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UN MATRIMONIO NO TRADICIONAL

Gabriel y yo hemos vuelto a Los Ángeles. No hemos hablado más sobre nuestro matrimonio ni sobre las dos veces que nos hemos puesto tontos. Ninguno de los dos ha sacado de paseo el tema de nuestro beso, aunque yo me acuerdo recurrentemente.

Creo que necesito irme. Creo que necesito que los días pasen muy rápido y volar de vuelta a la vida real. Todo esto está distorsionando un poco mi realidad. Y lo que me pasa es que tengo mucho miedo de que lo que siento crezca hasta no poder negarme a mí misma por más tiempo que estoy enamorándome de Gabriel. Si eso pasa será, con diferencia, lo más kamikaze que he hecho en mi vida.

La habitación se halla a oscuras. Las cortinas están echadas y también el dosel de mi cama. Ayer estuvimos haciendo el tonto por aquí y a mí me pareció una buena idea dejar caer la tela sobre los postes, encerrando la cama. Como siempre, Gabriel está dormido a mi lado, abrazado a mí. Me giro y él se coloca boca arriba con un suspiro; después me acomodo a su lado, enroscándome como una serpiente. Huelo su cuello y su mano me acaricia el muslo que tengo sobre él. Ya no hay nada lujurioso en esa caricia, pero me doy cuenta de que la mano que se está paseando sobre mi piel es la de la alianza de oro, que aún llevamos puesta.

Mi marido. Álvaro me va a matar.

Unos nudillos golpean suavemente la puerta y escucho una voz. Pero no me interesa. Prefiero seguir durmiendo. El sonido repetitivo sobre la madera, hace que Gabriel se remueva.

—Señor Gabriel. —Y reconozco la voz de Tina—. Señor Gabriel, ¿está ahí?

—Gabriel… —Le muevo—. Es Tina.

Él se incorpora adormilado.

—Pasa, Tina. Estoy aquí.

Claro que está aquí. Como todos los días.

Tina entra con su cuerpecito rechoncho y el teléfono inalámbrico en la mano. Pone cara de apuro cuando Gabriel aparta las telas del dosel y vuelve a sujetarlas al poste. Aquí estoy yo, con un camisón negro de tirantes.

—Buenos días, Tina —le digo.

—Lamento despertarles tan temprano. —Y me apostaría la mano derecha a que está más colorada que un pimiento morrón—. Pero es el teléfono, señor, es urgente.

—¿Qué hora es? —pregunta Gabriel pasándose la mano por debajo de la nariz.

—Las siete y media.

—Puto tarado. ¿Quién llama? —Y con la poca luz que entra a través de la puerta abierta veo que frunce el ceño.

—Es el señor Moore.

—Oh, joder —masculla entre dientes Gabriel—. Sigue durmiendo un rato. Tina, ¿puedes ir preparando el desayuno para Silvia?

Me da una palmada en el trasero y yo me tapo hasta por encima de la cabeza. Dios, qué a gusto se está aquí. Sí, tengo que irme pronto. Demasiado a gusto.

Cuando vuelvo a abrir los ojos Gabriel está descorriendo las cortinas. Gimoteo.

—Son las ocho y media. Tina te ha hecho un desayuno de esos que te gustan.

—¿Fruta? —le pregunto con la voz pastosa.

—Fruta, zumo, huevos pochados, tostadas francesas, beicon, tortitas y no sé cuántas cochinadas más.

Sonrío mientras me desperezo y Gabriel se acerca a la cama. Lleva el pantalón de pijama color azul y una camiseta blanca sin mangas.

—Garrulo —le digo. Pero la verdad es que está para comérselo.

—Venga, Silvia, tengo que comentarte una cosa…

Y se pone tan serio que me incorporo con demasiado ímpetu y se me sale una teta. Gabriel pone los ojos en blanco y la señala antes de que yo dé un gritito y vuelva a meterla en el camisón.

—Teta mala —le riño.

Él se deja caer en la cama, sentado, delante de mí y se humedece los labios. Oh, oh, oh.

—¿Era importante la llamada? —le pregunto con un hilillo de voz.

—Era mi abogado.

Cojo aire sonoramente.

—Dios… —Me tapo la cara.

—Era por lo de… —se ríe y me enseña la alianza— nuestro matrimonio.

—¿Y? —Le miro a través de los dedos abiertos de las manos.

—Bueno, me ha echado una bronca brutal por casarme con una desconocida sin un mínimo contrato prematrimonial de por medio, pero eso ya me lo esperaba. —Y sonríe.

—¿Le has dicho que pienso dejarte sin blanca? —digo entre carcajadas dejando caer las manos hasta mi regazo.

—Entre otras cosas. El caso es que…, no sé cómo decírtelo. —Se pasa la mano por la barba incipiente.

—No pasa nada. —Me río—. Firmamos el divorcio cuando quieras.

—No es eso. El caso es que… —repite—, que alguien se tomó la molestia de tramitar los papeles en San Francisco y de enviarlos a través de… —hace un gesto con la mano, como dejando claro que va a pasar por alto los trámites burocráticos—, y por lo visto… estamos casados también en España.

Me tiro sobre la almohada mientras maldigo a media voz.

—¿Y ahora qué hacemos? —le pregunto acongojada.

—Quería preguntarte si… ¿no podemos dejarlo estar?

Me incorporo otra vez y me señala el pecho, donde se asoma insolente un pezón. Chasqueo la lengua y lo devuelvo a su sitio.

—¿Qué más da? Eres mi jodido marido.

—Escúchame. A estas alturas ya lo debe de saber la prensa. —Se revuelve el pelo, nervioso—. Dejémoslo estar. No lo movamos más. ¿Estamos casados? Pues de puta madre. También he hablado con mi representante y opina que lo mejor es eso. Si ahora encima tramitamos el divorcio me van a hacer filetes… Si me preguntan, pues sí, diré que me he casado y punto. No tienen por qué saber más.

—Voy a salir en todas las putas revistas —gimoteo.

—En un par seguro. —Esboza una sonrisa—. Siento todo este follón, Silvia. Te recompensaré.

—No tienes que recompensarme por nada. —Suspiro, resignada—. Bueno, si me sacan en los Arghs de Cuore con el bigote sin depilar sí te pediré daños y perjuicios.

—¿Qué vas a decirle a tu madre?

—Que eres un buen partido.

Los dos nos reímos.

—Vas a tener que firmar unas cuantas cosas, ¿vale? —me dice cogiéndome la mano—. Y si no entiendes algo o no estás de acuerdo, lo dices y se vuelve a redactar. Mañana vendrá mi abogado a casa.

Asiento.

—¿No sería mejor que adelantara mi vuelta? —le pregunto.

—No. Como mucho nos harán un par de fotos. Ahora está la cosa muy tranquila, últimamente no estoy muy sociable, no estoy en el candelero. —Hace una pausa y trenza los dedos con los míos—. Disfrutemos de tus últimos días aquí conmigo.

Y aún tenemos muchas cosas que hacer, muchas promesas por cumplirnos.

La primera hoy mismo, porque por la tarde Gabriel decide que ha llegado el momento de hacer aquello que prometimos. No me da tiempo a pensarlo. No tengo tiempo ni siquiera para meditar un poco sobre lo que nos ha pasado y sobre cosas como que su abogado va a venir a verme mañana para que firmemos unos papeles que tampoco sé de qué van.

—No estamos borrachos, no podemos ir —le digo, tratando de retrasarlo un poco más para pensármelo dos veces al menos.

Pero él tira de mi brazo hacia el garaje y me mete a la fuerza en el Mustang. Después recorremos la ciudad hacia el estudio de tatuajes High Voltage Tattoo y poco puedo hacer por pararlo. Me muero. Siento vértigo y por primera vez no es por la velocidad que alcanza Gabriel conduciendo.

Cuando llegamos allí me tiemblan mucho las piernas y le pido a Gabriel que me dé unos minutos para apearme del coche. Él se humedece los labios, me coge la mano y me pregunta si estoy bien. Noto un montón de sudor frío recorriéndome la espalda y al mirarlo me doy cuenta de que no es el tatuaje lo que me da tanto miedo, sino el cúmulo de cosas que están a su alrededor. Todo está pasando demasiado rápido incluso para alguien como yo.

—Necesito un momento a solas.

Gabriel asiente, coge sus cosas del coche, me da las llaves y me dice que va a dar una vuelta mientras se fuma un cigarrillo.

Respiro hondo y le veo alejarse, pitillo en mano. Le sigo con la mirada hasta que gira la esquina y le pierdo de vista. Firmar papeles. Casados. Revistas. ¿No se me ha ido todo esto de las manos? Cojo el bolso y busco mi móvil. Ojeo los mensajes. Me dirijo irremediablemente a los de Álvaro y voy leyéndolos para mí, como siempre que trato de tranquilizarme. Paso por alguno que me duele.

«No sabes lo mucho que me ha costado dejarte sola en la cama. Me he quedado en la puerta viéndote dormir y me he dicho a mí mismo: joder, esa es la mujer de tu vida».

O: «Para ya. Vas a matarme. Es físicamente imposible desearte más».

Respiro hondo y sigo leyendo, pensando en él, en Gabriel, en los últimos dos meses y sin darme cuenta llego a los que más me duelen.

«Te lo dije, sin ti soy solo un gilipollas, así que aléjate, por favor. No quiero tenerte cerca».

Salgo del coche casi sin ser consciente y cierro la puerta. Voy hacia la esquina por donde ha desaparecido Gabriel y lo encuentro allí apoyado, fumándose un cigarrillo. Me mira y sonríe, echando fuera el humo.

—¿Estás bien?

—Sí —asiento.

—¿Quieres hacerlo?

—Sí. Venga.

Le tiendo la mano y él me la coge. Aún llevamos las manos cogidas cuando llegamos al mostrador del local. Nos atiende una chica rubia con dos grandes melones y unas pestañas postizas que se agitan intensamente en cuanto ve a Gabriel.

—Hola, chicos. ¿En qué puedo ayudaros? —dice en un inglés cerrado que apenas consigo entender.

—¿Está Kat? —pregunta Gabriel, desganado.

—¿Quién le digo que la busca?

—Gabriel. Ella ya sabe.

Y si escucharais la manera en la que pronuncia su propio nombre se os caerían las bragas. Las mías ya están luchando por salir al exterior y manifestarse.

La chica desaparece un momento y alucino cuando la veo volver con Kat, la dueña del estudio. La he visto mil veces en el programa L.A. Ink. Es más guapa aún de lo que parece en pantalla. Ya no pienso que tatuarse estrellas en la cara sea tan mala idea. Aunque nunca lo haré, claro; hay que estar tan buena como ella para hacerlo.

Sale sonriendo y se echa sobre Gabriel, que la abraza, esbozando una sonrisa muy controlada. Me tranquiliza pensar que sigue siendo cierto que no sonríe a nadie como a mí.

—¿Qué haces aquí? —le pregunta ella poniéndole las manos en el pecho—. Te hacía de gira en Europa.

—Aún no. Empiezo en dos meses.

Se ponen a hablar y me abstraigo un momento mirando los dibujos de tatuajes que hay por las paredes. Veo de reojo cómo Gabriel se sube hasta los codos la camiseta negra de algodón. Dios, qué bueno está. Estoy segura de que la tal Kat y él han tenido que quemar alguna cama follando como animales alguna vez.

—Silvia… —me llama con voz suave—. Esta es mi amiga Kat.

—Encantada —digo un poco avergonzada por mi patético inglés.

—El placer es mío. Dice Gabriel que es tu primera vez. ¿Estás preparada?

Me río, me entra vergüencita y me cojo al brazo de Gabriel como una niña pequeña.

—Estoy muerta de miedo —les confieso.

—Venimos a tatuarnos algo juntos. Lo prometimos y las promesas hay que cumplirlas.

—¿Qué teníais pensado? —dice ella planchando con las manos la tela de su chaqueta roja circense. ¿De dónde narices habrá sacado esa levita tan molona?

—¿A ti te van a encontrar sitio? —le pregunto a Gabriel con una sonrisa.

—Seguro que sí.

Entramos los dos juntos y me siento en una silla, junto a una camilla, mientras ellos dos siguen hablando sobre tatuajes. Claro, los dos saben de lo que hablan. Yo solo estoy asustada.

—Silvia es mi mujer —oigo decir a Gabriel. Levanto la mirada hacia ellos y están mirándome—. Nos casamos en Las Vegas hace unos días.

—¡¡Enhorabuena!! —exclama contentísima Kat—. ¿Y lo vais a celebrar con un tatuaje? Eso sí que es compromiso.

Gabriel sonríe mirando al suelo y se mete las manos en los bolsillos del vaquero.

—Bueno, es posible que no seamos un matrimonio al uso, pero quiero tener algo de ella para siempre y que ella lo tenga mío.

Nos miramos y el estómago me hierve dentro del cuerpo. Quiero vomitar. Quiero vomitar corazones, arcoíris y todas esas cosas rodeadas de purpurina.

Gabriel parece recordar de pronto algo y se saca un papel arrugado del bolsillo del vaquero y me lo tiende.

—¿Te gusta?

Lo cojo y sonrío. Es muy bonito y mucho menos moñas que el que yo tenía pensado. Es un sol saliendo del mar, pequeño y brillante, con muchos colores. Amarillo, naranja, rojo, turquesa. Se parece vagamente al que Scarlett Johansson lleva tatuado en el antebrazo, pero es más pequeño.

—¿Lo has dibujado tú? —le pregunto.

—Sí. —Y me parece que se sonroja—. Lo hice el otro día, cuando dormías. —Toco el papel. Son acuarelas—. Nos conocimos delante del mar mientras amanecía. —Sonríe y ahora sí que estoy segura de que está avergonzado, como un adolescente.

Me levanto y lo abrazo. Escucho a Kat reírse cuando Gabriel me levanta entre sus brazos y me besa el cuello.

—Eres tan especial… —susurra—. No quiero que esto termine jamás.

Nos miramos y nos besamos en los labios brevemente, como dos amigos que se han acostumbrado a hacerlo, aunque es la segunda vez en mi vida que mis labios rozan los de Gabriel. Quizá me estoy acostumbrando. Quizá no debería hacerlo más.

Elegimos tatuárnoslo en el mismo sitio. En la muñeca. Él tiene hueco y a mí siempre me ha parecido un buen sitio para llevar un tatuaje. Estoy loca; esto es de por vida. ¿Será de por vida algo más entre Gabriel y yo?

Quiero ser la primera en hacerlo para no arrepentirme, así que allá que voy, que nadie me pare. Los chicos de la tienda son todos muy majos y cuando empiezo a lanzar grititos nerviosos acuden con una botella de bourbon para templarme el ánimo. Gabriel está sentado en una silla, como dejado caer, con la cara apoyada en una mano y sonriendo; parece estar pasándoselo bien.

Esto ha tardado mucho más de lo que pensaba, aunque el hecho de haberme desmayado ha distorsionado un poco el espacio-tiempo para mí. Gabriel se ha preocupado mucho. Lo primero que he visto al recuperar el conocimiento ha sido su cara y su mano golpeándome rítmicamente la mejilla.

—Silvia, por Dios, ¡trata de no matarme de un susto! —se ha quejado.

En este momento le están tatuando a él y yo no dejo de mirarme el tatuaje, fascinada por lo bonito y discreto que ha quedado. Ahora que lo veo no me arrepiento. No creo que pueda arrepentirme nunca.

Gabriel habla tranquilamente con Kat y uno de los chicos del estudio, que se acerca de tanto en tanto para ver cómo está quedando. Claro, él lo ha hecho ya muchas veces. Habla y de vez en cuando me mira y me pregunta si me gusta.

—Lo que más en el mundo —le contesto sonriente.

Cuando acabamos los dos tenemos un subidón de adrenalina, pero como no podemos ponernos a follar como bestias, decidimos aprovechar la energía y salir a cenar al restaurante japonés al que me llevó cuando llegué. Y si lo pienso, no puedo creerme la cantidad de cosas que han sucedido desde entonces.

—¿En qué piensas? —me pregunta mientras coge los palillos y juega con ellos.

—En todas las cosas que he vivido desde que llegué.

—¿Como qué?

—Pues… he visto Los Ángeles y Las Vegas, me he casado contigo, he ganado quinientos dólares en una ruleta, me he tatuado… —Y toco el plástico protector que llevo sobre el tatuaje.

—Espero que hayas disfrutado tanto que vuelvas pronto.

—Ha sido genial. Ojalá pudiera. —Alargo la mano y le acaricio el dorso de la muñeca, donde lleva una pulsera de cuero trenzado que le he comprado yo.

—¿Por qué no vas a poder?

—Porque tengo que trabajar y lo de venir a pasar un fin de semana… —Hago una mueca simpática—. Al menos tendrá que esperar hasta las vacaciones del año que viene.

—¿Por qué no cambiamos los billetes de vuelta? Puedes quedarte una semana más. —Gira la mano y sus dedos y los míos juguetean.

—No, qué va. Tú debes prepararte para la gira y yo también tengo cosas que solucionar en España.

—¿Álvaro? —pregunta con una sonrisa irónica.

—Álvaro. Cómo no.

Sonríe y se echa hacia atrás en la mesa, soltándome los dedos cuando un camarero nos llena la mesa de comida.

—¿Le dirás que nos hemos casado? —me pregunta al tiempo que vierte salsa de soja en dos cacharritos.

—Buf —resoplo, y me cojo la cabeza entre las manos—. Eso puede ser motivo de una batalla muy sangrienta.

—¿Puedo hablarte con franqueza, Silvia? —Y por primera vez desde que le conozco parece un amigo al uso.

—Claro. ¿Sobre qué?

—Sobre Álvaro y tú. —Vuelve a inclinarse en la mesa, hacia mí—. Creo que te está limitando, que te ha puesto un grillete imaginario que te impide hacer tu vida. No eres feliz allí y no lo eres por su culpa y por la tuya. Ese trabajo no es para ti, pero te resistes a buscar otro por él.

Me dejo caer en el respaldo de la silla y me muerdo los labios, preocupada.

—¿Qué voy a hacer si no? —le pregunto.

—Ven a trabajar conmigo, por ejemplo.

—¿Contigo? —Me río abiertamente—. ¿De qué? ¿De tramoyista?

—No. De asistente. —Y parece que lo dice en serio—. Mi asistente. Es algo que sé que harías bien. Solo tendrías que estar conmigo y hacerte cargo de algunos temas que delegaría en ti…

—Estás loco.

—No me tomes por loco. Piénsalo.

Al volver a casa los dos estamos muy callados. Él me coge por encima de los hombros y paseamos por el jardín a oscuras. Voy a echar esto de menos. Huele a césped recién cortado y a verano. La brisa me refresca la cara y mueve algunos mechones de mi pelo.

—¿Estás triste? —me pregunta cerca del oído.

—Un poco.

No me pregunta por qué. Solo me besa el cuello y me aprieta más contra él. La piel se me ha puesto de gallina en una oleada brutal.

—Ojalá no tuvieras que irte jamás —susurra.

—Te cansarías de mí.

—Nunca.

—Conmigo en casa, ¿cuándo ibas a follar? —Me río.

—Quizá la solución pasa porque lo hagamos entre nosotros, ¿no?

—¿Hacer qué?

—Acostarnos.

Le doy un amago de puñetazo en el costado. Nos separamos y sonríe.

—Oh, qué gracioso eres —digo en tono grave.

—Hablo en serio. Es lo único que nos falta. Estamos enamorados, ¿o es que no lo ves?

—Tú no crees en el amor —gruño en respuesta.

—No, en eso tienes razón. —Y esboza una sonrisa preciosa y enorme.

Chasqueo la lengua contra el paladar y le acaricio la cara con las manos, apartándole el pelo.

—Dios…, qué guapo eres —digo como en trance, admirándole.

—Venga, bésame —me pide.

—No me hace gracia —le contesto a pesar de que me estoy contagiando de su sonrisa.

—¿Te lo imaginas? Tú y yo en la cama. ¿Sería raro?

—¿Dices guarrerías?

—No cuando hago el amor —responde resuelto.

—¿Sabes que es imposible que hagas el amor si no crees en el amor, listillo?

—Por ti creo hasta en Dios si quieres.

Y al decirlo me abraza la cintura y me pega a él. Le beso, no puedo evitarlo. Y él no se aparta. Responde al beso. Pero se trata de un beso casto, muy casto. Solo labio sobre labio. Y aunque es inocente, yo necesito más. Mi cuerpo necesita más.

Quiero pensar que es el tiempo que llevo sin sexo. Quiero pensar que es la reacción normal de mi cuerpo. Quiero pensar que no me estoy enamorando de otra persona que no me conviene y que nunca podrá quererme. Maldita sea, soy imbécil. Creo que soy la única gilipollas del mundo a la que le puede pasar lo mismo con dos tipos radicalmente opuestos.

Gabriel y yo separamos los labios. Me enrosco en su pecho delgado, abrazándolo, oliendo su ropa. Él me devuelve el abrazo, apretándome también.

—Contigo… soy feliz —susurra.

Cierro los ojos. Dios. Yo también. Y me da igual que no follemos. No me siento frustrada porque no tiene nada que ver. Con él soy feliz así, abrazada a su pecho. Me tranquiliza pensar que es un amor platónico que no se estropeará con sexo. O quizá me esté convenciendo de ello. Dejo mi mejilla sobre su pecho y paseo mis manos a lo largo de su espalda. Ronroneo cuando él hace lo mismo.

No tengo de qué preocuparme. Somos dos amigos que cuidan el uno del otro. Somos dos personas que se han convertido en importantes el uno para el otro. No hay nada perverso. No hay nada sexual. No es amor. No me hará sufrir…, ¿verdad?

Gabriel hincha el pecho y después de soltar el aire, susurra:

—Te quiero.

¿Ves, Álvaro? Era fácil…