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ADIÓS, ÁLVARO

Lo que más me fastidió es que no volví a llorar. Una vez me calmé, no volví a llorar. Era como si solo necesitara derramar las lágrimas suficientes como para que él me viera y aprendiera que era humana y no podía con todo. Una vez que Álvaro me encontró hecha una auténtica mierda en el suelo del cuarto de baño, no volví a necesitarlo. Me levanté con dignidad, lo juro. Por eso me dio tanta rabia, porque él solo vio la parte chunga.

Me pasé tres días en casa, eso sí. Que se jodiera una y mil veces. Él lo había propuesto, ¿no? Aproveché para dormir y pasear. Sí, pasear en pleno enero. Pero me vino bien. Me abrigaba, me enrollaba una bufanda tejida por mi madre, me enfundaba las manoplas y salía a caminar. Y pensaba. A veces solo en que hacía frío, otras en todo lo que había fallado en mi relación con Álvaro, aunque normalmente dejaba vagar la mente y terminaba meditando sobre cambiarme el look, cambiar de trabajo, mudarme a otra ciudad. Hacía mucho tiempo, antes de conocer a Álvaro, pensé que mi sitio no era la ciudad de Madrid. Que mi sitio estaba lejos.

Silvia necesitaba reencontrarse.

El viernes por la tarde volvía de pasear cuando recibí un mensaje en el móvil que no me esperaba. A decir verdad, me costó mucho entenderlo. Tuve que sentarme en la escalera de mi rellano a releerlo una y otra vez para encontrarle sentido.

«Cielo, lo siento. Al final he salido tardísimo y aún me quedan cosas que hacer; no voy a poder pasar a recogerte. Pero te veo en la puerta de La Favorita a las nueve en punto. Como sé que llevarás ese vestido rojo precioso, no creo que me cueste reconocerte. Te veo allí, princesa. Álvaro».

Miré el reloj. Eran las ocho y cuarto, así que me metí en casa, me peiné y me puse rímel antes de coger el bolso y marcharme hacia La Favorita. No tenía que mirar la dirección porque lo conocía bien; había sido el último sitio al que habíamos ido juntos a cenar antes de romper. Y fue una noche tan especial que no pude más que ofenderme por que llevara a su nueva chica allí tan pronto. ¿Los recuerdos no significaban nada para él? ¿Nos reponía como piezas antiguas de un coche? Su vida seguía, con sus rutinas y sus restaurantes preferidos, ¿no?

¿Cómo podía haber ido aquello tan sumamente rápido? ¿Cómo su vida había dado aquel acelerón alejándose de mí? ¿Era su manera de superarlo, una huida hacia delante? Necesitaba verlo con mis propios ojos.

El taxi me dejó en la esquina de la calle y anduve con paso lento por la acera. En la puerta del restaurante, en aquella casa de principios de siglo con pequeño jardín, reconocí a los padres de Álvaro hablando animadamente con otra pareja de edad similar. Ellos no me vieron. Estaban demasiado ocupados con el protocolo y las conversaciones intrascendentes. Me apoyé en un coche aparcado y distinguí a Jimena, la hermana de Álvaro, cogida de la mano de un chico alto y repeinado, con pinta de abogado de esos que mean colonia de Loewe. Jimena llevaba un abriguito con cuello de zorro precioso y se reía subida a unos zapatos increíbles que, si la vista no me fallaba, tenían pinta de ser de Miu Miu.

Entonces la vi. Él aún no había llegado, pero ella sí. Llevaba el vestido rojo debajo de un abrigo cruzado de lana, elegante y caro, seguro. Pero no pude odiarla. Desde donde estaba podía ver lo desesperada que estaba por que él llegara. Tenía la piel blanca, los ojos azules y llevaba el pelo liso y moreno recogido en un moñito fingidamente despeinado. No, ni pude odiarla. Y menos cuando Álvaro apareció y a ella se le iluminó la cara. Éramos dos tontas. La misma clase de tontas que se enamora de alguien como él. Y solo pude odiar a Álvaro.

Vestía un traje gris oscuro con una camisa blanca, un jersey negro de cuello de pico y una corbata negra. Me dolieron los ojos porque estaba demasiado guapo para estar portándose tan mal. Y no iba buscándola a ella, sino a mí. Agaché la cabeza hacia mis zapatos cuando cruzamos la mirada, pero volví a levantarla porque quería estar preparada si se acercaba.

Su chica le cortó el paso cuando andaba en mi dirección. Él se sobresaltó, como si se hubiera olvidado que iba a encontrársela allí, y sonrió de una manera tan forzada que la pobre chica me dio una pena enorme. A decir verdad, yo también me di pena.

Se besaron, pero discretamente. Ella se puso de puntillas, él colocó su mano derecha abierta al final de la espalda de su chica y se inclinó hacia su boca. Su madre sonreía detrás. Vaya. «Ella sí le gusta», pensé. Estaba claro.

Álvaro se disculpó y pidiéndoles un momento vino hacia mí. Agaché la cabeza otra vez evitando cruzar la mirada con la de su madre; no quería verme tentada a escupirle, portarme como una gata callejera y darle la razón.

Cuando Álvaro llegó a mi lado me acababa de encender un cigarrillo y le sonreí por inercia.

—¿No llevas abrigo? Vas a resfriarte —murmuré.

—Lo dejé en el coche. Está aparcado a la vuelta de la esquina.

Asentí.

—¿Reunión familiar? —pregunté.

—Es el cumpleaños de mi madre. —Metió las manos en los bolsillos del pantalón y se apoyó en el mismo coche que yo.

—Tu chica parece muy cómoda con ellos.

—Los conoce desde hace mucho.

—Ya, me imagino.

Sorbí los mocos de un modo muy poco elegante, porque hacía un frío que cortaba la cara.

—Me equivoqué al mandar el mensaje —dijo a modo de disculpa—. Me di cuenta hace un rato.

—Ya. Tranquilo, no me di por invitada.

—¿Por qué has venido, Silvia? —y lo dijo en un tono de voz quejumbroso.

—Quería verlo con mis propios ojos. ¿Lo dudabas?

—No. —Negó con la cabeza—. Pero tienes que saber que no he querido hacerte daño.

Chasqueé la lengua contra el paladar y me reí con amargura mientras le daba una calada al cigarrillo.

—No sirve de nada que te escudes en no haberlo querido cuando parece que te regodeas en lo que has hecho, Álvaro. —Lo miré. Tenía las cejas arqueadas. No creo que esperase una reacción como aquella. Seguí—: Yo tampoco quise que me lo hicieras y mírame. ¿Te crees que disfruto con esto? —No contestó. Miró al suelo—. Pobre tonta —dije en un susurro.

—¿Ella?

—¿Ella? Bueno, ella, yo y toda la que se te acerque.

—Para mí no es plato de gusto verte tirada en el suelo de un baño diciendo que quieres morirte.

—Ya no quiero morirme —dije encogiéndome de hombros—. Ahora quiero hacerte daño. Mucho.

—Te avisé, Silvia.

—Me dijiste que me ibas a hacer daño hace dos años, antes de besarme en un portal y antes de que empezáramos. Perdóname si no entendí que aquello fuera carta blanca.

—No es eso…, es que… —balbuceó.

—¿Sabes lo que sí es? Es culpa tuya. Es culpa tuya porque eres voluble e inseguro. Eres un chiquillo cobarde metido en el cuerpo de un hombre que no se merece tener el aspecto que tiene. Dependes de la opinión de una gente que no te importa, pero es que empiezo a dudar de que te importe tu propia felicidad. No te quieres ni a ti. Creía que te habías enamorado de otra y que no había nada más que contar, pero ahora que lo veo sé que finges. Finges todo el tiempo, menos conmigo. Lo sabes, ¿verdad? Finges que eres como ellos; pero este no eres tú y seguro que al Álvaro buena persona debes de darle un asco de muerte.

—Basta… —susurró con la voz cargada de cosas indistinguibles.

—No. No basta. ¡Qué vacío tienes que estar para hacer esto, santo Dios…! —Levanté un poco la voz, tiré el cigarro y me tranquilicé, pasándome las manos por el pelo peinado en una coleta—. Eres solo un chico guapo… y lo peor es que conseguiste engañarme. Pensé que había más, algo dentro, algo bueno. Pero estás hueco. Y no sabes cuánto me duele ver cómo te esfuerzas por aparentar ser así en lugar de defender que yo soy lo único que te mueve de verdad. Y lo peor es que por querer mantenerte a mi lado aplacé esta conversación, te juré que lo olvidaría y, mira por dónde, no puedo dejar de decirte que te odio por dejar que tu madre me humillara y te lo digo ahora que ya te follas a otra.

Álvaro cerró los ojos y tragó. Empezó a hablar:

—Eres incontrolable, una jodida niñata loca que nunca se sabe por dónde cojones va a salir. Me complicas la vida, no sabes ser normal ni siquiera delante de mis padres. No quiero esa vida de mierda. ¿Sabes? No voy a contentarme con tus continuas absurdeces. Todo a tu alrededor está del revés, Silvia. Y yo no sirvo para hacer el pino. Nos lo pasamos bien, pero dejó de ser divertido. Me equivoqué al pensar que detrás de ti había algo que valía la pena, porque si yo estoy vacío, tú no tienes ni siquiera una cáscara que me interese.

Mentira. Putas mentiras para hacerme daño. Asentí y me abroché la chaqueta hasta arriba.

—No sabes cuánto me alegro de no estar ya contigo. Has hecho muy bien en romper. Eres un infeliz y lo vas a ser de por vida. No quiero que me arrastres contigo y me conviertas en alguien tan gris como tú. Te vistes de buen chico y juras que no quieres hacerme daño y después me dices eso…

—Tú empezaste… —replicó mientras se incorporaba y subía el escalón del bordillo.

—Bueno, ¿empecé? Puede que sí, pero ¿sabes qué? Que las verdades duelen más que tus mentiras, así que jódete, Álvaro, jódete mil veces. —Álvaro caminó hacia el restaurante—. ¡¡No te equivocaste de teléfono al mandar el mensaje!! —espeté en un arranque de valentía—. ¡¡Se lo mandaste a quien realmente querías hacerlo!!

Él se giró y se me quedó mirando. Por un momento pensé en haberme pasado con aquel farol, pero me bastó verle la cara para saber que no me estaba equivocando tanto.

—A partir de hoy soy tu responsable en el trabajo. Nunca haré por ti nada que salga de ese papel —dijo apartando la mirada.

—Estoy de acuerdo —asentí.

—Adiós, Silvia.

—Adiós, Álvaro.

El taxi de vuelta a casa fue mi propia bajada a los infiernos.