asegurarse de que la mujer barbuda no había instalado micrófonos en su despacho?
Me colgué el bolso en el hombro y pensé en pasarme por allí y en plan informal preguntarle si aún quería decirme algo o me podía ir a casa. Sonaba muy «en realidad tampoco estoy tan loca por ti como para haberme pasado el día a punto de echar la pota», pero lo cierto es que la jornada de trabajo no me había cundido mucho. Soñé despierta con más de veinte variantes posibles de lo que yo pensaba que iba a pasar en su despacho. En algunas todo era idílico y casto y en otras yo terminaba con la marca de la grapadora en la espalda después de un polvo sobre la mesa.
Me arreglé la ropa, me aseguré de no llevar carmín en los dientes y di un par de golpecitos en su puerta, a la espera de que su voz me diera permiso para pasar. Pero…, pero no pasó nada. Golpeé otra vez, un poco más fuerte, pero era inútil porque dentro de su despacho no había nadie. Miré el reloj y después el móvil. Eran las siete menos veinte y tampoco había recibido ningún mensaje.
Eso es lo que comúnmente se llama plantón.