CASADA Y NO CONTIGO
Alvaro aparece en el local donde hemos quedado y me encuentra sentada en una mesa de dos, con una copa de vino delante. Le saludo con una sonrisa y veo cómo su andar, elegante y macarra a la vez, arrastra un montón de miradas femeninas y también masculinas. Lleva un pantalón vaquero con un pequeño roto en la rodilla izquierda que no le pega nada. Debe de ser que me he acostumbrado a verlo vestido de traje, aparentando estar a punto de heredar el universo empresarial en su totalidad. Para rematar a todas las mujeres del local, lleva una camiseta blanca. Total y brutal sencillez que no hace más que llamar la atención sobre él y sus bestiales ojos grises.
Me levanto para saludarlo y sus pupilas me van repasando de arriba abajo. Llevo un modelito made in Gabriel. Me lo he puesto porque me hace sentir sexi, pero no porque quiera seducirle, sino porque quiero ser fuerte. Segura de mí misma y sexi, sí señor. Llevo una blusa blanca holgada arremangada a la altura de los codos y metida por dentro de un short vaquero no muy ceñido con las perneras deshilachadas; me he peinado con un moño deshecho y el cinturón y las bailarinas son dorados, como la pulsera que llevo junto al reloj Casio, al que sigo siendo fiel.
—Estás muy guapa —dice besándome en la mejilla.
—Gracias. Tú también.
Los dos de vaquero y blanco. Parecemos la pareja ideal de modelos cutres de ropa por catálogo. Álvaro llama a la camarera y le pide una copa de vino.
—¿Quieres comer algo? —le pregunto subiendo un pie a la silla y abrazándome la pierna.
Frunce el ceño. Mueve los dedos, como pidiéndome que le dé algo.
—Déjame ver eso…
Y claro, se refiere a mi tatuaje. Extiendo el brazo y miro su reacción con chulería.
—Debes de estar de coña… —Se ríe—. ¿Y esto?
—¿No te gusta?
—Me gustaba tu piel desnuda y limpia.
—No la veo sucia ahora. —Y no sé si sonreír o lanzarle la copa de vino encima.
—Tú me entiendes.
—Pocas veces y mal, pero bueno. —Suspiro sin darle importancia y consigo que arquee las cejas, confuso.
—¿Qué pasa?
—Tengo algo que contarte.
La camarera deja con sigilo la copa frente a él y Álvaro juguetea con el pie de cristal.
—Veamos… —Suspira.
Allá vamos. Dejo la mano izquierda sobre la mesa y le muestro la alianza. Levanta la ceja mirándome la mano.
—Eh… —murmura.
Le señalo el anillo con el dedo índice de mi mano derecha y me maravillo con lo bien que me han quedado las uñas pintadas de color coral.
—¿Qué es eso? —Se empieza a poner rígido.
—No montes ninguna escena —y al decirlo me siento tan poderosa que estoy a punto de tener un sonoro orgasmo.
—¿Te has casado?
Y lo dice con los ojos cerrados.
—Técnicamente sí.
—Define estar técnicamente casada —respira hinchando y deshinchando el pecho.
—Gabriel es alguien importante para mí. Despertamos en el otro algo que no sabíamos que estaba ahí…
—Silvia… —empieza a decir aún con los ojos cerrados.
—Escúchame. —Álvaro se encoge enterrando la cara en las palmas de sus manos. Yo sigo hablando—: En un principio no fue más que una broma, pero los días que hemos pasado juntos no han hecho sino afianzar la sensación de que queremos tenernos el uno al otro. Esto no es un matrimonio. Es…, es un contrato de cariño mutuo.
—¿Es que en tu carrera por la absurdez absoluta no tienes ningún límite? ¿Ni siquiera respetas el matrimonio? —Y no me mira cuando lo dice; se sujeta la frente con las puntas de sus dedos crispados y tiene la vista fija en el suelo.
—No me hagas hablar de lo mucho que respetas tú el santo sacramento del matrimonio, cariño. —Y lo admito, lo digo con malicia.
Álvaro se incorpora y me mira.
—Os habéis enamorado en dos meses y os habéis casado. Estupendo. ¿Es todo?
—No estamos enamorados, Álvaro. Esto es…, te lo he dicho, una relación especial. Pero no es amor.
—¿Y te has casado porque…?
—Porque me ha dado la gana. —Levanto digna la barbilla.
—¿Es por dinero, Silvia? —dice dejando las manos sobre la mesa.
—Te mereces que te tire la copa de vino a la cara, pero como sé que el resultado no será como el de las películas, te pido por favor que no me faltes al respeto, porque no lo voy a tolerar. No me llames puta y menos aún cuando ni siquiera tienes los cojones de llamar a las cosas por su nombre.
—Creía que queríamos arreglarlo, ¿sabes? Creía que queríamos buscar la manera de que esto funcionara.
—Álvaro… —Ahora la que juguetea con el pie de su copa soy yo—. Te voy a hablar con franqueza. —Y aquí viene el discurso que he traído preparado. Atento todo el mundo—: Me has hecho daño. Mucho y a menudo. Creía que teníamos una relación tortuosa, pero lo que pasa es que siempre ha sido superficial. Eso no ha cambiado. Hemos estado juntos dos años, pero creo que nos han faltado muchas cosas por vivir. Si nos hubiéramos casado, seguramente habría sido un infierno. Estás muy seguro de que eres lo suficientemente bueno como para no cambiar ni una pizca y pretendes que los demás nos amoldemos a ti. Pero esa no es la realidad. Hasta que no te sientes realmente en sintonía con alguien no sabes ver esas cosas. Gabriel y yo no somos pareja, no somos novios y no nos acostamos, porque aunque te parezca increíble, hay relaciones profundas que no se basan en el intercambio de fluidos, pero con él sí siento esa sintonía. Nunca he sido una persona tradicional, de las que a ti te gustan, pero a pesar de eso te gustaba.
—He sentido por ti cosas mucho más profundas que un «me gustas» —dice secamente.
—Y yo por ti, pero nunca me has aceptado. Ni siquiera has querido nunca doblegarte en cosas tan nimias como decir te quiero. Ahora bien…, podemos arreglarlo, podemos hacer que funcione, siempre que nos conozcamos como las parejas normales se conocen. Tú y yo hemos follado mucho y hablado poco. Gabriel va a seguir siendo mi marido en el papel y una persona muy cercana a mí en la práctica. Decide si quieres aceptarlo o no.
Álvaro no da crédito. Creo que está a punto de frotarse los ojos de incredulidad. Resopla y mira al techo. Después se levanta, deja un billete en la mesa y se va.
Pero volverá. Lo sé.
Miro por la ventana y le doy un trago a mi copa de vino.