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EL FINAL

Después de darle muchas vueltas al resultado de la última vez que estuvimos juntos fuera del trabajo (follamiento en taxi), estaba más que segura de que tras un tiempo prudencial Álvaro volvería. ¿Cómo si no iba a decirme eso de «no voy a sobrevivirte, Silvia»?

En el trabajo seguimos relacionándonos igual. Poco, frío y distante. Pero yo ya tenía una prueba de su flaqueza. Era solo cuestión de tiempo.

Las Navidades se nos echaron encima. Les dije a mi madre y a mis hermanos que Álvaro y yo nos estábamos dando espacio para poder ver a nuestras familias por separado. No quise admitir delante de Óscar que tenía cierto grado de razón al desconfiar de él.

Aquella Nochevieja Bea y yo decidimos que le iban a dar por saco a todo aquel que piensa que hay obligación moral de salir la última noche del año. Como odiamos la fecha en sí, nos fuimos a su casa del pueblo, nos pusimos finas a comida grasienta e insalubre y después nos emborrachamos bebiendo a morro crema de orujo (muchas botellas de crema de orujo) mientras bailábamos y cantábamos las versiones de The Baseballs subidas al sofá. Para mí fue un Fin de Año memorable solo empañado por el hecho de que Álvaro y yo estuviéramos celebrándolo a doscientos kilómetros de distancia y no entregados al fornicio sucio y morboso. Pero ¿no quería tiempo? Lo iba a tener sin que yo diera muestras de flaqueza, eso estaba claro.

Cuando volví encontré una llamada de Álvaro en mi contestador. Un simple «Feliz año nuevo, Silvia» que me animó un poco más a pensar que lo nuestro iba a solucionarse. Y tenía razón. Para bien o para mal, no tardó en solucionarse.

Tendemos a decir que los hombres son simples, que las complicadas somos nosotras, pero no es más que otra tontería con la que nos llenamos la boca, tratando de justificar ciertas cosas que preferimos pasar por alto. Hay hombres tan complicados o más que nosotras. Eso o que yo tengo alguno de los cromosomas «Y» que le faltan a Álvaro.

El primer día de trabajo después de las fiestas, con todo el mundo reincorporado, encontré a Álvaro mucho más cercano. Sonrió al verme pasar por delante de su despacho y aprovechó cuando me halló en la máquina de café para decirme que teníamos una conversación pendiente.

—Sí, creo que sí —le contesté agarrada a mi vasito marrón.

—¿Te parece si te llevo a casa a la salida? Así podemos hablar con tranquilidad.

—Perfecto. —Le sonreí.

Esperaba que sonreiríamos como dos tontos, nos cogeríamos de la mano y nos besaríamos, jurando no volver a separarnos jamás. Pero lo que en realidad sucedió fue que cuando esperé a Álvaro junto a la puerta del garaje donde aparcaba el coche, la conversación fue tensa y superficial, como si tratara de retrasarlo.

Llovía a cántaros y los goterones golpeaban la carrocería del coche con fuerza. Apenas se veía la calzada, así que Álvaro estuvo muy pendiente del tráfico y del resto de coches, maldiciendo entre dientes. Como para hablar de qué nos habían traído los Reyes…

—Menos mal que te he traído —murmuró cuando ya nos acercábamos a mi casa—. Te habrías empapado.

—La verdad es que sí. —Sonreí.

Aparcó el coche frente a mi portal, entre un Mini y una furgoneta, y paró el motor.

—¿Subes? —le pregunté cogiéndome ya a la manilla para abrir la puerta.

—No…, mejor…, mejor no.

Fruncí el ceño. ¿Qué pasaba?

—Silvia… —Se revolvió el pelo con las manos—. No sé cómo hacer esto.

Álvaro llevaba un traje azul marino con una camisa azul clara con rayas blancas y una corbata oscura sujeta con la aguja que yo le regalé por su cumpleaños y, como si respondiera a un movimiento instintivo, se llevó la mano hasta esta y la acarició. Carraspeó.

—Te juro que me duele casi como te duele a ti. Nunca pensé en hacerte daño.

—Las parejas se pelean, es normal —contesté con un hilo de voz.

—No…, Silvia. Tú y yo no…, no estamos hechos para estar juntos. —Me quité el cinturón de seguridad y me mordí el labio con fuerza. No sabía si iba a tener que salir corriendo del coche para no desmoronarme delante de él—. Los últimos dos años han sido muy especiales, pero yo necesito sentar la cabeza. Necesito tener algo que termine siendo lo que siempre quise. Tú no puedes; no puedes darme esa seguridad, Silvia. Eres muy joven. Sé que a lo mejor ahora piensas que los seis años que te saco no son nada, pero yo ya veo las cosas desde otra perspectiva y sé bien que tú no quieres las mismas cosas que yo.

—Yo… —El labio inferior me temblaba tanto…—. Yo solo te quiero a ti.

—Se nos pasará. —Y dijo «se nos pasará» no «se te pasará». Aquello me dolió aún más. Carraspeó mirando cómo el agua resbalaba por la luna delantera y siguió hablando—: No quiero venirte con historias de esas, ya sabes, un «no eres tú, soy yo» ni un «podemos ser amigos». Creo que te debo al menos sinceridad…

—Álvaro… —supliqué, cerrando los ojos.

—Esto no tiene arreglo.

—No lo tiene porque no está roto, Álvaro. Piénsalo un poco. Tú y yo estamos bien. A ti y a mí no nos pasa nada.

—Sabes que sí. Y ya no es posible arreglarlo porque yo lo di por terminado. —Le miré de reojo—. Estoy con otra persona.

—Oh, Dios… —No pude controlarlo, de la misma manera que no pude controlar taparme la cara con las manos.

—Nunca quise hacerte daño, Silvia. Has sido…, has sido una bocanada de aire, te lo juro. Pero esto no da más. Han sido dos años magníficos, pero, tú lo sabes, no habríamos tenido que pelear tanto si fuéramos el uno para el otro. Habría sido mucho más fácil.

—¿Cómo puedes hacerme esto? —gimoteé.

—No sabes cuánto siento que al final haya sido verdad lo que te dije la primera vez que te besé.

Cogí aire, traté de tranquilizarme y me colgué el bolso.

—No lo entiendo —le dije—. Sinceramente, no lo entiendo. Íbamos a decirlo en el trabajo. Me pediste que me casara contigo hace cosa de un mes. ¡¡Un mes!! ¿Qué ha sido de todas esas cosas, Álvaro?

Y a pesar de que quise que sonara seguro y rotundo, me falló la voz.

—He pensado durante mucho tiempo que eras el amor de mi vida, pero estaba equivocado.

Me sentó como una bofetada.

—¿Estás enamorado? —Necesitaba saberlo.

—Sabes la respuesta.

—Quiero escucharla.

Clavó los ojos en el volante.

—Probablemente le haga daño a ella también. —Abrí la puerta—. Silvia… —murmuró.

—¿Qué?

—No quiero numeritos. Hazlo por nosotros.

Salí del coche, sin paraguas, y cerré la puerta. Pero no me moví. Su coche tampoco. El agua empezó a calarme a través del abrigo. Pero necesitaba estar allí, quieta, para creerme de verdad lo que me acababa de pasar. Álvaro bajó la ventanilla del copiloto.

—Silvia, vete a casa. No quiero numeritos ni telenovelas. Se acabó. No hay más.

Me tapé la cara. Iba a llorar. Las manos sofocaron el ruido del sollozo y el sonido del motor del coche al encenderse hizo el resto. Cuando me quité las manos de la cara, él ya no estaba allí.

No sé cuánto tiempo pasó, pero de pronto dejé de sentir el repiqueo de las gotas sobre mi cabeza. Me giré, con el maquillaje recorriéndome la cara en ríos negros, y vi a una de mis vecinas que me tapaba con un paraguas.

—¿Estás bien? —me preguntó.

No. No lo estaba. Ya nunca más lo estaría. Volví a sollozar. Álvaro no volvería.

Aquella noche fue la más larga de mi vida. Fue como en las películas. A pesar de estar desecha, necesitaba hacerme más daño. Me acosté en la cama, empapada y agarrada al marco con nuestra foto que había puesto sobre la cómoda hacía apenas dos semanas. Y sé que no tenía ningún sentido abrazarla, pero no podía dejar de hacerlo. Cuando el frío me caló del todo me di una ducha caliente que tampoco me reconfortó. Ni el pijama. Así que saqué una botella de ginebra del congelador y le di un trago. No me supo tan amarga como esperaba, así que di otro trago largo.

—Deberías llamar a Bea —me dije en voz alta.

Pero no me hice caso. Volví a darle un trago a la botella y el líquido cayó a plomo en mi estómago, dejando todo lo que tocó de camino ardiendo.

—Puto Álvaro… —solté al tiempo que me repantingaba en el sofá—. ¿Por qué todos los guapos son malos para la salud?

Dejé el marco con nuestra foto en la mesita de centro y seguí bebiendo a palo seco un rato más. Me fumé quince cigarrillos y fui a por una coca cola, trastabillando con todo lo que me encontraba. Fue entonces cuando me di cuenta de que, para hacer más lamentable la situación, estaba borracha.

Y tomé una de esas malas decisiones de borracha… No, no pensé en cortarme las venas ni nada por el estilo. Bueno…, por el estilo sí: me puse un disco de Mónica Naranjo. Y que nadie se pregunte por qué narices tengo yo un disco de Mónica Naranjo (que se llama, para más inri, Palabra de mujer)… Fui una adolescente macarra.

Ay, Dios, en serio. Creía que me moriría de pena.

Y mientras Mónica Naranjo cantaba Empiezo a recordarte y yo tarareaba entre dientes, sollocé como nunca pensé que lo haría, porque de pronto entendía a las heroínas de novela romántica. Estaba escuchando a Mónica Naranjo, por el amor de Dios. Creo que ya entendéis el bajón que tenía. Me di cuenta de que nunca más iba a besarle, a abrazarle, a oler su cuello, a sentir cómo sus brazos me abrazaban cinco minutos antes de que sonara el despertador. ¿Cómo podía ser? ¿Cómo iba a poder seguir viviendo sin él? No lo entendía. Hacía… ¿cuánto? ¿Diez días? ¡Diez días desde que lo habíamos hecho en un taxi! ¿Por qué me decía que no podría sobrevivirme y después me dejaba por otra persona? Por otra persona. Pero… ¿qué tendría ella? ¿Quién sería? ¿Qué le daría? ¿Qué le diría?

El pecho se me quedó pequeño. No me cabía tanta sensación de angustia. Seguí bebiendo, intentando bajar esa bola de pena que amenazaba con ahogarme. Traté de tranquilizarme, haciéndome entender que nadie muere por amor, que un día dejaría de doler y yo volvería a enamorarme. Pero… ¿a alguien le ha servido ese discurso alguna vez durante una ruptura? Porque yo me dije a mí misma que era una imbécil y que era mejor que me callase.

Cuando el disco llegó a Tú y yo volvemos al amor yo ya estaba un poco perjudicada. La puse al menos tres veces seguidas. Me había dado un breve subidón de ánimo y me puse a cantar a coro con Mónica Naranjo y la botella de ginebra era mi micrófono.

—No entiendo nadaaaaaa —cantaba a gritos—. Si ayer nos volvía locos la pasiónnn…, si ayer gozamos juntos del amooooor.

Comencé a dar vueltas sobre mí misma. ¡¡¡¡Y es que ya empiezo a estar harta de continuar, de ver cómo esas historias te hacen dudar!!!! ¡¡¡¡¡No dudes más!!!!! —Sollocé, bebí y seguí cantando—: ¡¡Y es que yo a ti no te pierdo sin razón!!

Me senté y me sobresalté cuando sonó el timbre de casa. ¡¡Dios!! ¡¡Era Álvaro!! ¡¡Seguro que era él!!

Fui corriendo hasta el telefonillo y abrí sin contestar. Me miré en el espejo y me dio la sensación de que los ojos se me escurrían hacia abajo. Traté de limpiarme los restos del maquillaje corrido y me peiné las ondas del pelo con las manos. Unos nudillos golpearon la puerta y abrí con una sonrisa de oreja a oreja.

—Cari… ño —dije.

La sonrisa se me desdibujó hasta quedar una expresión ridícula. Lo sé porque incluso con la borrachera fui consciente de ello al verme de reojo en el espejo de la entrada. Una pareja de policías me miraban muy serios; un hombre que podría ser mi padre y una chica que podría haber sido yo. Los miré sin entender nada.

—Buenas noches —dijo él—. ¿Podría bajar la música?

Fui atolondrada hacia la cadena de música y paré el disco. Volví a la puerta y no fue hasta entonces cuando me di cuenta de que llevaba aún la botella de ginebra en la mano.

—Nos han llamado sus vecinos. Varios de ellos. Todos se quejaban de que tiene la música muy alta y de que aunque han intentado avisarla, no ha contestado —explicó ella.

—Yo… —Miré al suelo—. Lo siento. No lo escuché.

Me pareció que el suelo se inclinaba y me apoyé en la pared.

—No son horas de tener la música a ese volumen. Casi es la una y media.

Me mordí el labio, con la cabeza aún baja.

—Yo… lo siento mucho. Mi vecina de arriba tiene un bebé. Seguro que lo desperté. Lo siento.

Dejé la botella en el suelo y me eché a llorar. Ella dio un paso hacia mí.

—¿Está bien? ¿Se encuentra bien?

Sollocé y me dejé escurrir hasta el suelo. Lo que me faltaba. ¿Veis? El alcohol no es la solución.

—¿Quiere que llamemos a alguien? ¿Necesita algo? —Ella se agachó frente a mí y él entró—. ¿Llamo a una ambulancia? —La última pregunta no estaba dirigida a mí, sino a su compañero.

—No —dijo este.

Los miré e intenté levantarme. Tuvieron que ayudarme y aun así me di en la cabeza con la pared de enfrente.

—Perdón. —Sollocé otra vez—. Perdónenme.

Fui andando hacia la mesa, cogí el marco con la foto me lo pegué al pecho. Ellos dos me miraron sorprendidos y yo se la enseñé.

—Era mi novio. Me ha dejado. Pero les prometo que no haré más ruido.

—¿De verdad no quiere que llamemos a nadie? —preguntó él.

—A él. Y díganle que no estoy loca. Que estoy muy sola…

Volví a sollozar y ella no pudo evitar echarle un vistazo a la foto.

—Vaya —se le escapó al ver a Álvaro.

Después se recompuso y me recomendó que me acostara.

—Y no beba más —susurró él también con cariño.

—No lo haré. Se lo prometo.

—Y… no le escribas ni le llames —contestó ella en voz baja—. A veces necesitan tiempo para sentirse desgraciados sin nosotras.

Y así es como la noche acabó siendo aún más bochornosa, con una policía dándome consejos amorosos mientras yo lloraba, borracha. Y lo peor: todos mis vecinos me habían escuchado cantar Mónica Naranjo.

Bien hecho, Silvia. Destroza además tu imagen pública.

Evidentemente después la cosa no mejoró. Vomité hasta la primera papilla y cuando conseguí dormirme fue con la frente pegada a la taza del váter. Desperté a las cinco de la mañana, congelada, dolorida y mareada. Volví a vomitar y me metí en la cama como una autómata.

Cuando sonó el despertador apenas podía abrir los ojos de hinchados que los tenía, pero ni siquiera me planteé la posibilidad de no ir a trabajar. Tenía que hacerlo, dar la cara y demostrar que era una mujer adulta y que mi vida personal no entorpecería mi vida laboral. Y lo peor es que esos razonamientos tenían como fin que Álvaro se diera cuenta de su error y volviera. ¿Es que se me había olvidado el hecho de que él estuviera con otra chica? Otra le besaba, otra sentía sus embestidas entre los muslos, otra le escucharía decir te quiero.

De camino, en el autobús, me convencí de que tenía que hacer mi vida. Él ya había pasado página. Yo debía hacer lo mismo. Le pregunté a la parte moñas de mí misma cuánto tiempo necesitaba de luto. Dos semanas, me dijo. Dos semanas, ni un día más, me respondí.

Cuando llegué a la oficina, la mujer barbuda se quedó mirándome sorprendida. Como la discreción no es su fuerte, me llamó con dos berridos y me preguntó si se me había muerto alguien.

—No. Solo he pasado mala noche —dije mientras me pasaba la mano por debajo de la nariz.

—Estás horrible —fue su contestación.

Me senté en mi mesa, encendí el ordenador y saqué la libreta donde tenía anotadas las tareas que iba haciendo y la lista de to do’s. La puerta del despacho de Álvaro estaba abierta y miré, de reojo. Allí estaba, de pie, hablando con su teléfono móvil, tan alto, tan… digno. Tan suyo y de nadie más. Llevaba mi traje preferido, uno gris marengo que solía combinar con una camisa blanca entallada. Tenía la mirada perdida hacia la ventana de su despacho. Me pareció tan inalcanzable… y otra le tenía. Otra podía alargar la mano y acariciar el vello de sus antebrazos, podía ayudarle a ponerse los gemelos. Otra, que no era yo, podía desabrocharle la camisa, mientras le besaba.

Empezó a dolerme la cabeza. Había llorado tanto que era normal. Había bebido tanto que lo raro sería que no lo hiciera. Fui a la máquina del café y me quedé allí, en la pared, bebiéndomelo sin poder mirarle. Me escondí en el recodo del pasillo y me asaltaron la mente todas las veces que habíamos jugado a que éramos dos personas que solo compartían una relación profesional. Jugando a que no podíamos tocarnos. Ahora ya no sería jugar, ahora sería la realidad.

Mi cabeza se puso a hacer cábalas sobre esa chica por la que me había dejado. Sería más guapa que yo. Seguro que también más delgada. A ella no le saldrían lorzuelas al sentarse. Además, sería mucho más elegante, como una princesa, o no, como la Preysler. Haría ejercicio, no fumaría, tendría un trabajo creativo y llevaría zapatos de firma. Me miré en el reflejo de la máquina de agua y me di un repaso mental. Mis zapatos eran de Primark y me habían costado diez euros, los pantalones los compré en las rebajas de Zara, como la blusa. En total, probablemente no llevaba encima ni cincuenta euros. Ella iría vestida de Prada y al sonreír se encenderían las luces. Ella llevaría mi anillo de Tiffany’s y con ella seguro que querría tener niños.

Volví a mi mesa. Tenía que concentrarme en el trabajo. Sería así durante mucho tiempo. Él no dejaría de ser el responsable de mi departamento y no borraríamos los últimos dos años de un plumazo. El día a día me haría fuerte. O al menos eso quise pensar.

Me senté en la silla. Mi compañero Gonzalo se pasó a preguntarme si estaba bien. Le sonreí mientras aguantaba las ganas de llorar y asentí. Abrí Outlook y repasé mis emails. Había uno de Álvaro de hacía diez minutos. Lo abrí con la mano temblorosa y sentí una punzada de decepción al ver que se trataba de trabajo. Solo trabajo, como sería todo a partir de ahora.

Respiré hondo y abrí un nuevo email que me aseguré de dirigir a Bea. Empecé a teclear.

Ayer Álvaro rompió conmigo definitivamente. Sé que me dirás que fui una auténtica imbécil por esperar lo contrario y que aún lo fui más por no llamarte anoche, pero no estaba para hablar con nadie. Monté un espectáculo digno de Britney Spears cuando se volvió loca. Me faltó raparme el pelo y amenazar a los paparazzi con un paraguas.

Sé que querrás saber, porque eres una morbosa de cuidado, lo que significa que ayer montara el numerito. Yo te lo aclaro. Me emborraché en mi casa, llorando y cantando a lo Mónica Naranjo. Me puse ese disco del que me recomendaste deshacerme y no paré de beber y cantar hasta que vino la policía a llamarme la atención. Y lo peor es que la pareja de policías… terminó consolándome.

Pero es lo de menos. Una cosa más que apuntar a mi lista interminable de ridículos.

Lo importante es que me dejó, así, sin más. Me dijo que lo nuestro no se podía arreglar porque para él ya estaba terminado y que sentía que me debía sinceridad. Está con otra chica. Otra chica, ¿te das cuenta, Bea? No puedo estar enfadada por lo que ha pasado, porque el problema es que yo nunca llené del todo ese vacío. Por eso lo de casa de sus padres. Solo le abrieron los ojos. Y esa chica será tantas cosas que yo no soy, Bea, que me quiero morir.

Sé que se me pasará. Me he dado dos semanas. Después, quiera o no, tengo que seguir hacia delante. Eso sí, durante las próximas dos semanas… ¿os importaría mimarme, cebarme, llevarme a ver películas de chicos guapos, regalarme cosas bonitas y jamás meteros ni con mi pelo ni con mi ropa?

Ya está, Bea. Está con otra. No me quiso jamás.

Lo envié y me encogí sobre mí misma. Evité parpadear, carraspeé, pero las lágrimas empujaban con demasiada fuerza. Cogí el bolso y me fui al baño, mirando la moqueta para que nadie pudiera verme la cara ni los ojos vidriosos.

Como solamente somos tres mujeres en la planta, me metí con tranquilidad en el baño y respiré hondo. No quise encerrarme en un cubículo por no agobiarme más. Me apoyé en la bancada de piedra y pensé en Álvaro y en todo lo que iba a tener que olvidar para poder seguir adelante. Mi única relación adulta. La única persona con la que me había planteado la posibilidad de estar de por vida. La única persona con la que había hecho el amor. La única que conocía todos mis miedos. La única para todo.

En ese momento me atacó el sentimiento victimista y me dije a mí misma que jamás volvería a querer a nadie más y que fui tonta al creer que alguien como él quisiera pasar el resto de su vida con alguien como yo.

Cerré los ojos y me di cuenta de que tendría que borrar el recuerdo de Álvaro arrodillado, deslizando aquel anillo en mi dedo anular. Tendría que olvidar la sensación de estar… completa. Qué vacía estaba…, ¿no? ¿Necesitaba a Álvaro para estar completa, para ser persona? En aquel momento lo necesitaba hasta para respirar.

Hundí la cara en mis manos y me eché a llorar.

No me quería. Jamás me quiso y no lo haría nunca. Y todos los te quiero que no me había dicho a mí se los regalaría a esa chica, que era mejor que yo y sí los merecía. Sollocé y cogí aire sonoramente. Me sentía tan desgraciada…

Para terminar de mejorar la situación, la mujer barbuda entró como un elefante en una chatarrería y me preguntó con voz estridente qué narices me pasaba. Y no pude más. Me desmoroné. Nada que ver con la noche anterior. Nada que ver con nada en mi vida. Me dejé caer al suelo, sollocé, lloré y sentí que no podía respirar. Si tuviera botón de autodestrucción, lo habría pulsado en aquel momento.

—Silvia… —decía la mujer barbuda mientras me daba friegas en la espalda—. ¿Qué te pasa, cielo? ¿Es por un hombre? Seguro que es por un hombre. Son imbéciles, mi niña. No llores así, que parece que se te va la vida. Y eres muy joven. Encontrarás a otro mejor. Más guapo, más alto, más bueno y con la polla el triple de grande.

Quise reírme pero ya no podía. Pensé que me moriría allí mismo. Los ojos me ardían, la cabeza me zumbaba y me dolía la garganta. Y nada de lo que ella pudiera decirme me reconfortaría. Nada me reconfortaría porque Álvaro no solo no me quería, sino que nunca lo había hecho.

La puerta se abrió otra vez y hubo un silencio. Miré el linóleo del suelo con la certeza de quién acababa de entrar. La mujer barbuda se levantó de mi lado y se quedó mirando hacia la entrada.

—Manuela…, ¿podría dejarnos solos un momento?

Y la voz de Álvaro me puso la piel de gallina. Quise parar, pero ya no pude. Estaba viéndome llorar. Ahora ya nunca habría vuelta atrás.

—Es el baño de señoritas, señor Arranz —le contestó ella muy gallarda.

—Necesito hablar con Silvia que, si mal no recuerdo, es miembro del equipo del que soy responsable, ¿verdad?

—Tiene problemas personales —le replicó.

Hubo un silencio. Seguí mirando al suelo y Manuela, que es el nombre de la pobre mujer barbuda, se fue del cuarto de baño dejándonos solos.

Álvaro carraspeó. No lo miré, seguí llorando, en silencio.

—Te pedí que no montaras numeritos. Te pedí por favor que no lo hicieras.

¿Era lo único que tenía que decirle a la chica con la que había compartido dos años de su vida y a la que acababa de dejar por otra? «No montes numeritos». Sollocé tan fuerte que es probable que pudieran escucharme desde fuera.

Él no dijo nada. A lo mejor estaba asombrado de poder hacer sentir algo tan fuerte a alguien. Estaría asimilando que yo también sabía llorar. Al fin chasqueó la boca y dijo:

—No quiero volver a hablar de esto nunca más. Levántate y márchate a casa. Quédate allí unos días. Sé dueña de ti misma por una vez o nos traerás problemas.

—Quiero morirme… —farfullé.

—Iré llamando al taxi. Sal cuando te calmes.

Salió. Quince minutos después me monté en un taxi que me llevó hasta mi casa.