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DESTROZÁNDOME

Pasé días malos, por decir algo. Aquel fin de semana no hice mucho más que dormir. Me pasé tumbada en la cama buena parte del tiempo, esperando que Álvaro llamara para pedirme que habláramos. Entonces lo arreglaríamos todo. Pero el domingo por la noche yo aún no había recibido ninguna llamada. Nunca habíamos estado dos días sin saber nada el uno del otro.

Hablé con Bea. Ella me dijo que tenía razones de sobra para estar enfadada y se enfurruñó mucho cuando le confesé que si volvía todo se me terminaría olvidando.

—Yo solo quiero que vuelva, que me diga que lo del tiempo es una tontería —sollocé.

—¿Él te ha visto así? ¿Sabe lo que te hace?

Lloré más aún.

—Nunca me ha visto llorar.

—Pues quizá ha llegado el momento de que lo haga.

Bea defendía que yo le daba ya triturados todos los bocados difíciles de una relación. Silvia, la loca, la que necesitaba un filtro y que posiblemente tendría que haber sido medicada para la hiperactividad en algún momento de su vida, era la que se preocupaba de que Álvaro no tuviera que sufrir por nada. Quizá Bea tenía razón; pero siempre pensé que con ello lo estaba conservando, no alejándolo.

—Lamentablemente volverá con el rabo entre las piernas y tú te olvidarás de todo —me dijo Bea indignada.

—¿Y si no vuelve?

—Sería lo mejor que te podría pasar.

Sí, Álvaro era muy guapo, un tipo con éxito y un hombre fiable, a primera vista el típico chico con el que te gustaría que tu mejor amiga se pusiera a salir… Pero de ahí a escucharme en ese lamentable estado…, como que no. Además, ya he comentado que Bea tenía algunos problemas con aquella relación. Es lo que tienen las mejores amigas, que son muy sentidas, como una buena canción de Rocío Jurado.

El lunes me levanté una hora antes para poder ponerme guapa. Fue difícil, la verdad. Tenía los ojos como dos huevos duros de tanto llorar. Pero saqué mi maletín de la Señorita Pepis y apañé el entuerto como pude con kilo y medio de corrector, tres de fondo de maquillaje y más o menos tonelada y media de polvos. Hasta utilicé iluminador, que es algo que siempre he considerado que hay que usar con el mismo cuidado que el estampado de leopardo o el queroseno.

Al llegar a mi mesa vi que Álvaro no estaba en el despacho, pero sí todas sus cosas. Encendí el ordenador y me apresuré al rincón de la máquina de café para hacerme la encontradiza y lo conseguí. Lo hallé apoyado en la pared con la mirada perdida, bolsas en los ojos y un traje de color negro. Tenía un café en la mano.

—Hola —dije pulsando la opción del café con leche y el máximo de azúcar.

—Hola —contestó.

Se reincorporó y sorbió por la nariz con fuerza antes de terminarse el café de un trago.

—¿Te vas? —le pregunté.

—No, nena, no me voy, pero no estoy seguro de que este sea el mejor lugar para hablarlo —dijo tirando el vaso de café vacío y mirando la moqueta azul.

Aún no había llegado ninguno de mis compañeros, así que lo arrastré hasta el recodo de aquel micropasillo y apoyando las manos sobre su pecho le pedí que me mirara. Cuando levantó esos ojos tan grises me saltó el corazón dentro del pecho.

—¿Vamos en serio a dejar que esas cosas nos afecten? —susurré.

—Creí que serías la primera interesada en que esto no se quedara en una discusión sin más. Creí que lo del otro día también sería importante para ti. —Y un gesto de vulnerabilidad le cruzó la cara—. Fue…

—Fue feo —atajé.

—Y duro. Sé que para ti debió de serlo aún más, pero ponte en mi lugar.

Si mi madre se hubiera portado como una auténtica zorra con él también me habría dolido y avergonzado, pero no quise seguir pensando en aquello porque lo siguiente que me saltaba a la cabeza era la necesidad de que él hubiera intercedido para defenderme, aunque hubiera sido en un simple arrebato adolescente de «nadie me dice con quién debo salir».

—Olvidémoslo —le pedí. Y si Bea me hubiera escuchado me habría arrancado la cabeza con razón.

—Es difícil olvidarlo.

—¿No me has echado de menos?

Álvaro recorrió cada milímetro de mi cara con los ojos y después me acarició la mejilla; cuando las yemas de sus dedos tocaron mi piel una sonrisa pequeña se asomó a sus labios y yo correspondí con el mismo gesto. Estaba tan enamorada que, sorprendentemente, olvidaría el incidente en casa de sus padres por tenerlo junto a mí. Hoy sé cuán equivocada estaba.

—¿Cómo no iba a echarte de menos? —respondió al fin.

—Pues no me hagas esto. Arreglémoslo, aunque solo sea porque podemos.

El beso que vino a continuación fue tan melancólico que al volver a mi mesa no estaba segura de si habíamos decidido pelear por lo nuestro o pelearnos.

Aquel día nos escapamos a comer juntos, algo que no habíamos hecho durante los dos años que llevábamos saliendo y escondiendo nuestra relación dentro de la oficina. Me pregunté entonces, arrullada junto a su brazo en un rincón de aquel discreto restaurante, si Álvaro no se olería ya este final desde un principio y si no llevaríamos escondiéndonos ya varios años, pero la Silvia enamorada dio carpetazo a la historia. Enamorada y dispuesta a pasar por alto que mi pareja dejara que su madre me vejara de la manera en que lo había hecho. Y aunque no dejamos de tocarnos, de besarnos y de abrazarnos, aquel silencio…, aquel silencio era sangrante. ¿Qué estaría pasando por la cabeza de Álvaro?

Dormimos en su casa aquella noche. Cada minuto que recorría el reloj me iba asegurando de que aunque nuestra intención fuera olvidarlo, aquello iba a convertirse en un hito en el camino…, uno no especialmente bueno. Un antes y un después. ¿Era la decadencia? Me agarré tan desesperadamente a la idea de que podríamos superarlo que incluso me lo creí. Me lo creí hasta que a las tres de la mañana me encontré sola en la cama y al buscar a Álvaro, lo descubrí en el salón, a oscuras, bebiendo. Una copa, dijo, para conciliar el sueño. Y no era la copa lo que me preocupó, sino lo que ciertamente le mantenía despierto. ¿Era que le costaba estar conmigo casi tanto como estar sin mí?

Así fueron el lunes, el martes, el miércoles, el jueves… Cuando llegó el viernes estaba destrozada y desesperada. Después de pasar por todas las fases posibles, traté de hablar con él. Pero Álvaro se cerró en banda.

—No pasa nada, cariño —me aseguró la noche del viernes, conmigo sentada en su regazo.

—Te conozco y algo te pasa —argumenté.

—Es solo que… no me gusta hacerte daño.

—No me lo hagas.

—Va a ser muy difícil que no te lo haga nunca, Silvia. Por cómo soy y por cómo eres tú. La vida nos va a ir poniendo en situaciones que, ciertamente, no sé si sabré gestionar sin romperte al final.

—No soy débil, Álvaro. Soy fuerte.

Pero no lo suficiente para encontrar respuesta, me temo.

No sé cuándo lo supe, pero lo cierto es que cuando Álvaro se presentó en mi casa una noche la siguiente semana, no me sorprendió escucharle pedirme tiempo. Y aunque vino desencajado, como nunca lo había visto, no pude evitar que la pena se mezclara con la rabia que sentía hacia él. Yo, que al fin y al cabo había sido la humillada, había pedido olvidar lo que había sucedido con su madre y con su hermana. ¿Por qué tenía que ser él quién se viniera abajo?

—¿Me estás dejando? —le pregunté llena de una gallardía que me duró muy poco.

—No. No, nena. Solo quiero pensarlo bien, sin arrastrarte, sin hacerte sufrir más. Dame unos días. No sé qué me pasa, pero no soy yo y no estoy a gusto con esto.

Después se fue. No hubo ni un beso como despedida, y no fue porque no terminara de dejar mi orgullo de lado para pedírselo, casi implorárselo. Pero él negó con la cabeza, se revolvió aún más el pelo y me dijo que no podía dármelo.

—¿No lo entiendes? No puedo besarte e irme. No podré irme si te beso.

Eso me hizo pensar que quizá, quizá, Álvaro quería solucionar primero sus diferencias con su familia antes de que pudiéramos seguir con lo nuestro. Tonta de mí. Lo que buscaba era tiempo para olvidarme y sentar las bases de una vida sin mí.

Silencio. Fue lo que vino entonces. Un silencio implacable que incluso me acalló a mí por dentro. Ni una sola voz que me previniera dentro de mi ser. Ni una sola canción triste para reponerme. Nada. Un silencio ominoso que me destrozaba más que su ausencia y con el que, además, me veía incapaz de luchar. Yo solo quería que me abrazara y me dijera que no pasaba nada, que volvería conmigo de un momento a otro. No me reconocía ni a mí misma.

Y mientras yo luchaba por recuperarme entre tanta patraña, él comenzó a pasar de largo sin mirarme, a contestar a los emails de trabajo con una concisión fría y doliente y a tratar por todos los medios posibles de no encontrarse conmigo a solas ni para cruzar la puerta de la oficina a la vez. Álvaro fue alejándose, no sé si debatiéndose entre lo que creía que debía hacer y lo que quería. Ni siquiera estoy segura de eso. Ni siquiera sé si para él resultó fácil porque fue entonces cuando entendí que yo no conocía en absoluto a la persona con la que no solo había compartido dos años de mi vida, sino con la que quería pasar cada día hasta apagarme. ¿Dónde estaban de repente los «eres la mujer de mi vida», los «no me imagino la vida sin ti»? Con un simple te quiero siempre habría valido. ¿De qué me servían a mí todas aquellas frases ahora que veía, de pronto, a Álvaro alejarse?

Si Bea me ha odiado alguna vez, estoy segura de que fue entonces. Ella me hablaba de la Silvia que conocía y yo, sorprendida, encontraba lejana cualquier cosa que me uniera a ella. Yo ya no era como Bea me estaba describiendo y cada día que pasaba sentía menos orgullo de mí misma y de todas las cosas que había conseguido sola. Sola ya no valía.

—Yo solo quiero que vuelva, Bea, no sé por qué no puedes entenderlo. Es él lo que me falta.

—No. Álvaro es lo que te sobra —me dijo una noche, después de que rechazara la invitación de salir con mis amigas aquel fin de semana.

—No digas eso —respondí a punto de volver a desplomarme, porque si en algún momento yo entendía que alguien creía aquello, sería el final absoluto de mi historia con Álvaro—. No lo digas ni en broma.

—Cuando uno tiene una pareja de las sanas…, y hablo de amor…, cuando uno quiere de verdad a alguien, no se convierte en el cincuenta por ciento de algo. Es el cien por cien de sí mismo. ¿Y qué queda de Silvia ahora? Él no te completa; Álvaro te consume.

No sé qué me ocurrió, supongo que fue una patada moral de Bea en el orgullo, porque de pronto el viernes decidí que debía salir con mis amigas, despejarme, entretenerme y dejar de vagar como alma en pena. O al menos fingirlo por no humillarme más a mí misma. No era algo que fuera demasiado conmigo, eso de venirme abajo. Como era lectora asidua de novelas románticas estaba familiarizada con esos procesos por los que pasan sus «heroínas», sin comer ni dormir ni reír porque él no está. Y estaba harta, sobre todo de darle la razón a Bea, destrozándome a mí misma con un silencio y un pesar que yo no merecía. Yo no era así, me dije mientras me arreglaba frente al espejo. Yo no era débil y toda la vida me la había traído muy floja lo que pensaran de mí. ¿Iba a desmoronarme porque la madre de Álvaro no me considerara suficiente para su rorro? Por el amor de Dios. Era él el que estaba demostrando una debilidad y estupidez supinas.

Ya se sabe. Las distintas fases de la rabia, la pena y el despecho de estar envuelta en algo que no era una ruptura porque ahora sé que Álvaro ni siquiera tenía cojones para llamar a las cosas por su nombre.

Como casi siempre que salíamos, aquel viernes hicimos botellón en casa de mi amiga Bárbara, que compartía piso con unas universitarias a las que podíamos robar hielos, mezcla o alguna botellita de vez en cuando. Al contrario de lo que se pueda pensar, no ahogué las penas en alcohol, porque no quería que mis amigas tuvieran que sufrirme borracha y llorosa, vomitando y sollozando su nombre. Prefería mantener la máxima dignidad posible.

Cuando las demás alcanzaron un nivel de alcohol en vena satisfactorio fuimos a un local que acababan de abrir en el centro. Mis amigas estaban muy emocionadas porque, según los rumores, íbamos a poder coincidir con un montón de actores y de famosillos. Nos había apuntado en puerta el novio de Nadia, que trabajaba de DJ residente, así que entraríamos gratis y nos invitarían a algo.

A pesar de que no estuviera demasiado feliz, me contagié del ánimo de las demás y empecé a pensar que nadie muere de amor. Mi vida seguía. Era él el que tenía que decidir si quería o no estar en ella. Nunca había cambiado por ningún tío y no lo haría ahora. ¿Me pedía tiempo porque yo no le gustaba ni a su madre ni a su hermana? Era lamentable. Y era él el lamentable, no yo (por primera vez).

Sé que tenía razón en pensar aquello, pero cuando hay sentimientos de por medio nada es tan fácil como marcarse un objetivo y perseguirlo.

Estaba apoyada en la barra hablando con los amigos del novio de Nadia, a los que ya conocía, cuando uno de ellos me lanzó al centro de la pista de baile con él. Sonaba el último tema de moda y todo el mundo se había venido arriba. La música, altísima, te envolvía. Toni, como se llamaba el chico que me había arrastrado hasta allí, se cogió a mi cintura y se puso a bailar. Cerré los ojos y me dejé llevar moviéndome suavemente al ritmo de la música, como si no hubiera nadie más allí. Sentí a Toni pegarse a mi espalda, pero lo ignoré.

—Estás muy guapa —dijo en mi oído.

—No la cagues metiéndome mano. Sabes que te la cortaré con el cristal roto de un vaso de cubata.

Me giré hacia él y le sonreí. Toni me cogió la mano y me dio una dramática vuelta que hizo que un montón de gente a nuestro alrededor tuviera que apartarse.

—Noooo —me quejé riéndome cuando trató de levantarme por los aires con mi minifalda negra.

Volvió a dejarme en el suelo. Me moví hasta un extremo de la sala menos concurrido y dejé que me diera vueltas, como si fuera una bailarina. Y mientras me reía a carcajadas.

—¡¡Que me mareo!! —exclamé.

Me soltó y trastabillé hasta colarme por encima de la catenaria que separaba el reservado VIP, donde un grupo de seis o siete chicos estaban bebiéndose una botella de vodka. Quise cogerme a algo cuando me di cuenta de que caía hacia atrás y aunque vi la mano de Toni tratar de alcanzarme, me caí sentada en las rodillas de un mozalbete con la raya al lado, muy repeinado.

—¿Silvia? —me dijo sorprendido.

Le miré y supe que le conocía, pero no sabía de qué. Fruncí el ceño, buscando dentro de mi cabeza de qué conocía yo a aquel Borjamari, y entonces una mano me ayudó a levantarme de su regazo. Al tocarla un calambre me recorrió entera, concentrándose al final entre mis muslos, que se contrajeron. Cerré los ojos. No, joder.

Álvaro me soltó la mano cuando estuve de pie frente a él. Todos sus amigos permanecían callados, mirándonos.

—¿Qué haces aquí? —dijo mirándome los labios.

Las luces de la discoteca se reflejaban en sus ojos azules.

—Vine con… —Señalé hacia mis amigas con la cabeza gacha—. Nadia sale con el DJ.

Entonces me enfadé. ¿Con la cabeza gacha? ¿Por qué? ¿Qué había hecho yo? Levanté los ojos maquillados de negro y le aguanté la mirada agradecida por no haberme puesto beoda perdida aquella noche.

—Yo vine con…, bueno, con ellos. —Los señaló y al mirar todos me saludaron con la mano—. Estás muy guapa.

—Gracias.

—Silvia —me llamó Toni—, voy a por una copa. ¿Vienes?

Le miré y le sonreí, asintiendo.

—Bueno, Álvaro… Pásalo bien.

No contestó. Metió las manos en los bolsillos de su vaquero y se quedó mirándome marchar.

Cuando llegué a la barra me hice un hueco entre todas mis amigas y rebusqué nerviosa mi abrigo y mi bolso en la montaña de enseres que habíamos hecho sobre un taburete.

—¿Sales a fumar? —me preguntó Bea agitándose sin ritmo.

—No. Me voy.

—¿Qué dices? —Me sujetó del brazo—. ¿Qué ha pasado?

—Ha pasado que me acabo de tropezar con Álvaro.

—¡Gabinete de crisis! —gritó Bea.

—No. Me voy. Lo digo en serio. Si me quedo voy a terminar haciendo el gilipollas.

Al resto aún no le había dado tiempo a arremolinarse por allí ante la llamada de auxilio cuando yo salí por la puerta muy decidida a encontrar un taxi. Caminé hacia la calle principal, creo recordar que era muy cerca de Colón, y ya le daba el alto a uno cuando una mano me cogió del brazo y me giró.

—¿Te vas? —dijo a las bravas.

Joder. Álvaro poniéndose el abrigo cruzado, con el cuello levantado.

—Sí.

—¿Por mí? —Y sus ojos me flagelaron al decirlo.

—Principalmente por ti, sí. No me apetece que nos pongamos en este plan. No sé en qué punto estamos, no sé bien qué significa el tiempo que estamos dándonos; no quiero verte comiéndole la boca a otra y no quiero tener que ponerte celoso con un cualquiera. Porque, ¿sabes qué? No soy una putilla de discoteca.

Miró hacia la calzada cuando el taxi paró detrás de mí.

—¿Te importa si lo compartimos?

Me humedecí los labios.

—Ve con tus amigos, Álvaro. Hasta ayer estaba triste, pero hoy estoy cabreada. No es el mejor día…

—Es un día como cualquier otro.

Me metí en el taxi y le miré con recelo colarse a mi lado. Un hombre pequeñito muy pegado al volante nos preguntó adónde íbamos y Álvaro le dio mi dirección sin apartar los ojos de mí.

—Haremos dos paradas —dije yo—. Él le indicará la siguiente.

Le devolví la mirada y se acercó. No dijimos nada. Pero cuando quise darme cuenta, estábamos besándonos. Solo nos besamos; ni una palabra. Nos besamos como si se acabara el mundo. Y el alivio que me produjo su saliva en la boca fue como una bomba emocional. De pronto estaba tan cansada…

Moviéndome con presteza me sentó en sus rodillas, a horcajadas, y seguimos besándonos como locos. Me abrió el abrigo y metió las manos bajo mi blusa, sobándome los pechos y tirando del sujetador hacia abajo.

El taxista carraspeó y yo le contesté con un gemido cuando la boca de Álvaro humedeció la ropa encima de mis pezones y tiró de ellos.

—Oigan… —nos llamó la atención.

Álvaro metió la mano en el bolsillo de su pantalón, sacó un billete arrugado y se lo tiró al asiento vacío del copiloto.

—Por las molestias —dijo mientras introducía las manos bajo mi minifalda—. ¿No son medias? —Y esto último lo dijo en un susurro, decepcionado.

—Son pantis —contesté.

—Te los pagaré.

Sus dedos rasgaron la media a la altura de mis muslos de un tirón y se abrió la cremallera del pantalón.

—No —le pedí—. Para. Aquí no. —Me apartó la ropa interior y el señor volvió a carraspear—. No… —volví a suplicar cuando noté su pesada erección tocando la piel de mis labios vaginales.

Se coló dentro de mí con suavidad y los dos gemimos.

—Oh, Dios… —gimoteé.

—Oigan, de verdad, ¿es que no pueden esperar cinco putos minutos? —se quejó de nuevo el hombrecillo.

—No —contestó Álvaro.

Le sentí entrar de nuevo en mí y removí las caderas, provocándole una sacudida. El taxi frenó en un semáforo en rojo y el hombre paró el taxímetro. Cogió el billete, se cobró la carrera y nos tiró otro billete y un par de monedas.

—Ale, bajad ya.

Estábamos a dos calles de mi casa.

Cuando entramos en mi piso ya habíamos follado antes de subir en un portal, apoyados entre dos coches y en el parque. Caímos en la cama aún vestidos, con él encima de mí al borde del orgasmo. No nos quitamos nada más que mis pantis destrozados y las braguitas. Álvaro me separó las rodillas, se coló en medio y me la metió tan de golpe que grité. Grité y me corrí con la siguiente embestida. Me corrí con violencia y sentí ganas de llorar mientras apretaba los dientes, porque no sabía si al terminar iba a poder permitirme el lujo de huir de su tacto o si tendría que aprovechar para olerle y besarle porque después se desvanecería. Álvaro paró un segundo y cuando volvió a meterla, le sentí irse dentro de mí abundantemente. Después se retiró y se dejó caer a mi lado en el colchón.

Nos quedamos allí tumbados mirando al techo un buen rato.

—Y ahora ¿qué? —pregunté por fin.

—Silvia…

Y aunque pude pedir muchas más explicaciones, el modo en el que pronunció mi nombre me valió para saber que lo nuestro no estaba levantando el vuelo, sino enterrándose a sí mismo. Álvaro dejó escapar una especie de tos, pero al mirarle descubrí que era uno de esos jadeos tristes.

—Me lo imaginaba —susurré.

Él se levantó, se abrochó el pantalón y fue hacia la puerta. Allí se apoyó en el marco, de espaldas a mí, y dijo:

—No te voy a sobrevivir, Silvia…

Evidentemente, no fui tras él.