DIOS… ¿QUÉ HE HECHO?
He estado pensando mucho en todo lo que me dijo Gabriel sobre lo que quiero de la vida y sé que fugazmente tiene razón en que no debería malgastar mi juventud invirtiendo años en algo que no me hace desgraciada pero que tampoco me gusta. Pero tendría que haberlo pensado antes. A decir verdad siempre tuve la intención de hacer aquel máster de diseño gráfico. Pensaba pagarlo poco a poco con mi sueldo de Ruiz&Ruiz (que es como se llama la empresa en la que agonizo), pero Álvaro me dijo en una tutoría tras mis primeros seis meses en el puesto que debería centrarme en lo que estaba haciendo ahora y no abrir el abanico yendo hacia algo tan diferente. Pensé que era buena idea. Bueno, a lo mejor simplemente le hice caso porque estaba hipnotizada tratando de averiguar si lo que estaba viendo era su paquete marcado en el pantalón del traje o si es que le hacía una bolsa en la zona de la bragueta. Ahora sé que era paquete.
La realidad es que desde que entré no he hecho nada por mí. Y mucho menos desde que Álvaro y yo rompimos en enero. Esto se llama inmovilismo. Bea, que es muy sabia, me dijo en una de esas múltiples charlas posruptura que lo mejor era darme tiempo para asentarme, tranquilizarme y volver a mi rutina sin él antes de tomar una decisión precipitada que fuera como una huida hacia delante. El consejo está muy bien, pero igual yo lo he estirado un poco demasiado.
Estoy meditando con un mojito en la mano mientras me balanceo en la hamaca de cuerda que Gabriel tiene en el jardín. Ha venido a verle su productor y se han encerrado en la habitación de los premios, como me gusta llamarla a mí, así que tengo un ratito para no hacer nada y pensar.
¿Qué me gustaría hacer con mi vida en realidad? Siempre he sido poco proclive a los trabajos mecánicos. Me pega bastante poco eso de sentarme delante de un ordenador y realizar tareas monótonas sin más. Pero como siempre se me dio bien… ni siquiera me lo he planteado nunca.
Me gustaría mucho ser ilustradora. Por eso lo del diseño gráfico. Ya que se me dan bien las maquinitas, ¿por qué no hacer lo que me gusta con una herramienta con la que me apaño estupendamente? Quizá debería recapitular y volver sobre mis pasos. Debería hacer ese máster aunque suponga no tener demasiado tiempo libre en dos años. Sí. Así podré encontrar un trabajo en el que no esté Álvaro antes de que sea él el que llegue un día con la noticia de que se marcha e ir a trabajar deje de tener sentido para mí.
Despierto de mi estado meditabundo porque escucho el motor de un coche. Después oigo a Gabriel caminar sobre el césped; está dando la vuelta a la casa y viene hacia donde yo estoy. Le recibo con una sonrisa, que me devuelve de mil amores. Hay que ver qué guapo está cuando se relaja.
—¿Qué pasa, señor Siniestro? —le digo alargando la mano y cogiéndole de la muñeca.
—Ha venido a darme las fechas de la gira europea —y al decirlo me da impulso en la hamaca y vuelo durante un momento—. Aunque están tan espaciadas que casi ni es gira.
—Pero… ¿estás contento?
—Sí. Mucho. Pensar en volver a subirme al escenario y no hacerlo con la asfixia de un calendario tan apretado es genial.
—¡Qué guay! —grito.
—Escucha. ¿Y si hacemos una locura?
—¿Qué tipo de locura?
—Un viaje improvisado.
—¿Cuándo? —le pregunto bajándome de la hamaca.
—Ahora. —Y sonríe—. Cogemos el BMW y nos vamos a Las Vegas a pasar un par de días. Desde allí podemos coger un helicóptero y ver el Gran Cañón. ¿Qué me dices?
¿Qué le voy a decir? En menos de quince minutos tenemos las bolsas de viaje hechas y estamos metiéndonos en el coche, que parece un torpedo. Antes de que anochezca estaremos allí, en Las Vegas, la ciudad del pecado. Siempre he querido ir a Las Vegas. Me seduce mucho ese ambiente un poco casposo. ¡Qué bien! Voy a disfrutar como una enana.
A unos cien kilómetros paramos en una estación de servicio y después de comprar unas bebidas, de que se haga un par de fotos con unas universitarias que van también a Las Vegas y de que yo compre unas chocolatinas, me deja conducir el coche hasta el destino final. Cuando me acomodo en el asiento del conductor alucino. Menuda gozada. Gabriel se sienta a mi lado y me sonríe. Nunca he conducido un coche automático. Hacemos un par de pruebas por el aparcamiento y después salimos de allí como alma que lleva el diablo. Y me dice que no me preocupe por la velocidad.
—Pagaré la multa de mil amores. Hasta iría a la cárcel por ti.
Todo el mundo debería tener la oportunidad de conducir uno de esos coches alguna vez. Va tan suave, ronronea de una manera tan sexi. Por poco no me corro un par de veces. Lo pongo a una velocidad de pasmo pero el tiempo no pasa vertiginoso, como en el sueño de un adicto a las anfetaminas. Esta carretera, tan recta, nos deja hasta volar. Me siento volar.
La experiencia del viaje a Las Vegas empieza bien.
Al llegar no puedo alucinar más. Todo es como lo imaginaba. ¡Cuánta caspa, me encanta! Paramos en una calle y cambiamos de asiento porque él sabe muy bien adónde va. Empieza a hacerse de noche y tras mirar su reloj negro me pregunta si quiero ir a ver las fuentes del Bellagio hoy. Me encojo de hombros.
Gabriel ha decidido que nos hospedaremos en el hotel Aria. Y cuando detiene el coche en la puerta y entrega las llaves al aparcacoches me doy cuenta de que tengo la boca abierta. Nunca había visto tanta opulencia. Entramos en el hall, por donde camina mucha gente y nadie repara en Gabriel. Porque que no se nos olvide: el tío que camina a mi lado es Gabriel, el cantante, a pesar de que ahora vaya vestido con unos vaqueros muy rotos y una sencilla camiseta negra. Nos acercamos a la recepción y Gabriel carraspea para llamar la atención de la recepcionista, que entra en shock; pero no creo que sea porque sepa quién es, sino porque es muy guapo.
—Hola. No tenemos reserva, pero nos gustaría poder instalarnos en una de las Sky Villas —dice en un inglés con mucho acento americano.
—¿Y eso qué es? —le pregunto en español.
—Como un apartamento —me contesta mientras saca la cartera del bolsillo trasero del vaquero.
—¿Y no crees que con una suite normal y corriente es suficiente? —le digo metiendo el brazo bajo el suyo y apoyando la cabeza en su hombro—. Todo esto me hace sentir mal. Nunca me dejas pagar nada y si me dejaras, no podría.
—Esto es Las Vegas —dice mirándome con una sonrisa—. No te irás sin malgastar un buen montón de dinero. Si no lo tienes, ¿qué más da? Yo sí.
La chica, después de teclear mucho, nos dice que el tipo de habitación que Gabriel ha pedido estará ocupado durante toda la semana. Joder, ni crisis ni nada.
—Denos entonces las que estén justo por debajo —pide al tiempo que le pasa una flamante American Express platinum—. Estaremos tres días.
—¿Cuánto puedes tener en esa tarjeta? —le pregunto mientras la chica se afana en ultimar el check in.
Gabriel me mira de soslayo y se ríe.
—No lo sé. Estas tarjetas no funcionan exactamente así. No es de débito.
—Eres jodidamente rico, ¿eh? —le digo entornando los ojos y con media sonrisa—. ¿Te has chapado la chorra en oro?
—Y brillantes. Luego te la enseño —contesta.
Cogemos una suite en el ático con dos habitaciones. Con este hombre todo son mansiones. No sé para qué queremos las dos habitaciones, porque desde luego estoy segura de que vamos a volver a dormir juntos todas las noches. Y yo duermo muy bien con su calor a mi espalda, aunque algunas mañanas despiertan muchas partes de su cuerpo que me inquietan. Su chorra de oro y diamantes, por ejemplo.
Dejamos las cosas sobre la cama del dormitorio que nos parece el principal y decidimos bajar a alguno de los restaurantes del hotel a cenar.
—Deberíamos ponernos elegantes, ¿no? ¿Has visto cómo va la gente? —le digo mientras abro la maleta.
—¿Qué te vas a poner tú? —me pregunta intrigado mientras se quita las zapatillas y se desabrocha los vaqueros.
Atisbo un poco de tatuaje y se me seca la boca, no puedo evitarlo. No creo que pueda acostumbrarme jamás a lo bueno que está.
—Este vestido —le digo, y saco la prenda más estrafalaria de todo mi armario.
Aún no lo he estrenado, pero sé que si en algún sitio puedo llevar un vestido negro de lentejuelas con una sola manga sin llamar demasiado la atención, es en Las Vegas. Saco unos zapatos peep toe de plataforma negros también y le miro sonriente. Gabriel pone los ojos en blanco.
—Un pelín exagerado, ¿no?
—¡No! —exclamo quitándome las zapatillas—. Porque hoy salimos de marcha por Las Vegas y ya sabes lo que dicen: What happens in Vegas stays in Vegas!!
Gabriel me mira entornando los ojos.
—¿Quieres de verdad salir por aquí a lo loco?
—¡¡Claro!! —Sonrío mientras me quito los calcetines y después los vaqueros.
Le guiño un ojo y voy trotando con mis cosas al baño. Antes de cerrar Gabriel me dice, teléfono en mano:
—Mañana no te quejes.
Burbujeo. No respiro. Solo burbujeo. Llevo un rato en un estado de sopor en el que no me encuentro profundamente dormida pero tampoco despierta. Estoy decidiendo si realmente quiero despertarme y hacer frente a lo de anoche.
Y sí. GUAU. Cuando pensaba en salir en Las Vegas imaginaba una cosa así. No estoy decepcionada. Lo que estoy es… resacosa.
Pestañeo y, resistiéndome a salir del estado de duermevela, me agarro a Gabriel, que está tumbado a mi lado, boca arriba. Lleva la camisa blanca abierta, la corbata negra arrugada hacia un lado con el nudo casi deshecho y los pantalones también desabrochados. Con lo guapo que estaba ayer…, ahora parece que lo han dejado caer desde un helicóptero de esta guisa.
Me aprieto contra su pecho y gimoteo. Me duele todo. No siento los dedos de los pies; los di por perdidos a las ocho de la mañana. Las ocho. ¡Dios, me dieron las ocho entre clubes, reservados, copas y limusinas!
Me duelen también las piernas, de los tacones. Sé que terminé descalza y que Gabriel me dijo que llevaba pies de hobbit. No, si… acordarme me acuerdo de todo. Creo.
Gabriel se mueve de repente y se incorpora, como Nosferatu, volviendo de entre los muertos con violencia. Abro un ojo y lo miro mientras se revuelve el pelo. Y con la cera de peinado el resultado es como el pelo que lleva Bruno Mars. En plan… melenón a lo fifties que reta a la gravedad. Aun así está guapo.
—Joder… —balbucea mientras se coge la cabeza.
Sí. Joder. Si juntáramos en un recinto todo lo que bebimos ayer entre los dos podríamos llenar una piscina y hacernos unos largos. Fue divertido, claro. Pero… aún estoy decidiendo si me gusta salir de fiesta con Gabriel. Creo que lo nuestro es más darnos mimitos y contarnos nuestras mierdas. Se pone muy raro…, ¡no es una crítica, que conste! Pero no estoy acostumbrada a verlo en estado frenético, pidiendo más botellas, más cigarrillos, más música. Solo espero haber estado a la altura para poder abandonar la senda de la perversión con la cabeza bien alta.
Me incorporo también y me sonríe con pereza. Lo agarro, lo empujo de nuevo sobre la cama y me vuelvo a enroscar en su costado, con una pierna sobre él. Su mano me acaricia el muslo de arriba abajo y, aunque estoy cómoda con esa caricia, una de esas veces llega más arriba de lo habitual. Gabriel me está tocando el culo, así, como si nada. Y no es lo habitual.
Decido que es mejor no decir nada, porque se trata de un roce casual. No quiero darle más importancia de la que realmente tiene. Pero entonces me aprieta contra él y me doy cuenta de que la respiración se le ha agitado y que jadea suavemente. ¿Está Gabriel cachondo? El brazo que rodea mi espalda deja caer la mano y me acaricia suavemente la piel que mi vestido deja al descubierto con la yema de los dedos. Contengo la respiración. Por primera vez en mucho tiempo mis hormonas están sobrerreaccionando a un estímulo. Al quitar la pierna de encima de él tratando de poner distancia, paso sobre una erección y Gabriel se estremece por el roce.
Hay un silencio extraño en el que ninguno dice nada. A él no lo sé, pero a mí las braguitas me palpitan. Bueno, me palpita lo de abajo. Gabriel se gira hacia mí y nos quedamos mirándonos. Se humedece los labios. Yo tengo la boca tan seca que podría haberme pasado la noche comiendo polvorones.
—¿No puedo acariciarte? —susurra con un tono de voz… sensual.
Rediós. Pero… ¿esto qué es?
—No lo sé —le contesto—. ¿Puedes?
—¿Te incomoda? Nunca me pareció que…
—Normalmente no me incomoda. Solo es que esta mañana es un poco… diferente.
—¿Por qué?
—No sé —le digo.
Gabriel me coge y me aprieta contra él, me abraza e inspira en mi cuello, oliéndome. Me acaba de poner la piel de gallina en todo el cuerpo. Aún llevo el vestido de lentejuelas puesto y siento que mis pezones duros se aprietan contra la suave ropa interior y el forro. Me dejo llevar un momento y cuando me doy cuenta, he dado la vuelta y estoy sentada sobre él a horcajadas. Jadeo y él jadea con una sonrisa provocadora. Oh, Dios…
Le acaricio el pecho con la palma de las manos y le aparto la camisa desabrochada. Miro los tatuajes, uno a uno, intentando concentrarme en algo que no sea lo mucho que me excita. Gabriel se quita la corbata de un tirón y después me acomoda sobre su erección, moviéndose y provocándome un cosquilleo muy sexual. Esto no está pasando…, no puede estar pasando.
—No deberíamos —le susurro.
—¿Por qué? Conectamos.
—Por eso —insisto, y sabe Dios que me está costando insistir—. No quiero estropearlo.
—¿Te apetece? —susurra.
—Claro que sí. —Me río.
Gabriel se remueve debajo de mí y sus manos me suben el vestido por encima de mis caderas. Ahora mi culotte de encaje está a la vista y él agarra mis nalgas con firmeza, empujándome sobre su erección. Gimo y me muerdo el labio inferior. Gabriel sabe lo que hace si la cosa va de excitar a una mujer.
—No, por favor… —le pido con un hilo de voz, porque si sigue haciéndolo perderé el control.
—¿Por qué? —dice con los ojos cerrados—. Siéntelo…, ¿no lo notas? ¿No notas cuánto nos apetece?
Su mano desabrocha de un certero movimiento la cremallera de mi espalda y después me ayuda a bajar la única manga del vestido, que queda arrugado en mi cintura a modo de fajín. Arriba un sujetador de encaje y transparencias, fino y sin tirantes, recibe la mirada de Gabriel.
—Dios… Silvia…
Se incorpora, quedándose sentado en la cama, y hunde la cabeza entre mis pechos. Noto su boca húmeda entre los dos y sus dedos clavarse en mis nalgas para después arrancarme el vestido hacia arriba. Cierro los ojos cuando sus labios y sus dientes saborean mi cuello. Cada vez que cojo aire, mi garganta está más seca y mi sexo más húmedo.
—Párame ahora si no quieres, nena —susurra mientras riega mi cuello de besos—. Dos minutos más y no voy a poder.
—Para…, por favor. Por nosotros, para.
Gabriel resopla, como si estuviera a punto de decirme que debo de estar loca si le pido que pare, y… ahora o nunca, así que yo me levanto. No quiero llegar más lejos porque sé que soy de voluntad débil. Si sigue tentándome, en menos de cinco minutos estaremos desnudos y entregados al fornicio. Y es tentador, que conste, pero no. Es raro y no quiero estropear otra relación con algo simplemente sexual. Y estoy segura de que en el fondo él tampoco lo desea. Es la resaca, que nos tenemos a mano, es…
Gabriel se sienta en la cama y después se levanta con un gruñido. Casi no me atrevo ni a mirarlo. Quiero explicarle por qué no quiero seguir, pero no me da opción.
—Voy a darme una ducha —me dice con evidente mal humor.
Que sea fría, pienso. Y yo creo que tenemos que hablar, pero sí: mejor nos damos una ducha antes. Se nos acumulan los problemas.
La ducha me sienta bien, pero me espabila. Eso significa que empiezo a acordarme claramente de que ayer, en mitad de una nebulosa etílica, tuvimos muchas de esas «ideas brillantes» que cuando amanece se convierten en verdaderas aberraciones. Como cuando se me ocurrió que sería genial que todas mis amigas nos tiñéramos las cejas de rubio platino. Pues lo mismo…, abominaciones. Vuelvo a la habitación desde el otro cuarto de baño y encuentro la ropa de Gabriel tirada en el suelo de la habitación, de cualquier manera. Chasqueo la lengua contra el paladar y la recojo, atusándola. De uno de los bolsillos del pantalón cae algo, que recojo después de dejar las prendas extendidas sobre la cama desecha. Es un trozo de plástico pequeño, como la esquina recortada de una bolsa.
Gabriel sale del baño con una toalla enrollada a la altura de la cintura y el pelo aún húmedo. Yo le enseño lo que se ha caído del bolsillo y le preguntó qué es. Él se dirige hacia la maleta y rebusca dentro de ella, dándome la espalda.
—Lo que quiera Dios que sea tiene pinta de tener que ir a la basura —contesta aún tirante.
Yo lo tiro a la papelera y salgo al salón. Necesito un cigarro.
Cuando termina de vestirse, Gabriel viene a buscarme. Cuando me encuentra pasa unos segundos sin saber qué decir. Yo le doy el pie:
—No pasa nada —pero se lo digo sin mirarle.
—Joder, Silvia, lo siento. Ha sido un momento de calentón —y me lo dice así, a su manera dejada y cansada—. Yo te respeto. Me arrepiento mucho de haberme puesto en ese plan.
—Sé que me respetas. —Le sonrío y levanto por fin la vista hacia su cara.
—Toda la sangre se me fue de las neuronas al rabo. —Sonríe—. No espero que te comportes como todas y te abras de piernas sin pensar. He sido un gilipollas. No volverá a pasar.
—Si lo piensas, incluso tienes derecho de exigirlo —le contesto.
Gabriel se queda mirándome y se va dibujando una sonrisa en su cara hasta que explota en carcajadas. El muy cabrón. A Gabriel todo esto le hace gracia, pero a mí no me la hace tanto.
—Hostias, Silvia…
El caso es que ahora, mientras desayunamos en la habitación, me pregunto a mí misma por qué estoy tan jodidamente tarada. A decir verdad no son horas de desayunar, más bien de comer, pero no es que estemos respetando mucho los horarios de comida últimamente. Ni eso ni nada. Ayer nos emborrachamos mucho y muy fuerte e hicimos cosas horribles; en eso estoy pensando. No, no nos hemos acostado. Aunque esta mañana nos lo hemos estado planteando…, ¿no? La guinda del pastel.
Y él no para de reírse en silencio para no despertar mi ira. Después se mira la mano izquierda y sigue riéndose un rato. La madre que le parió. Tengo ganas de abofetearlo, pero la verdad es que en el fondo a mí también me hace gracia.
—Y lo jodido es que me acuerdo de todo —dice moviendo los dedos de su mano izquierda—. Y sé que nos pareció buena idea a los dos.
—En el estado en el que nos encontrábamos ayer nos podría haber parecido una idea brillante cortarnos los dedos de los pies —le digo pinchando con el tenedor un trocito de tortilla de queso que hay en mi plato—. No es como si hubiéramos hecho un batido de alucinógenos, pero no sé qué mierdas bebimos…
—No le des más vueltas. En ese momento nos pareció buena idea y ya está hecho. —Y se descojona.
Cojo una uva y se la tiro. Aunque se tapa la cara con las manos, le da en la frente, rebota y me impacta a mí en la nariz.
—¡Joder! —me quejo.
Gabriel sigue descojonándose. Lleva riéndose desde que se ha acordado de que ayer decidimos casarnos en Las Vegas Wedding Chapel. Y lo más jodido es que nos pareció tronchante tramitarlo de verdad. No es coña. Estoy casada. Estoy casada legalmente al menos en este Estado y probablemente también en todo el país. Me casó Elvis con una americana dorada y cerramos la ceremonia cantando y bailando Viva Las Vegas.
—Querida… —me dice con ceremonia.
—¡Cafre comepollas! Tenemos que ir a deshacer este entuerto —le contesto.
—Tranquila. Para que sea legal en España tendríamos que llevar los papeles a un registro civil. Ya lo haremos cuando lleguemos a Madrid. Quiero que nos den el libro de familia y esas cosas.
Me levanto y me voy hacia el salón, donde está nuestro paquete de tabaco. Me enciendo un cigarrillo y cuando viene a mi lado resoplo nerviosa. Esto es con diferencia lo más irreflexivo que he hecho jamás.
—Es broma, Silvia. No pasa nada. ¿Tú sabes la de veces que debe de pasar esto al día?
—Pero no a mí. ¿Eres consciente de que eres mi marido?
Vuelve a descojonarse. Lo peor es que nos compramos unos anillos de verdad. Vamos, que llevamos unas alianzas de oro, preciosas y obscenamente caras.
—Debería comprarte un anillo de pedida —dice secándose las lágrimas.
Trato de no reírme, pero es que no puedo más. Dibujo una sonrisa y le digo que sigo enfadada.
—¿Qué quiere decir este descontrol? —le pregunto sin esperar respuesta—. Ayer nos volvimos locos. Y eso no está bien, Gabriel.
—What happens in Vegas stays in Vegas, ¿recuerdas? —contesta con una sonrisa enorme.
—Ya, claro, pero es que no sé yo si es posible mantener en secreto un matrimonio y menos contigo.
Y está tan guapo… y no sé si es que desde esta mañana lo miro con otros ojos o que esa boda absurda le ha sentado verdaderamente bien. Está relajado, sus ojos brillan, no lleva camiseta y se pasea por aquí con unos pantalones negros holgados que le quedan muy bien. Tiene los brazos en jarras y todos los tatuajes al aire. Estoy casada con este hombre y por más que lo hubiera soñado, no se acercaría ni un ápice a la realidad. Lástima que nuestro matrimonio sea una farsa; lástima que el raciocinio me haya tenido que volver esta mañana, cuando él quería hacer el amor conmigo…
—Deja de reírte. Pienso quedarme con toda tu pasta —digo entornando los ojos con una sonrisa.
—Ahora en serio. Dejémoslo estar, Silvia. Si es legal en el resto de Estados Unidos, pues mira. Y si es legal en España, dile a tu madre que soy un partidazo.
—Dios. Me mata… —Me tapo la cara.
—¿Pedimos a alguien del hotel que recoja las fotos? —me dice apretando los labios para no soltar una carcajada después.
Le miro dándole a entender que me parece un asunto serio y después, cuando me lo pienso, abro la boquita y digo:
—Sí, por favor.
Cuando llegan las fotos los dos estamos metidos en la piscina del hotel tomándonos un Bloody Mary, pensando en si debemos volver ya a Los Ángeles o seguir nuestro viaje como estaba planeado.
Salimos del agua, nos vamos a nuestra cama balinesa en un rincón y nos sentamos a ver las fotos. Dios santo. Estamos hasta guapos. ¿Cómo puede ser? Esperaba las típicas fotos con los ojos medio en blanco o con uno cerrado. Esperaba a los dos con las mejillas sonrojadas por el alcohol y expresiones estúpidas en la cara. Pero no. Estamos eufóricos, supersonrientes y contentísimos. Contentísimos porque nos hemos casado en Las Vegas y lo hemos hecho legal, porque pagamos un montón de pasta a alguien para que se encargara de formalizar todos los trámites. Tengo un momento de debilidad en el que me preocupo, pero Gabriel le quita importancia. Me dice que estas cosas pasan y que disfrutemos del viaje.
—Al volver hablaré con mi abogado a ver qué se puede hacer.
Me consuela pensar que al menos en España no es legal. Ya me preocuparé más adelante por cómo deshacer el entuerto.
Cuando anochece, y después de una siesta abrazados en el sofá, Gabriel y yo nos vamos paseando por Las Vegas Boulevard hasta llegar al hotel Bellagio. Es bastante pronto. Apenas debe de haber terminado un turno del espectáculo, porque la gente está aún disipándose hacia otros hoteles y casinos. Nosotros nos apoyamos en el muro frente a las fuentes, en silencio.
Nos encontramos cómodos en este silencio. Cuando nos conocimos me dijo que le gustaba porque sabía cuándo tenía que callarme y me da la sensación de que este es uno de esos momentos en los que vale la pena estar así, sin hablar.
La gente se va agolpando allí poco a poco. Gabriel se ha puesto una gorra y lleva la visera hacia abajo. Apenas se le ve la cara. Espero que nadie le reconozca, porque si empiezan a acercársele nos iremos de vuelta a la habitación.
—Ya empieza —dice antes de besarme la sien.
Yo me apoyo en el muro y él me rodea con sus brazos desde atrás. Como es alto puede apoyar la barbilla en mi cabeza. Ay, ¿qué tendrán los hombres altos que me gusta tanto?
Gabriel estará a punto de llorar sangre o algo por el estilo, pero la piel se me pone de gallina cuando comienza el espectáculo. Suena Con te partirò de Andrea Bocelli en la versión que canta con Sarah Brightman y los juegos de luces y agua se van sucediendo según la intensidad y el ritmo de la música. Primero con suavidad, dibujando ondas en el aire, alcanzando casi el cielo en su recorrido ascendente y arrancando gemidos de sorpresa entre la gente que se agolpa allí. Me arrebujo contra el pecho de Gabriel y él se retuerce para poder mirarme a la cara. Sonríe y después se inclina en mi oído para susurrar:
—Haces que hasta esto sea un recuerdo precioso.
Nos abrazamos y sus manos tatuadas se deslizan a lo largo de mis brazos hasta mis manos, donde trenza sus dedos con los míos. Contengo el aliento cuando un escalofrío me recorre entera y siento la necesidad de apretarlo contra mí, agarrarlo fuerte, como si temiera que se desvaneciera. En mi interior crece algo tan nuevo que no sé darle ni siquiera nombre.
La fuente explota aquí y allá y la luz se nos refleja en la cara. Y cuando se lo cuente a Bea seguro que le arranco una carcajada. Después me dirá que soy una hortera y yo intentaré explicarle en vano todo lo que he sentido, no por las luces ni por el sonido del agua, ni por la música que se desliza entre nosotros, sino por el calor de su cuerpo a mi espalda, sus dedos entre los míos y sus labios apoyados en mi sien. ¿Qué es esto, Gabriel? Es… especial.
Cuando acaba me siento decepcionada. Me ha sabido tan a poco… La gente se va marchando.
—¿Te ha gustado? —me dice.
—Mucho. —Me giro hacia él y le abrazo, apoyando la mejilla en su pecho—. Gracias.
—Si vieras cómo te brillan los ojos… —Sonríe mientras me aprieta y me besa sobre el pelo—. ¿Quieres que nos quedemos a la siguiente sesión? Creo que es dentro de quince minutos.
—Sí, por favor —le pido.
No decimos nada. Permanecemos allí, apretados, abrazados. Ojalá nadie nos moleste. Ojalá nos dejen solos un rato. Gabriel suspira con vehemencia.
—¿Qué pasa? —le pregunto mirándole.
—Si me hubiera acostado contigo, si supiera cómo es tenerte de verdad, pensaría que estoy enamorándome de ti como un imbécil.
Y ese comentario me deja fuera de juego. ¿Si nos hubiéramos acostado esta mañana habría entendido que lo nuestro es amor? No comprendo nada. Tengo que distender el ambiente.
—Puede que sea amor platónico. —Le sonrío mirando hacia arriba—. Pero no te encapriches, cielo. No me gustaría romperte el corazón.
Se ríe entre dientes y al parpadear nos veo en la cama y no puedo imaginarnos follando como animales, sino haciendo el amor. ¿Qué está pasando? Gabriel debe de follar como una auténtica bestia y yo lo imagino haciendo resbalar su nariz por el arco de mi cuello, hundiéndose en mí con cuidado, sonriendo y diciéndome que me quiere. Me cuesta tragar saliva. Si no lo pregunto, exploto.
—¿Te acostarías conmigo? —y lo digo de pronto, como en un disparo de palabras.
Baja la mirada sorprendido y se ríe. Le vibra el pecho y con él, yo.
—¿A qué te refieres?
—Si crees que soy atractiva. Si me follarías hasta partirme por la mitad.
—Esta mañana casi lo hago. Y creo recordar que anoche me casé contigo. —Le doy un golpe en el pecho—. Claro que eres atractiva —contesta.
—¿Entonces?
No me veo, pero me conozco y sé que ahora debo de parecer uno de esos dibujillos animados con los ojitos brillantes. Soy el equivalente con pelo de ardilla del gatito de Shrek. Y me asusta. Me asusta poner esta cara sin poder remediarlo y me asusta que el estómago me suba hasta la garganta. Gabriel está frunciendo el ceño poco a poco, preocupado.
—Tú no te mereces que yo use tu cuerpo para eso, Silvia. Tú mereces que alguien te meza, te cuide, te adore de por vida. Y yo no creo en el amor —susurra levantando de pronto las cejas—. Y cuando me encapricho, me pongo como loco. No quieras que pase, Silvia.
Se me encoge la mayor parte de vísceras y tengo ganas de vomitar. ¿Es resaca o enamoramiento?
—No quiero que pase —miento como una bellaca.
—Yo a ratos sí. —Sonríe—. Estamos tan bien… A veces me pregunto: ¿por qué esto no puede ser eso que llamáis amor?
No lo entiendo. Gabriel necesita un manual de instrucciones. Igual en el libreto de alguno de sus CD encuentro algo parecido. Como que no se puede mojar y que nunca hay que darle de comer después de medianoche.
—Porque no lo es —le contesto—. Si fuera amor, lo de esta mañana no habría sido un calentón. Habría sido más por la necesidad de sentirnos cerca que porque estuviéramos calientes.
Gabriel sonríe.
—¿Era así con Álvaro?
Álvaro. La sangre me viaja a toda velocidad hasta concentrarse en el estómago y me mareo momentáneamente. Me va a odiar cuando sepa que me he casado con un tío que apenas conozco; me dijo que quería arreglarlo y yo me emborracho y me caso legalmente con Gabriel.
—No. Con Álvaro no era así —digo en un tono un poco más seco de lo que pretendo.
—No te enfades, Silvia. —Y Gabriel me abraza.
Huelo su camiseta y me llega ese aroma tan característico, mezcla de suavizante, perfume y no sé qué más.
—No puedo enfadarme contigo. No sé qué me has hecho, pero…
—Yo siento lo mismo.
Nos miramos. Es de noche y las luces de la avenida principal de la ciudad brillan por todas partes. Se escucha el vocerío de la gente que se acerca a ver el espectáculo del Bellagio. Las luces y el movimiento del agua se reflejan en los ojos grandes y color caramelo de Gabriel, que se inclina hacia mí. A pesar de que sé que me va a besar, me sobresalto cuando vuelve a acercarse un poco más. Cierro los ojos y sus labios se aprietan sobre los míos. Oh, Dios…, Gabriel me está besando.
Que deje de girar el mundo, por favor, porque Gabriel me está besando. Y no es uno de esos besos que te das con un amigo, porque sus labios se resbalan de pronto de entre los míos, humedecidos. Lanzo los brazos alrededor de su cuello y él me abraza con fuerza mientras abre ligeramente la boca. Su lengua acaricia la mía y sus manos se meten entre mi pelo. Soy consciente de cada partícula de mi ser, de cada respiración y milímetro de mi piel. Creo que voy a correrme cuando su mano derecha baja de mi cintura hasta cogerme el trasero y apretarme contra él. Su lengua baila despacio con la mía, casi tímidamente, haciendo de este beso lo más parecido que conozco a un beso de amor. Álvaro dijo que me daría un beso de amor pero… no fue así. Ni siquiera se le pareció. Con este el mundo al completo ha desaparecido. No hay fuente, no hay gente, no hay sonido alguno. Y cuando se termina y nos quedamos abrazados, casi siento ganas de llorar, porque quiero encontrar una excusa para poder volver a hacerlo. Gabriel suspira.
—Es evidente que si no te quisiera tanto, esto iba a terminar en nuestra habitación.
Sonrío con tristeza.
—No ha sido un beso de amor —susurro mientras lo abrazo más para convencerme a mí misma que a él.
—Qué mala suerte —susurra él también—. No es ese tipo de amor.
Sí, qué mala suerte. Joder, Silvia, se veía venir…