CÓMO SUPE QUE ÁLVARO ERA PARA MÍ
Creo que no he sabido volcar bien en este papel la verdadera naturaleza de Álvaro. Creo que solo quedará constancia de su frialdad, de la malicia que a veces puede teñirle las palabras y de otras lindezas a la par. Pero ese no es Álvaro. Al menos no es el de verdad; la poca verdad que conozco de él, me temo.
Es posible que me enamorara de él porque lograra atisbar un poco de ese Álvaro que sí es de verdad, porque cuando sonríe relajado esos ojos grises le brillan con una fuerza inhumana. Cuando se ríe con naturalidad parece un niño pequeño, risueño, despreocupado y feliz. Cuando me cogía de la mano y trenzaba sus dedos con los míos la sensación era semejante a una oleada de…, de no sé. No quiero decir mariposas en el estómago, pero es lo que más se le parece. Durante los dos años que estuvimos juntos jamás pude superar esa sensación. Para mí nunca se apagó y hasta el día que rompimos, él me juró que también la sentía.
Había algo en la forma en la que Álvaro me miraba tumbado en su cama que me hacía perder la razón. Y no es que casi siempre lo hiciera después del sexo. Es que cuando me miraba así no me hacía ninguna falta que me dijera cosas como te quiero. Bagatelas. Un te quiero no significaba nada comparado con aquello. Fruncía ligeramente el ceño, solía morderse el labio inferior y parecía, en el fondo, sufrir. Y para mí era toda una declaración, eran todas esas palabras que necesitaba escuchar de él.
Había un gesto de Álvaro que me reconfortaba, daba igual la situación. Si yo estaba de pie y él sentado junto a mí, su mano iba hasta mi pierna y me acariciaba arriba y abajo la parte trasera del muslo. Sin más. Una caricia que sé que no era sensual, que me decía un escueto «no puedo apartar mis manos de ti». Era sencillamente… reconfortante.
Todas las mujeres poseemos un tendón de Aquiles con pene que vaga por el mundo; algunas supongo que tendrán la suerte de no encontrárselo jamás. Otras, como yo, nos topamos de morros con él y tenemos que aprender a gestionarlo. Y ese hombre es nuestra debilidad. Da igual que seamos feministas radicales porque por él, solo por él, seríamos capaces de arrastrarnos y de denigrarnos a nosotras mismas. Seríamos capaces de dárselo todo a cambio de prácticamente nada. Ese era Álvaro para mí. Pero es que además Álvaro era muchísimas cosas más.
Una vez discutimos. Discutimos tan de verdad que yo pensé que habíamos terminado. Hasta rompí una lámpara contra la pared. Hay que ver. Yo si hago las cosas las hago bien, sin duda. Y lo peor es que ni siquiera sé a qué vino la pelea. Creo que el motivo fue algo relacionado con el trabajo que después se convirtió en personal. Lo más normal dada nuestra situación. Aquella noche me fui de su casa con un portazo, apagué el móvil y anduve hasta mi piso, pero en lugar de subir enseguida me quedé sentada a oscuras en un parque cercano. Me fumé tantos cigarrillos como pude hasta que aplaqué mis ganas de llorar y de tirarme a las ruedas del primer camión que pasara. Y es que ya lo he dicho muchas veces: soy la reina del drama. Silvia, la drama queen.
Cuando quise darme cuenta eran las dos de la mañana y hasta el mendigo que dormía todas las noches en el cajero de enfrente de mi casa había dejado ya de hablar solo para echarse a descansar. Y al subir a casa mi sorpresa fue mayúscula al encontrar a Álvaro desesperado.
—No te localizaba —dijo con el pecho agitado—. Joder, Silvia. No vuelvas a asustarme así nunca.
—¿Qué pensabas? ¿Que me había tirado a las vías del tren o qué? —contesté de muy malas maneras.
Álvaro no contestó, me agarró por la cintura y me abrazó tan fuerte que me faltó el aire.
—Joder, Silvia, joder. Perdóname. Sin ti solo soy un imbécil.
Sin ti solo soy un imbécil. Me acordé mucho de esta frase cuando rompimos. Y se la recordé a él también, quien ratificó que era verdad. No sé cómo ni por qué, pero yo ejercía algún tipo de influencia positiva en él. Y es que Álvaro conmigo se sentía vivo. Vivo. Parece fácil, ¿verdad?
Fue en octubre, poco después de su cumpleaños. Un sábado, paseando por el centro de Madrid, por la Milla de Oro, nos encontramos de cara con un compañero de la oficina. Soltamos las manos a tiempo, pero no sé si no le dio la impresión al pobre de que estábamos agitándonos como orangutanes. Al principio pensé que Álvaro iba a ponerse muy nervioso y que empezaría a disparar excusas para justificar el hecho de que estuviéramos riéndonos delante del escaparate de Dior, tan juntos. Pero él, nada, solo le saludó, le preguntó qué hacía por allí y cuando Manuel, mi compañero, le contestó con la misma pregunta se encogió de hombros y dijo:
—Mis padres viven por aquí. He traído a Silvia a presentársela.
Manuel abrió los ojos como platos y nos preguntó si iba en serio. Los dos nos echamos a reír.
—No, tonto del culo. Estaba aquí, babeando delante del escaparate, y me he chocado con él —aclaré yo.
Cuando se despidió, nosotros no fingimos marcharnos cada uno por un lado y había algo en la expresión de Álvaro que me decía que empezaba a darle igual que un día nos descubrieran.
—¿Qué es lo peor que nos podía pasar? —me dijo cuando se lo pregunté en casa—. ¿Que pidieran a alguno de los dos que buscase otro trabajo? Saldríamos ganando seguro.
Yo lo agarré por la cintura con emoción y le pregunté si es que íbamos en serio.
—Hace ya tiempo que eres algo serio. Ahora hasta me casaría contigo.
—¿Te casarías conmigo? —pregunté sorprendida.
—Sí. Claro que sí. —Sonrió.
Y no hablamos más del asunto. Porque… ¿qué iba a decirle yo? ¡Pongamos fecha! A mí no me hacía especial ilusión pasar por el altar pero sabía que él querría hacerlo, así que… ¿qué otra prueba de amor eterno podría recibir de una persona que ni siquiera decía te quiero? ¡Claro que quería verlo de rodillas delante de mí pidiéndome que me casara con él! Pero disimulé, que es lo mejor que se puede hacer con Álvaro…, mirar hacia otra parte.
Esa misma semana se ausentó del trabajo una mañana y cuando le pregunté si había tenido una reunión fuera de la oficina, salió por peteneras: que si asuntos con el banco, que si firmar unos papeles, que si mi tía la coja. Lo primero que pensé es que me engañaba. Pero cuando en su casa aproveché para revolver entre sus cosas en busca de pruebas, encontré unos papeles del banco con su firma y la fecha del día del crimen. Su coartada era sólida. Era, simple y llanamente, el recibo de una transferencia entre dos de sus cuentas. Una transferencia de doce mil euros. ¿Tenía doce mil euros en el banco? Vaya. Pues sí que es verdad que había personas en el mundo que ahorraban. Y yo que pensaba que era una leyenda urbana.
No le dije nada. Pensé que serían los típicos movimientos para evitar comisiones o yo qué sé, que había decidido tener ese dinero más a mano por cualquier cosa. No le di más vueltas, tranquila ya por poder decir que mi novio, ese fantástico ejemplar de macho humano que además se quería casar conmigo, no me engañaba porque tenía suficiente conmigo. ¡Y es que soy mucha hembra a pesar de no ser alta, eh!
Doce mil euros. ¿Para qué los querría?
A punto de llegar las Navidades Álvaro me dijo una tarde de viernes que tenía que ir a recoger una cosa al centro y que después pasaría a por mí para ir a cenar.
—¿Te acompaño? —le pregunté.
—No, no. Prefiero que me esperes en tu casa. He reservado mesa para cenar en el Bar Tomate y así te da tiempo a arreglarte y esas cosas —contestó.
Cuando pasó a buscarme en su pequeño Audi negro no lo noté diferente ni extraño. Estaba contento, eso sí. Le pregunté un par de veces si es que se había ido a hacer un masaje con final feliz, pero él negó con la cabeza mientras me toqueteaba el muslo.
—El único final feliz que quiero es contigo.
Me quedé mirándole sorprendida por aquel comentario tan… moñas.
—¿Sabes que algunos de esos masajes incluyen un dedo en el culo? —le dije incómoda de pronto con el ambiente.
—¿Qué dices? —Frunció el ceño, sorprendido.
—Sí, que no solo te hacen una paja. Además te aceitan el culo y te meten un dedito. —Le enseñé mi dedo índice—. Dicen que os da gustirrinín. ¿Quieres probar?
Álvaro se echó a reír a carcajadas.
—Lo que me sorprende es que tú quieras meterme un dedo en el culo, cielo. —Me miró—. ¿Y tu manicura?
—Confío en tu higiene personal.
Después los dos empezamos a reírnos y como intentó entrar en una calle en sentido contrario nos olvidamos del asunto del dedo en el culo y, claro, también de por qué habría ido solo a recoger «algo» al centro.
La cena fue normal. Tranquila. De las nuestras. Hablamos sobre el último libro cochino que estaba leyendo yo y sobre algunas prácticas sexuales con las que no estaba familiarizada pero al parecer él sí.
—¿Has hecho un trío? —le pregunté con la voz baja pero aguda—. ¿Cómo has podido callarte hasta ahora que has hecho un trío?
—No ha surgido el tema —dijo pasándose la servilleta por los labios.
—¡Has tenido doscientas mil ocasiones para confesar que te lo has montado con dos tías a la vez! Porque… eran dos tías, ¿verdad?
—Sí —asintió—. Maika y una tía que conocimos en una discoteca.
Abrí los ojos de par en par. Vaya, que era de verdad y todo, que no era una coña.
—Cuéntamelo.
—¿De verdad quieres que te lo cuente?
—Claro.
Álvaro se acercó hacia mí, sobre la mesa, y susurrando empezó:
—Maika decía que era rubia, pero cuando le quitabas las bragas estaba claro que algo fallaba. La otra, la de la discoteca, sí era rubia natural. —La voz le cambiaba cuando hablaba de ese tipo de cosas, se cargaba de algún tipo intangible de electricidad sexual que me ponía la piel de gallina—. Nosotros dos estábamos enrollándonos, borrachos, junto a la barra. Maika ya se había quitado el tanga y yo lo llevaba en el bolsillo de los vaqueros. Una chica no paraba de mirarnos y al final se acercó a nosotros y nos preguntó si queríamos tomar algo. Después me dio sus braguitas.
—¡Qué fuerte! —dije muriéndome de celos pero con la curiosidad al rojo vivo.
—A Maika de vez en cuando le daban puntazos muy raros, como pedirme que le pegara bofetadas en la cama o…, no sé, cosas. En realidad ella hablaba mucho de dejar que otra persona nos mirara mientras follábamos, así que cuando le enseñé las braguitas de la chica se le encendió la bombillita. Ella misma se lo propuso. —Se rio—. Fuimos a un hostal. Los del hostal fliparon cuando me vieron subir con las dos.
—Pero ¿solo iba a mirar?
—En un principio sí. Pero cuando quise darme cuenta Maika y ella estaban desnudas en la cama, besándose como locas y tocándose con una desesperación…
—Así que te metiste en medio, ¿no?
—No exactamente. Esperé un rato mirando. Entonces fumaba. Me fumé un pitillo mientras veía cómo otra chica le hacía un cunnilingus a mi novia.
—Qué sangre fría —le recriminé.
—No la tuve tan fría cuando me la comieron entre las dos. Me corrí a la de… una, dos y tres. —Me enseñó tres dedos.
—¿En serio? —Me eché a reír—. Anda que…
—Me recuperé rápido, no vayas a pensar.
—Y de acordarte ahora mismo la tienes dura como una piedra, ¿verdad?
—No. —Negó con la cabeza, con una sonrisa—. Pero apuesto a que tú estás empapada.
Me sonrojé y acercándome como pude le toqué la entrepierna por debajo de la mesa. No. No estaba dura.
—¿Es que no te excita?
—Me pone más pensar en las cosas que voy a hacerte esta noche. ¿Hacemos la prueba al revés?
—No. Yo sí estoy húmeda —confesé.
—Morbosa. Voy a hacértelo en el coche. Va a ser rápido, me temo. Llama al camarero.
Nunca había follado en una calle en pleno centro de Madrid, la verdad, pero es que fue tan rápido que no creo que nos arriesgáramos a que nos viera mucha gente.
Él echó su asiento hacia atrás, se desabrochó el pantalón y yo me senté encima, a horcajadas. Se deslizó dentro de mí con tanta facilidad que Álvaro se encendió. Bombeó deprisa y yo me corrí a la tercera o cuarta embestida. Él, poco después.
Fuimos a mi casa aquella noche. No hacía mucho frío a pesar de ser diciembre, así que cuando me propuso subir al terrado del edificio tampoco me pareció demasiado extraño. Pensé que quería seguir follando en sitios públicos. Iba contento como un colegial, risueño y cariñoso. No paró de toquetearme hasta que llegamos arriba.
Allí no había hilos de tender llenos de sábanas ni bragas de abuela de cuello vuelto. Los vecinos usábamos la terraza para cosas como aquellas, subir una noche a disfrutar de las vistas. A veces hasta encontrabas a alguien con una silla plegable bebiéndose algo con unos amigos. En los pisos pequeños hay que aprovechar cualquier posibilidad de tener «terraza».
Aquella noche estábamos solos. Nunca he tenido demasiado vértigo, así que me asomé a ver la calle. Álvaro no me acompañó.
—¿Tienes miedo? —le pregunté mirando hacia abajo.
—En absoluto.
Algo en su voz me llamó la atención. No sé qué fue, pero me giré. Cuando le miré, Álvaro esbozó una sonrisa espectacular y, cogiéndose un poco la tela del pantalón, hincó una rodilla en el suelo.
—Oh, joder, la puta —solté sin pensar, tapándome la cara con las dos manos.
—Silvia… —susurró él—. ¿Puedes mirarme un segundo? —Dejé caer las manos y le vi sacar una cajita preciosa—. Esto es solo el ensayo, ¿vale? —Abrió mucho los ojos al decirlo—. No te asustes. Tendrás otra oportunidad para decir algo más… femenino. —Me reí y sentí un nudo en la garganta terrible—. No sé decirte las cosas que debería y que sé que quieres escuchar. Soy un inútil, pero aún lo soy más si no estoy contigo. No quiero tener que preocuparme por eso jamás.
—Madre mía…
—¿Te probamos el anillo?
—¿Es grande? —dije con los ojos del gatito de Shrek.
—Sí.
—¿Y caro?
—Mucho.
Claro. Doce mil euros es lo que vale el solitario de compromiso de Tiffany’s. Doce mil euros brillantes, preciosos y elegantes que se deslizaron por mi dedo anular a la perfección.
—Vaya, he acertado la talla. —Sonrió mirándome desde abajo.
—Eso parece.
—Entonces ahora es cuando lo pregunto, ¿verdad?
—Creo que sí.
—Silvia, no concibo la vida si no es contigo. ¿Quieres casarte conmigo?
—Joder. Claro que sí.
Le besé. Le besé como si fuera la última oportunidad que me quedara en la vida para hacerlo. Y él me levantó con él, a la vez, y me abrazó.
—Eso es lo que yo quería oír —y al decirlo pareció un chiquillo.
—Pero… —logré articular a través del nudo de la garganta.
—Ahora vamos a esperar, ¿vale? A no ser que tú quieras otra cosa, yo prefiero que hagamos las cosas con orden. Guardaré el anillo. Conoceré a tu familia. Conocerás a mi familia. Te lo pediré como mereces y lo anunciaremos. ¿Estás de acuerdo?
—Sí —asentí.
—Lo haremos en…, no sé. ¿Grecia? ¿Croacia? ¿Estocolmo? Donde sea, pero los dos solos. Ahora déjame que te lo quite. Se merece que repitamos esto y lo hagamos mejor.
Álvaro me besó la mano y, pidiéndome permiso, me lo quitó y lo guardó de nuevo en la caja.
Fue la última vez que vi aquel anillo.