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NO HAY QUE SER ADIVINO

Después del desastroso final de mi plan de seducirlo en aquella fiesta en la que habíamos coincidido, lo lógico hubiera sido darlo por perdido, olvidarlo y a otra cosa, mariposa. Pero no. Se convirtió en mi obsesión.

Lo vigilaba constantemente en la oficina. Estudiaba con quién comía, con quién se reunía, si mantenía conversaciones personales por teléfono. Era agotador: mi trabajo, el de alguno de mis compañeros que se rascaba las pelotas a dos manos y el de espía.

Si ya soy excéntrica normalmente, aquello se convirtió en un infierno para todos, incluido Álvaro, que me miraba asustado cada vez que le recriminaba que su teléfono siempre comunicaba, gritando como Ozzy Osbourne que estaba harta de él. Si decía que estaba cansado, yo lo miraba con suspicacia y lanzaba comentarios del tipo:

—A saber qué hiciste anoche… y con quién.

Cuatro meses me duró. Adelgacé cinco kilos (los pechos se me quedaron colgones, la verdad) y dejé hasta de maquillarme y ponerme zapatos de tacón para ir a trabajar. Todo de pura rabia. Estaba tan oprimida con la idea de que jamás podría besarlo y sobarlo a manos llenas que dejó de importarme ir a currar con pinta de orco de Mordor.

El día que me descubrí combinando una falda azul marino con una blusa negra se me terminó la tontería. Volví al armario, cogí una blusa blanca, me calcé mis zapatos de tacón alto y volví a mi rutina de chapa y pintura habitual. Y aquel día al escucharle entrar en su despacho ni siquiera le lancé una mirada de reojo, enfadada conmigo misma por el estado de mi pelo, por el tiempo que llevaba sin coquetear con nadie y por lo mal que había estado trabajando. Una semana después la situación entre Álvaro y yo volvió a ser la que era antes de mi psicosis: cordial. A veces algo coqueta, pero nunca en exceso. Álvaro era un hombre contenido en público. Muy contenido.

Y como buen hombre, Álvaro desempeñó el papel del perro del hortelano a la perfección, probablemente sin saberlo. Fue suficiente dejar de prestarle atención para que él notase que yo existía no solamente como la tía loca que se cargó la pantalla de su ordenador jugando a dar patadas voladoras.

El cambio fue prácticamente imperceptible, al menos para el resto de la humanidad. Sin embargo yo andaba muy alerta aunque quisiera negármelo y tuve muy claro que algo había cambiado. Lo que antes eran miradas de incomprensión cuando me pillaba poniéndole a la fuerza un gorro de natación a un compañero mientras cantaba «queremos ser, queremos ser, burbujas del anuncio de Freixenet» se habían convertido en tímidas sonrisas cuando nos encontrábamos en el callejón de la máquina del café. Las locuras las obviaba. Parecía que de repente ni existían.

Por un tiempo pude fisgonear y hacer fechorías con total impunidad hasta que me aburrí porque no tiene ninguna gracia dedicarse a hacer el mal si nadie se va a preocupar de echarte la bronca en caso de pillarte. Como dice una terrible canción de bachata que le encanta a Bea: «Una aventura es más divertida si huele a peligro». Un día estaba planeando echar laxante en la máquina de agua cuando me sorprendí a mí misma sin ganas reales de hacerlo. Sin pensármelo dos veces me levanté, fui al despacho de Álvaro caminando tranquilamente sobre unos tacones de diez centímetros de Iron Fist con dibujos de calaveras y entré sin llamar.

—Dime —dijo sin apartar los ojos de unos papelotes Din-A3 de impresiones de Excel.

—¿Por qué no me riñes? —Y apoyé la cadera en el quicio de la puerta.

—¿Qué? —Despegó la mirada de sus apuntes y me miró.

—He hecho cosas horribles durante las últimas dos semanas y sé que lo sabes, ¿dónde está mi bronca?

—¿Qué cosas horribles? —dijo cruzando los brazos sobre el pecho pero con una expresión divertida.

—He llegado tarde todos los días.

—Siempre llegas tarde —y después de decir esto apoyó los codos en la mesa, entrelazó las manos y se pasó el pulgar por el labio superior.

Por el amor de Dios. Quise quitarme las bragas y dárselas.

—Mucho más que de costumbre. El otro día llegué a las diez.

—Ajá.

—Y le mandé un paquete anónimo a cargo de la empresa a la secretaria del director de marketing con dos cajas de Aerored. Sé que sabes que fui yo.

—Sí…, y creo que ella también.

—He venido borracha a trabajar. Eso es realmente horrible —dije frunciendo el ceño.

—¿Borracha? ¿Ves?, eso no lo sabía. ¿Cuándo dices que viniste borracha?

—Oh, vaya —contesté enrojeciendo—. Nunca, olvida eso último…

—Muy bien, señorita Garrido, ¿entiendo entonces que lo haces para llamar mi atención?

Me avergoncé. Qué perspicaz este Álvaro.

—No. Lo hago porque me gusta hacer el mal. Soy la pequeña de cuatro hermanos. Estoy acostumbrada a hacer fechorías. Es mi naturaleza.

—Entonces que yo te riña —carraspeó tratando de disimular que le entraba la risa— es lo que le da emoción, supongo. Que te pille y tú tengas que esconderte.

—Exacto.

—Pues me parece entonces que estoy actuando correctamente. Si te ignoro, al final te cansarás.

—O alquilaré un tanque con el que echar abajo la oficina.

—En ese caso no creo que me importe demasiado porque irás a la cárcel y todos nosotros de vacaciones pagadas hasta que nos reubiquen.

—Oh, vaya, tienes razón. Mi plan aún tiene muchos flecos.

Me quedé mirándole durante unos segundos y él volvió la vista a sus papeles, no sin esbozar una enorme sonrisa antes.

—¿Algo más, Garrido?

—Nada más, supongo. —Cuando fui a salir de su despacho, Álvaro susurró—: Ah, y… te estaré vigilando.

Me encantó la idea.