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EL MEJOR AÑO DE NUESTRAS VIDAS

El primer año de noviazgo fue un periodo de adaptación muy largo pero salpicado de muchos buenos momentos. Sí, Álvaro y yo fuimos felices a nuestra manera. A pesar de que podemos guardar un muy buen recuerdo de esta época, no fue nada que pudiera compararse con nuestro segundo año, cuando ya sabíamos qué esperábamos del otro y también las expectativas que teníamos que cumplir.

Así, Álvaro se amoldó a mi necesidad de alguien dulce, aunque él no lo es en realidad; lo sé. La manera en la que Álvaro demostraba que le importaba casi nunca era de esas que aparecen en las novelas románticas. Tendía a preocuparse en exceso, gritar y era un poco mandón. Pero solo cuando le preocupaba. Es una de esas personas para las que si no significas nada, lo más fácil es ignorar tu existencia con la más brutal frialdad.

Pero a pesar de ser bastante sieso en el trato, me dio lo que necesité. Abrazos, besos y muchas cosas en la cama. Como ya he dicho, me convertí en algo así como el traductor de Google «sexo-español, español-sexo». De vez en cuando también se soltaba y, arrancándose por soleares, confesaba algo de lo que sentía conmigo. Pero nunca decía te quiero; eso aprendí pronto a no esperarlo, por mi salud mental.

Yo, por mi parte, no me convertí en la mujer seria que él decía buscar, porque estaba segura de que nunca se habría enamorado de mí si realmente fuera así de gris. Sin embargo, llegué a un punto de equilibrio entre la madurez y mi original manera de ser.

Y por primera vez desde que estábamos juntos, Álvaro empezó a mencionar la posibilidad de dar un paso y conocer a nuestras respectivas familias. A mí me horrorizaba un poco imaginar a la mía recibiéndolo. No es que mi madre fuera el equivalente humano a la vieja de los gatos de los Simpson, pero a lo mejor mis hermanos sí. Y tampoco me imaginaba entrando en el palacete en el que seguro vivían sus padres. Pero era verdad que aquel constituía el siguiente paso.

Un día en primavera planteamos una noche de maratón amatorio a lo bruto pero, sin saber muy bien cómo, terminamos haciendo el amor. Y después, al finalizar, nos quedamos abrazados y hablamos sobre lo nuestro, sobre lo que sentíamos y sobre cómo nos imaginábamos el futuro. Era una de esas raras veces en las que Álvaro se dejaba ir.

—Pasé mucho tiempo diciéndome a mí mismo que lo único que me interesaba de ti era ponerte a cuatro patas en la cama —susurró él dibujando una sonrisa descarada—. Pero la verdad es que había más. Siempre hay más. Eres la cantidad justa de cosas prohibidas que necesitaba en mi vida. Si pecas es en exceso, pero no es nada que no pueda arreglar el tiempo. Eres lo suficientemente joven para permitirte ser así de temeraria, pero empieza a no preocuparme. Pronto serás mayor y entonces…, entonces simplemente te querré de por vida.

No era algo que esperaras escuchar de boca de Álvaro y, en un millón de sentidos, resultaba muchísimo más fácil decir «te quiero» y dejar el resto a entender. Pero él era así; también tenía sus rarezas. Álvaro gestionaba sus relaciones a partir del sexo y a la hora de hablar de sus sentimientos prefería las opciones rebuscadas de confesar cosas difíciles a un formulismo muy fácil de recordar. Las manías no las curan los médicos, dice mi madre.

Yo sí le decía que le quería. Eso y más. Que le quería, que era el hombre de mi vida, que jamás podría vivir sin él, que mi mundo giraba a su alrededor, que era el único capaz de hacerme feliz, que jamás nadie me excitaría como él y que, a pesar de haber tenido solamente dos relaciones en mi vida, sabía que la nuestra sería para siempre. Quizá el problema fue que le quise demasiado sin pararme a pensar en si me hacía bien o no.

Aparentemente era una influencia benigna para mí. De pronto yo llegaba a fin de mes sin tener que comer solo arroz y macarrones (aunque lo de ahorrar aún fuera una utopía), comía ordenadamente, no me entraban berrinches estúpidos y el ritmo de mi vida se volvió… normal. Aunque yo no lo fuera. Pero… (siempre hay un pero) esa reeducación ¿no estaría anulándome a mí y mi forma de hacer las cosas? Ahora lo veo claro: Bea tenía razón cuando me decía que le quería tanto a él que había pasado a convertirse en la medida con la que yo juzgaba el resto de cosas, incluida yo.

Bea no podía disimular que Álvaro no terminaba de convencerle. Intentaba obviar el tema porque, como mi mejor amiga que es, sabía lo enamorada que estaba y lo mucho que me importaba. Sin embargo, no podía mentirme; lo veía en sus ojos cada vez que le hablaba de él. No decía nada, solo me escuchaba y después contestaba algo bastante vacuo e insulso que no le pegaba nada. Pero había veces en las que no era capaz de controlarse y, con la boca llena de palabras por decir, confesaba que no le gustaba la Silvia que yo misma había construido para estar con él.

—Ese chico te hace sentir débil, Silvia, no protegida. Tienes un holograma de seguridad en tu vida porque, en realidad, lo que hace es crearte dependencia.

Yo le contestaba que no dijera tonterías, que éramos una pareja sana que sabía lo que tenía en el otro y que Álvaro me hacía sentir completa. Y que conste que yo creía a pies juntillas lo que decía.

—Álvaro, cariño… —le dije un día en su casa.

Él apareció por la puerta del salón cargado con una botella de vino abierta y dos copas.

—Ribera del Duero, ¿te parece bien? —preguntó.

—Como si entendiese de vinos… —Me reí.

Se sentó a mi lado en el sofá, sirvió las copas y se inclinó hacia mí para besarme el cuello.

—¿Qué me decías? —susurró.

—Nunca me has hablado de tus anteriores relaciones —le dije.

Él se puso rígido y me miró con una ceja arqueada.

—Oh, Dios, creía que ya habíamos superado esa etapa…

—No es una etapa. Es que nunca me has hablado de tus anteriores relaciones y tengo curiosidad. ¿Cuántas novias has tenido?

—Novias, novias… ¿Cómo tú? Ninguna tan guapa ni tan…

La que arqueó una ceja entonces fui yo.

—No quiero peloteo —aclaré.

—Ya —rebufó, y se acomodó, cogiendo la copa de vino otra vez—. Pues… a ver. Tres. ¿Satisfecha?

—¿Cuánto tiempo estuviste con cada una?

—Joder…, no me acuerdo. Espera. —Álvaro cerró un ojo y se puso a calcular—. Si no me equivoco, tres años con Susana, uno y medio con Maika y… unos cinco con Carolina.

—¿Cinco? —Abrí mucho los ojos.

—¿Quieres el informe completo? —dijo muy serio.

—No te estoy aplicando un tercer grado. Es solo… —me justifiqué.

—Susana y yo salimos juntos en la universidad. Éramos compañeros de clase y lo dejamos porque, sinceramente, no me veía pasando con ella el resto de mi vida. A Maika la conocí en el máster y rompimos cuando se fue a trabajar a Ginebra. No creo en las relaciones a distancia. Y Carolina es hermana de Marcos, uno de mis mejores amigos. Lo dejamos porque ella quería casarse y yo no.

Bajé la cabeza apabullada por la firmeza y frialdad con la que a veces Álvaro trataba algunos temas y cogí la copa.

—¿Tú quieres casarte, cariño? —dijo en un tono de pronto muy cariñoso.

—No especialmente —contesté.

—Yo nunca he querido casarme con nadie. Pensaba que es suicida comprometerse para siempre. Toda la vida follando con la misma persona…

—¿Para ti todo en la vida es follar? —dije sin poder evitar una sonrisa.

—Déjame terminar. —Sonrió mientras me acariciaba el pelo—. Ahora sí le veo sentido, ¿sabes?

—Yo también me haré colgajosa, arrugada y celulítica y un día dejará de apetecerte ponerme a cuatro patas encima de la cama. Es ley de vida. No sé si te has dado cuenta, pero la firmeza de mis muslos deja ya mucho que desear.

—Pero eres mi princesa.

Torcí la cara, extrañada por una expresión como aquella en los labios de Álvaro.

—¿Tu princesa?

—Sí, pero en la versión de El Chivi.

Le lancé una mirada de soslayo y me reí.

—¿Te acuerdas de que cuando me caí en aquella fiesta y…?

No me dejó terminar.

—Yo me acuerdo de todo lo que tenga que ver contigo —dijo con una sonrisa. Álvaro se acercó a mí, me quitó la copa de la mano y después me subió a horcajadas sobre él—. No imagino estar con nadie más que contigo. Me comprometa o no, siempre estaré enamorado de ti. Casarme ya no me supone un problema.

—¿Te arrodillarás delante de mí con un anillo en la mano?

—¿Es lo que quieres?

—No. —Me reí—. Bueno, sí, solo por hacerte pasar el mal rato, sí.

—Eres muy joven —dijo—. Esperaremos un poco más. No quiero atarte a mí y que dentro de unos años te arrepientas.

Le cogí la cara entre mis manos sin poder creerme que aquel hombre estuviera enamorado de mí. Álvaro es guapo hasta la extenuación. Da igual si te gustan los hombres morenos con ojos oscuros o los rubios con ojos verdes. Él es universal. No conozco a ninguna mujer que al verle no haya sentido una oleada de admiración. Álvaro siempre ha tenido un cuerpo naturalmente atractivo que además cuida. Es alto, delgado en su justa medida, tiene unas piernas largas a las que todo les queda bien (creo que incluso estaría monísimo con minifalda) y una espalda ancha y masculina, bien torneada. Es un hombre guapo, atractivo, sensual y con éxito. No, no era millonario como los héroes masculinos de todas esas novelas rosas, pero es el típico hombre que cuando peine canas, tendrá todo lo que haya querido tener. Ha sido educado para ello. Sé que un día dejará la empresa y que terminará siendo, no sé, consejero delegado de alguna multinacional.

¿Y yo? No estoy mal, lo sé, pero no tengo nada que ver con la belleza demoniaca de Álvaro, si soy sincera. No es falsa modestia, es que tendría que irme a los ángeles de Victoria’s Secret para encontrar a alguna mujer físicamente comparable a él. Y así con todo. No fui educada en las mejores escuelas, no hablo ochocientos idiomas y ni siquiera sé con qué tenedor se come la ensalada y con cuál el pescado. No se me dan bien las convenciones sociales y Álvaro tenía razón al decirme aquella vez que me hacía falta un filtro en la garganta que controlara lo que salía de mi boca.

Y sí. No solo éramos pareja sino que, a juzgar por lo que me decía, yo era la única persona de las que habían pasado por su vida con la que formalizaría un «para siempre». Eso me hacía sentir tremendamente orgullosa. ¿Quién dice que el amor no es ciego?

Recuerdo que aquella noche Álvaro se puso muy tonto y que a mí no me apetecía exageradamente entregarme al fornicio. Era la típica noche de tormenta para acurrucarse a ver una película, no para retorcerse entre las sábanas. Pero, como siempre, no le costó convencerme y cuando quise darme cuenta estaba tumbada boca arriba con las piernas bien abiertas y su cabeza entre mis muslos.

Le agarré del pelo, gemí y retorciéndome le pedí que me follara. Y al levantar la cabeza, Álvaro sonreía con malicia. Se colocó sobre mí y con un empujón de cadera se coló lo más dentro de mí que pudo.

—Te gusta fuerte, ¿eh? —dijo gimiendo. Me mordí el labio y asentí—. Por eso eres la única con la que quiero pasarme la vida. Eres la única persona capaz de darme lo que necesito.

No pensé en ello hasta que Álvaro se marchó por la mañana a comprar algo para el desayuno. Yo era la única que podía darle lo que él necesitaba. Pero ¿qué necesitaba? ¿Qué necesitaba de mí?