SE ACABÓ LO QUE SE DABA
Me estoy mirando el tatuaje en la muñeca cuando Gabriel se sienta a mi lado, en el brazo del sillón.
—Ya está todo en el coche —me dice pasando los dedos por encima de la piel de mi brazo—. Hay paparazzi por aquí.
Asiento. Ya casi me he acostumbrado. El primer día aluciné. ¿A quién puede interesarle una foto mía tomándome un té helado por la calle? Pero son gajes del oficio de «esposa de estrella del rock». I can’t believe it. Qué cosas te pasan, Silvia.
Le miro y le hago morritos. No me quiero ir. Él se ríe.
—¡Quédate! Te lo he dicho un millón y medio de veces.
—Es que tengo que irme. Pero no quiero. —Le hago otro mohín.
—Piensa en todas las cosas que te he dicho. Solo tienes que llamarme y lo dispondré todo.
Me levanto y me despido de un vistazo de mi habitación. Cuando veo el vestidor siento ganas de llorar.
—Yo lo que quiero es ser mujer florero y tener un montón de amantes escondidos en ese armario.
—Ahí caben muchos. —Me coge por la cintura, por detrás.
—No me menosprecies. Soy una fiera.
—No lo dudo.
Me besa el cuello y me giro para rodearle también con mis brazos. Huele tan bien…, le voy a echar de menos. Aunque sé que vamos a estar en contacto. Soy su mujer. Aunque sea para divorciarnos vamos a tener que estar en contacto el uno con el otro. Pero el caso es que Gabriel no quiere ni escuchar hablar de separarnos. No sé qué puñetas significa para él, pero desde luego algo es. Hace dos días firmé muchos papeles para regularizar nuestra situación, entre ellos un contrato que estipula a lo que tengo derecho en el caso de decidir terminar con nuestro matrimonio. Aunque en un primer momento no quise firmarlo, Gabriel insistió mucho. Al parecer merezco un reembolso de bastantes cientos de miles. Creo que está a gusto con esto y que sabe que si esa cláusula está ahí, yo no querré cobrarla. Es el único sentido que le encuentro.
También me dijo que si sufría un accidente, todo sería para mí. Me dieron ganas de escupirle, pero me quedé tranquila dándole un puñetazo en el hombro. No quiero que le pase nada. Me dan igual los millones de dólares que eso suponga y las casas en propiedad. Quién lo iba a decir. A mí dándome igual una cantidad ingente de pasta. Pero Gabriel es importante para mí. No sé cómo ha pasado. Hace dos meses que nos conocemos y ahora no me imagino sin él, sin poder llamarle al menos una vez al día. Y sorprendentemente a él le pasa lo mismo. Quiero hacerme a la idea de que es probable que todo esto responda a un puntazo de la caprichosa personalidad de un artista. No sé, Jennifer López necesita flores frescas y litros y litros de zumo de naranja en su camerino y a Gabriel le ha dado por mí. A lo mejor dentro de un par de meses conoce a otra persona y yo paso a la historia. Él me ha dicho varias veces que tiene tendencia a hacer daño a la gente que le quiere. Tengo miedo, pero no puedo alejarme. Es como si algo en mis entrañas ya le perteneciera a él.
Cuando deshacemos el abrazo miro el reloj.
—Es hora de irnos.
Gabriel me retiene.
—Quédate —dice en un susurro.
—Sabes que no puedo. —Y solo con esa proposición me hace un poco más feliz.
Vamos en el Mustang, por petición mía. Le pido que corra mucho y el paisaje se desdibuja en las ventanillas cuando recorremos una recta a toda velocidad. Nos sigue como puede un coche de su equipo de seguridad. Me ha contado que normalmente no los lleva con él más que cuando tiene algún evento, pero que les ha llamado para evitar que me acosen los paparazzi. Estoy alucinando. Me dice que soy su niña y yo… ¿qué queréis que os diga? Quiero creérmelo.
Cuando llegamos al aeropuerto me pregunta si le voy a enseñar una teta para no faltar a la tradición y cuando hago amago de sacármela me para, a carcajadas, recordándome que hay periodistas. No me gustaría que salieran fotos mías enseñando un pezón, así que me controlo.
Cuando salimos del coche un chico vestido de negro con gafas de sol se mete en el asiento del conductor y se lo lleva. He atisbado un pinganillo en su oreja. Me siento como la familia real.
Gabriel y yo entramos en la terminal empujando un carrito con mi maleta y mis bártulos de mano. La maleta vuelve mucho más llena de lo que vino; Gabriel ha tenido a bien regalarme algunas cosas. Me siento mal, ya se lo he dicho, pero me encantan las compras, me encanta la ropa y me encanta pensar que voy a llevar una camiseta que él ha elegido para mí. Somos tan moñas que me dan ganas de vomitar arcoíris y llorar purpurina. Pronto comeremos nubes.
Los vemos llegar; por eso no nos quitamos las gafas de sol. Son tres, no es una horda, pero los chicos de seguridad no pueden evitar los cuatro o cinco primeros flashes. Le pregunto a Gabriel dónde está Volte mientras me coge por la cintura.
—Está de vacaciones.
No creo que nadie se atreviera a hacernos fotos si lo lleváramos con nosotros. Es muy grande y tiene cara de malo. A decir verdad, tiene cara de poder comerse a alguien como en el cuadro Saturno devorando a sus hijos, de Goya.
Los dos chicos del pinganillo se ponen delante de nosotros y hacen un poco de barrera humana. A mí me entra la risa, porque todo esto me parece superridículo y Gabriel también se echa a reír. Parecemos dos tontos.
Vamos a la ventanilla de facturación de primera y Gabriel se muestra muy cariñoso. Le pregunto qué le pasa y él, como un gatito, me dice que me va a echar de menos. Y los fotógrafos le dan igual.
Cuando ya tengo el billete y he facturado el maletón, Gabriel y yo vamos caminando sin prisa hacia el control de seguridad. Una vez dentro una amable azafata me acompañará a la sala VIP para que espere allí hasta que salga mi vuelo.
—¿Y no puedes venir a esperar conmigo? —lloriqueo agarrándome a Gabriel.
—Aquí son muy serios con las cuestiones de seguridad.
Asiento. Lo entiendo. Además, es mejor despedirnos cuanto antes. Creo que voy a llorar como una tonta.
La cola va moviéndose hacia delante, despacio. La gente mira a Gabriel, que sigue a mi lado con las gafas de sol puestas. Mejor no comento lo bien que le quedan las gafas de sol.
—Venga, vamos a despedirnos ya —le suplico—. Empezarán pronto a pedirte fotos.
Él sonríe y me abraza aprovechando que hay un montón de gente pasando ahora mismo el control y que la cola se ha detenido. Me besa la mejilla.
—Han sido las mejores dos semanas de mi vida —le digo.
—Para mí también.
Nos separamos un momento y sonreímos. Se acerca, apoya la frente en la mía, agachándose para poder hacerlo, y roza la punta de su nariz con la mía.
—Te voy a echar de menos —susurra.
Gira la cara y encaja su boca con la mía. Pienso que va a ser uno de nuestros besos de amigos, pero va un poco más allá. Saborea mi labio inferior y después el superior. Abre la boca. Respondo al beso y la abro ligeramente también. Nos envolvemos con los brazos y su lengua entra despacio dentro de mi boca. Gabriel sabe tan bien…, no me cansaría nunca de besarle. Mis dedos se enredan con los mechones de su sedoso pelo negro y sus manos me aprietan a él por el final de la espalda. Me avergüenza confesar que este beso me está excitando. No quiero estropearlo, así que me echo un poco hacia atrás y terminamos el beso de manera sonora. Me sonrojo, miro al suelo y me seco los labios disimuladamente con la mano derecha.
—Vaya… —le digo.
—Eres mi mujer, ¿no? —Sonríe.
—Macarra —le contesto.
La cola avanza y él sale de allí. Las dos personas de seguridad se colocan detrás de él, a varios pasos de distancia.
—Te quiero —me dice.
—Y yo —le contesto de corazón.
En la sala VIP me sirvo un café y me siento junto a una gran ventana a ver, encogida, cómo despegan los aviones. No puedo evitar tocarme los labios. Estoy triste. ¿Qué me está pasando? Por Dios, que no sea amor. ¿Hay algo más kamikaze que enamorarse de una persona como Gabriel? Famoso, voluble, difícil y con un historial de microrrelaciones olvidadas y peleas de bar.
Vas de mal en peor, Silvia…
Cuando llego a Madrid estoy agotada y supongo que es por el cambio de horario, porque he podido dormir bastante. Enciendo el móvil mientras espero a recoger mi maleta y le envío un mensaje a Gabriel.
«Acabo de llegar. Gracias por las mejores vacaciones de mi vida. Te voy a echar mucho de menos. Ven pronto. No sé si sabré dormir en una cama sin ti».
Después llamo a mi madre para que se quede tranquila. Me dice que ha enviado a mis hermanos a recogerme y que comeremos todos en su casa. Me gusta tener a alguien que me recoja en el aeropuerto. Y me guste o no, tengo que hablar con ellos y contarles mi versión de los hechos antes de que una vecina chismosa le vaya con la copla a mi señora progenitora. Pobre.
Cuando salgo localizo a mis hermanos apoyados en una columna; tienen ese aire de dejada seguridad en sí mismos que siempre he querido imitarles. Al verme sonríen, enseñando todos sus dientes blancos. Los abrazo. Son unos cafres y nunca se acuerdan de llamarme ni para mi cumpleaños, pero Varo y Óscar me hacen sentir segura.
—Tienes pinta de estrella de cine de incógnito —dice Óscar.
—Y un poco de lamepollas también —contesta Varo con una sonrisa enorme.
—Y tú de soplanardos —le contesto con soltura.
Cuando nos subimos en el coche ellos empiezan a contarme que su garito ha salido recomendado en una guía de locales cool. Están sorprendidos porque no han pagado a nadie para que aparezca allí. Probablemente se lo hayan follado sin saberlo. Yo les escucho sin poder evitar acordarme de Gabriel.
—Y tú ¿qué nos cuentas de tu viaje? ¿Ya sabes contar hasta diez en inglés? —dice Varo.
—Era todo mentira, no he ido a aprender inglés. He ido a pasar dos semanas en la casa que Gabriel, el excantante de Disruptive, tiene en Toluka Lake. Y he hecho un montón de cosas guachis con él, porque es mi mejor amigo. Nos hemos tatuado juntos, nos hemos emborrachado, hemos ido a locales cool, hemos paseado por la playa de Santa Mónica y por Venice, donde me ha comprado un montón de ropa molona…
—Sí, claro —se ríe Óscar, que va de copiloto.
—Y nos hemos casado en Las Vegas. En principio fue todo una coña, en plan «a que no hay huevos…» y bueno, pues resulta que se nos fue un poco de las manos. Ahora también es legal en España, así que un respeto, que soy la señora de Gabriel Herrera.
—¿Tú sabes quién es ese? —le pregunta Varo a Óscar.
—Sí, claro. Pero está de coña.
—No estoy de coña —digo mientras miro el paisaje árido de Madrid en pleno agosto.
—No lo sitúo —vuelve a decir Varo.
—Tiene una canción chula…, el vídeo es él con unas alas negras…, así en plan siniestro. Moreno, delgado, con ojos oscuros…
—Ah, ya, ya. Joder, Silvia, qué fantasías más curradas te gastas —se echa a reír Varo.
Pongo la mano con la alianza en el hueco entre sus dos asientos y los dos miran de reojo.
—Madre de Dios, qué loca estás —suelta Óscar—. ¿Lo dices en serio?
—Claro. —Sonrío—. Mira.
Saco del bolso un par de revistas de cotilleo y tras pasar varias páginas llego a la que nos tiene a nosotros de protagonistas, la noticia de la ceremonia en Las Vegas. Alguien debió de vender a la prensa amarilla una foto de nuestra absurda boda.
—La hostia…, a mamá la matas de un disgusto… —murmura Varo muerto de la risa.
—A mamá no se lo voy a contar así, mongolo —le contesto—. ¿Os gusta mi tatu?
Lo miran los dos de reojo.
—Al menos no es un conejito de Playboy —contesta Varo entre dientes.
Óscar coge la revista y empieza a leerle en voz alta el breve artículo que acompaña a la foto, traduciendo sobre la marcha.
—«Gabriel, el solista más sexi del rock alternativo, nos ha sorprendido este pasado fin de semana con una boda sorpresa en Las Vegas. De la misteriosa pelirroja que es ahora su esposa solo ha trascendido que se llama Sylvia…», lo escriben mal, como si fueses guiri —me dice haciendo una pausa.
—Dicen que soy pelirroja. ¿Te lo puedes creer? —pregunto hastiada—. ¿Es que el color «ardilla» no existe en sus vocabularios?
Los dos se miran entre sí. Creo que a veces aún estoy más tarada que ellos, y eso que parecía imposible.
Mi madre no se lo ha tomado bien, pero tampoco mal. Me ha preguntado si estoy embarazada unas cuarenta veces. He tratado de explicarle que empezó como una broma, pero no ha logrado entender cómo puede alguien hacer legal en todo el mundo un matrimonio de coña. Le he enseñado el anillo y le he contado lo de los papeles que firmé con el abogado y lo bueno que es Gabriel conmigo. Pero no le he contado que nos besamos a veces y que dormimos abrazados.
También me ha preguntado si me utiliza para algo en su beneficio, que creo que es el equivalente a «¿te folla como si fueses su puta a cambio?» en el lenguaje maternal. Mis hermanos casi se han ahogado de la risa. Le he dicho que no. Pobre. Mi madre, con lo tierna que es, las cosas que le obligo a entender… Le digo abiertamente que no me acuesto con él, que no es un matrimonio de verdad y que, por supuesto, no tendremos hijos.
Como veo lo muy preocupada que se queda, llamo a Gabriel en un impulso suicida. Quiero que al menos escuche su voz, que compruebe que es verdad que nunca nadie me ha tratado tan bien. Quiero que oiga la manera en la que Gabriel me susurra. Y quiero escucharlo yo también. Soy una yonqui.
Gabriel coge el teléfono al quinto tono, cuando ya estoy a punto de colgar. Lo he pillado durmiendo.
—Gabriel… —susurro, y sé que tengo todos los ojos clavados en mí—. Siento despertarte…
—No pasa nada, cielo. ¿Ocurre algo?
—Estaba poniendo a mi madre al día y…
—Está flipando… —Oigo cómo se frota la cara con fuerza—. Es normal. Pobre.
—¿Te puedo poner en altavoz?
—Claro. —Y después carraspea. No le hace falta que le diga para qué quiero ponerlo en altavoz—. Hola. ¿Se me escucha bien?
—Con voz de dormido, pero bien. —Sonrío como una tonta.
—Perdonad —vuelve a carraspear y siento un hormigueo en mi ropa interior—, aquí son las seis y no soy de esos que acostumbran a levantarse al alba para salir a correr.
—Ya somos dos. —Me río—. Le estaba contando a mi madre que…, que estamos casados.
—Eh, sí. Disculpa, ¿cómo se llama tu madre?
—Rosario —digo mirándola mientras mis hermanos le enseñan una foto de Gabriel en el móvil.
Miro de reojo la foto que le están mostrando. Está hecha desde abajo. Se le ve de lado, con el pelo echado sobre la cara, los ojos mirando fuera de campo, los labios entreabiertos y el hombro, el brazo y el pecho tatuados, desnudos. Está para morirse, pero no es la foto que habría elegido yo para enseñarle a mi madre.
Gabriel empieza a hablar.
—Hola, Rosario. Encantado de hablar con usted. Sé que todas estas cosas le van a sonar muy de ciencia ficción. Hace dos meses Silvia y yo no nos conocíamos y ahora estamos casados. Además de…, de… que no somos uno de esos matrimonios tradicionales, claro. Por eso yo necesito que sepa que la respeto por encima de todas las cosas que hay en el mundo y que se lo voy a dar todo…, todo lo que necesite y esté en mi mano. Cualquier cosa. Ya no es una broma, es un contrato de cariño, si lo prefiere. Yo necesito a Silvia. —Miro a mis hermanos, que tienen la misma pinta que si estuvieran teniendo un viaje astral—. Si un día lo que necesita es separarse de mí y tomarse en serio esto del matrimonio, firmaremos los papeles y me aseguraré de que no le falte de nada. —Gabriel hace una pausa y suspira—. Silvia ya lo sabe…, me ha llenado un vacío que no sabía ni que tenía; sencillamente no me imagino mi vida sin ella. Es la única persona del mundo que me hace sonreír.
Mi madre me mira, preocupada, pero dibujando una sonrisa conforme.
—Para, va a entrar en coma —le digo sonrojada.
—Seguro que me pides que pare porque estás roja como un tomate.
—Vuelve a dormir —le pido sintiéndome supermoñas.
—Vale. Te echo de menos. Te quiero.
Mis hermanos se miran entre ellos y aguantan la risa cuando parece que a mi madre le va a dar un patatús y se va a quedar en estado vegetativo.
—Y yo —le contesto.
Sé que a mi madre van a hacerle falta semanas, quizá meses, para interiorizar esto. No quiero hablarle del dinero, los lujos y la vida que Gabriel ha prometido que podría darme si lo dejo todo y me voy con él. No quiero que lo aprecie por eso. Y cuando me doy cuenta de lo que estoy pensando me río de mí misma. Silvia…, recuerda poner los pies en el suelo. Por mucho que te diga «te quiero» es un hombre que no cree en el amor.
Lo que falta preguntarse es…: ¿creo en el amor yo a estas alturas?