HACERNOS DAÑO
Las cosas se pusieron verdaderamente tirantes en el trabajo después de que Álvaro y yo nos despidiéramos emocionalmente «para siempre» en la puerta de La Favorita. Estaban tan tirantes que empezaban a ser insoportables.
No podía tolerar ni siquiera su voz. Le contesté tantísimas veces mal que, al final, el Álvaro jefe tuvo que mandarme un email con la clara advertencia de que o controlábamos aquello o tendría que terminar dando parte a la empresa. Eso significaba hablar con Recursos (in)Humanos, confesar que habíamos estado juntos a sus espaldas durante dos años y que, como no había terminado de manera muy amable, no podíamos gestionar nuestra relación en el mismo departamento. Ya me imaginaba en galeras. Para él todo era muy fácil. Nacer con pene tiene que ser una gozada, oiga.
Así que me controlé. Ya tenía edad de hacerlo.
Me controlé hasta que un día al salir de la oficina la vi esperándole. No supe qué hacer, pero a ella le debió de pasar lo mismo. Me sorprendió mucho que me reconociera, pero el caso es que se me quedó mirando, dio un respingo y creo que hasta contuvo la respiración. Debía de haber tenido la mala suerte de toparse con alguna fotografía mía y pedir alguna explicación.
Álvaro salió como un elefante en una chatarrería hablando por el móvil, pasando por mi lado sin prestarme atención. La besó, reparó en mí, que estaba parada a cinco pasos de distancia, y, lanzándome una mirada despectiva, le dijo:
—Venga, mi amor, vamos a casa.
Fue una puñalada. Una puñalada que me tomé muy mal. Y yo no soy de esas personas cuyas sensaciones más intensas se diluyan en la madurez de relativizarlo todo. Oh, no, no. Yo soy muy sentida. Una Rocío Jurado (la más grande) cantando En el punto de partida. Y digo más: a quien no haya llorado nunca con una canción suya no le han roto el corazón.
Dos días después, viernes noche, tomándome muchas molestias, le seguí con un taxi como en las películas. Cuando aparcó, pagué la carrera, bajé del taxi y esperé a que la calle estuviera solitaria para pincharle las cuatro ruedas del coche con una navaja suiza. Las rajé cuanto pude, con saña; y para hacerlo más cinematográfico, me desgañité llorando mientras lo hacía. Pensé en pasear una llave por toda su carrocería, pero a mí también me gustaba aquel coche. No pude.
Nunca antes lo he confesado y creo que solo lo sabemos nosotros dos. Sé que Bea habría aplaudido y vitoreado de haberlo sabido, pero no me siento orgullosa de ello y no volvería a hacerlo porque, aunque encontré un placer malicioso en el acto en sí, después seguí sintiéndome desgraciada. Pese a que estaba enfadada, hacer de su vida un infierno no iba a traerlo de vuelta.
El lunes Álvaro entró en el despacho con cara de no haber dormido demasiado bien. Y en la mente me apareció un «jódete una y mil veces, cabrón» que tampoco me hizo sentir mejor. Tenía dentro tanta rabia que me ahogaba y lo peor era que no sabía cómo quitármela de encima. Me reconfortaba vagamente, aunque deba avergonzarme de ello, saber que ahora él también tenía un poco dentro. Reconfortada… hasta que me llamó a su despacho.
Estaba de pie junto a la puerta, sin la chaqueta, mordiéndose los labios con una expresión que no le había visto jamás y…, sin paños calientes, me cagué encima de miedo.
—Silvia, ¿puedes venir?
Y dijo Silvia, no Garrido. Miré a mi alrededor. La mayoría de mis compañeros habían salido a una reunión de proyecto y los tres o cuatro que se habían quedado se estaban marchando hacia la máquina de vending para saquearla. No iba a tener la posibilidad de llamar a refuerzos si llegaba el caso. ¿Casualidad? En fin. Tragué saliva y fui hacia allí.
Cuando entré cerró la puerta a mis espaldas con un soberano portazo. Me giré sorprendida y él tiró de mí hasta dejarme atrapada entre la puerta y su cuerpo.
—¡¡Me cago en tu puta madre, ¿lo sabes?!! —Y subió la voz mientras me zarandeaba.
Tenía los dedos cerrados alrededor de mi brazo y, aunque no me hacía daño, estaba totalmente a merced de los movimientos que hiciera. Me movía como tiembla un folio en una mano que lo agita. Álvaro apretó la mandíbula.
—¡Me da igual el coche! ¡¡Te juro por Dios que me da igual el coche!! Pero eres una puta niñata, ¿lo sabes? ¡Eres una jodida loca de mierda! —Y su tono fue subiendo de volumen.
—¿Qué dices? ¡Suéltame! —le reprendí tratando de alejarme.
—¡¡Me cago en la puta, Silvia!! —gritó con los dientes apretados—. ¡¡¿Qué coño estás haciendo?!! ¡¡¿Qué coño estás haciendo, joder?!!
Lo aparté de un empujón y me cogí el brazo del que me había tenido sujeta.
—¡¡¿Estás loco?!! ¡No me toques! —grité también.
Cuando el puño de Álvaro pasó volando a mi lado creí que llegaríamos a las manos, porque si osaba rozarme lo más mínimo, se la iba a devolver pero con creces y después iría a la policía a ponerle una denuncia. Si tuviera tan claras todas las cosas en la vida… Pero con un estruendo horrible, el puñetazo se estrelló contra la pared prefabricada de su despacho haciendo que vibrara la puerta.
—¡¡Déjalo estar!! ¡¡Déjalo estar de una puta vez!! ¡¡¿Qué cojones crees que arreglas pinchándome las ruedas?!! ¡¡¿Crees que vas a gustarles más a mis padres?!! ¡¡¿Es eso?!! ¡¡¿Crees que yo voy a caer de rodillas a tus jodidos pies porque empieces a comportarte como una puta psicópata?!!
Me apoyé en la puerta y miré al suelo. Me temblaban las rodillas. En los últimos años Álvaro y yo habíamos tenido broncas de todos los tipos y muchas habían subido de tono, pero jamás habría imaginado verle en ese estado, sobre todo dos días después de mi absurda venganza, cuando suponía que había tenido tiempo para calmarse. Me asusté mucho. Me miré las manos y temblaban. Cuando lo hice pensé que no diría nada, que se jodería en silencio, como hacía siempre. Que no provocaría un rato de intimidad para poder hablar de aquello. Sabía que estaría enfadado, pero no aquello. ¿Habría estado así todo el fin de semana?
Se dirigió hacia la otra parte del despacho tapándose la cara y resoplando. Agitó con dolor el puño, enrojecido.
—Te lo mereces —dije en un murmullo, aunque quería gritárselo a la cara.
—¿Te crees que no lo sé? —Y aunque su cabeza se inclinó hacia mí, no me miró—. ¿Te crees que no sé lo que he hecho con nuestras vidas?
Se apoyó en la mesa, mirando por la ventana las copas de los árboles que se agitaban, de espaldas a mí. Quise ir hasta allí y abrazarle, hundir la nariz en su camisa y aspirar. Hasta ahí llegaba mi total enajenación. Di un par de pasos hacia él y le puse la mano sobre la espalda; Álvaro tiró de un hilo y bajó el estor. Se giró, mirándome.
—No puedes hacer estas cosas —susurró—. Estoy muy enfadado.
—Es que te odio —le dije.
—Eso no es odio, Silvia. Eso es rabia. Yo también la tengo, pero debemos aprender a gestionarla.
—Le dijiste «vámonos a casa, mi amor». Me prometiste que no me harías más daño. ¿Por qué lo haces?
Miró al techo y resopló.
—Porque me desangras, joder. Y si lo pienso más te juro que me muero…
Y cuando pensaba que lo mejor era salir de allí, Álvaro agarró con la mano que le quedaba libre mi pelo a la altura de la nuca y me llevó hasta su boca.
¿Qué?
Pero no me lo pregunté durante mucho tiempo. Estaba tan desesperada por él…
Cuando me soltó el pelo le rodeé el cuello con los brazos, tratando de llegar mejor a su boca. Álvaro me subió sobre él cogiéndome las piernas, que yo enrollé en su cadera. Me apoyó encima de la mesa y su lengua me recorrió entera la boca. Por favor, permitidme ser lo suficientemente moñas para decir que besarle me produjo el mismo alivio que si me hubiera dado de beber estando sedienta. Pero mi rabia no se relajó.
No sé quién empezó a desabrochar ropa primero, pero el caso es que de pronto Álvaro estaba intentando bajarme la ropa interior y mis pantalones estaban a la altura de mis tobillos. Y mientras tanto, la puerta sin bloquear.
Metí la mano dentro de su pantalón y bajé de un zarpazo su ropa interior, pasando la yema de mis dedos por su vello púbico. Bajamos mis braguitas los dos, jadeando, y me abrí de piernas, sentada en la mesa, esperando que me embistiera. No terminábamos de encajar en esa postura, de modo que Álvaro me agarró en brazos y yo misma, metiendo la mano entre los dos, llevé su erección hasta mis labios húmedos. Para él siempre estaba preparada.
De una embestida la enterró entera en mí y me mordí el labio, echando la cabeza hacia atrás con placer. Pasó mis pantorrillas por encima de sus antebrazos y, con sus manos en mis nalgas, impuso un ritmo rápido que ejercía mucha fricción en mí. Me resistí, lo juro. Pero ¿cuánto me duró la resistencia? Apenas un par de minutos, hasta que exploté en un orgasmo demoledor. Tuve que morderle el hombro sobre la camisa para no gritar cuando remató mi placer con una violenta embestida y se corrió dentro de mí.
Álvaro y yo recompusimos nuestra ropa en silencio y en silencio también me fui de su despacho hacia el cuarto de baño. No volvimos a hablar en todo el día. Y todo un día de silencio da para mucho. Da para confesarle a tu mejor amiga lo que acabas de hacer, que es básicamente folletear como una animal en un despacho, sin echar el pestillo, con tu exnovio cabrón que ahora está con otra con la que seguro irá en serio. También da tiempo a recibir una bronca brutal por haberlo hecho y, sobre todo, para pensar. Para pensar mucho y muy mal. Lo primero, sobre lo que Bea también me había llamado la atención, era que me acababa de tirar sin ningún tipo de protección a un hombre sobre el que no sabía absolutamente nada de sus nuevas rutinas sexuales. ¿Y si su actual novia también se tomaba la píldora? ¿Qué hay de las enfermedades de transmisión sexual? ¿Es que estaba loca? Y el caso es que ¿me había convertido en una comebabas? ¿Y si aquella misma mañana había echado un polvo con su chica? ¿Qué hacía yo compartiendo fluidos con una desconocida?
Además ¿qué coño significaba aquello? Me había zarandeado, gritado, insultado, había dado un puñetazo a la puerta que pasó silbando junto a mí y después… ¿no había confesado algo que quería decir que él también estaba destrozado por la ruptura? Vale, pues era una situación perfecta para terminar como lo hicimos, follando. Qué bien, Silvia. Qué bien.
A media mañana lo vimos pasar caminando a grandes zancadas hacia la puerta y después de comer apareció con varios dedos de la mano derecha vendados y entablillados. A aquellas alturas andaba ya tan enfadada que deseaba que, por gilipollas, se hubiera roto por lo menos dos o tres dedos. Y a poder ser por dos o tres partes cada uno. La explicación que le dio a un compañero cuando se lo cruzó por el pasillo fue que «se había dado un golpe y se había roto el dedo corazón». Me alegré. Jódete mil veces.
A la salida nos cruzamos en la puerta. Nos miramos de reojo y Álvaro carraspeó llamando mi atención.
—Deberíamos hablar —dijo tocándose el vendaje.
—No hay nada de lo que debamos hablar.
—Yo creo que sí. —Levantó la mano herida, llamando la atención sobre ella.
—Lo dices como si eso fuera culpa mía y no tuya por ser un subnormal violento —escupí.
—No quería hacerte daño a ti. Me pongo como loco, pero no…, nunca te levantaría la mano.
—Si pensase que eres capaz ya estarías esposado —contesté muy en serio—. Más vale que no vuelva a pasar. Ni eso ni los gritos ni los zarandeos. O te denunciaré.
—Tenemos que hablar, Silvia —dijo en un tono de voz pacífico—. ¿Por qué no te acompaño a casa?
—¿A discutir a gritos donde nadie pueda oírnos? —le pregunté girándome hacia él.
Negó con la cabeza, mirando al suelo.
—No. Por favor. Solo hablemos. Un momento.
¿A quién quería yo engañar? Le daría un momento y el resto de mi vida si me prometía no volver a separarse de mí. Así que… accedí.
Nos sentamos en el coche en silencio y seguimos sin hablar hasta que llegamos a la altura de María de Molina. Entonces Álvaro empezó.
—Yo no quiero hacerte daño, Silvia.
—Pues lo haces —contesté en un tono seco—. Y entonces yo también quiero hacértelo a ti.
—No tenía planeado lo de mi despacho. Eso no nos hace bien.
—No. Y tú tienes quien te espere en casa, ¿recuerdas?
No contestó de inmediato. Se metió en una calle a toda velocidad.
—Ella no es… —empezó a decir.
—No quiero saber nada de ella. Y tampoco de ti. Se acabó. Ya está, Álvaro. Te he pinchado las ruedas del coche y tú me has follado en tu despacho como si fuera una vagina en lata. Ya estamos en paz.
Me miró de reojo.
—Yo no he hecho nada como si fueras una vagina en lata —contestó con tono de pronto beligerante.
—Siempre lo has hecho —le dije yo más molesta aún—. Siempre. Desde la primera vez. Cogiste a una chiquilla de veinticinco años con ganas de complacerte y la convertiste en una tonta dispuesta a contentarte siempre. Y contentarte implica abrirse de piernas y tragar mucho, en más de un sentido.
—¡¡¿Has sufrido follando conmigo?!! —gritó—. ¡Creía que lo que hacíamos lo hacíamos de mutuo acuerdo! ¡¡No mientas ahora diciendo que yo te manipulé para que fueras mi esclava sexual!! ¡¡Tú también estabas complacida con la relación que teníamos!!
—¡Yo quería que me quisieras, imbécil!
—¿Es que no te he querido? ¿No te lo he demostrado? —Me miró fugazmente para volver a concentrarse en la carretera.
—¡No me has querido nunca una puta mierda! ¡Ni amor ni respeto ni nada que se le parezca! ¡¡A las pruebas me remito!! ¿Qué hacemos ahora, Álvaro? ¿Qué esperamos de esto? ¡¡No voy a ser la puta que te complazca haciendo todas las cosas que esa, a la que seguro que le pedirás que se case contigo con toda la ceremonia y el protocolo, no te hará!!
—¡¡Esto no va de sexo, Silvia!! ¡¡Esto no va de sexo!! —gritó.
—¡¡Todo contigo va de follar!! ¡¡Todo!! ¡¡La única manera que he tenido de entenderte y de tener intimidad contigo en los últimos dos años ha sido quitándome las bragas o abriendo la boca!! ¡¡Es el único lenguaje que hablas con sinceridad, Álvaro!! ¡¡El único!!
—¡¡¿Por qué no entiendes que los adultos tenemos que tomar decisiones que no nos gustan?!! ¡¡¿Por qué cojones no entiendes que no puedo estar contigo porque es un absurdo que no tiene ni pies ni cabeza ni futuro?!! ¿Qué crees que me da ella, Silvia? ¿¿Crees que he ido buscando a alguien que me la chupe mejor?? ¿¿Crees que he hecho un casting de furcias para sustituirte??
—Para el coche —le pedí para gritar después otra vez—: ¡¡Para el coche de una puta vez!!
Álvaro aceleró.
—¿Qué quieres? ¡¿Bajar?! ¿Bajar e ir corriendo hasta tu casa a llorar porque soy un cerdo que nunca se portó bien contigo? —Bloqueó las puertas—. ¡¡Eso es una mentira tan grande que ni siquiera te la crees!! Si te he hecho daño ha sido ahora, Silvia. ¡¡Yo nunca te he utilizado!!
Álvaro tenía el ceño tan fruncido que daba miedo.
—No, en eso tienes razón —dije al ver cómo se acercaba a su portal—. Nos utilizamos los dos. Al menos me quedo con que disfruté en la cama contigo durante dos años, que es para lo único que sirves. Eres un semental y no sabes más que follar como lo que eres.
Desbloqueé la puerta y la abrí en marcha; Álvaro tuvo que frenar en seco y detener el coche. Bajé con paso firme y anduve tratando de pasar de largo su portal. Puta mala suerte que encontró sitio para aparcar en la calle a la primera. ¡¿Por qué no lo bajó al puto garaje como siempre, leñe?!
Me cazó en la esquina y me tiró del brazo.
—¡¡¡Que me dejes!!! —grité.
—Haz el favor, Silvia, no quiero montar un espectáculo en la calle.
—¡Pues déjame en paz de una jodida vez!
—Sube —dijo con calma.
—Ni de coña —contesté.
—¿Qué temes que pase, eh, Silvia?
Y el tono en el que lo dijo me repateó tanto… ¿Qué creía, que me sentía incapaz de entrar en su casa sin tirármelo?
Chicas…, esto…, un consejo. Si es vuestra debilidad, lo es y ya está. No hay que hacerse las valientes por ni para nadie; si no está superado, ya lo estará… pero fingir que somos fuertes y que podemos con todo… suele llevarnos de cabeza a ello.
Y así fue que le seguí; porque quise, claro, y porque soy imbécil, que es otra gran verdad. Solo le seguí. Maldito hijo de puta del subconsciente que me llevó directa a su habitación. Tenía que haber ido al salón y continuar con el plan de demostrarle que yo no era su esclava y que no le necesitaba, al menos físicamente. Pero me metí en su habitación y, aunque quise disimular dejando el abrigo sobre la cama y haciendo ademán de salir después…, ya era tarde.
El dormitorio se llenó de su olor cuando entró, como en una nube tóxica cargada de algún componente químico de los que vuelven tonta del culo. Me cogió de la muñeca, tiró hacia él y yo… cerré los ojos cuando sus labios se acercaron a mi oído.
—Sé hacer el amor, Silvia. Pero creo que solo sé hacértelo a ti. ¿Qué voy a hacer entonces a partir de ahora?
—No es mi problema, Álvaro. Tú tomaste las decisiones por los dos. Ahora no te quejes.
Sus manos se encargaron de desabrocharme la blusa botón a botón mientras yo me debatía entre ser débil y abrazarle o fiel a mí misma y marcharme. Cuando abrió la tela y pasó sus manos con cuidado por encima de la piel de mi escote, me giré y… me rendí. Nos desnudamos despacio mientras nos besábamos y, sin ropa ya, nos dejamos caer sobre la colcha.
Álvaro me separó las piernas ejerciendo presión con sus rodillas y yo las enrosqué a su cadera. Se tumbó y de un empujón certero, sin tener que ayudarnos de las manos, su erección se fue metiendo poco a poco dentro de mí. Se arrodilló en la cama y me arqueó la espalda hasta encontrar el punto de fricción perfecto que permitiera la penetración en aquella postura. Y sus manos me recorrían entera.
Creo que nunca lo hicimos tan despacio. Creo que nunca me corrí con tanta vergüenza. Creo que nunca sentí su orgasmo tan intensamente como aquella vez. Creo que nunca antes sentí tanta aversión hacia sus besos.
Cuando nos retorcimos los dos, apretados, quise gritarle, quise pegarle, agitarme, quitármelo de encima y suplicarle que no volviera a tocarme jamás, pero solo pude gorjear y tener pena de mí misma. Yo, que había decidido seguirle porque me creía la más valiente de todas, inmune de pronto a Álvaro porque había entendido que no era bueno para mí, ahí estaba, con su orgasmo dentro de mi cuerpo e indignada conmigo misma.
Álvaro dejó un momento la cabeza entre mis pechos y yo me encargué de contar los segundos que iba a tardar en pedirme que me fuera.
—Silvia… —susurró incorporándose—. Creo que…
—Dos minutos —le dije con saña—. Has tardado dos minutos en querer que me vaya desde que te has corrido dentro de mí.
Se levantó desnudo y alcanzó su ropa interior, que se puso al momento.
—Tienes que irte —sentenció.
Me levanté de la cama y sentí humedad recorriéndome los muslos hacia abajo.
—Necesito ir al baño. —Chasqueó la boca—. ¿Estás esperándola? ¿Es eso? —dije mientras me vestía—. ¿Vas a tener suficiente leche para las dos?
Álvaro se quedó mirándome con expresión consternada mientras se ponía unos vaqueros y un jersey.
—Tú y yo no estamos juntos porque no podemos estarlo, no porque yo no quiera y sea un cabrón. No podemos. Ya está.
—Explícame, por favor, por qué hoy hemos follado dos veces entonces.
—Tendrías que preguntarte por qué se te caen tan fácilmente las bragas al suelo.
Ni lo pensé. Cuando quise darme cuenta ya le había cruzado la cara de un bofetón. El timbre sonó antes de que él pudiera ni siquiera reaccionar.
—Me cago en la puta, Silvia —farfulló—. Quédate aquí dentro y no salgas ni hagas ruido ni… nada. No hagas nada. —Álvaro salió de la habitación y fue a abrirle la puerta. A abrirle la puerta a su novia—. Hola, cariño —le dijo.
Escuché un beso.
—¿Estás acalorado? —preguntó la suave y dulce voz de la chica.
—Un poco. Vine corriendo cuando recibí tu mensaje.
—He visto tu coche en la calle. ¿Por qué no lo bajaste al garaje?
—Por si…, por si querías que te llevara a casa después.
Escuché otro beso.
—Pobrecito… —susurró ella, supongo que refiriéndose a su mano vendada.
Si ella supiera.
—No es nada. Oye, pasa al salón. Termino una cosa en el dormitorio, abro una botella de vino y voy…
Ah. Ese era el plan. Entretenerla en el salón para que no pudiera verme salir a hurtadillas, ¿no? Cuando me imaginé cómo me sentiría después de hacerlo, no me dio la gana. Suspiré y mentalmente pedí perdón por lo que iba a hacer. Juro que no era contra ella. Solo quería hacerle daño a él, cuanto más mejor. Ella era… un daño emocional colateral.
Salí del dormitorio abrochándome la blusa, con el abrigo en una mano y el bolso colgado del hombro. Álvaro se giró sin dar crédito a lo que veía y ella palideció. Ahora que la observaba de cerca se esfumaban muchas de las cosas que imaginé. Era normal. Completamente normal. Mona, sí; delgada, también; con pinta de ser de buena familia, por supuesto. Pero no había nada extraordinario en ella. No era un ángel de Victoria’s Secret. Y tampoco tenía pinta de ser Marie Curie. Se trataba de una chica normal que probablemente tendría un trabajo normal y con la que él y su familia podrían mantener conversaciones normales. Todo tan convencional y aburrido que me dieron pena…
Me odié por un momento por estar haciendo aquello, pero si lo pensaba bien, era lo mejor. Ella le vería como era en realidad y se alejaría de algo que podría hacerle mucho más daño en el futuro. Yo saldría por la puerta sin tener que sentirme humillada y con la férrea decisión de apartarlo de mi vida. Y él… se quedaría solo, tal y como merecía.
Carraspeé y de la garganta de ella se escapó un gemido lastimero, casi inaudible.
—Joder… —susurró él—. Yo…
—No me des ninguna explicación —dijo ella firmemente—. No la quiero, Álvaro. Sé quién es y me imagino muy bien qué estabas haciendo.
Olé por ella.
—No, escúchame, por favor…
—No quiero escucharte. Lo que no entiendo es por qué no haces lo que realmente quieres y dejas de jodernos la vida a los demás. —Se mordió el labio de abajo, que empezaba a temblarle, y los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Lo siento —dije mirando hacia Álvaro—. Pero tengo suficiente con el daño que me haces a mí. No quiero ser responsable de más. Esto lo hago por los tres.
Ella me miró, sin simpatía, claro, pero en sus ojos me pareció advertir algo parecido al corporativismo. Nunca seríamos amigas, pero…
—Me voy —solté.
Álvaro le susurró a su chica que hablaran un momento para aclararlo. Ella contestó que no, llorando ya. Agarré el pomo de la puerta, le escuché resoplar a él y a ella sollozar y, girándome, le llamé:
—Eh, Álvaro.
—¿Qué? —espetó de malas maneras.
—Jódete.
Y cada letra me supo a gloria.