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DECISIONES

Mi trabajo es aburrido. Aburrido de la hostia. Llevo todo el día tecleando para hacer unos códigos que bla bla bla. Me aburro a mí misma. He ido a por una coca cola porque creo que estoy a punto de morir de asco encima del teclado.

Al pasar por delante del despacho de Álvaro de vuelta a mi sitio, la puerta se abre y él me saluda. Del susto que me da, grito. Y grito como si me estuvieran quitando la vida, desgañitándome. Sin poder evitarlo le lanzo un manotazo, golpeándole el brazo, y él da un paso hacia atrás, sin esconder una sonrisa.

—¡Maricón! —me quejo—. ¡Casi me da un infarto!

—Jooooder, Garrido. —Se sonríe—. Solo quería pedirte que pasaras un momento al despacho.

Entro respirando agitadamente y Álvaro cierra la puerta y se apoya en ella mirándome. Dios. Esto parece personal. ¿De pronto ya se le ha pasado? Lleva dos meses prácticamente sin dirigirme la palabra.

—Esto…, quería hablar contigo.

—Dime —contesto mientras me siento en uno de los sillones que hay frente a su mesa.

—Es sobre la semana que me has pedido de vacaciones.

—Oh, Dios… —Me revuelvo el pelo—. ¿Podemos discutirlo mañana, por favor? Llevo todo el día con la migración al nuevo sistema y de verdad que no tengo fuerzas para mantener contigo una de nuestras luchas dialécticas.

—No, no. Puedes estar tranquila. El Álvaro jefe ya ha aprobado tus vacaciones.

—Entiendo entonces que es el Álvaro no jefe el que quiere hablar conmigo.

—Sí.

Se sienta en su mesa, abre un cajón y saca unas revistas. Las reconozco. Yo también las tengo en casa.

—No imaginaba que te gustase este tipo de lectura.

—Y no me gusta. —Sonríe resignado—. Por eso me asusta que salgas en ella. ¿Te vas con él?

Los dos nos miramos y él desvía rápidamente la mirada hacia la revista, que abre con manos expertas por la página en la que salimos Gabriel y yo a la entrada de un restaurante en la plaza de la Independencia. Es de la última visita que me hizo Gabriel, antes de empezar su gira. Hago una mueca. Pienso que salgo muy mona, pero a Álvaro no parece gustarle.

—No tiene por qué asustarte —le digo dándome cuenta de que en los últimos cuatro meses he cambiado considerablemente. ¿No estoy siendo mucho más madura? Ah, no, que me he casado con una megaestrella del rock que prácticamente no conozco de nada y con la que en realidad tengo un matrimonio ficticio.

—Es tu marido —añade en un susurro, como si no terminase de creérselo y le doliera a la vez.

—Sí, pero esto es… —levanto las cejas— como los matrimonios de conveniencia. No nos acostamos.

Y eso empieza a parecerse sospechosamente a una mentira.

—No es como los matrimonios de conveniencia, él no necesita la nacionalidad. Y, si te digo la verdad, no entiendo qué gana él con todo esto.

—¿Por qué tiene que ganar algo? —Y antes de que conteste me acomodo en el asiento y sigo hablando—. De todas maneras, Álvaro, aunque no sea de tu incumbencia…, para él es especial. No quiere ni escuchar hablar de divorciarnos.

—No quiere darte dinero —dice—. Se emborrachó, se casó contigo y ahora no quiere soltar la mosca.

—Por contrato él mismo estipuló que el día que firmemos el divorcio me dará varios cientos de miles. Pero vuelvo a repetirte que creo que no es de tu incumbencia.

—¿Varios cientos de miles? Eso son las migas del pastel. Sabe que te puedes llevar un trozo muy grande y quiere tenerte entretenida con esa minucia. ¿Sabes lo rico que es?

—Me lo imagino, pero en este caso no me importa. Y claro que me gusta que me regale cosas bonitas, pero lo prefiero a él. —Y callo que la semana anterior puso su piso de Venice a mi nombre.

—Te has enamorado de él —afirma en un suspiro, como si estuviera diciendo con otras palabras que soy tonta de remate.

—No. —Niego enérgicamente con la cabeza, molesta—. No estoy enamorada de él. Yo aún me estoy recuperando de nuestra ruptura. Para mí fue muy dura y necesito tiempo para reponerme; no tengo la misma capacidad que tú para cambiar de tercio en la vida.

Ese golpe le deja fuera de juego durante unos segundos. No sabe qué contestar, pero yo no espero que conteste nada en realidad.

Mientras él se debate entre ser sincero o buen hijo, le miro. Está impresionante. Creo que cada día que pasa está más endiabladamente guapo. Los ojos grises parecen mucho más grises hoy. Lleva el pelo un poco más largo de lo habitual, probablemente porque está retrasando la visita al peluquero por trabajo. Y recuerdo la textura de sus mechones entre mis dedos, sedosa. Me embarga la melancolía y parece que siento la presión de sus manos en mis caderas, empujándome hacia él en la cama, diciéndome que voy a volverle loco.

—Ha pasado casi un año —dice al fin—. Puede que hiciera las cosas mal entonces y que me precipitara, pero ya es hora de que los dos pasemos página.

Ya. Los dos. Pues él pareció pasar página muy rápido.

—No tienes de qué preocuparte —sentencio.

—Sí, sí que tengo. —Mira la mesa, entretenido en mover sobre ella su bolígrafo Mont Blanc—. ¿Has leído mucho acerca de él, Silvia?

—La verdad es que no. Prefiero conocerlo al ritmo que él quiera contarme sus cosas. Como las personas normales.

—Creí que la palabra normal no te gustaba.

—Y no me gusta.

—Silvia. —Cierra los ojos—. Te lo pido por favor. Sé que te he hecho mucho daño, pero si aún sientes un mínimo aprecio por mí, hazme caso y busca en Internet cuando llegues a casa.

—Deduzco que tú ya lo has hecho.

—Sí. Por eso estoy tan asustado —y lo dice con el ceño tan fruncido que hasta me parece cómico.

—Te van a salir arrugas enseguida si sigues poniendo esa cara de sufrimiento tipo Brad Pitt en Leyendas de Pasión. —Álvaro también dibuja una tímida sonrisa—. ¿Se te pasará algún día? ¿Dejarás de estar enfadado conmigo por casarme con él?

—¿Realmente te importa?

—Sí —asiento—. No soy de piedra. Yo también quería arreglarlo.

Resopla, apoya los codos en la mesa y, dibujando un triángulo con sus manos, apoya los labios sobre sus dedos índice. Si no lo conociera diría que incluso le hace daño esta situación. Pero no tengo que caer en la tentación de creer que no soy la única débil o terminará de rematarme.

—Divórciate y hablaremos de arreglarlo. Es todo lo que puedo decir —resuelve.

—¿Me echas de menos?

Se recuesta en el respaldo.

—Sí —susurra—. Pero me puede más la inteligencia emocional y… los dos sabemos que tú no me convienes.

—Nunca sé si quieres de verdad arreglarlo. —Me miro los zapatos.

—No quiero arreglarlo mientras él esté ahí. Me da igual cómo lo esté, me da igual que sea un contrato de cariño, como tú lo defines. Para mí es un error y lo quiero fuera de tu vida. Si no… el que está fuera de tu vida soy yo.

Me levanto del sillón arrepentida de haber sacado el tema.

—Bueno, Álvaro, estaré fuera toda la semana que viene. Y cuando vuelva tendrás muchas más revistas que revisar. Espero darte un buen material.

—Solo búscalo… —Cierra los ojos—. No es la primera vez que me preocupo por ti, pero esta vez estoy verdaderamente asustado. No lo estaría por una tontería.

Salgo de su despacho y cierro suavemente la puerta.

Al llegar a casa dejo el bolso en el perchero, junto con la chaqueta. Pero me llevo el paquete de tabaco conmigo hasta la habitación del ordenador. Maldito Álvaro. Que conste que hago estas cosas porque es tan guapo que no puedo evitarlo. Si fuera profesor en la escuela todas las alumnas y algunos alumnos serían ejemplares.

Enciendo el ordenador, dejo el tabaco junto al cenicero y hago una incursión en la cocina. Cojo el brick de zumo de tomate, el salero y el pimentero y el bote de encurtidos. Me ha dado por las aceitunas y los pepinillos últimamente, qué vamos a hacerle. Vuelvo y me siento delante de la pantalla, que desbloqueo con mi contraseña.

Con dedos ágiles meto el nombre de Gabriel en el buscador. Los primeros resultados son noticias actuales. Voy hasta un enlace a la Wikipedia y cojo aire antes de empezar a leer.

Me sirvo un zumo de tomate, lo aderezo y suspiro. Bebo, leo. Bebo, leo. Me como una aceituna. Toso. Casi me la trago entera. Releo. Enciendo un cigarrillo.

—Gabriel…, por Dios…

Y me tapo la cara con las manos.

Un coche de la compañía me lleva del aeropuerto al hotel donde Gabriel ha tenido esta tarde entrevistas relámpago con prensa de toda Europa. Debe de estar agotado. Y yo estoy preocupada. Yo preocupada…; es antinatural, casi como si las farolas dieran frutos.

Al llegar a las proximidades del hotel ya casi no me sorprendo. Debe de ser lo más lujoso de Ámsterdam, aunque supongo que lo que más les importa a los organizadores del evento es que está justo en el centro de la ciudad. Fuera del coche la gente va muy abrigada y supongo que empieza a hacer mucho frío. Hemos entrado ya en noviembre.

Me pongo mi abrigo más elegante y también los guantes; me coloco el bolso en el regazo y respiro hondo. Estoy nerviosa.

Cuando el coche se para delante del hotel, un hombre uniformado abre la puerta y yo salgo. Le sonrío y me pregunta mi nombre en un perfecto inglés. Le contesto. En la puerta del hotel hay otro hombre vestido de traje, que me espera y que me tiende la mano para que la estreche mientras unos botones se encargan de mi pequeña maleta.

—Bienvenida, señora Herrera.

Cierro los ojos y esbozo una sonrisa. Claro, señora Herrera porque soy la mujer de Gabriel.

—Puede llamarme Silvia —le contesto.

—Como usted prefiera, señora Silvia. Me comentan que su marido ha terminado hace apenas media hora y que se ha retirado a su habitación con parte de su equipo de producción. —Hace un gesto a un botones—. Frits la acompañará.

Pobre chico, se llama Frits. Parece el nombre de una marca de frutos secos.

Cuando llego a la quinta planta hay seguridad por todas partes; debe de estar llena de celebrities de las que mañana por la noche acudirán a los European Music Awards organizados por la MTV. No me puedo creer que esté aquí. Pero es que yo también puedo convertirme en una celebrity si quiero.

Veo a Volte en la puerta de una habitación y me parece intuir que me sonríe. ¿Se alegra de verme? Troto hacia él y le abrazo. Él, por supuesto, no responde al abrazo.

—Bienvenida, Silvia —me dice—. Enhorabuena por su reciente matrimonio.

Para ser una mole humana últimamente se anda con mucho protocolo.

—Gracias, Volte. Me alegro de verte.

Llama con sus nudillos enormes a la puerta y una chica joven abre, asustada, como si temiera que una horda de fans hubieran matado a Volte. Al verme me sonríe.

—Hola, Silvia. Soy Mery, la mánager de Gabriel.

Nunca me ha hablado de ella. ¿Se acostará con ella? ¿Estoy celosa? Le doy la mano.

—Encantada.

—Pasa, tenéis que estar locos por veros.

Hace un gesto y dos personas vienen hacia nosotras y, haciendo mutis por el foro, salen por la puerta. Mery dice adiós y miro a Gabriel, que está sentado en la cama, agarrado a una guitarra. La deja sobre la colcha blanca y se levanta. El estómago me hormiguea porque está muy guapo. Lleva unos vaqueros negros pitillo, unas zapatillas Vans del mismo color, una camisa blanca y una corbata negra.

—Me has recibido con tu traje de novio —le digo sonriente.

Da dos pasos más y nos abrazamos con fuerza. Me siento tan reconfortada que se me olvida por qué narices he estado tan preocupada. Álvaro es imbécil y todo el mundo tiene derecho a una segunda oportunidad. A él le debo de haber dado ya una docena.

Gabriel me da un beso en la boca, muy corto, de los que dejan con ganas de más, y después me pregunta si estoy nerviosa. Cuando le confieso que mucho me coge en brazos y me levanta.

—Todo se te va a pasar cuando veas el vestido. —Sonríe—. Es increíble. Como tú.

Y me apetece besarle, tocarle, quitarle toda la ropa y abrazarlo, hundiendo la nariz en su cuello. Me deja en el suelo y vuelven a llamar a la puerta. Deben de ser los meganudillos de Volte.

Yo misma me acerco y abro. Me tiende mi maleta, le sonrío y vuelvo a cerrar.

—¿Quieres salir a cenar? —me pregunta Gabriel abrazándome la cintura por detrás cuando me pongo a deshacer el equipaje.

—Debes de estar agotado. La ciudad está llena de fans. No, mejor quedémonos aquí.

—Vale, llamaré al servicio de habitaciones. Estoy hambriento.

Y yo, en muchos sentidos.

Me cambio de ropa, me pongo unos leggins y una camisola y me acomodo, viendo cómo Gabriel se mueve de un lado a otro de la habitación. Y me abstraigo. No sé si debo sacarle el tema. Él no me lo ha contado aún porque le cuesta hablar de sí mismo. Pero no es como si no lo supiera. Lo sé y además de estar preocupada, me siento mal; como si hubiera violado su intimidad, aunque son cosas que todo el mundo puede leer de él en Internet.

—Gabriel —susurro.

Se sienta a mi lado, me aparta el pelo del cuello y me da un beso bajo el lóbulo de la oreja. Que no juegue, que llevo demasiado tiempo sin echar un casquete como para andarme con miramientos de señoritinga.

—Gabriel…, ¿tú tienes secretos?

Se aparta y me mira, confuso. Asiente.

—Como todo el mundo.

—¿Hay algo que…, que quieras contarme sobre ti?

Dibuja una sonrisita, parpadea despacio y después asiente.

—Si no te lo he contado antes ha sido por miedo a asustarte, no porque quisiera escondértelo. Has tardado mucho más tiempo del que creía en buscarme en Internet. —Tiene una sonrisa triste—. ¿Te he decepcionado?

—No. Siento como si hubiera violado tu confianza. Fue Álvaro. Yo no lo habría buscado… Solo quiero que me lo cuentes tú.

—Cuando te conocí hacía apenas un mes que había salido de la clínica de desintoxicación. Es tan típico, ¿verdad? Tan mainstream —no contesto, lo miro, como si no me afectara. Él sigue—: Le he dado a casi de todo en la vida. Coca, anfetaminas, MDA, LSD, Valium… Ellos dicen que se me fue la mano, que un día mezclé demasiado y que casi me mato, pero la verdad es que quería morirme. —Levanta las cejas—. En la clínica me dijeron que a eso se le llama depresión por cocaína. Es el bajonazo.

Se pasa el dedo por debajo de la nariz.

—¿Qué tomaste? —pregunto con un hilo de voz.

—Pues… —mira al techo de la habitación—, gramo y medio de coca, no sé decirte qué cantidad de Valium y una botella de ginebra.

Me mira de reojo y yo cojo aire lo más silenciosamente que puedo, tratando de no parecer asustada. Nunca he tomado drogas, al menos nada que no fuera alcohol y los pocos cigarrillos que me fumo al día.

—¿Por qué? —le pregunto.

—Me sentía… solo. Desgraciado. No tengo a nadie en el mundo…, nadie de verdad. Al menos no lo tenía. —Me mira y sonríe—. Todo el mundo que se acerca a mí quiere algo. Dinero, fama, drogas, chicas, un polvo. Y tú no quieres nada. Me miraste con los ojos abiertos de par en par y me contaste toda tu vida, sin evitar parecer humana, imperfecta… —Me acaricia el pelo—. Cuando salí de la clínica todo el mundo me decía que Dios me había dado una segunda oportunidad. ¿Sabes lo que pensaba yo? Que me habían hecho un lavado de estómago y otro de cerebro, pero que no tardaría en volver a hacerlo.

—¿De verdad? —Levanto las cejas.

—Ya no. Ahora estás tú. —Hace una pausa—. No puedo decirte: «tranquila, Silvia, estoy curado», porque supongo que de esto no te curas nunca. Pero sí puedo decirte que no tomo nada. Porque por ti soy capaz de no volver a hacerlo.

Le cojo las manos y las beso. Dios. Le quiero tanto…, le quiero. Cierro los ojos. ¿Y si me he enamorado? Esto es un desastre.

—Te quiero —me dice, susurrándome al oído.

—Y yo, pero no sé si nos queremos de la misma manera. —Le miro, esperando que se asuste, pero él no lo hace. Gabriel parece estar por encima de estas cosas.

—Juraría que sí.

—No. —Niego enérgicamente con la cabeza.

—¿Por qué crees que no? —Se ríe.

—Tengo… —digo en un murmullo casi inaudible— necesidades que me apetece mucho que tú solventes.

Apoya la mano en mi rodilla y sube un poco por mi pierna.

—Yo también. Pero un día dijiste que lo estropearíamos todo y yo no quiero estropearlo contigo. Me detiene pensar que no creo en el amor como tú lo haces y que no tengo por qué obligarte a ver las cosas como las veo yo. Yo quiero que alguien te quiera como tú quieres que lo hagan.

—Dime, ¿en qué se diferencia lo que sentimos ahora al amor en el que dices no creer?

Gabriel me mira con el ceño fruncido y parece dudar si debe decirlo.

—No sé si creo en la monogamia. —Hace una mueca—. Al menos a la larga.

Vaya. Una razón de peso.

—Hacemos bien entonces en no estropearlo. —Le beso el cuello y me levanto.

Solo de pensarlo me pongo caliente. Pero no puedo, porque me conozco. Follaremos, me correré como en mi vida, tocaré el cielo y me enamoraré como una gilipollas. Después, cuando me sienta vulnerable, él me besará, me dirá que me quiere y ya no tendré escapatoria. El tiempo pasará y entonces un día lo encontraré con una rubia cabalgándole encima y me querré morir. Es mejor no tentar a la suerte.

—Dime una cosa más —le pido de pie delante de él.

—Tú dirás. —Se palmea las manos contra los muslos.

—Leí que… que… —Noto cómo me pongo roja—. Vamos, que fue en una revista de cotilleó pero…, pero leí que también te gustan…

—¿Los chicos?

Y lo dice con una sonrisa socarrona en los labios que termina de excitarme. Espero poder ligar mañana en la fiesta de después de los premios y aliviarme o quemaré las bragas.

—Sí, los chicos —asiento.

Me mantiene la mirada, con esa sonrisilla de suficiencia, y después chasquea la lengua contra el paladar.

—A ver cómo puedo explicártelo… Nunca tendría una relación con un chico. No creo que pudiera enamorarme de uno. Sin embargo… sí he estado en la cama con chicos. Casi siempre —carraspea— con más gente. ¿Entiendes?

—¿Orgías? —pregunto fingiendo que no me está alucinando lo que me cuenta y que estoy familiarizada con esos términos.

—Orgías, tríos…, ya sabes.

—Ya, claro. Y… ¿te gusta…?

Se echa a reír abiertamente.

—Cuando interactúo con un chico soy totalmente activo, si es lo que me preguntas. Pero también he de confesar que nunca he estado con uno sin ir colocado. No es algo que me excite por sí mismo. No pienso en chicos cuando se me pone dura. —Sonríe—. Pero son cosas que he hecho. Postureo de estrella del rock, ¿no?

Llaman a la puerta y Gabriel se levanta.

—Salvado por la campana. —Me río.

—Sí. Justo a tiempo de interrumpir tu interrogatorio. —Me sonríe y se encamina hacia la puerta revolviéndose el pelo.

Volte deja entrar a un chico del hotel con un carrito de servicio de habitaciones. Desaparece tan rápido que no llego a verle ni la cara. Gabriel deja el carrito delante de mí y destapa un par de platos, fingiendo que es el camarero.

Gabriel y yo estamos acostados, a oscuras y me tiene abrazada por detrás, muy apretada. Hace un par de segundos que este ha dejado de ser uno de esos abracitos de «vamos a dormir como dos cucharitas en un cajón porque somos amigos y nos queremos mucho». Ahora la respiración de Gabriel me llega cálida y sosegada a la nuca y sus labios me besan el cuello despacio y húmedamente.

—Para… —le pido con un hilo de voz, y apenas puedo controlar no poner los ojos en blanco.

—¿Por qué?

—Porque me estás poniendo nerviosa.

—¿Es nerviosa la palabra? —bromea.

En realidad estoy pensando en Gabriel metido en una orgía. No puedo quitármelo de la cabeza. Me parece tremendamente erótico.

—Me besas el cuello de esa manera y… estoy pensando cochinadas —le confieso.

—¿Como qué?

—Como tú en una orgía.

—¿Contigo? —pregunta con soltura, acariciándome la pierna.

Huy, huy, huy.

—No. Pensaba en eso que me has contado.

—Qué morbosa eres.

Me giro y Gabriel me acaricia el pelo.

—Cuéntame cosas. Cuéntame qué haces cuando estás con tres personas en la cama —le pido.

—Prefiero besarte —dice.

Se acerca pero le rehúyo, porque me conozco y si empiezo hoy no voy a poder parar.

—No, cuéntamelo.

—Silvia… —se queja entre risas.

—Cuéntame cómo fue la última vez.

—Lo tengo todo un poco borroso.

—Da igual. De lo que te acuerdes. No quiero los detalles.

—Pues… Estábamos en mi casa…, había coca y habíamos tomado también… creo que «eme»…, todo como muy estrella del rock, ya sabes. Yo estaba tonteando con una bailarina que no tenía mucho pudor… —La voz se le convierte en un susurro—. Nos pusimos cariñosos en público, otro del equipo comenzó también allí con una chica que había traído… y el que quedó descolgado nos preguntó si se podía unir.

—¿Y…?

—Se unió.

Nos quedamos callados. Me cuesta imaginarlo con otro chico…, ahí, dándole matraca.

—Te los follaste —susurro.

—No, nos la follamos los dos y después pues… —carraspea— me…

—Te la comieron los dos hasta que te corriste.

—Eh…, a decir verdad no estoy demasiado seguro, pero creo que es posible. Me subió toda la mierda a la cabeza…

—¿Y te gustaría repetir?

—Deja de preguntarme esas cosas —me pide.

—¿Por qué? ¿Te incomoda?

Me coge la mano y cuando me doy cuenta, la ha puesto encima de su paquete. Está duro e hinchado. No puedo evitar la tentación de apretar los dedos sobre él antes de retirarla. Es enorme… y muy tentador. Esta noche me va a costar dormir.

—No me incomoda, Silvia. Pero me pone escucharte hablar de sexo. Eso y tu olor… y notar tus muslos suaves y…

Pongo el pulgar sobre su boca y se calla. Incluso en la oscuridad de la habitación veo brillar sus ojos.

—Solo voy a decir una cosa. Después me giraré, tú calcularás un palmo de distancia entre mi trasero y tu rabo y me abrazarás para que durmamos. Y he dicho durmamos. ¿Entendido?

—Ajá —asiente.

—Me excita el olor de tu perfume, el de tu piel, tus tatuajes, el sabor de tu saliva e imaginar lo jodidamente entrenado que debes de estar para llevar a una chica hasta el orgasmo más brutal de toda su vida. Pero no podemos. NO PODEMOS —remarco cada sílaba y él sonríe—. Ale, buenas noches.

—Buenas noches.

Me giro, me acurruco y él me abraza por detrás.

—Entre nosotros no hay un palmo —me quejo.

—Hum…, cállate y duerme. Ya hago suficiente con no besarte.

Me despierto con los labios de Gabriel recorriéndome la cara entera, pero con cariño. Ya no hay nada de la tensión sexual de la noche anterior. Abro los ojos y le veo con el pelo mojado, sonriéndome.

—Lo siento —susurra.

—¿Por qué? ¿Me has violado mientras dormía? —le pregunto adormilada aún.

—Eh, no. —Se ríe—. Pero te tienes que levantar. Yo me voy a hacer una prueba de sonido al auditorio.

—No sabía que actuabas. —Me muevo con gusto entre las sábanas.

—Sí. Escucha, he pedido que te suban el desayuno.

Me siento en la cama y me froto los ojos.

—Gracias, cariño.

Cuando escucho el apelativo amoroso «salir de entre mis labios» me enrojezco y temo que se ría de mí, pero solo sonríe.

—De nada, cariño —repite—. En un rato vendrá Martin. Es el estilista. Y… no creo que te deje comer nada a mediodía, así que si no quieres morirte de hambre, come en el desayuno. Martin puede llegar a ser muy nazi. No le hagas ni caso. ¿Me entiendes? Ni caso.

Nos despedimos con un beso en los labios. Después se marcha.

Cuando llega el desayuno doy buena cuenta de él y, siendo previsora, me guardo un par de bollitos enrollados en una servilleta dentro de un cajón. A mí nadie me deja sin comer si tengo hambre, que es casi siempre.

Después de que se lleven el carrito y antes de que pueda darme una ducha mientras arreglan la habitación, viene Martin el nazi. Me mira de arriba abajo, me evalúa y sonríe falsamente. No sé por qué esperaba un estilista amanerado, divertido y supersimpático, pero nada más lejos de la realidad. Es un hetero nazi y rancio que seguro que piensa que estoy gorda. Pero voy a seguir el consejo de Gabriel y no le voy a hacer ni caso. Y encima es que no sé qué se creerá él que es, porque es feo hasta decir basta. Como diría mi amiga Bea, «es feo pa’perro». Tiene los ojos medio cerrados, con unos párpados gordotes como solomillos, los labios finos y crueles y está tan flaco que dan ganas de meterle un bocadillo de chorizo chorreante por vía intravenosa.

Me manda a la ducha mientras se instala en la amplia salita de la suite. Cuando salgo todo se desata. El apocalipsis, con sus cuatro jinetes y todo. Allí hay mucha gente.

Me enseña el vestido de Elie Saab, que saca de su funda. Me amenaza de muerte si lo rompo o lo quemo. Las manchas creo que solo me valdrán una paliza. Después me enseña el vestido para la fiesta posgala. Es un Dolce&Gabanna de encaje negro. Es corto, de manga francesa. Me va a dejar también un bolero de pelo. Lo miro con escepticismo, pero creo que evitaré llevarle la contraria por si acaso quiere gasearme por pesar (bastante) más de cuarenta kilos. Valiente gilipollas.

Después de toquetearme mucho el pelo de un lado al otro, de mirarme la piel al lado de la ventana y de tomarme fotos con una Polaroid, llega el momento que tanto he esperado. Por fin me voy a probar los vestidos.

El de Elie Saab es una auténtica pasada. Las mangas largas son de encaje, como todo el escote. Aparentemente es de cuello barca, pero deja bastante poco a la imaginación. No sé si no tendré demasiado pecho para llevar este vestido. Pero, bueno, me miro y a mí me gusta. Justo por la parte del pecho lleva pedrería negra y un poco de forro, como en el vientre. Me tapa los pezones por puro milagro. A la altura de la cintura y de la cadera, en una franja sinuosa, vuelve a convertirse en encaje rodeado de pedrería negra. La espalda es abierta casi hasta abajo y la falda entera es tela negra con un poco de cola; la impresionante abertura delantera me llega a una altura de los muslos que considero casi deshonrosa. Pero tiene una caída espectacular y el negro estiliza tanto… Cuando me subo a las sandalias Tribute en negro de Yves Saint Laurent, parezco otra persona y estoy encantada, que conste. Soy una versión glamurosa de mí misma. Pero Martin arruga el labio y me dice que tengo mucha tripa. Así. Tienes mucha tripa. Pues tú eres feo. Se lo digo en español, que no entiende, pero luego me siento con la obligación de darle una contestación que él entienda.

—Esto… —Me siento violenta—. Es que he desayunado hace poco. Me irá bajando.

—Te he traído una faja por si acaso —dice en un tono de voz áspero.

Me la enseña. Dios. Eso no es una faja, es una tortura. Maldito cabrón. Es pequeña…, muy pequeña y dura. Como me rompa la vagina va a tener que pagarme una nueva.

Me pruebo el vestido de Dolce&Gabanna y me encanta. Vuelvo a recibir amenazas de muerte que esta vez se extienden a Gabriel. Me giro como una gata recién parida cuando lo menciona. La gente que pulula por allí se nos queda mirando.

—Si vuelves a amenazarme te tiraré por una ventana y después escupiré encima de tu cadáver —le digo en un inglés que me sorprende incluso a mí—. Dime las cosas con educación o Gabriel necesitará pronto otro estilista.

Dios. Soy la dama de hierro. ¡Cómo molo!

Con sequedad pero más educación le explica la idea que tiene para mi peinado a una chica que asiente mientras juguetea con un peine. Quieren hacerme un recogido bajo para la gala que no sea muy formal y que después pueda deshacerme para que me quede el pelo suelto y sin marcas. Ella me explica que me ayudará a arreglarme después de la gala y, como es muy maja, a ella le doy las gracias. A Martin le deseo almorranas sangrantes.

Cuando llega Gabriel llevo toda la cabeza llena de rulos y me están haciendo las cejas. No me puedo sentir más ridícula. Le pido a la chica que pare un segundo y voy a saludarle. Lleva una sudadera negra de capucha y unos vaqueros. Mete las manos en los bolsillos y parece…, parece tan normal. Sé que odio esa palabra, pero parece un chico cualquiera, sin nada que esconder ni nada que me asuste.

—Estoy horrible, ya lo sé —le digo apretando el nudo de la bata de raso que me ha traído Martin el nazi.

—No es verdad. —Me da un beso en los labios—. Estás muy sexi.

Sonríe de lado y guiñándome un ojo se mete en la habitación. Vuelvo a la silla de tortura y siguen con mis cejas.

Dos horas después el resultado es espectacular. Estoy peinada, maquillada, vestida y calzada. Me había puesto unas braguitas negras de encaje muy monas pero Martin me ha obligado a instalarme la faja, así que he metido en el clutch de Jimmy Choo negro mis braguitas y los bollitos que sustraje silenciosamente del desayuno esta mañana. Bragas y cosas de comer. No tengo arreglo.

Gabriel sale del dormitorio con un traje negro, camisa negra y corbata negra y el pelo apartado de la cara y peinado. Es la primera vez que lo veo así. Está increíble. No sé qué decir. Creo que me he quedado con la boca abierta. Él no deja de mirarme de arriba abajo. Se acerca.

—Estás… —decimos los dos a la vez.

Nos abrazamos un poco. Huele a perfume y su mejilla rasposa, con barba de tres días, se frota contra la mía suavemente. Después de una mirada más, estamos listos para irnos.

Sentada en el coche creo que voy a morir. Y no es por los nervios. Tendría nervios si la faja me dejara respirar, pero lo que me pasa es que me estoy ahogando. Creo que hasta empiezo a ponerme morada. Gabriel se gira hacia mí y me pregunta qué me ocurre.

—Martin me ha obligado a ponerme una faja que me está asesinando. Espero que sepas hacer la reanimación cardiopulmonar…

Gabriel pone cara de no entender.

—¿Una faja, Silvia? ¿Para qué narices quieres tú una faja?

—Me ha dicho que tengo mucha barriga.

—Te he dicho que no le hicieras caso. Quítate eso antes de que te desmayes, anda. —Mira por la ventanilla, como dejándome intimidad.

Yo subo el culo, arremango el vestido e intento bajar la faja, pero no puedo. Hago una forzada más. Dios. ¿Y ahora qué hago? Porque yo paso de que se me escape un pedo con la siguiente envalentonada.

—No puedo quitármela —confieso.

—Espera.

Me pide que me gire hacia él.

—Levanta el culo.

Lo hago y él mete las dos manos dentro de mi vestido. Dios. ¿Me está quitando Gabriel las bragas en un coche de camino a los EMA? Bueno, cambia bragas por faja del infierno.

Sus dedos agarran el borde de la faja y tiran hacia abajo. Cede un poco. Maldice entre dientes y sigue tirando. Se pone rojo.

—Esto es como la fuga de Prision Break, narices —mascullo.

La tela elástica baja un poco más y yo le ayudo con mis manos y el culo levantado. Menuda clase de G(lúteos)A(bdomen)P(iernas) me estoy pegando en el coche. Gabriel aparta los ojos un momento y pestañea. Creo que le he enseñado la alcachofa.

—¿Me has visto…?

—Sí. Un poco.

—¡Qué horror! —me quejo.

—De horror nada. —Se ríe—. ¿Te hiciste la brasileña para el viaje?

Saco la faja por los tobillos y le arreo con ella dos veces. Gabriel se descojona. Abro el bolso y cojo las braguitas de encaje. Gabriel alarga la mano mientras me mira de reojo.

—Quita, pervertido —le digo.

Me las meto por los pies, con los zapatos puestos, y trato de subirlas, pero Gabriel tira de mi brazo hacia él y me pide que pare. Las tengo a la altura de las rodillas.

—Ven —y lo dice en un tono de voz que no puedo evitar obedecer.

Casi me ha dejado encima de él, así que me incorporo y me acerco más. Me pide que me coloque como si estuviera a punto de sentarme a horcajadas sobre él. Y las braguitas siguen por mis muslos.

—Gabriel, por favor… —Cierro los ojos. Me resisto—. Si nunca es buen momento…, ahora menos.

Sus dedos suben el encaje por mis piernas mientras nos miramos a la cara. Me está poniendo la ropa interior y me parece tan erótico…

—Gabriel… —jadeo cuando al colocarlas en su sitio me toca el culo y me sienta sobre él.

—Ya sé que ahora no puedo besarte —dice con los ojos clavados en mis labios—. Pero lo haré. Esta noche. Muy mucho.

Levantamos las cejas.

—No crees en la monogamia. Recuérdalo.

—¿Y si es que no estamos preparados aún? ¿Y si solo tenemos que esperar?

—Pues esperemos. —Sonrío, tocándole la cara.

Se muerde el labio.

—¿Puedo decirte una guarrada? —pregunta con cara de niño malo.

—Sí, pero al oído y muy bajita.

Me inclino hacia él y susurra:

—Te follaría sin parar. Toda la noche.

Me siento de nuevo en mi lado y le sonrío, con las mejillas ardiéndome.

—Esta noche me voy a ver obligada a tener una sesión de sexo con la alcachofa de la ducha —espeto tan tranquila.

Él se ríe.

Cuando bajamos del coche nos cae una lluvia de flashes. Espero que no se me hayan visto las bragas como a Paris Hilton. Gabriel me coge la mano y caminamos sobre la alfombra roja. Nos paramos en un punto y me aparto un par de pasos para que puedan hacerle fotografías a él solo. Un fotógrafo empieza a gritar como un auténtico poseso y Gabriel me tiende la mano.

—Quieren fotos de los dos —me dice con una sonrisa desconocida de satisfacción.

Está tan guapo…

Después de las fotos, en las que he posado como Martin me ha dicho, casi a lo Mario Vaquerizo, entramos en el auditorio y volvemos a posar para algunos fotógrafos más y las cámaras de MTV nos paran. Me mantengo a un paso de distancia de Gabriel mientras él contesta en su perfecto inglés sobre cómo se siente con sus cinco nominaciones y su gira europea. La mano de Gabriel no suelta la mía.

Nos sientan junto al pasillo central, doy gracias a Dios. Así no tendré a nadie al otro lado con el que sentirme obligada a entablar conversación. Al lado de Gabriel está sentado un chico joven que me suena vagamente y le saluda con entusiasmo. Parecen viejos conocidos. ¿Este qué querrá? ¿Dinero, fama, drogas, chicas o un polvo?

La gala es como todas las galas que he visto por la tele, pero vista desde aquí. Gabriel se está aburriendo. Lo noto porque no deja de moverse, de toquetearme la mano y de mirar la hora. Yo, mientras tanto, estoy alucinada viendo cómo pasan por mi lado un montón de famosos.

—¡Qué guapa es Katy Perry! —le digo a Gabriel.

—¿Sí? No sé. —Se encoge de hombros.

—¿Cuándo actúas? —le pregunto.

—Casi al final. Pero… —Frunce el ceño, se para a escuchar lo que van diciendo y sonríe—. Ahora voy yo.

Anuncian un premio y él está entre los nominados. Mejor canción. Cruzo los dedos; estoy tan emocionada que me cuesta permanecer quieta en el sillón. Le miro nerviosa mientras abren el sobre y él parece estar… tranquilo.

—¡¡Gabriel!! —dice la presentadora del premio, que no tengo ni la más remota idea de quién es.

Gabriel se pone en pie con esa sonrisilla macarra que me encanta y yo me levanto para dejarlo pasar, pero me envuelve la cadera con uno de sus brazos y me besa en los labios. Le doy la enhorabuena y le veo irse hacia el escenario con su andar desmadejado. Sube las escaleras seguido de las cámaras, que no se han perdido ni un plano desde que han pronunciado su nombre. Gabriel agarra el premio y lo besa. Se acerca al micro.

—Muchas gracias a todos por este premio que no sé si merezco pero que quedará muy bien en mi mesita de noche. —Todos ríen. Yo sonrío como una tonta, mirándolo—. Quiero dedicar este premio, si me dejáis, además de a todos los que hacen posible que siga sacando discos, a Silvia, mi mujer.

Dios. Dios. Dios. Estoy saliendo en las pantallas gigantes. Es el momento de sacar la gracia y no quedar de sosa. Le mando un beso y él sonríe como solo me sonríe a mí.

—Además de porque está preciosa esta noche, miradla, se lo dedico por estar tan completamente loca como para casarse conmigo. Y la verdad es que creo que con ella he hecho las cosas mal desde el principio. Se merecería olvidar que esto ha pasado y darme la oportunidad de hacerlo de nuevo. De arrodillarme, decirle que la quiero y que no me imagino la vida sin ella y de paso… darle un anillo de compromiso. —Un silencio, se escuchan algunos grititos en la sala. Gabriel se mete las manos en los bolsillos y sonríe descaradamente mirando hacia donde yo estoy—. Vaya, ¡qué suerte!

Me cambia la cara y no solo puede verlo él, sino todos los presentes y los que están siguiendo la retransmisión de la gala, porque las cámaras me han enfocado cuando Gabriel ha sacado una cajita pequeña. Me tapo la cara con cuidado de no estropearme las extensiones de pestañas que me han puesto. Ante todo, mona.

Una chica joven con un pinganillo en la oreja se acerca sigilosamente a mí y me pregunta si quiero subir. No, me muero de vergüenza, le digo.

—Va a pensar que no lo quieres —susurra.

Las dos nos echamos a reír. Todo el mundo nos mira.

—Silvia… —susurra Gabriel maliciosamente. El muy cabrón está disfrutando.

Me levanto y la chica me indica por dónde tengo que ir. Me da miedo tropezarme; sería lo peor que podría pasarme en esta vida. Imaginaos: caerme de bruces contra el suelo cuando voy a recoger un anillo de compromiso al escenario de la gala de los EMA retransmitida en directo a un montón de países. Gracias a Dios llego sana y salva.

Cuando subo las escaleras meto un poco de tripa y me arrepiento soberanamente de haberme quitado la faja de Martin el nazi. De camino he visto a Beyoncé aplaudiendo. ¡Beyoncé aplaudiéndome! Eso merece llevar faja, qué menos.

Me zumban los oídos y veo puntitos.

—Te voy a matar —digo cuando llego al lado de Gabriel, que me coge de la mano.

—Marketing —susurra antes de guiñarme un ojo.

Pero sé que no es marketing. Al menos no lo es del todo. Él cree que esto es lo que una chica espera de él, ¿no? Hinca una rodilla en el suelo y me pregunta si quiero casarme con él. Me tapo la cara otra vez y lanzo un gritito de ardilla, estridente y largo. Todo el mundo se ríe. Esto sí lo oigo y los entiendo, ha sido cómico.

Una parte de mí misma grita a pleno pulmón porque se ha olvidado de todas las cosas que no encajan entre nosotros dos. Y esa parte es la que contesta.

—Sí —asintiendo—. Claro que sí.

El anillo se desliza por mi dedo anular como un día lo hizo el de Álvaro. Se parecen, pienso tristemente. Es clásico, de platino y tiene un diamante engarzado, pero este diamante es enorme. Muy grande. Hace mis manos tan distinguidas…

Gabriel se levanta y me envuelve en sus brazos. Ahí va. Un beso que no va a ser de amigos, preveo. Y no lo es. Sus labios resbalan entre los míos. Debería pensar en mi madre, en mis hermanos, en toda la gente que se va a morir de vergüenza cuando me vea, como por ejemplo yo misma. Pero solo puedo besarle mientras el sonido de tantos aplausos a coro me pone la piel de gallina. Meto los dedos entre su pelo con placer y termino el beso avergonzada. Gabriel apoya su frente sobre la mía y me dice en un susurro que me quiere.

—Eres lo más grande de mi vida.

Cierro los ojos, dejo que me abrace mientras todo el auditorio se pone en pie y… pienso en Álvaro.

Esto no le va a gustar… Buf.