RESACA POSTGALA
Gabriel y yo hemos decidido quedarnos en Ámsterdam un par de días. Aún nos dura la resaca de la gala y queremos aprovechar estos días libres para estar juntos. Sabemos que gran parte de la prensa habrá vuelto a sus países de origen y que esta es una ciudad tranquila que nos apetece disfrutar.
La semana siguiente se celebra la gala de los American Music Awards y Gabriel vuelve a estar nominado. Pensaba que si te nominan en la gala europea no puedes repetir con la americana, pero al parecer sí. Después de la fiesta, cuando volvíamos agotados al hotel, me pidió que le acompañara a Los Ángeles para la siguiente celebración, pero he tenido que declinar la invitación. Solo me queda esta semana de vacaciones y no puedo pedirle favores a Álvaro, y menos aún uno que implique a Gabriel.
Me pareció que Gabriel se conformaba con mi contestación, pero al parecer estaba dándose tiempo para rumiar su respuesta. Y su respuesta ha llegado esta mañana mientras paseábamos cerca de los canales que quedan junto a Amsterdam Centraal. Íbamos hablando de lo bonito que es todo y el encanto que el frío le otorga al paisaje cuando me ha soltado la bomba.
—Silvia, de verdad, creo que deberías dejar tu trabajo.
Y desde entonces, a poco que hablamos sale el tema.
Estamos comiendo en una cafetería que hay en el centro, minúscula y muy cuca, de dos plantas. El piso de arriba es casi más de risa que el de abajo, pero estamos solos y desde la calle no nos ven. Yo me estoy comiendo un sándwich y él malcome otro mientras compartimos un batido.
—Silvia, piénsalo —me repite.
—Ya te lo he dicho —le contesto con una sonrisa—. No tengo nada que pensar. No puedo dejar mi trabajo porque sí.
—No es porque sí, es por otro trabajo. —Le miro mientras mastico y levanto una ceja, mostrándole que tengo ciertas dudas sobre si lo que me ofrece es un trabajo—. Lo digo de verdad —insiste—. Necesito alguien de confianza. Estoy harto de los que me rodean. Tú pensarás en mí, tienes buen juicio y carácter. Quiero enseñarte esto y que me ayudes con mi carrera.
—Yo no sé cómo funciona este mundo y no estoy segura de que me guste, Gabriel. No sirvo para el politiqueo, no conozco a nadie, mi inglés deja mucho que desear…
—Tu inglés es bueno por más que tú repitas una y otra vez que pareces un simio. Y para lo que tú estás hablando ya hay mánagers y productores. Yo quiero que seas algo así como…, como mi representante en el sentido español.
—¿Como María Navarro? —le pregunto.
—¿Quién narices es María Navarro? —me contesta.
—La representante de la Pantoja.
—Oh, Dios. Como tú quieras. Como María Navarro, como la Pantoja o como lo que te dé la gana. Solo quiero que vengas conmigo en las giras, en las entrevistas y en todos los actos de promoción, que me ayudes a gestionar mi relación con la prensa, que eso se te da bien porque eres muy simpática y muy mona, y que seas un poco… la persona de contacto.
—¿Y eso en qué te ayudaría?
—¡No sabes en cuánto! —Sonríe, pensando que está a punto de convencerme.
—¿Y cuáles serían mis funciones, a ver? —Me cruzo de brazos y del vestido de algodón de H&M que llevo, que es bastante escotado, asoman mis merluzas bien apretadas.
Los ojos de Gabriel se dirigen hacia mis pechos pero chasqueo los dedos y le pido que me mire a la cara. Pestañea un par de veces y dice:
—Acompañarme, hablar con la prensa, gestionar mi agenda para que no se me olvide nada, hablar con Mery, mi mánager, para ayudarla en lo que te pueda pedir, sobre todo en las giras…, esas cosas.
—No me convence en absoluto. No sirvo para eso.
—¿No sirves para estar conmigo? —pregunta con las cejas levantadas.
—No es eso. Es que…
—Mira, Silvia, tienes un trabajo que no te gusta y aun así lo haces bien. Sé que conmigo puedes ser brillante y quiero darte algo que te guste. Esto te va a encantar. Ven de prueba una temporada y lo compruebas. Quiero hacerte feliz y dártelo todo. Absolutamente todo.
—Nadie puede dárselo todo a otro. —Pestañeo y cojo el sándwich otra vez.
—Yo sí puedo dártelo.
—No hables de lujos —le pido ofendida de que crea que eso va a hacer que la balanza se incline a su favor.
—Pero te los puedo dar —responde.
—Me siento tu puta si me dices eso.
Sus labios se curvan en una sonrisa pérfida y susurra:
—Ojalá. —Y añade—: Déjame decirte las condiciones y ya te lo piensas.
—No quiero hablar de dinero. —Y le doy un bocado al sándwich con una sonrisa para quitarle hierro al asunto.
—Vale —asiente—. ¿Puedo decírtelo ya? —Yo mastico y le hago una seña con la mano, para que prosiga con su discurso—. Quiero que vivas conmigo. Eres mi mujer, Silvia. No estoy pidiendo nada raro. Vale, sí, no somos un matrimonio al uso, pero es que quiero tenerte a mi lado. —Levanta las cejas y de pronto parece tan desvalido—… Y…, bueno, vivirías conmigo, viajaríamos juntos y trabajarías a mi ritmo, que es diferente a una jornada laboral normal. No hay que madrugar, no hay que ir a la oficina, pero a veces es mucho peor que eso; aunque sé que te encantan los retos. Irías poco a poco y te lo voy a recompensar. Tendrás tu sueldo, seguirás siendo una trabajadora por cuenta ajena y cuando no haya giras, galas ni promoción, podrás hacer con tu tiempo lo que quieras.
—¿No has pensado que a lo mejor nos aborrecemos si pasamos tanto tiempo juntos?
Carraspea, se pasa la mano por la barba de tres días y niega con la cabeza.
—No te voy a aborrecer y… —Se calla y por su expresión juraría que hay algo que, de pronto, le hace sufrir.
—¿Qué pasa, Gabriel?
—Que no me tomas en serio —se queja, echándose hacia atrás en su silla—. Eso pasa.
—En esto no, cariño. ¿Eres consciente de lo que me estás diciendo? Yo soy una chica normal con una vida normal y…
Gabriel resopla, se pasa nervioso ambas manos por la cara y después se revuelve el pelo. Saca el paquete de tabaco del bolsillo de su vaquero y se pone la chupa.
—Gabriel… —digo esperando que se calme.
Pero no dice nada, baja por las estrechísimas escaleras hasta la calle y se pone a fumar en la puerta, mirando hacia la nada en realidad.
Claro. No todo iban a ser alegrías, mimos y demás. Gabriel es persona y, como humano, tiene sus momentos. Debo aprender a lidiar con ellos como él lidiará con los míos cuando me entre el parraque. Así que dejo el bocadillo en la mesa, ordeno un poco los platos, manía mía, me abrigo y bajo. Me acerco a la chica y le pregunto cuánto es. Después le pago y salgo.
Gabriel tiene la piel enrojecida por el frío y se está terminando el cigarrillo; apenas me mira.
—Explícame, por favor, por qué estás enfadado conmigo.
—No estoy enfadado —murmura dándole una patada a una piedrecita que se ha desprendido de un adoquín—. Es solo que no me entiendes, Silvia, y tampoco te esfuerzas en hacerlo.
—En eso tienes razón. —Me enrollo la bufanda y me meto las manos en los bolsillos del abrigo—. No entiendo por qué me ofreces esto con tanta insistencia.
—Pues porque te necesito, joder —espeta mirándome a los ojos de repente y después, avergonzado, vuelve la mirada al suelo donde acaba de tirar la colilla.
—Recoge la colilla. Es una ciudad muy bonita y no quiero ensuciarla —le pido.
Él lo hace sin rechistar y la mete en el plástico de la cajetilla de tabaco. Cuando pasamos por una papelera, se deshace de ello. A veces me sorprende que Gabriel me haga caso cuando le doy ese tipo de órdenes. Está acostumbrado a que nadie se meta demasiado en lo que hace, dice o quiere. Conmigo no es así. ¿Es eso lo que necesita?
Según caminamos nos acercamos y yo entrelazo el brazo izquierdo con su derecho y meto la mano en su bolsillo, junto a la suya. Pego la cara a su brazo.
—¿Vamos a un coffee shop? —me propone.
Le miro con el ceño fruncido.
—No creo que sea demasiado adecuado.
—¿Por qué no? Estamos en Ámsterdam. Aquí la marihuana es legal. —Me mira.
Sigue frío, distante, pero no me voy a callar lo que pienso por miedo a su reacción.
—Gabriel, has tenido problemas con las drogas. No creo que sea adecuado que fumes marihuana.
—¿Y sí puedo beber? —contesta molesto.
—Tampoco deberías.
Mueve la mano que tengo agarrada dentro del bolsillo y yo la suelto. No entiendo a qué viene todo esto y se lo digo.
—No te fías de mí, ¿es eso?
—No —respondo en tono cansino—. Es que la marihuana también es una droga, por muy legal que sea aquí.
—¿¡Me estás diciendo que estamos en Ámsterdam y no vamos a fumarnos ni un puto canuto!? —dice levantando moderadamente la voz.
—No me grites, Gabriel. Te lo pido por favor.
Y lo digo tan en serio que se para en la calle, con la cabeza gacha.
—Lo siento. ¿Quieres irte?
—¿Adónde voy a querer irme? —contesto irritada.
—A tu casa. A Madrid.
Resoplo. Lo que en realidad le pasa a Gabriel es que es un hombre inseguro. A veces es un niño pequeño. De ahí todos sus problemas. Pero eso no me parece un pecado.
—No, no quiero irme —respondo—. Tienes que tranquilizarte.
Me mira, me coge la mano y la besa.
—Te lo dije. Terminaré alejándote. A veces creo que estoy loco de atar.
—No estás loco. —Y lo abrazo, porque me llena el pecho una horrible sensación de desasosiego solo con mirarle a los ojos.
—Te quiero tanto… —Apoya la mejilla sobre mi cabeza y me estrecha con fuerza.
Y a pesar de conocernos poco, de haber hecho juntos algunas de las cosas más irreflexivas de mi vida, ahora me siento en casa. ¿Qué tiene Gabriel que sus brazos significan hogar?
Nos vamos al hotel a echarnos un rato. Es lo mejor. Descansar; dejar que el cuerpo desconecte y se quede en un estado suspendido de conciencia. Gabriel se tumba en la cama y se adormece enseguida. Creo que está agotado de exigirse a sí mismo ser mejor. Y yo, que estoy inquieta, no consigo conciliar el sueño, pero me obligo a relajarme junto a él. Primero me levanto, bajo las persianas, pongo la alarma del móvil una hora más tarde y después me tumbo a su lado a mirarlo.
Le acaricio la cara y entorna los ojos. Coge mi mano y la lleva hasta sus labios. Después cierra de nuevo los ojos y se acomoda. Yo me acurruco con la cabeza sobre su brazo derecho, que tiene extendido. Voy dejando resbalar las yemas de los dedos sobre su camiseta y sin poder evitarlo me aventuro debajo de la tela y toco su piel y el vello que le recorre el vientre en dirección descendente. Gabriel suspira y pone su mano izquierda sobre la mía. Trenza los dedos con los míos y los lleva hacia arriba, hasta su pecho. Se para sobre el corazón, que late fuerte. Le miro la cara y me sorprende ver que tiene los ojos abiertos y me observan.
—Siempre que me tocas amenaza con reventarme el pecho… —susurra. Y es verdad. Le cabalga enfermizamente rápido y fuerte. La piel se mueve bajo mis dedos y sigo su ritmo mentalmente, pero pronto él dirige nuestras manos hacia abajo—. Te quiero. Mucho. Y me perturba tanto que no sé cómo calmarlo.
Cuando sobrepasa el ombligo es mi corazón el que empieza a bombear como un loco. Mete mi mano dentro de la cinturilla de su pantalón holgado… y de su ropa interior. Muevo los dedos sobre su vello y Gabriel mira hacia allí jadeando bajito. Bajo un poco más la mano y le siento duro y firme.
—Tócame —suspira—. Por favor, hazlo. Quiéreme, Silvia.
Y quiero hacerlo, pero… ¿qué será de nosotros si lo hago?
Me inclino sobre su boca y nos besamos. Y este beso es especial…, es de amor. Lo sé. De lo que ya no estoy segura es de qué tipo de amor es.
Sus manos me cogen la cara y sus pulgares me acarician las mejillas, mientras nuestras lenguas bailan una alrededor de la otra. Me siento morir cuando nos separamos y él gime. No me había dado cuenta de que mi mano seguía dentro de su pantalón, acariciándole suavemente.
La retiro despacio y él me mira intensamente.
—Te quiero —le digo en voz muy baja—. Pero tengo mucho miedo de que esto se nos escape de las manos y lo estropeemos.
Asiente y me acerca a su boca de nuevo. Vuelve a besarme con intensidad y yo siento que ardo y que me deshago, hasta que Gabriel se aleja un poco y quejumbroso confiesa:
—Ojalá pudiéramos, Silvia…, ojalá.
Me doy una ducha antes de salir de nuevo a pasear y a tomar unas cervezas. Estoy húmeda y confusa. Empiezan a parecerme estúpidas todas las razones que yo misma me he dado para no dejarme llevar…
Por la noche vamos a un bar a escuchar jazz. Está tan lleno que no llegamos ni siquiera a ver a los músicos, pero suenan genial. Siempre había pensado que eso del jazz y la improvisación era de lo más wannabe del mundo. Como pasearse con una Moleskine llena de poemas sobre un interior atormentado. Pero no, me gusta. Suena ágil, hipnótico y despierta un montón de sensaciones en mí. Nos hemos hecho un hueco en la barra, junto a la entrada, y hemos conseguido un taburete en el que dejar los abrigos. Los dos bebemos unas cervezas directamente del botellín y hablamos muy cerca, para hacernos oír.
Hemos pasado la tarde de turismo, ejerciendo de catadores de cerveza, con lo que ya vamos achispados. Incluso Gabriel. Emborrachar un poco a Gabriel ha supuesto que yo me emborrache mucho, así que aquí estoy, en la gloria, pero borracha como una adolescente calenturienta.
—¿Puedo darte un beso? —me pregunta con una mirada socarrona.
—Sí —asiento, muy en línea con la adolescente calenturienta que tengo dentro, claro.
—¿Dónde?
—Donde quieras.
—¿Y si quiero dártelo aquí?
Su mano baja y se mete entre mis muslos. Doy un salto del susto y él la retira. Los dos nos descojonamos. Nos parece la monda.
—No toques mucho no vaya a ser que cuando te des cuenta no tengas mano.
Se acerca más a mí y me besa el cuello.
—Me gusta estar contigo, me gusta el jazz y me gustaría mucho follarte hasta partirte en dos.
Cierro los ojos; esto empieza a desmelenarse. No, le digo. Él niega con la cabeza también.
—No podemos —balbucea—. Ya lo sé. Pero es una pena. Porque me encantaría… —vuelve a acercarse y me aparta el pelo— ir al hotel, desnudarte, tumbarte en la cama con las piernas bien abiertas y tocarte, pasarte la lengua despacio por cada uno de esos rincones que te hacen vibrar y después follarte.
Oh, Dios mío. Hay que cambiar de tema y soy consciente a pesar de ir borracha.
—Esto es complicado, Gabriel… Antes… dijiste que me necesitas. Si quieres que te tome en serio tienes que explicarme las cosas, porque no entiendo por qué tú puedes necesitarme. —No sueno muy coherente, pero él parece entenderme.
Gabriel se separa un paso. No va tan borracho como para trastabillar o tambalearse, pero me mira enturbiado por la cerveza. Quizá eso le suelte la lengua. Hace un gesto con la mano, dándose paso.
—Soy un soberano gilipollas y un comemierda de escándalo. Voy a terminar haciéndolo de nuevo, Silvia. Pero si tú estás…, me cuesta más hacer el imbécil.
—No entiendo… —le digo.
—No lo sé, Silvia, pero eres la única de la que me fío. Me siento… —Se abraza sutilmente a sí mismo, cruzando los brazos—. Me siento como si todos tuvieran interés en hacer de mí la siguiente Amy Winehouse. Me lo ponen tan fácil… —Pierde la mirada hacia el final del abarrotado local. ¿Qué le ponen fácil? Vuelve a mirarme y pestañea—. A veces quiero morirme y ellos tienden la mano, me dicen que no pero me empujan un poco más hacia el borde. Yo solo tengo que pedirlo y en mi casa, con todas las facilidades, tendré un montón de coca que meterme o un montón de ginebra que beberme a morro mientras un par de cerdas me la comen. Yo pago, yo mando. Es así de simple.
Estoy tan horrorizada que creo que mi cara es algo así como la restauración del Ecce Hommo, de Borja.
—¿Sigues necesitando las drogas? ¿Es eso? —le pregunto mientras pienso que quizá salió demasiado pronto de la clínica.
—Quiero no sentirme solo. —Dios. Lo abrazo. Él se separa, muy rígido—. Lo siento pero, por favor, no me toques ahora.
No lo entiendo y le miro preocupada. Alargo la mano hacia él y vuelve a apartarse mientras se muerde el labio.
—¿Por qué no puedo tocarte?
—No me hagas sentir…
Sus labios dibujan despacio la palabra «frágil». No la oigo, pero sé que así es como se siente ahora. Como yo con Álvaro. Y le entiendo.
Doy un paso hacia atrás pero Gabriel parece pensárselo mejor; tira de mí, me abraza y me besa el pelo. El pecho se le agita de pronto y levanto la cabeza para mirarle los ojos vidriosos. Las lágrimas asoman y él contiene su respiración irregular.
Cojo las cosas, llamo al camarero y le doy un billete. Ni siquiera me preocupo por coger las vueltas, solo tiro de él hacia fuera. Mientras intento sujetar el bolso, ponerme la chaqueta y no caerme, Gabriel me adelanta y camina rápido hacia el canal, sin chaqueta. Le sigo llamándole y cuando lo alcanzo le doy su perfecto de cuero. Gabriel ya se ha echado a llorar y está muerto de vergüenza, aunque no tiene por qué.
—Todos lloramos —le digo, como él me dijo una vez por teléfono.
—No quiero llorar delante de ti. Me avergüenza hacerlo —contesta, y después se muerde el labio, agachando la cabeza.
—Gabriel, no estás solo.
—Solo te tengo a ti y apenas te conozco.
Y de pronto siento algo que no he sentido jamás. Ni con Bea ni con mis amigas de la infancia ni con las del instituto ni con Álvaro ni con mis hermanos. Es algo que a veces siento por mi madre: que tengo la obligación de cuidar de él, o al menos de esa parte de él que no puede cuidar de sí mismo. Y sé que él intentará hacer lo mismo conmigo.
Lo abrazo. Él solloza en mi hombro y se encoge. Yo le friego la espalda y se acomoda en el arco de mi cuello. Siento sus lágrimas rodar por mi piel y calentar un pedazo de tela de mi ropa.
Pasamos unos minutos así. Deja de sollozar, su respiración se regula y poco a poco vuelve a él. Se endereza, respira hondo y se seca las mejillas.
—Gracias. —¿Gracias? No tiene por qué darlas.
Mataría por que él no llorara. ¿Es esto amor? Maldita sea, Silvia. No. No lo hagas.
—Esto nunca ha pasado. —Sonríe con vergüenza.
—¿De qué dices que hablas? —le contesto al gesto.
Se acerca, inclinándose hacia mis labios, y, aunque quiero que me bese (a decir verdad, quiero que me desnude, me toque, me lama y me folle, como ha dicho antes), le paro y le digo que no.
—Ahora, más que nunca, no quiero estropearlo.
Y lo cierto es que ya sé que esto sí es amor y… estoy aterrorizada.