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LA PLAYA

Creo que es el momento de presentar a mi amiga Bea. Sí, esa que en las últimas fiestas de su pueblo fue coronada como «el quinto que más cantidad de alcohol tolera en el cuerpo». Y sí, he dicho quinto y no quinta, porque con quien compitió fue con los hombres.

Nadie lo diría. La jodida es menuda. No levanta dos palmos del suelo. Bueno, miento. Sí levanta dos, pero poco más. Es ese tipo de chica menuda que vuelve locos a los hombres porque parece una muñeca. Es guapa hasta decir basta, con una melena cobriza larga, unos ojos verdes preciosos y enormes y la piel inmaculada. Además le acompañan un par de tetas nada desdeñable, una cintura de escándalo y un culito respingón que me da mucha envidia. Le gusta hacer sentadillas mientras bebe tequila, con eso lo digo todo. Es la chica guapa y enrollada que todos los chicos quisieran tirarse alguna vez y ella lo sabe bien.

Fuimos juntas al colegio, al instituto y aunque en la universidad nuestros caminos se separaron pasé casi más tiempo en su campus que en el mío, por lo que somos algo así como uña y carne. A nuestro alrededor pulula un grupo bastante heterogéneo de dementes. Está Vega, que sabe hacer nudos con la lengua; Raquel, que llora cuando se ríe y aún no ha descubierto el waterproof; Nadia, que sabe más de sexo que Carmen Vijande; Jazmín, que vino una vez a recogerme en coche solo con un albornoz puesto, y Paula, que considera que cuando se pone las gafas se crea una burbuja a su alrededor que nos impide verla. Os hacéis una idea, ¿verdad?

Pues con esa Bea, la que gusta de hacer sentadillas mientras bebe tequila directamente de la botella, es con la que he decidido ir a la playa a pasar un fin de semana largo. Para relajarme. Bueno, esa es la excusa. En realidad lo que queremos es hacer el puerco, comer comida basura, beber hasta el desmayo y coquetear con chicos guapos ligeros de ropa. Lo que cualquier chica de vacaciones, vamos.

Hemos tenido que facturar su maleta, aunque me había jurado y perjurado que no tendría que hacerlo. Conociéndola se habrá traído unos ocho pares de zapatos (para tres días), siete bolsos (para tres días), diez biquinis (para tres días) y hasta su abrigo de leopardo (para tres días en la playa).

Nada más llegar al aeropuerto (a las ocho menos cuarto de la mañana), se ha puesto a repetir sin parar que quería comprar dos botellas de Jagermeister, porque con una no íbamos a tener ni para empezar. Yo ni siquiera quiero Jagermeister, pero a ella le da igual. Así que hemos dejado las maletas en el hotel, hemos hecho una compra digna de Homer Simpson y hemos vuelto a ponernos el biquini.

Y aquí estamos, sentadas en la arena de una playa semivacía, porque no estamos en temporada alta y porque aún es temprano, bebiéndonos una lata de cerveza caliente, que es bien conocido por todo el mundo que se trata de uno de los mejores laxantes del mundo.

La miro de reojo. Está tumbada y apoyada en los codos, de manera que sus tetas bien redondas miran al cielo y sus ojos verdes están clavados en el mar, pero escondidos tras unas megagafas de sol.

—Bea… —le digo.

—¿Qué? Está caliente, ya lo sé —contesta meneando su lata ya medio vacía.

—¿Crees que somos alcohólicas?

—Los alcohólicos van a reuniones de alcohólicos; nosotras vamos a fiestas. —Alzo una ceja y ella se mea de la risa—. No, no lo somos. Podemos no beber.

—Entonces ¿por qué lo hacemos?

—Pues para pasárnoslo bien.

—Dios…, somos como Snooky y Deena.[1]

—Bueno, pero paso de ser Deena, que todo el mundo sabe que es la pringada.

Dejo la cerveza medio enterrada en la arena y me pongo a juguetear con unas piedrecitas que cogí. Ella me mira deslizándose por la nariz sus gafas de sol.

—¿Qué pasa?

—Nada.

—Playa. Cerveza. Yo. Estas tetas. Y tú estás así. —Deja la cerveza en la arena y tira de sus labios hacia abajo.

Chasqueo la lengua contra el paladar.

—Ayer volví a tirarme a Álvaro. —La miro con ojos de cordero degollado.

—Joder.

—Soy una loser —digo convencida.

—Eres una loser —ratifica.

No decimos nada en un buen rato y al final me levanto y me voy hacia la orilla.

—Voy a darme un baño. Quédate con las cosas, cerda —murmuro.

—¿Vas a hacer pis o a bañarte? —me pregunta.

Ni siquiera le contesto. Debería saber de sobra que voy a hacer las dos cosas.

Cuando meto los pies una ola rompe en mis piernas y yo me estremezco. Está mucho más fría de lo que esperaba. Los pezones se me marcan en la tela del biquini amarillo e inmediatamente me acuerdo de él. De Álvaro. No es que él suela ponerse biquinis amarillos, no. Es porque esa sensación, la de estremecerme entera, me recuerda a él. Y que mis pezones se endurezcan, también.

Me meto un poco más pasando por alto los escalofríos, hasta que el agua me llega por los hombros. Floto un poco, relajándome con el vaivén del agua. Álvaro y yo en la playa siempre hacíamos el amor, aunque estuviéramos rodeados de gente. Una vez con la pasión del momento se le escapó la braguita de mi biquini y ni siquiera se dio cuenta. Tuve que salir del agua con el culo al aire tapándome el parrús. Hasta ese recuerdo me produce melancolía.

De pronto algo me coge el tobillo y tira de él. Grito llena de pánico y pataleo pero no puedo evitar sumergirme. Trago agua y entonces me suelta. Salgo a la superficie y toso como una loca. Me da la sensación de que me estoy muriendo ahogada. Me giro y veo a Bea muerta de la risa. Le lanzo una ultrahostia que le cae en el hombro mientras intento respirar por la nariz y la sumerjo, sujetándole la cabeza bajo el agua durante dos, tres, cuatro, cinco segundos. Sale cogiendo aire y me calza una colleja.

Cuando paramos de agredirnos le pregunto quién está cuidando de nuestras cosas.

—El del chiringuito. Anda, sal, que nos quiere invitar a un tequila.

Maldita sea la idea de venirme con ella a esta isla. Esto no puede terminar bien.