38

EL PRINCIPIO DEL FIN

Mi madre se quedó mirando a Álvaro con expresión alelada. No consiguió disimular que le había impresionado. Eso le hizo sentirse aún más seguro de sí mismo. Era guapo, muy simpático cuando quería y agradable. Había sido educado para salir airoso de todas las situaciones sociales, así que no le costó mucho metérsela en el bolsillo.

Me habló con cariño y respeto, no me perdió de vista y me rio las gracias, mostrándose protector pero flexible. Debía de llevar bien estudiado el manual Cómo enamorar a una madre.

Sin embargo, mis hermanos no sucumbieron a sus encantos. Es muy posible que fuera una cuestión de feromonas o quizá, simplemente, había que ser mujer u homosexual para flaquear. A ellos los pestañeos de sus ojos grises les traían sin cuidado.

Varo y Óscar se sentaron a tomar café con nosotros, hablaron y observaron. También fueron amables, pero yo los conozco y sé identificar esa actitud de dueño de bar que no quiere demostrarte que le caes como el orto.

Esa misma noche Óscar me llamó por teléfono.

—¿Estás con tu novio? —preguntó súbitamente.

—Sí —susurré sin entender muy bien qué quería. No somos de ese tipo de hermanos que se llama por teléfono para charlar.

—¿Puedes hablar un segundo a solas?

Me levanté de la cama, donde Álvaro y yo estábamos viendo una película y me fui al salón y me senté en camisón en el sofá.

—¿Qué pasa? ¿Es mamá? ¿Está bien?

—Sí, sí, no es eso. Es solo que… Silvia, no me fío de ese tipo.

—¿De qué tipo? —pregunté con tono agudo.

—De tu novio. De Álvaro.

—¿Y eso por qué? —Arqueé una ceja, aunque no pudiera verme.

—No lo sé. Tiene pinta de ser de ese tipo de hombres que están jodidos por dentro. Que vienen con tara de fábrica, Silvia.

—¿Qué cojones se supone que quiere decir eso, Óscar?

El puto Óscar, psicólogo al ataque.

—Silvia, ese tío no va a quererte en la vida, ¿sabes por qué? Porque no es de verdad. Es todo postura. No se quiere ni a él mismo. Es como Ken, el de Barbie. Todo sonrisa y todo pelo sedoso. Debajo no hay más que plástico.

—No creo que tengas información suficiente como para juzgar a la persona con la que llevo compartiendo dos años de mi vida —le contesté, molesta.

—No, no la tengo, pero eres mi hermana pequeña. Ese tío no me ha dado buena espina. Ese te va a hacer sufrir.

—¿Por qué?

—¡Porque no tenéis nada que ver! Aspira a una cosa que tú no vas a ser jamás.

—¿Me quieres decir que no soy suficiente para él?

—No. Quiero decir que tú eres mejor. A su lado pareces débil. Y no lo eres.

—Gracias por la información, Óscar. Has equivocado tu vocación. Deberías estar en el teléfono de la esperanza.

No dejé que respondiera. Colgué y apagué el móvil. Después, muerta de miedo, volví a la cama y me enrosqué a Álvaro.

—Cariño… —dije con los ojos cerrados, pegada a su pecho desnudo.

—¿Qué? —contestó mirando distraído la tele y acariciándome la espalda.

—Dime que me quieres…, por favor.

Se incorporó levemente con el ceño fruncido.

—¿Qué pasa? —susurró.

—Necesito escucharte decir que me quieres.

Chasqueó la lengua.

—Vamos a ver… —Se sentó en la cama y yo hice lo mismo, mirándolo—. ¿A qué viene esto?

—Solo dilo… —Cerré los ojos.

—Ya lo he dicho en otras ocasiones, Silvia. Se lo he dicho a otras personas pensando que era lo que tocaba. Pero es que no es el caso entre nosotros. No hay nada en esto —nos señaló— que recuerde ni de lejos a nada de lo que yo haya vivido antes. ¿Qué puñetas significa «te quiero» para ti? ¿Por qué lo necesitas?

—Porque necesito saber que me quieres.

—Eres la mujer de mi vida. Sería incapaz de seguir sin ti. ¿No te basta? ¿Por qué el jodido «te quiero» de las narices? ¿Quieres ser una más?

Agaché la cabeza.

—Sabes que en algunas cosas eres muy inflexible. Creo que esto es simplemente por tus santos cojones —me quejé—. Te has empecinado en no decirlo. Ahora es por principios. Y no sé qué intentas demostrar no diciendo algo así.

—¡Es que te lo digo de otra manera! No me gusta decir te quiero porque para mí no significa nada. —Me cogió la cara entre las manos—. Silvia, eres mía. Y yo nunca podré ser nada más que tuyo. Sé razonable.

—¿Cuando yo te digo te quiero tampoco significa nada? —solté.

Sonrió.

—Bueno, sé que es tu manera de expresarlo. Pero para mí significa mucho más despertarme a tu lado, acariciarte, que me abraces y que hayas jurado que te casarás conmigo.

Sonreí comedidamente también.

Y lo olvidé. Olvidé que Óscar tuviera malos presentimientos para con mi relación. Lo olvidé todo… Olvidé incluso mis propios reparos. No soy tonta. Yo en el fondo sabía lo que había.

En realidad todo empezó el día que decidimos que era el momento de conocer a sus padres. Nosotros teníamos una relación sana que nos satisfacía a los dos, con la que éramos felices. Sí, me repateaba que no quisiera decirme «te quiero», pero me lo demostraba. ¿A mí qué lo demás? Si quería palabras, tenía todas las demás. ¿Qué más daba?

Así que un día Álvaro me entregó una invitación. Era para una fiesta en casa de sus padres, en La Moraleja. Me sorprendió; sabía que venía de una familia con dinero, pero… ¿La Moraleja? Jamás lo había mencionado, pero tampoco es que hablara mucho sobre su familia o su infancia.

La fiesta era algo así como una «bienvenida a la Navidad»; una reunión de amigos antes de que las fechas navideñas obligaran a la gente a repartir su agenda entre compromisos familiares. Según Álvaro, habría mucha gente, así que sería menos violento, más distendido.

—Irán algunos de mis amigos, mi hermana, amigos de mis padres…, habrá allí un porrón de invitados, así que además podrás conocer a toda esa gente que siempre te quejas de que nunca te presento —me dijo bastante taciturno.

Miré la elegante tarjeta con la fecha, la hora, la dirección y una nota sobre la indumentaria requerida.

—Aquí dice que tenemos que ir vestidos de cóctel —contesté asustada.

—Es una formalidad, para que no vayamos en vaqueros. Ya sabes.

—¿Tendré que comprarme algo? Porque no sé si tengo dinero este mes…

Álvaro se lo pensó pero al final me dijo que no hacía falta.

—¿Por qué no te pones ese vestido negro tan bonito? El que llevaste en nuestra primera cena.

—¿Sí? —le pregunté ilusionada por que se acordara.

—Claro. No quiero que gastes dinero en un vestido. Por más que te hipotecaras jamás ibas a gustarles…

Y yo quise morirme.

Fue un viernes por la noche. Cuando terminé de trabajar cogí todas mis cosas y las llevé a casa de Álvaro, donde íbamos a arreglarnos los dos. Álvaro salió un poco más tarde de trabajar, así que cuando llegó a su casa me encontró dormida en el sofá, esperándole. Se arrodilló junto a mí y me besó el cuello.

—Silvia…, son las cinco. ¿Quieres dormir un poco más? —susurró.

—No, no… —murmuré en sueños.

Álvaro me llevó en brazos a la cama sorteando las paredes y los marcos de las puertas. Es una habilidad que yo no poseería de haber nacido hombre; mi novia tendría que acostumbrarse a andar por sí misma o a los chichones.

Cuando me tumbó sobre la colcha y se dirigió hacia la puerta, lloriqueé.

—¿Te vas? —le pregunté.

—No he comido aún —contestó aflojándose la corbata en un gesto que siempre me encantó y que tenía conexión directa con el vértice entre mis muslos.

—Guarda hueco para el postre.

Álvaro respondió con una sonrisa y cerró la puerta de su habitación. Me arrebujé contra su parte de la almohada y volví a dormirme.

Me desperté con el movimiento del colchón al ceder al peso del cuerpo de Álvaro a mi lado. Me giré hacia el lado contrario y sentí sus labios en mis hombros y sus manos por dentro de mi jersey.

—¿A qué hora hay que estar en casa de tus padres? —susurré aún adormilada.

—A las nueve. No hay prisa…

Sus manos siguieron subiendo por dentro del jersey hasta que sus dedos se apretaron alrededor de uno de mis pechos. Tiró de la copa del sujetador hacia abajo y sacó el pezón, que se endureció antes incluso de que lo tocase.

Su boca se deslizó por mi cuello hasta alcanzar el lóbulo de mi oreja y lo mordisqueó. Quise girarme hacia él, pero cuando estuve boca arriba, Álvaro se subió sobre mí, me separó las piernas y se hizo hueco entre ellas. Me apartó el pelo de la cara y me besó. Me besó como solo Álvaro sabe hacerlo. Sus labios lamieron los míos, los pellizcaron, húmedos, y su lengua se abrió paso con fuerza. Gemí y tiré de su camisa, sacándola de la cinturilla del pantalón de traje. Álvaro se la quitó por encima de la cabeza, junto con la camiseta blanca que llevaba debajo. Yo misma me deshice del jersey y de un tirón me bajó los leggins, que terminaron en el suelo con el resto de la ropa.

—¿Nunca te cansas de mí? —susurró mientras sus manos me recorrían el vientre en dirección a mis pechos.

—Nunca.

Abrí las piernas cuando su mano derecha decidió retroceder y meterse dentro de mis braguitas. Me arqueé al sentir su dedo corazón introducirse dentro de mí.

—Siempre estás tan mojada…

—Desnúdate, por favor… —gimoteé.

Álvaro se quedó desnudo muy pronto y volvimos a besarnos, rodando por el colchón. Su erección se me clavó en la cadera.

Caí sobre él y sus manos, calientes, me desabrocharon el sujetador. Volvimos a rodar y le agarré del pelo cuando fue bajando hasta atrapar uno de mis pezones entre sus labios. Gemí y él tiró suavemente para después succionar, besar, lamer…

Me quité las braguitas y enganché las piernas alrededor de sus caderas. Sentí cómo se mecía sobre mi sexo, arrastrándose, rozándome el clítoris en su recorrido y humedeciéndose de mí. Cuando me embistió, le clavé las uñas en la espalda.

—Fóllame… —le susurré al oído.

—¿Como esta mañana? —me preguntó con una sonrisa perversa en los labios.

Recordé el asalto de esa misma mañana, antes de ir a trabajar, en la cocina y negué con la cabeza.

—Más.

—¿Más largo?

—Más.

Se cogió al cabecero en un gesto hipermasculino y gimió con los dientes apretados cuando contraje los músculos alrededor de él.

—Si sigues haciendo eso me correré dentro de ti en segundos.

Relajé la presión y cuando empezó a bombear sentí ese cosquilleo, esa presión en el vientre que respondía al placer de tenerle dentro. Mis pezones se endurecieron otra vez y se me puso la piel de gallina.

Salió completamente de mí. Volvió a colarse dentro. Salió de nuevo y cuando me penetró lo hizo con fuerza, clavándoseme hasta el fondo. Grité. Las puntas de sus dedos me apretaron los muslos y se balanceó de nuevo.

Metí la mano entre los dos, lo saqué de dentro de mí y con la punta húmeda, hinchada y resbaladiza, me acaricié el clítoris, haciéndome retorcer. Él gimió con los ojos clavados en lo que hacía mi mano. Eché su piel hacia atrás y hacia delante mientras me tocaba y, agarrando la sábana con el otro puño, me corrí. Me corrí con alivio, en una oleada de calor que me invadió entera, recorriéndome las piernas de arriba abajo en una sensación de cosquilleo.

Álvaro gimió con fuerza, su pene se contrajo palpitando y noté un chorro de semen caliente mancharme el sexo; después se coló en una última penetración, descargando del todo.

Nos quedamos agarrados un buen rato con él dentro de mí hasta que remitió su erección. Yo me quedé atontada mientras mis dedos jugueteaban con su pelo. Cuando nos dimos cuenta eran las siete y más me valía empezar a arreglarme para la fiesta. Quería dar buena impresión.

Mientras Álvaro se llevaba las sábanas a la lavadora y ponía unas nuevas, me di una ducha caliente. Al poco, nos dimos el relevo bajo el agua y yo me centré en secarme el pelo y después alisarlo un poco, con el propósito de recogerlo.

Corrí por el pasillo, más frío que el ambiente del baño, y en la habitación me puse la ropa interior negra y el liguero a conjunto. Después, deprisa, me coloqué la ropa. Si Álvaro me veía con toda aquella lencería no habría ni prisa ni buena impresión para sus padres. Llegaríamos tarde y despeinados. Pero eso sí, bien follados.

Tal y como había hablado con Álvaro, me puse el vestido negro y lo combiné con unos salones negros de tacón alto; mis únicos zapatos de piel, la verdad. Dejé el abrigo rojo, los guantes y el bolso de mano en la entrada y después de maquillarme muy discretamente fui a buscar a Álvaro a la habitación. Estaba tardando más de lo habitual en vestirse.

—¿Te estás poniendo el traje de lagarterana? —le pregunté con una sonrisa.

Se giró hacia mí abrochándose los botones del chaleco del traje.

—Estos botones son diabólicamente pequeños y están muy juntos. Me está costando mucho…

Me acerqué y, poniéndome detrás de él, le rodeé con los brazos y abroché los botones uno a uno.

—¿Desde atrás? —preguntó extrañado.

—¿Has intentado abrochar botones a otra persona de frente? Es más o menos como intentar chuparse un codo.

Cuando terminé le coloqué bien la corbata por dentro del chaleco y me quedé mirando su reflejo en el espejo del armario. Era impresionante.

—Nunca te había visto tan elegante. —Me coloqué a su lado y nos miré a los dos—. Quizá debería llevar algo más…

—Así estás perfecta. Pareces recién sacada de Mad Men. Pero no te preocupes: a las suegras jamás les gusta nada de lo que lleven puesto sus nueras, ¿no?

Yo quise creer que ahí fuera sí hay suegras que son amables con sus nueras y que Álvaro exageraba.

Se abrochó los gemelos de Chanel y cogió la americana de la percha. Cuando se la colocó y se volvió a mirar en el espejo el resultado era, sinceramente, de locura. El traje consistía en un tres piezas color gris marengo, de tela no basta pero abrigada. A pesar de eso, resultaba muy elegante, mucho más que los que se ponía habitualmente para ir a trabajar. El chaleco era de la misma tela, pero tenía raya diplomática muy discreta. La camisa, bien abrochada hasta arriba, era de un azul claro muy pálido; si no te fijabas podía pasar por blanco. La corbata era fina, de seda y gris con unos detalles muy pequeños en morado.

Se acercó al espejo, se retocó el pelo con los dedos y mirándome de reojo me preguntó qué tal estaba.

—Estás para desmayarse —dije encandilada.

—Pues ya somos dos, entonces.

En el coche empecé a ponerme nerviosa.

—No me dejes beber mucho. Cuando estoy nerviosa bebo, por hacer algo.

—Tranquilízate. Solo son mis padres. Son un poco gilipollas, pero estoy seguro de que, acostumbrada como estás al gilipollas de su hijo, no será ninguna novedad.

Ya. Sus padres, todos sus amigos pijos y Dios sabe quién más. ¿Serían todos imbéciles de verdad?

—No me dejes sola, por favor.

—Ni loco. No me fío de lo que puedas ir diciendo por ahí de mí. —Me sonrió—. Fuera de mi casa tengo buena fama, ¿sabes?

—Sí, de buen chico, seguro. De ese tipo de buen chico al que no le gusta correrse en la boca de sus novias.

Álvaro se atragantó con la saliva mientras se reía y tosió hasta aclararse la garganta, conduciendo diligentemente.

—Me pones tanto conduciendo… —murmuré.

—A la vuelta puedes tocarte si quieres.

Me gustó la idea…

Aparcamos frente a una casa grande. Enorme, a decir verdad. La calle se encontraba atestada de coches lujosos y lustrosos. Eran las nueve y cuarto. Cuando salimos empezamos a escuchar el murmullo de las conversaciones y las risas, además de música ambiente. El viento azotó frío, poniéndome la carne de gallina.

—¿Es en el jardín? Hace mucho frío… —susurré.

—Ya lo verás…

Álvaro empujó la puerta, que cedió hacia dentro. Nos recibió un hombre de mediana edad bien abrigado, frente a la casa, con una carpeta en la mano. Sonrió al encontrarse a Álvaro.

—¡Eh! Pasa, corre. Tu madre estaba preguntando que dónde estarías.

Se dieron la mano.

—Ramón, esta es mi novia, Silvia. Silvia, este es Ramón. Ayuda a mis padres con la casa.

—Encantada. —Sonreí.

Entramos y dejamos los abrigos en una habitación llena de burros de metal y perchas. Después Álvaro me cogió de la mano y me condujo por el pasillo; cruzamos una puerta hacia el exterior y salimos a un jardín bastante grande donde habían levantado una carpa de madera y lonas blancas que además estaba iluminada como si se tratase de una película. En dos de los laterales de la carpa había barras, con dos camareros en cada una sirviendo bebidas. Empezaban a pasearse unas chicas de uniforme blanco y negro que portaban bandejas con aperitivos. En un rincón, para mi soberana sorpresa, encontré un cuarteto de cuerda tocando jazz instrumental. Tócate las pelotas.

Me giré hacia Álvaro sorprendida y él susurró que no me asustara justo antes de tirar de mí y llevarme frente a un hombre alto, delgado y elegante que nos repasó de arriba abajo antes de despedirse de las personas con las que hablaba y dirigirse a nosotros. Tenía las sienes plateadas y una sonrisa que recordaba al instante a Álvaro, además de los ojos de un azul muy claro, parecidos a los de su hijo. Era un hombre bastante agradable de ver…

—¡Álvaro, hijo! Tu madre se andaba quejando por ahí de que llegabas tarde. ¿La has visto ya?

—No, ahora la busco para disculparme. —Sonrió—. Papá, esta es Silvia, mi novia.

Su padre volvió a mirarme y sonrió.

—Bonito vestido. Me encanta lo retro. —Me dio dos sonoros besos en las mejillas y miró a Álvaro—. Id a buscar a tu madre. Se estará poniendo nerviosa. Señorita, encantado de conocerla. Espero que podamos charlar más tarde.

—Igualmente. —Sonreí.

Álvaro paró en la barra y pidió dos copas de vino blanco. Después seguimos buscando a su madre.

La encontramos junto a la casa fumando un cigarrito fino junto con otra chica joven. Ella llevaba un vestido de cóctel de encaje negro hasta la rodilla, bastante entallado, con un escote en barca que dejaba parte de los hombros al descubierto y con las mangas también de encaje hasta el codo. Era una mujer rubia, muy delgada y bronceada, que calzaba unos zapatos de tacón de Manolo Blahnik. Soy fetichista de zapatos, sabría distinguirlos entre un millón. Pronto nos vio llegar y clavó sus ojos azules sobre nosotros.

La chica que se encontraba junto a ella tendría más o menos mi edad, pero lo único que teníamos en común es que las dos éramos hembras humanas. Tenía el pelo castaño claro cobrizo suelto y brillante y los ojos grises pintados con sombras de ojos marrones y doradas. Llevaba un vestido de seda que se pegaba a su piel, de color turquesa, de una sola manga muy ancha, que caía en su lateral con estilo. A los pies lucía unos Manolos modelo Dorsay en dorado, a juego con la pulsera ancha y rígida que lucía en el brazo que llevaba al descubierto.

Cuando llegamos hasta ellas les había dado tiempo de sobra para analizar con precisión quirúrgica mi aspecto. Me sentí desnuda e incómoda y apreté la mano de Álvaro.

—Dos pájaros de un tiro —dijo él—. Mamá, Jimena…, esta es Silvia, mi novia. Silvia, estas son Sonsoles, mi madre, y Jimena, mi hermana.

Me miró y sonrió.

—Encantada —dije tratando de ser amable mientras me acercaba a saludarlas con dos besos.

—Espera, guapa, que no quisiera quemarte. Ese vestido debe de arder como las cerillas. —Me apartó ligeramente su madre.

Después me dio dos falsos besos al aire, coincidiendo con mis mejillas. Su hermana hizo lo mismo pero con más desgana si cabe. Me sentí tan fuera de lugar…

—Casi llegas tarde —dijo su madre mirándolo a él, ignorándome.

—He llegado a la hora que me pediste que llegara.

—Y ya os ha dado tiempo de beber, ¿eh? —Señaló nuestras copas.

Álvaro se humedeció los labios pero no contestó.

—Qué fiesta tan bonita —comenté ante el silencio.

—¿Te gusta? —volvió a decir Sonsoles casi sin mirarme.

—Mucho. Es muy… elegante. —Sonreí nerviosa—. Como sus vestidos.

—A Silvia le encanta la moda —terció Álvaro.

—Son preciosos —repetí, tratando de que pelotearlas sirviera para distender el ambiente.

—Sí, gracias. El tuyo es también muy… mono.

Y el tono en el que lo dijo me dejó bastante claro que mentía. No me hizo falta fijarme demasiado en la mirada que cruzaron madre e hija.

—Jimena, ¿te ha comido la lengua el gato? —preguntó Álvaro algo tirante.

—El gato no. La gata —dijo maliciosamente.

Carraspeé y miré al suelo. Mala idea. Vi de reojo sus maravillosos zapatos y después clavé la mirada en los míos de Zara.

—Mira, cielo, allí están mis amigos. Ven, te los presentaré.

Me despedí con una sonrisa y tragué como una bola enorme mis ganas de marcharme humillada a mi casa.

Nos acercamos a un grupo de chicos de la edad de Álvaro que nos recibieron con una sonrisa. Álvaro se relajó al momento, se le notó hasta en la postura de los hombros.

Empezaron bromeando sobre la ropa que llevaban, siguieron haciéndose bromas que no entendí y terminaron carcajeándose hasta que una chica se me acercó y sonriendo comentó que ella tampoco los entendía cuando se ponían así.

Después de las presentaciones me relajé ostensiblemente. Sí, era gente que había vivido una vida completamente diferente a la mía, pero eran agradables y simpáticos. No adiviné ninguna mirada reprobadora en ninguno de ellos y tampoco en sus parejas, con las que me puse a charlar sobre cosas intrascendentes. Me sentí integrada.

Después de un par de copas más de vino blanco frío Álvaro se acercó y me pasó un vaso con zumo de tomate. Le sonreí.

—¿Es la señal para que deje de beber?

—Qué lista es mi niña —me contestó besándome en la sien.

Alguien llamó la atención de Álvaro con un carraspeo y nos giramos para encontrar a una chica delgada como un junco, con el pelo castaño claro recogido en un moñito bajo y los labios pintados de un discreto rosa. Lucía un vestido negro plisado sin mangas, con una lazada a la cintura que la hacía parecer más delgada aún. Delgada y lánguida. Lanzó un brazo alrededor del cuello de Álvaro y le besó en las mejillas con dedicación. Me pareció una sobona y, por supuesto, no me gustó.

—¿¡Qué haces aquí!? ¡Te hacía en Boston! —dijo él.

—Vine de vacaciones. Tendré que volver antes de las fiestas, pero, bueno, menos es nada. —Le sonrió y se le volvió a abrazar mientras le decía lo mucho que se alegraba de verlo.

De pronto sus ojos verdes repararon en mí y se apartó un poco de Álvaro.

—Hola —me dijo al ver que los miraba tan indiscretamente.

—Ven, cariño —susurró Álvaro con una sonrisa de satisfacción—. Carolina, esta es Silvia, mi novia.

—Ah… —Abrió los ojos, sorprendida—. No tenía ni idea de que tú…

—Sí. —Sonrió—. Desde hace… ¿dos años, mi vida?

¿Álvaro llamándome «mi vida» en público? ¿Carolina? Bien, estaba claro. Esa era su exnovia más reciente, la que quería casarse con él.

—Encantada. —Sonreí y le di la mano, esperando que si la mantenía ocupada, dejaría de sobar a mi novio.

Nos estrechamos las manos y nos sonreímos falsamente las dos. Las chispas saltaban. No la culpo por odiarme. Entendía que odiase a la mujer que tenía ahora a ese hombre al que ella había perdido. ¿Le habría dicho te quiero a ella?

—Qué vestido tan bonito —añadí, nerviosa de nuevo—. ¿Es de Hoss Intropia?

—Sí, qué ojo. —Sonrió.

Un camarero pasó con unas copas y tras dejar el zumo de tomate cogí otra copa de vino blanco de la que bebí un buen trago.

—Siempre he querido un vestido de Hoss —dije notando mi tono más acelerado—. Pero me temo que con mi sueldo no me lo puedo permitir. Hace dos años que me tiro al jefe, pero no hay manera de que me lo suban. No debo de comerla muy bien.

Álvaro abrió los ojos de par en par y su exnovia tosió delicadamente, mirando hacia el suelo.

—Pues nada, lo dicho. Encantada. Si me perdonáis, necesito ir al aseo a tratar de calmar mi diarrea verbal. —Me terminé la copa de un trago y se la di a Álvaro.

Caminé hacia la casa y le pregunté a una camarera que pasaba por allí dónde estaba el baño. Lo señaló y le di las gracias con una sonrisa. Sabía de sobra que habría estado mucho más cómoda con ella y el resto del servicio contratado del evento que entre los invitados.

Cuando llegué al aseo me crucé con Jimena, que ni siquiera se paró a hablar conmigo. Me saludó con un movimiento de cejas y siguió su camino. Suspiré y me metí en el baño. Álvaro se coló detrás y cerró la puerta. No quise ni mirarle a la cara.

—¿Estás enfadado?

—¿Por qué iba a estarlo? —preguntó—. ¿Porque te ha dado un ataque de pánico mientras hablabas con mi ex?

Me giré y vi que sonreía.

—No te rías de mí. Aquí dentro solo soy un pegote.

—A mí tampoco me gusta estar aquí —contestó, y no me pasó desapercibido que no había negado lo poco que yo encajaba allí.

—Pues vámonos. —Me encaramé a su pecho.

—No podemos. Tenemos que estar aquí un rato más.

Asentí.

—Vale, pues déjame hacer pis. En cuanto acabe te buscaré ahí fuera, entre los invitados al Baile de la Rosa.

—No te escapes por la ventana.

No sería por ganas.

Cuando salí de nuevo me encontré con la tal Carolina comentando algo con Jimena en voz baja. Cuando me vieron se miraron entre ellas y estallaron en carcajadas. Dios…, ¿algo más?

Localicé a Álvaro junto a una de las barras hablando con una chica que me pareció bonita pero a la que ni siquiera quise prestar atención; probablemente no la miré dos veces a la cara. Me coloqué a su lado, alcancé otra copa y desconecté, dándole pequeños sorbos. Me apetecía quitarme el vestido y los zapatos y meterme en la cama con la colcha por encima de la cabeza.

—Perdona, cariño… —susurré—. ¿Te importa si voy fuera a fumarme un cigarrillo?

—No, claro. Ve. Ahora voy a buscarte.

Paseé por el lateral de la casa, sobre el césped, y me senté en un rincón resguardado del frío a fumar. Mis tacones se habían llenado de hierba y barro, pero, bueno, no eran unos manolos. Una camarera muy jovencita apareció y se quedó parada al verme allí sentada. Llevaba un cigarrillo y un mechero en la mano. Le sonreí.

—No se lo diré a nadie. ¿Quién no tiene derecho a una pausa para el cigarrillo?

Se acercó y se sentó a mi lado.

—Eres una de las invitadas, ¿verdad?

—Sí, pero no los conozco mucho. —Arrugué la nariz.

—Has venido con el chico guapo. —Se rio.

—Sí, es mi novio.

—¡Vaya! Pues es muy guapo.

—Dime, ¿qué estudias?

Se llamaba Andrea y estudiaba Bellas Artes. Estaba ahorrando para comprarse un coche de segunda mano. Iba a pasar el verano en Tarifa con sus amigas y quería ser profesora de dibujo. Salía con un chico que se llamaba Quique, pero no tenía muy claro en qué punto se encontraba su relación, porque él estaba a punto de irse a cursar el segundo cuatrimestre a Ámsterdam, de Erasmus.

En esas estábamos cuando alguien carraspeó frente a nosotras. Ella se levantó de golpe, asustada, pero Álvaro le dirigió una mirada amable.

—Creo que te están buscando —susurró.

—Yo…, no…, esto…, perdone.

—Yo no te he visto. —Le guiñó un ojo.

Creo que la pobre Andrea estuvo cerca del colapso respiratorio, mirándolo con la boca abierta. Cuando reaccionó se fue corriendo.

Álvaro clavó los ojos en mí y se metió las manos en los bolsillos del pantalón en un gesto muy suyo, con las piernas ligeramente separadas.

—Tienes el poder de volvernos a todas locas —susurré sin poder despegar mis ojos del dibujo de sus labios—. Eres demasiado guapo.

—Se ve que no lo suficiente como para retener a mi chica a mi lado en esta fiesta.

Me encogí de hombros y me tendió una mano.

—Carolina es muy mona —le dije a las bravas mientras me levantaba cogida a su mano.

—¿Estás celosa? —Frunció el ceño—. ¿Estás celosa de una persona de la que hace dos años que no sé absolutamente nada?

—No estoy celosa. Es que… mira a tu alrededor. Todas lo son. Son como clones de Olivia Palermo. ¿Crees que encajo aquí? —Ladeó la cabeza, como si estuviera tratando de desentrañar el significado profundo de lo que le estaba diciendo—. ¿Follabais mucho? —le pregunté empezando a estar celosa.

—Salimos juntos durante cinco años…, ¿me imaginas haciendo voto de castidad? —Las comisuras de los labios se le curvaron.

—Pero follabais…

—No como tú y yo. Nada como tú y yo. —Y a pesar de que parecía relajado, no podía esconderme que, en el fondo, no lo estaba. Le conocía bien—. Como seguro habrás imaginado por su pinta de pija estirada…, no era muy pasional —terminó diciendo.

—Sí, sí, muy pija y todo lo que tú quieras, pero tiene cara de «culo boca» —sentencié.

—¿Y qué es «culo boca»?

Hice un ademán con la mano.

—Ah, ya sabes, Álvaro. De las que les gusta que les den por detrás y que luego se la meten en la boca sin contemplaciones. Y no lo niegues. Pones cara de haberle puesto el culo como un bebedero de patos.

Álvaro miró hacia el cielo y resopló.

—Vamos a despedirnos. No te someteré a estas torturas por más tiempo —masculló.

Salimos hacia la carpa y nos encontramos de cara con su padre, que fue muy amable cuando nos despedimos.

—Encantado de conocerte, Silvia. A ver si repetimos pronto, pero en petit comitè. Me encantaría que pudiéramos charlar un rato. Álvaro cuenta de ti que eres una chica muy interesante.

—Bueno, ¿qué va a decir él? —Le sonreí sinceramente. Estaba tan agradecida de que alguien de su familia fuera amable por fin conmigo…

Después, pasando por donde se hallaban todos sus amigos, repetimos despedidas y fórmulas de cortesía. Estaba muy contenta por irme a casa ya, así que fui encantadora y simpatiquísima.

—Nos despedimos de mi madre y de Jimena y nos vamos —anunció Álvaro a media voz mientras entrábamos en la casa—. Quédate aquí un momento, voy a buscar los abrigos.

—Voy al servicio antes —dije corriendo ya por el pasillo.

Tardé menos de tres minutos en volver y cuando me acerqué hacia la habitación que habían habilitado como ropero, escuché la voz de Álvaro. Iba sonriendo hasta que distinguí que estaba hablando a media voz con alguien y que el tono no era muy amable. Me pegué a la pared y esperé, tratando de escucharles en una postura natural y despreocupada, por si alguien me descubría.

—Te entendí a la primera —farfulló Álvaro con mal humor.

—Es que no sé qué te ha dado. Yo creo que te has debido de volver loco. Yo entiendo que los chicos queréis pasároslo bien y esas cosas; tíratela cuantas veces quieras, pero no me la traigas a casa. ¡A mi casa! Qué avergonzada estoy, por Dios. La ha visto todo el mundo. —Su madre hizo una pausa.

—Podría ser heredera de una casa europea y seguiría sin gustarte.

—No digas tonterías, Álvaro. Trae a quien quieras menos a esta. No tiene modales. Es…, es una cualquiera con un vestido barato y con unos zapatos de saldo. ¡Una putilla de discoteca, Álvaro! No me esperaba esto de ti. ¡Después de haber estado con Carolina! ¡Con Carolina! ¿Tú las has visto juntas? Es como si hubieras dejado a medias una botella del mejor vino del mundo para amorrarte a un brick de Don Simón. —Un nudo se me instaló en la garganta, que subía y bajaba cuando tragaba. Y lo peor era que aquella mujer hablaba y hablaba y Álvaro no contestaba—. Es una princesa de barrio. Y tú eres alguien que merece al lado a una mujer como tú. Como todas las que están en esta fiesta menos ella. Así que haznos un favor a todos, incluido a ti mismo: tenla en tu cama cuanto tiempo quieras, pero escóndela, por el amor de Dios. No quiero volver a verla por aquí. No me la traigas más, te lo aviso. Y ya que estás, piénsatelo muy mucho, que no tienes edad de estar haciendo el paria con una guarrilla, por muy bien que te lo haga pasar, que no lo dudo. Desde luego tiene pinta de eso.

Sentí presión en el pecho y por primera vez en muchísimo tiempo creí que no podría contener el llanto. Di un par de pasos hacia la puerta de salida y escuché a Álvaro llamarme a mi espalda.

—Silvia. —Y el tono de su voz era tenso como el acero.

Respiré hondo antes de girarme.

—¡Ah! Pensé que ya habrías salido. No te encontraba.

—No…, estaba despidiéndome de mi madre.

Sonsoles se asomó al marco de la puerta, quedándose apoyada en una postura elegante.

—¿Ya os vais, cariño? —me dijo dulce y falsamente, pero sin tratar de esconder que se alegraba de perderme de vista.

—Sí. —Me obligué a tragar bilis y a sonreír—. Ha sido un placer. Tiene usted una casa muy bonita. Gracias por invitarme.

—De nada. —Y entonces vi de quién había aprendido Álvaro ese gesto que tanto me repatea, el de tensar los labios en algo parecido a una sonrisa para devolverlos a su lugar al segundo.

Me puse deprisa el abrigo que me tendía Álvaro y salí rápido hacia el jardín, un par de pasos por delante de él.

Lo cruzamos y salimos a la calle. Álvaro sacó las llaves del coche y, en silencio, nos metimos dentro. Me mordí muy fuerte el labio inferior mientras miraba a la calle y él ponía en marcha el motor.

Me dije a mí misma que tenía que tranquilizarme y que, ante todo, no debía llorar. Me haría un flaco favor a mí misma. No tenía que olvidarme de que aquella persona era Álvaro y daría igual lo cargada de razón que estuviera para disgustarme de aquella manera si me echaba a llorar, porque entonces él se escudaría en que no le gustaban los llantos.

Seguíamos en silencio cuando llegamos a la autopista que se dirigía hacia el centro. Al fondo se veía la Torre Picasso y un poco más a la izquierda desde donde nos encontrábamos las Torres Kio y los que ahora eran los edificios más altos de Madrid.

—¿Qué te pasa? —dijo en voz muy baja.

Le miré con todo el desprecio del que fui capaz y cruzando los brazos a la altura del estómago le contesté:

—¿Tú qué crees que me pasa?

—Lo que creo es que era una conversación privada y que no tienes derecho a ir escuchando a los demás a hurtadillas.

Levanté las cejas, sorprendidísima.

—¡¿Qué dices?! —exclamé levantando la voz.

—No me grites.

—¡¡Puedo gritar lo que me venga en gana, porque solo soy una puta de discoteca, una princesa de barrio!! ¿No? —Chasqueó la lengua contra el paladar y siguió mirando la calzada. Exploté. No pude contenerlo más y grité—: ¡¡No dijiste nada!! ¡¡No me defendiste!! ¡¡Dejaste que dijera todas esas cosas de mí y ni siquiera te inmutaste, maldita sea!!

—Es mi madre —contestó crípticamente.

—¡Me llamó cosas horribles! ¡¡Si alguien hablara así de ti delante de mí le arrancaría los ojos!! —Y me di cuenta de lo alto que estaba gritando cuando me dolió la garganta.

—Baja la voz.

—¡¡No me da la gana!!

Respiré hondo un par de veces y mirando por la ventanilla recé por aguantar las lágrimas que me quemaban en los ojos. Me temblaba el labio inferior cuando entramos a Madrid inmersos en un silencio denso y violento.

—¿No vas a decir nada? —le pregunté cuando controlé mi respiración.

—No.

—¿No?

—No mientras estés en ese estado.

Me acurruqué cuanto pude en mi asiento y me concentré en mirar cómo la ciudad nos iba engullendo. Apoyé la frente en el cristal frío y esperé que todos los semáforos estuvieran en verde y que yo pudiera llegar pronto a casa.

—Déjame en mi casa —murmuré.

—Es lo que iba a hacer. Estás demasiado nerviosa para tener una conversación.

Aquello me dolió aún más. Ni siquiera iba a intentar disculparse.

Entró en la calle paralela a la mía y tras cruzar a toda prisa la perpendicular, paró el coche en doble fila frente a mi portal con un frenazo brusco. Eran las doce y por allí no se veía a nadie.

—Esperaba que te disculparías, que me dirías algo que me hiciera sentir mejor, como que nunca has estado de acuerdo con tus padres o que no quieres su vida, pero aquí estás, callado. Callado como cuando tu madre me ha llamado puta. —Me desabroché el cinturón. Álvaro se apoyó en la ventanilla con el puño cerrado apretado junto a la boca. No contestó—. ¿Lo piensas? Dime…, ¿piensas como ella? —Parpadeó despacio y siguió sin contestar—. Tú no me quieres. —Cogí aire para no sollozar—. No me quieres.

—Es mi madre, por poco que tengamos en común —volvió a decir.

—¡¡Será tu madre pero es una clasista de mierda!! ¡¡Es una gilipollas, Álvaro, ¿me oyes?!! ¡¡Una falsa superficial!!

Se giró rápidamente hacia mí. Le toqué la fibra.

—No te atrevas a ponerte a mi madre en la boca, ¿entendido?

—¿O qué? ¿O te callarás cuando ella te diga que le avergüenza que estés conmigo? ¡Ah, no, eso ya lo has hecho!

—¡¡¿Qué querías que le contestase?!! —gritó.

—¡Lo mismo que me acabas de decir a mí! ¡Que no hable de mí! ¡Que me respete porque soy tu novia y voy a ser tu mujer! —le contesté a gritos—. ¡Eres un cobarde de mierda!

—¡¡¡Es que tiene razón!!! —vociferó—. ¡¡¡Tiene razón!!!

Cogí aire.

—Soy una cualquiera, una de esas chicas que puedes follarte hasta hartarte y luego dejar plantadas, ¿no?

—No. —Se cogió la cabeza entre las manos y se mesó el pelo, nervioso—. No y lo sabes. Pero no…, no encajas. No eres como nosotros…, no eres… como ellos.

—No, has dicho que no soy como vosotros. Si tú eres como ellos a lo mejor no deberíamos volver a vernos, ¿no?

—Quizá.

Bien. Menuda patada en el estómago. Me quedé sin respiración y sin palabras. Álvaro puso los ojos en blanco, resopló y siguió mesándose el pelo.

—Vamos a dejarlo estar —susurró—. Estamos diciendo cosas para hacernos daño.

—Sobre todo tú —contesté con un hilo de voz.

—Tienes razón, ¿sabes? Tenía que haberte defendido. Pero el problema es que no me salió…, no me nació hacerlo. No me merece la pena discutir con mi madre por defender algo en lo que no va a creer jamás. Simplemente… no me merece la pena.

Pensé en irme al momento, pero me quedé lo suficiente como para ver cómo iba rompiéndose todo. Como cuando vas a caer en el hielo y escuchas que se desquebraja bajo tus pies y a tu alrededor.

—Creo que deberíamos estar unos días sin vernos…, poner distancia.

—Cobarde… —susurré con rabia.

—A lo mejor. Pero necesito estar lejos de ti unos días.

—¿Estás dejándome?

Me miró.

—Estoy pidiéndote que nos demos un tiempo. Un par de días. Tenemos que pensar, Silvia.

—No me lo puedo creer. —Apoyé la cabeza en las manos, a la altura de las rodillas—. ¿Todo esto porque a tu madre no le gusto?

—No, no es porque a mi madre no le gustes, Silvia. Con eso ya contaba.

—¿Entonces?

No contestó. Solo miró al frente, agarrado al volante.

—Lo siento —musitó de pronto—. Pero quizá nos hemos precipitado en algunas cosas. No me he sentido cómodo contigo, Silvia. No me lo has puesto fácil.

—Piden tiempo las parejas que están mal. —Le miré—. Antes de lo de esta noche…, antes de lo de esta noche no…, no había nada. —Al ver que no reaccionaba, cogí mis cosas con manos temblorosas—. Tómate el tiempo que necesites. Échame de menos. Y date cuenta de que cada vez que has dicho que lo nuestro es especial y que ninguna pareja se nos parece, tenías razón. Yo esperaré que te vuelva la cordura.

Abrí la puerta del coche y me fui sin mirar atrás. Ni siquiera había llegado al portal cuando empecé a sollozar. Agradecí que ya se hubiera marchado. Y qué fría estaba el agua cuando me caí a través del hielo…