33

SABER QUÉ ES LO QUE QUIERO. DE TI, DE MÍ Y DE LA VIDA

Gabriel y yo estamos metidos en la piscina, callados. Hemos visto ponerse el sol e ir haciéndose de noche y seguimos aquí. Antes de irse, Tina, la chica que le cocina, nos ha traído unas copas y una cubitera con una botella de vino tinto espumoso. Esta chica está en todo. Es alucinante la lasaña que prepara. Me dijo que el secreto es pochar bien la cebolla y macerar la carne con especias.

Descubro que Gabriel está mirándome en silencio mientras juguetea con el pie de su copa en el bordillo. La luz de la piscina se le refleja en la cara y le otorga un brillo raro a sus ojos. Hace un rato se echó todo el pelo hacia atrás y así lo lleva aún, húmedo. Debería peinarse de esta manera más a menudo porque está tan guapo que podría decir que es demasiado. Tiene unos ojos preciosos y apabullantes…, de pasmo; de un marrón tan claro que ni siquiera lo parece, enmarcados por esas pestañas tan negras… Ojalá yo tuviera unos ojos así. Flagelaría a los hombres a pestañeos.

Me acerco a él y le sonrío. Llevo aquí cinco días geniales en los que apenas nos hemos separado. La primera noche decidimos charlar un rato en mi habitación después de la cena y nos quedamos dormidos. Recuerdo frotarme los ojos con vehemencia, que él se acercó y me pidió que me apoyara en él. Recuerdo que me hundí en su cuello y que su brazo me ciñó a su cuerpo. Recuerdo que me sentí como en casa y lo siguiente que recuerdo fue despertar, abrazados. Gabriel se despertó antes que yo y me dio los buenos días con un prolongado silencio y su mano acariciándome la espalda. Cuando nos levantamos no hubo ningún momento incómodo, de modo que el segundo día él mismo fue quien me preguntó si podíamos volver a dormir juntos, a lo que contesté tirando de su brazo hacia el interior de mi dormitorio. Después… hemos repetido todos los días. Es como una rutina. Si me despierto antes que él y está boca arriba lejos de mí, me hago un hueco bajo su brazo y me apoyo en su pecho escuchándole respirar. Me relaja mucho. Me relaja hasta el punto de volver a dormirme. Ayer se despertó porque estaba babeándole la tetilla. Yo sí que sé ser sexi, sí señor. Pero lo que me pregunto es: ¿es normal esta complicidad? Me siento tan cómoda con él como me sentiría si nos conociéramos desde hace años.

Gabriel me pregunta en voz muy queda en qué estoy pensando. Es tan de chica… Si pestañeo y se convierte en Bea, me lo creeré.

—Pues estaba pensando en que ayer te babeé la tetilla.

Gabriel lanza una carcajada e impulsándose un poco en el borde alcanza la botella y vuelve a sumergirse hasta la cintura mientras llena las copas.

—Sí que la babeaste, sí. Estarías durmiendo muy a gusto.

—Mucho. Me lo estoy pasando genial. Y no me voy de aquí sin repetir en el japonés ese al que fuimos anteayer y también el sitio de las tortitas gigantes.

—Sabía que te gustaría.

Le damos un trago a nuestras copas y le pregunto si no quiere ir a ninguna fiesta.

—Si tienes que hacer vida social, por mí no te preocupes. Esta casa tiene divertimentos para rato. No me aburriré.

—No me apetece hacer vida social fuera de aquí, la verdad, pero si tuviera que hacerla por promoción te llevaría conmigo. Compraríamos un vestidazo caro de la hostia y te llevaría cogida de la cintura. Les diría a todos los gilipollas que eres mi chica.

—Eso no habría Dios que se lo creyera ni puesto hasta arriba de LSD —le contesto—. Además, no espero que me compres cosas. Vine a verte a ti, no de compras.

—Dior, Chanel, Missoni, Miu Miu, Prada, Tom Ford, Marc Jacobs… —me tienta con voz sensual.

—¡Cállate! ¿Y tú por qué sabes tanto de moda?

—No sé absolutamente nada de moda. —Se ríe—. Pero supongo que no te sorprenderá saber que he salido con chicas y que les he hecho regalos.

—Esas zorras solo te quieren por tu dinero.

Los dos nos echamos a reír.

—¿Qué tipo de regalos te hacía él? —pregunta con soltura agarrándose de nuevo a la piedra del borde.

—¿Álvaro?

—¿De quién más hemos estado hablando durante cinco días? —Sonríe en una mueca muy sexi.

—Él me regalaba cosas así como…, como clásicas. Al principio no lo entendía muy bien, pensaba que estaba chapado a la antigua, pero después me di cuenta de que probablemente fuera su madre la que le tuviera dicho qué tipo de regalos debía hacer a una chica.

—¿Anillos, bombones y flores?

—Ni bombones ni flores. Bueno, una vez compramos una caja de bombones pero fue con fines eróticos. —Muevo la mano dándole a entender que no voy a ahondar en el asunto—. Él era más de joyería, joyería de la clásica. Unos pendientes o… un colgante… o…, no sé. Ese tipo de cosas.

—¿Nunca unos zapatos o un bolso o…?

—No. —Niego con la cabeza—. Eran siempre regalos caros que a mi madre le encantaban pero que a mí me hacían sentir… vieja. Era como si estuviéramos en una película de la España de los setenta y yo hiciera de una pilingui a la que su amante regala joyas a espaldas de su mujer.

Gabriel hace una mueca.

—¿Qué le viste a ese chico, Silvia? —me pregunta intrigado.

—Qué vergüenza —digo entre dientes—. Al principio, que era muy guapo. Para morirse de guapo. Y durante el primer año, que me daba matraca todas las noches.

—Viciosa —contesta.

—Y superficial. —Le miro y a pesar de lo que estoy diciendo de mí misma, me río—. Pero fue solo al principio. Después la verdad es que… Álvaro me hacía sentir especial. Desarrollé por él verdadera adoración. Me enamoré; soy muy irreflexiva cuando lo hago. Y él era muy cariñoso conmigo y tenía un millón de planes para los dos.

—¿Cómo qué?

—Desde viajes hasta cosas más…, como vivir juntos y… —Me mordí el labio con fuerza—. Y casarnos.

Gabriel me mira de reojo, sorprendido.

—¿Casaros? ¿Hablasteis de casaros?

—Sí, pero para hacerlo solos, sin grandes ceremonias. En Grecia o en…, yo qué sé. Cada vez decíamos un sitio. —Pierdo la mirada a lo lejos, en el jardín.

—Y al poco ir rodeados de una jauría de niños pijos repeinados y con pantalón corto.

—No. —Niego otra vez con la cabeza—. Álvaro no quería tener hijos.

—¿Y tú? —me pregunta malignamente.

—Sé lo que intentas. —Le sonrío de lado y vuelvo a mirar hacia el jardín—. Intentas hacerme ver que lo dejé todo por él y que se me olvidaron las cosas que yo quería en pro de las que quería él. Pero la verdad es que yo nunca lo he tenido claro. Es muy fácil ser mal padre y desgraciarle la vida a un niño…

Joder. No me gusta ponerme en este plan.

—Tu padre y tú, relación cero, ¿verdad?

Me quedo mirando a Gabriel alucinada y me pregunto si no habrá pedido a alguien que me investigue. Él espera que le conteste con las cejas levantadas.

—¿Qué eres? ¿Adivino? —le pregunto como contestación.

—Blanco y en botella. Con Álvaro buscabas un papá, probablemente porque te falta el tuyo. ¿Te llevas mal con él o murió?

—Ni una cosa ni la otra. Se piró cuando yo tenía, no sé, dos años. Flew away. Se casó con otra mujer, vive en Vigo, tiene dos hijas muy guapas y con el único que mantiene contacto es con el imbécil de mi hermano mayor.

—¿Tienes dos hermanas entonces…?

Me quedo mirándolo mientras noto cómo la Silvia seria se abre paso por mi interior.

—No. Para mí ser padre no es concebir, sino criar; por tanto ni ese hombre es mi padre ni tengo más hermanos que Varo y Óscar. Y bueno, el gilipollas, pero ese es harina de otro costal. Debió de salir a mi padre.

Me miro las manos arrugadas y se las enseño. Me río a carcajadas mientras le digo que soy una octogenaria y salgo de la piscina por el bordillo en una magnífica pirueta a lo albóndiga humana, para quedarme sentada fuera, con la piel de gallina.

—¡Coño! ¡Qué frío! ¿Quieres que te talle algún diamante con los pezones? Porque te prometo que podría.

Gabriel sale de un solo impulso y anda despacio hacia la terraza, donde coge dos toallas. Madre mía, qué erótico ha sido eso, ¿no? O a lo mejor es que estoy un poquito necesitada. Creo que me va a tirar una de las toallas, pero viene hacia mí y me envuelve con ella. Después se seca con la suya despreocupado, la deja caer en el césped y se sienta.

—¿Podemos quedarnos un rato más? —me pregunta desde abajo.

—Claro.

Me siento a lo indio a su lado con la toalla puesta por encima de la cabeza y él me da friegas en la espalda para que entre en calor.

—¿Crees de verdad que buscaba un padre en Álvaro y que por eso aguantaba algunas cosas de él?

—No especialmente; esa solo sería la explicación que te daría cualquier loquero. Te recomiendo encarecidamente ir a ver a alguno; contigo se lo iba a pasar pipa.

—Seguro que hasta me medicaba. —Y me hace un montón de gracia.

A Gabriel también. A veces parecemos dos tontos del bote.

—A mí todas esas cosas megaprofundas del subconsciente no me importan —dice—. Lo único que realmente importa en la vida es si uno es feliz o no, en el caso de que quiera serlo.

—¿Crees de verdad que hay gente que no quiere ser feliz?

—Claro. Me he topado con mucha gente con ese rollo. Mi ex era de esas. Solo quería hacer cosas que la llevaran al límite para poder romperse a gusto cuando no soportaba la presión que ella misma se imponía. —Se encoge de hombros—. Ella quería ser infeliz. Era su manera de realizarse a sí misma: convertir su vida en un drama continuo.

Me quedo mirándolo alucinada. Este Gabriel es tan raro… A veces cuesta sacarle las palabras como con sacacorchos y otras tiene esos ataques de verborrea en los que me cuenta algo superíntimo.

—¿Es la chica por la que escribiste aquella canción? —le digo mirándome los pies también arrugados.

—No, qué va.

Nos quedamos en silencio observando cómo el agua de la piscina vuelve a quedarse inmóvil hasta parecer de atrezo. Entonces Gabriel se gira y me pregunta si me gusta mi trabajo. Durante unos segundos, que me parecen una eternidad, no sé qué contestarle.

—Es lo mío —le digo—. Estudié para hacer lo que hago.

—¿Te gusta o no?

—Pues… —Arrugo el morro—. No mucho. Es bastante aburrido y mecánico. Siempre pasan las mismas cosas, que siempre se solucionan de la misma manera. Hay que lidiar con asuntos burocráticos que no me interesan y todo es tan feo allí dentro… Desde la moqueta hasta mis compañeros. Vamos, lo que viene siendo una oficina estándar.

Gabriel se echa hacia atrás y apoya las palmas de las manos en el césped. Le recorro el pecho con los ojos y me sorprende darme cuenta de que no veo los tatuajes cuando le miro, sino su piel. Y ahora mismo alargaría la mano y le acariciaría desde el estómago hasta el pecho…

—Uno tiene que dedicarse a algo que le guste. Es la única manera de ser… —empieza a decir.

—¿Feliz?

—No. Útil.

Le doy una pensada a su idea mientras asiento y lo único que se me ocurre contestar es que está muy místico esta noche.

—¿Qué te gusta hacer? —me pregunta.

—Comprar. Comer. Beber. Follar. Dormir. Mandar. —Lo que a todo el mundo.

Gabriel me mira de soslayo.

—La madre que te parió —musita.

—Es que no sé hacer nada realmente bien. Solo sirvo para lo que hago. Sentarme delante del ordenador y hacer mierdas de esas.

—Yo creo que podrías hacer otras cosas. Piénsalo…, ¿qué quieres de la vida?

Me quedo callada otra vez. Este jodido Gabriel… Le digo que no me raye la cabeza al estilo más chungo de la Fuenlabrada en la que me he criado, pero él insiste.

—Todo el mundo quiere algo, Silvia.

—¿Qué quieres tú?

—Te diría algo como «ser una leyenda» pero me darían ganas de suicidarme de algún modo ridículo solo por haberlo pensado. Yo quiero… estar tranquilo. Vivir como yo quiera y no hacerme viejo.

—¿Ser eternamente joven? —le pregunto riéndome por su ocurrencia.

—No. Morir joven.

Se me encoge el estómago y se me sube hasta la altura de las tetas.

—No digas esas cosas —le pido seria—. La vida es un regalo que no hay que desperdiciar. —Ahora la que se pone mística soy yo.

—Pues no la desperdicies. Tú también estás muriendo joven. Dentro de unos años no quedará de ti más que algo gris e indefinido.

Le miro con la boca abierta. El jodido James Dean de los cojones. Le doy un codazo y luego me imagino enterándome en la tele de que se ha matado en un accidente de coche. Me echo inmediatamente hacia él y le abrazo el pecho. Tengo ganas de llorar de pensarlo. Gabriel no puede morir joven…, no.

—Me asustas —le digo.

—No te asustes. —Me acaricia la espalda. La toalla se ha escurrido hasta quedarse tirada sobre el césped, así que sus dedos se pasean sobre mi piel, poniéndola de gallina.

Me incorporo y me quedo mirándolo.

—No te conozco de nada. Seguro que hay cosas de ti que ni siquiera me imagino. Pero de pronto te siento más cerca que al resto de seres humanos sobre la faz de la tierra.

—A mí me pasa lo mismo. Pero, Silvia, cuando pase el tiempo verás que soy una persona difícil y que tengo una inclinación natural a hacer daño a los que me quieren. Supongo que, como a todos, terminaré echándote de mi lado sin darme apenas cuenta y me hundiré un poco más en la miseria.

A pesar de lo jodidamente triste que es lo que me está diciendo, los labios se curvan hacia arriba, en una sonrisa conformista. Creo que está seguro de que lo que está diciendo es cierto. Niego con la cabeza.

—No creo que te deje hacerlo jamás.

Gabriel apoya la cabeza en mi hombro y su nariz dibuja un recorrido ascendente por mi cuello para volver a bajar al momento.

—No sé qué habré hecho para merecerte, pero debió de ser muy bueno —murmura.