YA SE TE PASARÁ
Hace un mes que volví y que le conté a Álvaro que estoy casada con Gabriel y diría que la situación entre los dos ha mejorado un… 0,01 por ciento.
Me trata con un desdén que alimenta mis ganas de pasar página. Le he dicho un par de veces que esperaba que fuera más maduro, pero siempre me contesta lo mismo: que él también esperaba lo mismo de mí. Ya se le pasará.
Lo peor es que volverá. Volverá, lo sé. Lo sabe hasta Bea, que está superemocionada con esto de mi matrimonio con Gabriel. El día que fui a su casa a contárselo todo y a llevarle la camiseta que le compré en Venice, abrió una botella de champán, casi me mató con el corcho y después se emborrachó ella sola (bebiendo a morro y sin ofrecerme ni una mísera copa) mientras decía incoherencias sobre lo mucho que iba a mejorar la vida de las dos. ¡De las dos! He intentado hacerle entender el tipo de relación que tenemos Gabriel y yo, pero ella quiere ver amor y corazones por doquier, así que no voy a poder sacarla de su error. No hay más ciego que el que no quiere ver y ella se ha cerrado en banda. Dice que vamos a ser muy felices los cuatro: Gabriel y yo y ella y Adam Levine. Y de ahí no la sacas.
He echado mucho de menos a Gabriel, la verdad. Hasta ahora no había podido venir a verme porque estaba preparando la gira europea, pero como la semana que viene tiene el primer concierto en Londres, aquí está, a mi lado en la cama. Y no me siento extraña, porque hemos estado hablando cada día antes de ir a acostarme.
Pensaba que al salir del trabajo me esperaría Volte para llevarme a un hotel, pero cuando he salido lo único que me he encontrado ha sido un deportivo biplaza de lunas tintadas aparcado en la calle que hay frente a la explanada en la que está el edificio en el que trabajo. Al acercarme, la puerta se ha abierto y mi flamante marido ha salido con una sonrisa de suficiencia que me ha derretido entera. Me he lanzado a sus brazos y nos hemos apretujado. Pero nada de beso. Esperaba un beso como el de la despedida, pero no voy a pedirlo. No quiero empeorar la situación.
Está sonando un disco acústico de Metallica y Gabriel me está contando cosas del montaje de la gira. Como siempre, no parece muy emocionado, pero como empiezo a conocerlo sé que le gusta verse en movimiento y saber que en unos días estará subido al escenario.
—Entonces —sigue diciéndome mientras se levanta y se quita la camiseta—, tengo que ir con mil ojos de no pisar las equis del suelo, no vaya a ser que me pete algo y acaben recogiéndome con un aspirador.
—Qué exagerado eres. ¿Tienes calor? Voy a poner el aire acondicionado.
—Sí, gracias —dice—. Y no es que sea exagerado, es que les he dicho mil veces que no me hacen gracia esas cosas, pero si no haces un concierto espectacular, que parezca el circo, como si no cantases. —Gabriel se tumba a mi lado en la cama y me da un beso en el hombro—. Me gusta estar en tu casa.
—Y a mí que estés. Pensaba que íbamos a ir a un hotel.
—¿Lo prefieres? Si quieres llamo y… —dice incorporándose.
—No. Te prefiero aquí. —Le sonrío.
Los labios de Gabriel también se curvan en una sonrisa. Le toco la cara y se la acaricio. Es muy guapo. Se lo digo y se ruboriza, porque no me cree y no le gusta escucharlo.
—Tú sí que eres bonita —contesta.
Nos abrazamos y enredamos las piernas en la cama. Sus dedos se deslizan sobre mi mejilla y después sobre mis labios. Beso la punta de todos sus dedos y después siento cómo siguen un recorrido descendente hasta mi garganta. Gabriel me mira intensamente a los ojos y tras unos segundos de incertidumbre su nariz toca la mía en una caricia suave. Mi cuerpo reacciona al instante y por miedo a meter la pata me aparto un poco. Entonces él parece acordarse de algo y se incorpora rápidamente.
—Casi se me olvida. Vendrás conmigo a los EMA de este año, ¿verdad?
—¿Qué? —le digo emocionada al tiempo que me pongo de pie en la cama.
—¿Que si quieres venir conmigo a los…?
—¡Ya te he escuchado! ¡¡Claro que quiero!!
Me pongo a saltar en el colchón y me tiro encima de él, que me coge en volandas de pura suerte, sin que muramos los dos en el intento.
—¡EMA! ¡EMA! ¡EMA! —voy gritando yo con el puño en alto.
Gabriel me deja encima de la cama otra vez.
—Qué bien. No esperaba una respuesta tan entusiasmada.
—¡Claro que quiero ir a los EMA! ¡Por favor! ¡Qué preguntas haces!
Me mira arqueando la ceja izquierda y mete las manos en los bolsillos de su vaquero caído de cintura. Dios, está de fantasía erótica.
—Silvia, ¿sabes lo que son los EMA? —me pregunta.
—¡Claro! —asiento, y él asiente despacio conmigo, pero va convirtiendo el movimiento en una negación y yo le imito—. No.
Y lo confieso con la boquita pequeña.
—Eres una quinqui. —Se ríe, inclinándose hacia mí—. ¿Lo sabes?
—¿Me vas a llevar aunque no sepa lo que es? —digo con carita de pena.
Gabriel se inclina un poco más y yo me tumbo en el colchón, notando cómo se deja caer sobre mí, soportando su peso con una rodilla entre mis piernas y las palmas de sus manos a ambos lados de mi cabeza.
—Claro que sí, nena —musita.
Vuelve ese momento de tensión que hemos postergado hace unos minutos. Es como si nunca consiguiéramos deshacernos de ellos. ¿Y si se van sumando en un espacio de nuestra relación hasta que no quepan más? ¿Qué pasará entonces? Me apetece mucho besarlo. ¿Le apetecerá también a él?
—Dame un beso —digo bajito, sabedora de que estoy flaqueando—. Un besito pequeñito.
—Nunca puedo darte solo uno.
Gabriel me besa la mandíbula. Después la barbilla y las mejillas. Suspiro cuando me besa bajo la nariz, sobre el pico de mis labios. Cierro los ojos y aprovecha para besar mis párpados, primero el derecho, despacio, después el izquierdo.
—Te quiero —susurra.
—No puedes quererme si no crees en el amor —le contesto con los ojos aún cerrados.
—Eres una listilla, ¿eh? —Y su voz llega ahora muy suave a mis oídos, junto a los que está susurrando—. Pues solo para que lo sepas…, hay muchas formas de querer que no son esa idea romántica en la que no creo. Y te quiero de todas esas formas a la vez.
Abro los ojos y le miro, apartándole unos mechones de la cara.
—¿Cómo puedes ser tan perfecto? —le pregunto maravillada.
—No lo soy. Soy probablemente la persona más imperfecta que conoces. Pero tú me haces mejor.
Gira un poco la cara, como para encajar nuestras bocas.
—No, por favor —le pido con un hilillo de voz—. Sería demasiado raro.
—No es la primera vez que nos besamos —dice rozando la punta de su nariz en la mía.
—Pero… —¿confieso?, ¿confieso?— empiezo a ponerme un poco tonta cuando lo haces.
Pues vaya, sí, he confesado.
—¿Tonta? ¿Quieres decir que te apetece más?
Deja caer el peso de cintura para abajo, juguetón, entre mis muslos. Le miro sorprendida cuando se acomoda y me obliga a abrir más las piernas. Después se mueve, presionando esa parte tan sensible de mí; lo siento tan cerca que creo que se me saldrá el corazón por la boca. Se mece, arrancándome un gemido casi susurrante, y de su garganta sale un jadeo seco y sexual.
—Para… Me pongo guarrona —le digo riéndome en su oído.
Me coge las manos, las sube por encima de mi cabeza y trenza nuestros dedos. Está aguantando su peso solo en sus manos y enrosco mis piernas alrededor de sus caderas, dejándome a su merced.
—Ya somos dos —susurra—. Y hasta donde yo sé, eres mi mujer.
Gira la cara y me besa. Y cómo me besa. Me sorprende besándome de una manera diferente cada vez. En este momento hay algo salvaje en los movimientos de su lengua junto a la mía. Dios. Necesito más. Necesito sus manos tocándome. Como si pudiera escucharme, se deslizan por mi escote, mis pechos y terminan agarrándome los muslos.
Da la vuelta con impulso y me coloca a mí encima, a horcajadas. Algo en su expresión ha cambiado. Está excitado. Puedo notar su erección presionar la tela de sus vaqueros. Abro más las piernas y me rozo.
Le veo sonreír a pesar de que frunce el ceño.
—¿Qué? —pregunto sin dejar de frotarme lánguidamente con su sexo.
—Me dominas y aun así te cubre el rubor. No sabes lo bonita que estás.
Me inclino sobre él y le beso. No puedo evitarlo. Es un beso que quiere decir muchas cosas; es agradecimiento, ternura, cariño y sexo. Nunca antes había deseado a Gabriel como lo hago ahora. No es sano.
Sus manos se meten por las perneras de mi short holgado y me aprietan las nalgas bajo sus dedos, pegándome a su erección nuevamente. Nos movemos los dos y los dos gemimos en la boca del otro. Gabriel se incorpora con un gruñido sin dejar de besarnos. Deberíamos parar. Sus manos cogen mis pechos, se llenan de ellos y después los aprieta entre los dedos. Me gusta. Gimo mientras su lengua me recorre la boca y la mía le sigue.
Paso los brazos alrededor de su cuello y me cubre de besos húmedos el cuello mientras de un tirón desabrocha su cinturón y los botones de la bragueta. Yo misma tiro de mi camiseta hacia arriba mientras noto cómo él tira de mi short hacia abajo. Hemos perdido la razón.
Nos quedamos en ropa interior y Gabriel vuelve a dar la vuelta hasta ponerse encima. Respira entrecortado y bajo su bóxer se ha despertado la bestia. La noto sin tener que tocarla…, es grande. Parece mentira que guarde una cosa así en sus pequeños vaqueros.
Yo misma le empujo hacia mí, entre mis piernas; lo hago con fuerza y él responde con unos roces mucho más violentos. Bajo la mano entre los dos y le toco.
—Quítamelos… —jadea—. Dame un condón.
Eso me deja fuera de juego… o más bien me hace entrar en razón. Me veo a mí misma desde fuera y me imagino muy gráficamente la situación. Me estoy rayando. No debería estar haciendo esto.
Me aparto un poco y niego con la cabeza. Gabriel tiene los labios rojos e hinchados y jadea. Tiene muchas ganas y lo comprendo, porque yo también. ¿Qué va a pensar de mí si vuelvo a frenar como en Las Vegas?
—No puedo… —le susurro en voz baja.
—¿Por qué? —dice frunciendo el ceño.
—Porque lo cambiaría todo.
—¿Y esto no?
—Por eso no podemos volver a hacerlo —le explico—. No quiero perderte.
—Ni yo —dice cogiéndome la cara entre las manos y acariciándola.
—Pero tú y yo somos amigos. Y tienes que saber que si yo me acuesto con alguien, quiero que no se acueste con nadie más. Eso nos convertiría en pareja, que es algo que no somos.
Pestañea y se incorpora, después se tumba a mi lado. Nos giramos para vernos las caras.
—¿Y si…? —dice.
—No funcionaría. Y habríamos estropeado esto por un calentón. Somos un hombre y una mujer; eso a veces va a ser complicado.
Resopla y mira al techo. Echo un vistacito y me río.
—¿Se puede saber de qué te ríes? Porque a mí precisamente gracia no me hace —me pregunta sonriendo.
—Es que estás buenísimo y la tienes enorme. —Me río a carcajadas—. Debo de estar loca por parar.
—¿Qué crees que me pasa a mí? ¿Que tú no me gustas? Por Dios santo… —Se friega la cara con brío—. Me la pones tan dura…
Los dos estallamos en carcajadas.
—¿Ves? Así es mejor. —Sonrío.
—Se me va a gangrenar y caer —dice levantando las cejas.
—Te dejo que te la menees en el baño.
—Oh, muchas gracias.
Se levanta de la cama y coge de su maleta abierta unos pantalones de pijama.
—Me da rabia, ¿sabes? —dice mientras se los pone—. Me da rabia no quererte con ese amor romántico en el que no creo. Tú mereces que alguien te quiera así. ¿Por qué no puedo ser yo? Eres la única capaz de hacerme sonreír, me gustas físicamente y no te saco de mi cabeza ni un momento. ¿Por qué no puedo darte lo que quieres?
—Porque no funcionaría —respondo queriendo convencerme a mí también.
—A eso me refiero. ¿Por qué no puedo darte algo que haga que funcione?
—¿Tú estarías toda la vida con la misma mujer? —Me río por su ocurrencia.
—¿Y si contigo sí?
Se tumba a mi lado y me pide al oído que me ponga algo de ropa. Llevo un conjunto de ropa interior de encaje malva que, ahora que me doy cuenta, deja bastante poco a la imaginación.
—Perdona. —Me levanto y voy a buscar un camisón.
Gabriel me caza de camino a la cómoda, donde ya no está la foto de Álvaro y yo abrazados. Me abraza, huele mi cuello y me susurra:
—Tienes suerte de escaparte. No sabes la cantidad de cosas sucias que te haría.
Después me da una sonora palmada en la nalga y me deja ir hasta donde tengo los camisones.
Preparo alitas de pollo para cenar. Gabriel está alucinado porque sé hacer alitas de pollo al horno.
—Las sazonas y al horno. No tienen más misterio, enano —le digo.
Gabriel se ha pringado entero, como un niño pequeño. Le paso una servilleta y se limpia a manotazos, de la misma manera que se aparta el pelo de la cara.
—Joder, eres perfecta —farfulla con la boca llena—. Solo me falta saber que la comes de vicio.
—Pues mira por dónde, la como de vicio.
Los dos nos echamos a reír y damos buena cuenta de las copas de vino. Entonces me acuerdo.
—Oye, y de eso de lo que estábamos hablando antes de que nos entrara el siroco y estuviéramos a punto de follar…
—Sí —contesta con naturalidad.
—¿Qué es eso de los EMA?
—Son los European Music Awards de la MTV.
Suelto la alita de pollo y le miro con los ojos abiertos de par en par.
—¿Me invitas a ir a los premios de la MTV?
—Claro. —Sonríe—. Eres mi mujer, mi mejor amiga y pronto mi asistente.
Le tiro la servilleta arrugada.
—Pero ¡no tengo nada que ponerme! —me quejo.
—Ay, por Dios, qué niña. —Pone los ojos en blanco—. Para esas cosas tengo un estilista. Pedirá unos cuantos vestidos para ti. ¿Qué talla usas?
—¿Y a ti cuánto te mide? —le contesto. Como al noventa por ciento de las mujeres, no me gusta hablar de tallas.
—Tendrás que tomarte las medidas y decírmelas para que se las dé —me explica.
Me levanto corriendo, me lavo las manos y después rebusco por todos los cajones de mi mesita de noche. Salgo con una cinta métrica.
—Mídeme. Quiero que le preguntes qué tipo de vestido puedo ponerme —digo sin poder estarme quieta.
Gabriel chasquea la lengua contra el paladar y va a la cocina a lavarse las manos. Vuelve secándoselas en el pantalón del pijama. En la parte de arriba solo lleva una camiseta sin mangas, supermacarra.
Dios, cuántas cosas sucias se me ocurren. Y ninguna tiene que ver con el KH7.
Coge la cinta y la pasa alrededor de mis pechos. Para cerrarla roza sin querer un pezón y se me pone duro. Él hace como si nada.
—97. Vaya tetas. —Alcanza un bloc que hay al lado del teléfono y con el lápiz que hay junto a este apunta la cifra.
Baja la cinta hasta la cintura y al cerrarla sus dedos serpentean por encima de mi piel.
—No metas tripa, tonta del culo.
Me ha pillado. Me relajo y él se ríe, anota otro número en la libreta y me soba el culo cuando la baja por las caderas. La cierra y sonríe.
—¿Cuánto mides?
—1,65.
Lo apunta y coge el teléfono móvil. Le contestan enseguida.
—Mery, dile a Martin que Silvia tiene como medidas 97-68-99. Y mide 1’65. Que te diga qué vestidos se le ocurre que pueden irle bien. Con lo que sea, mándame un mensaje.
Tira el teléfono sobre la mesa y me pregunta si estoy satisfecha.
—Mucho. Eres molón, ¿sabes? Eres como ese gato que tenía un bolsillo en la barriga, ese que venía del futuro y sacaba del bolsillito un montón de cosas guays.
Gabriel se ríe.
—¿Vemos Sexo en Nueva York? —pregunta.
—¡Oh, Dios! —Me carcajeo—. ¡Qué buena fui en mi anterior vida, leñe! ¡Solo me hace falta saber que lo comes de vicio!
—Pues lo como de vicio —susurra mientras se acomoda en el sofá y me tira sobre sus rodillas.
El teléfono vibra sobre la mesa y me levanto para recoger los platos y lanzar el móvil sobre su regazo. Estoy en la cocina cuando Gabriel me grita:
—¿Te gusta algo que se hace llamar… Elie Saab?
Dejo caer los platos sucios en el fregadero y cierro los ojos. Me asomo y me quedo mirándolo.
—¿Estás de coña? Debes de estar de puta coña.
—Eso pone aquí. Colección Otoño Invierno 2012-2013 de Elie Saab. Dice que mirará si puede conseguir otras opciones.
—Que se deje de otras opciones —le digo con voz estridente—. ¡Elie Saab es como para morirse!
Sonríe de lado.
—Cómo me gusta hacerte feliz.