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NEGÁNDOLE NADA

Mi historia con Álvaro, nuestra historia, no fue una historia de altibajos. Sí es verdad que discutíamos con frecuencia. Normal, si piensas juntar a una persona tan cuadriculada como Álvaro con otra tan excéntrica como yo. Sin embargo, en todas las relaciones hay un momento de inflexión en el que se define de qué va la historia. Para nosotros fue al cumplir el año.

Siempre fuimos conscientes de las cosas que nos molestaban del otro. Él me echaba unas broncas brutales semana sí, semana no, casi siempre con la misma temática: crece de una vez y deja de hacer cosas que hagan peligrar tu trabajo, tu estabilidad económica o directamente tu vida. Y yo me callaba cosas como que me repateaba que mis amigas no lo conocieran más que en foto. Intenté explicarle que la mayoría creía que había recortado su imagen de algún catálogo de trajes de El Corte Inglés y había hecho un montaje, pero Álvaro sentenciaba la cuestión con que no le apetecía tener que fingir amabilidad y simpatía. Y era verdad, que conste, que conmigo podía ser muy dulce, muy detallista y el mejor novio del mundo (cuando no se comportaba como un padre) pero no era ni amable ni simpático. Y eso que me hacía reír mucho, pero con nuestras bromas internas y nuestros rollos de pareja. Ya se sabe.

También me molestaba el hecho de tener que escondernos por todas partes. Si íbamos al cine siempre era a tomar viento, donde Cristo perdió las polainas, no fuera a ser que nos encontráramos a alguien conocido. Sabía que no se avergonzaba de mí (en aquel momento al menos tenía eso claro) y que era por los problemas que tendríamos en el trabajo si trascendía, pero seguía siendo incómodo y feo.

Álvaro era serio, a veces autoritario, controlador, un obseso del orden, frío y calculador, entre muchas otras cosas. Pero era mi tirano particular con el que me gustaba luchar a la guerrilla que vence por desgaste; era como ese padre con el que te diviertes manipulándole para que crea que mantiene el control mientras haces lo que te apetece. Vamos, que en definitiva sabíamos ir capeando todas esas cosas que no nos gustaban. Pero siempre tapamos aspectos de los que ni siquiera somos conscientes. Y mirad lo que pasó con las tumbas de los faraones egipcios…: acabaron siendo descubiertas.

Me acuerdo que el día que saltó la liebre de nuestra crisis era un jueves de febrero. Hacía un frío de mil demonios, llovía y había tenido que quedarme hasta tarde porque el gestor de contactos de la empresa se había vuelto loco y había empezado a enviar información sensible de unos clientes a otros. Vamos…, una de esas cosas que o la empresa solucionaba en el plazo de dos o tres horas o le llevaría a enfrentarse a una multa de hacer temblar las canillas. Y no es que a mí me preocupara la empresa, pero no quería que al final a La Momia se le cruzara la neurona octogenaria de turno y me culpara a mí de algo.

Álvaro pudo marcharse un poco antes que yo porque una vez solucionados los temas más burocráticos ya no podía justificar estar allí. Me estaba esperando para irnos juntos, pero costaba darle forma a una excusa suficientemente creíble como para que nadie empezara a sospechar. Así que delante de mi ordenador se bajó las mangas de la camisa que llevaba arremangada, se abrochó los botones del puño, se colocó la americana y se fue a buscar su abrigo. Salió deseándonos suerte y subiéndose el cuello mientras mandaba un mensaje. A mí, claro.

«Ven a casa en cuanto acabéis. Voy haciendo la cena».

A las nueve y media aparecí en su casa. Abrí con la copia de las llaves que me había hecho él y colgué el abrigo y el bolso en el perchero.

—¿Cariño? —dije, porque me encantaba poder llamarle cariño y recordarme a mí misma que semejante espécimen era mío.

Olía a comida recién hecha y solo se escuchaba el eco de una canción de R&B antiguo en el salón.

—¿Álvaro? —pregunté de nuevo.

Entré en el dormitorio a oscuras y dos brazos me agarraron hasta estamparme contra la pared contraria. Aguanté un montón de aire dentro, asustada, sin poder respirar. Tardé unos segundos en darme cuenta de que era Álvaro el que me estaba sujetando allí. Olía a su colonia, pero sus dedos me agarraban con demasiada fuerza.

—Shh… —susurró tapándome la boca—. Cállate. Si gritas tendré que amordazarte.

Oh, Dios. Ahí estaba la maldita fantasía de la violación.

Cuando apartó la mano despacio de mis labios le increpé:

—Eres un imbécil, ¿sabes el susto que me has dado? Debería pegarte un bocao a la polla la próxima vez que me la enchufes, gilipollas.

De un empujón me apretó mucho más contra la pared y acercándose a mi oído susurró:

—Si no te callas, no solo te amordazaré…, y no sabes lo dura que se me pone de imaginármelo.

Tragué saliva y cuando iba a contestarle que dejara los jueguecitos sexuales para después de cenar, ahogó mis palabras con su boca. Jamás había sentido sus labios tan bruscos. Nuestros dientes chocaron, quise apartarme, pero sus manos me apretaron más contra él. Metió la lengua en mi boca casi a la fuerza y la movió salvajemente alrededor de la mía. Empujé con toda mi energía para quitármelo de encima, pero no pude. Empecé a ponerme nerviosa y él dio un paso hacia atrás.

—Álvaro, de verdad… —pedí con un hilo de voz.

Tiró de mí y volvió a besarme brutalmente mientras yo me agitaba para quitármelo de encima. Las yemas de sus dedos se clavaban allí por donde pasaban y tironeaban de mi ropa de una manera muy violenta. Mi ropa, por Dios…, ¡que aprecio más mi ropa que a algunos miembros de mi familia!

Cuando me apretó contra las puertas de los armarios besándome el cuello, aproveché para quejarme en voz muy baja y temblorosa y suplicarle que lo dejara estar. Pero él no paró. Por el contrario me tiró sobre el colchón con tanta fuerza que reboté encima. Se echó sobre mí de inmediato, aplastándome contra la cama y dejándome parcialmente sin aire. Pataleé. Me dejé de formalidades y traté de quitármelo de encima encogiendo las piernas y haciendo fuerza con las rodillas contra su pecho, pero Álvaro solo necesitaba el treinta por ciento de su fuerza para dominarme por completo.

Liberé un brazo y traté de hacer palanca, junto con las piernas, pero de un tirón colocó mis piernas alrededor de sus caderas. Le di un golpe en el pecho, otro en el hombro y en los brazos. Recuerdo que gemí de desesperación tan fuerte que me dolió la garganta. Pero él seguía encima de mí, tratando de quitarme las bragas. Maldita manía mía de ponerme medias de liga. Al menos los pantis habrían ejercido más resistencia.

Desesperada, cuando noté el sonido de la tela de mi ropa interior rasgarse, le propiné una bofetada. Álvaro jadeaba y, a juzgar por la erección que tenía presionándome el pubis, estaba muy excitado. Pero el bofetón no lo aplacó, sino que pareció añadirle gasolina a una hoguera que ya iba a todo trapo.

—Ahí te has pasado. —Se rio morboso.

Con una de sus manos, creo que con la izquierda, me sujetó las muñecas por encima de la cabeza, contra el colchón, y con la otra bajó la bragueta de su pantalón de traje.

Los dedos, gráciles, se movieron en mi entrepierna con rapidez. Al menos no quería penetrarme a la fuerza también, aunque me doliera. Prefería prepararme, humedecerme primero. Me resistí, estaba nerviosa, enfadada y me sentía…, no sé cómo me sentía pero estaba cerca de la humillación. Su boca volvió a tapar la mía mientras un par de dedos jugueteaban alrededor de mi clítoris, ejerciendo la presión indicada. Intenté girar la cara y evitar el beso, pero no conseguí nada. Arqueé la espalda cuando metió un dedo en mi interior. Jadeé. Lo peor fue notar que, a juzgar por lo fácilmente que se deslizaba en mi interior, primero uno y después dos dedos, yo también estaba excitada.

—No… —me quejé.

No contestó. Lo siguiente que noté fue una embestida brutal que muy a mi pesar me hizo gemir. Álvaro se acomodó encima de mí y me penetró con firmeza, relajando la fuerza con la que me cogía las muñecas. Se apoyó totalmente encima de mi cuerpo y con la respiración en mi cuello impuso un ritmo rápido que me hizo sentir un cosquilleo interno que me resultaba familiar. Y es que no era como a mí me hubiera gustado sentir las cosas aquella noche, pero era mi novio y, aparte del forcejeo inicial, no me estaba infligiendo ningún daño. Aun así…, ¿cómo podía excitarme algo que no me estaba gustando?

No quería correrme, pero mi cuerpo no lo entendió y en mitad de unos estímulos desconocidos como estar privada de movilidad, me corrí, muy avergonzada. Y además el orgasmo fue demoledor. Exploté, entera. Mi cuerpo se rompió alrededor de su erección y deshaciéndome en pequeños trozos me desparramé por encima de la colcha. Grité y después caí inerte mientras Álvaro daba los empujones finales. Después, solo calor húmedo resbalando por mis muslos y él respirando agitadamente.

Se dejó caer a mi lado y cuando alargó la mano para acariciarme la cara se la aparté. Apenas podía respirar; tenía el cuerpo colapsado por unas infinitas ganas de llorar contenidas. No podía, de verdad que no podía con la manera en la que Álvaro gestionaba su sexualidad y la mía.

¡Dios! Traté de coger aire y me incorporé mientras él lo hacía también, con el ceño fruncido y los labios apretados. Su expresión era de… preocupación.

Me puse en pie y me enfureció sentir cómo mis braguitas rotas caían hasta mis tobillos. Iba a llorar. Iba a llorar. No iba a poder contenerlo por más tiempo.

Salí de la habitación a grandes zancadas, notando cómo su semen me corría entre los muslos. Pero no tenía tiempo de pasar primero por el baño.

—Silvia… —dijo Álvaro tratando de subirse el pantalón al tiempo que salía del dormitorio.

Cogí el abrigo y el bolso y salí de casa con las piernas hechas un flan. Bajé las escaleras rezando en voz baja por que no me siguiera. Sentí unos pasos por el rellano, por encima de mi cabeza.

—Silvia, por favor…

—No vuelvas a acercarte a mí jamás —pude decir, con un nudo en la garganta—. Si lo haces, llamaré a la policía.

No quise escuchar más. Apreté el paso, salí a la calle con el abrigo en la mano y corrí hasta la avenida, donde pasó un taxi en segundos.

Me arrebujé en el asiento de atrás y noté que se me pegaba la falda. Pero ¡qué jodido asco me daba todo! Me agarré al abrigo y al bolso y después de susurrarle la dirección de mi casa al taxista, no pude más y me eché a llorar. Pero a llorar como Dios manda, leñe, que para hacer las cosas a medias yo no valgo.

El pobre taxista me miró por el retrovisor central y me preguntó si estaba bien. Asentí y con un hilo de voz le pedí que me dejara llorar.

—Solo necesito llorar. Perdóneme.

Era la primera vez que lo hacía desde que había empezado con Álvaro y ya hacía un año. Necesitaba vaciarme. Necesitaba sollozar pero, maravillosamente, se me pasó enseguida. De repente dejé de tener lágrimas en los ojos y me abstraje en el Madrid nocturno por el que me deslizaba. Cuando pasé por Cibeles incluso sonreí, porque el antiguo edificio de Correos iluminado siempre me ha encantado.

Llegué a mi casa y me metí directamente a la ducha. Debería haberme metido vestida, porque la falda estaba hecha un cuadro. Ciertamente, parecía un lienzo de Pollock. Mira, ya podía ser la próxima Monica Lewinsky.

Estuve bajo el agua bastante más tiempo del que acostumbro. Los músculos se me relajaron pero, por mucho que esperara, probablemente seguiría sin encontrar la respuesta lógica para mi reacción. Porque, vamos a ver, ¡ya lo habíamos hablado! Era una cosa además consensuada. Yo misma le había dicho la noche de nuestro aniversario que sería excitante probarlo. ¿Qué me pasaba? ¿Qué esperaba? Yo siempre sonaba tan indulgente con sus peticiones…, yo siempre accedía. Siempre accedía. ¿Qué iba a pensar él más que era la siguiente parada en nuestro tren de experiencias? Le dije que sí, que quería probarlo, y ni siquiera me paré a pensar en nada que me permitiera dejarle claro que quería que se detuviera si aquello no me gustaba.

Cuando salí de la ducha agradecí haberme mudado. Por aquel entonces apenas había terminado de desempaquetar y mi habitación de pensar todavía era un proyecto, pero aun así la calefacción y la amplitud de mi nuevo dormitorio me resultaron reconfortantes, al menos hasta que escuché la cerradura.

La verdad, esperaba que viniera a disculparse, pero no que lo hiciera de aquella manera y tan rápido. Y es que Álvaro venía con la cara desencajada y los ojos brillantes. Apretaba la mandíbula y después de quitarse el abrigo no supo qué hacer con sus manos. Me senté en la cama delante de él vestida con el pijama y, sinceramente, me sorprendí cuando se dejó caer de rodillas y hundió la cabeza en mi regazo. Tan alucinada me quedé que no pude decir ni pensar nada. Me había olvidado de todo porque, Álvaro, ese hombre que al parecer no sentía necesitar a nadie en el mundo, estaba postrado y en silencio, sin saber qué decir.

Quise decirle que no se preocupara, que ya estaba y que no tenía más importancia, pero me di cuenta de que si seguía cediendo al final me dejaría aplastar por la rotundidad de la sexualidad de Álvaro. Aunque no lo repitiéramos nunca, si me callaba, si lo dejaba correr, dejaríamos una relación que podría funcionar a la deriva de fantasías y otras historias frívolas. Era algo así como un ahora o nunca. Porque ¿qué vendría después? ¿Me vería un día sin darme apenas cuenta entre las piernas de una rubia con las tetas enormes mientras Álvaro nos miraba? Él tenía una muy poderosa energía sexual, pero no era de lo que yo me había enamorado. A decir verdad, para ser sincera, me había colgado de él porque tenía los ojos más grises que nunca veré, porque en su cara todo era simplemente perfecto y porque los trajes le quedaban tan bien que me sentía tentada a coserle uno nuevo a besos cada vez que se quitaba la americana. Pero es que, además, era una persona con la que me sentía…, con Álvaro sentía que tenía algo de valor por fin, algo que cuidar. Aunque ahora todo me suena endeble, por aquel entonces estaba demasiado segura de todo. Y haciendo memoria diré que ni entendía ni entiendo por qué estaba enamorada de él. Probablemente nunca me dio demasiadas razones para estarlo. O sí. No lo sé.

Pero no. Tenía que echar el freno de mano o terminaría cediendo ante cosas que no me hacían sentir cómoda. Era como si estuviera ofreciéndole continuamente en sacrificio para aplacar su apetito inagotable, así, si me permitís ponerme un poco más profunda. Como cuando cedí con lo del sexo anal. Sí, me había parecido placentero, pero creo que yo no lo habría propuesto motu proprio y por supuesto jamás pediría repetir. Lo hice por él y me gustó, pero no me hacía sentir cómoda… ¿De verdad tenía que hacer cosas por él sin parar?

Por eso me animé a acariciarle el pelo y pedirle que me mirara. Álvaro susurró:

—Lo siento. Perdóname. No quise hacerte daño. Nunca lo haría. Eres mi vida…

Eso me dejó parcialmente fuera de juego. Pestañeé y antes de que pudiera añadir algo más, le interrumpí:

—No me hiciste daño, Álvaro, pero me dio un miedo horrible. Miedo. De ti. Eso es peor que un golpe, ¿sabes? No quiero sentir miedo cuando esté con mi pareja y tú y yo regimos nuestra relación a partir de normas perversas.

—¿Normas perversas? —susurró mirándome.

—Contigo siempre me pasa lo mismo, Álvaro. Nos vamos acercando lo suficiente como para que esto sea de verdad, pero entonces empezamos una guerra. Es siempre igual. Es una montaña rusa emocional en la que cuando más cerca me siento de ti, más vulnerable soy y más posibilidades hay de que termines haciéndome daño.

—Pero… —empezó a decir.

—Es como decir «te quiero». ¿Qué tiene de malo? ¿Por qué no me lo dices jamás? Te gusta escucharlo, te reconforta, pero… ¿yo no soy lo suficientemente buena para que me lo digas? ¿Es que no me quieres? Porque si no me quieres no entiendo por qué narices estoy cediendo a todos tus putos deseos. Esto no es un harén en el que tú mandas. No es un jodido prostíbulo y no me pagas por horas para que haga tus fantasías realidad. ¿Me estoy prostituyendo para que me quieras, Álvaro? Porque necesito saberlo para parar ahora que puedo, antes de que te quiera demasiado.

Álvaro se levantó y resopló. Las emociones nunca se le han dado bien.

—Que yo no lo diga solo significa que no me siento cómodo con las palabras. Pero… ¿es que no te lo demuestro?

—No —dije firmemente—. Tú me follas a menudo. A lo mejor esa es la respuesta a tu pregunta.

Álvaro levantó las cejas como si terminara de acertar metiendo los deditos en una llaga más antigua que yo.

—Oye, Silvia… —Se cogió el puente de la nariz.

—No quieres conocer a mis amigas ni has querido volver al local de mis hermanos. No solo no conozco a nadie de tu familia…, es que ni siquiera sé cuántos hermanos tienes. Siento como si quisieras aislarme de todo lo demás. Cumplo tus fantasías sin que te preocupes por averiguar si yo también las estoy disfrutando.

—Con mi familia no te pierdes nada —repuso con una nota de desprecio—. Pero es que no me gusta la gente. No me gusta ser simpático. No me gusta tener que hablar de banalidades y…

Resoplé.

—¿Me quieres? —pregunté.

—Llevamos un año juntos —contestó.

—Eso no es lo que te he preguntado. —Y temí lo peor.

—Si no lo hiciera no te habría pedido que te mudaras más cerca, no me preocuparía de cada cosa que te pasa o deja de pasarte y no sentiría que en el fondo esta conversación me gusta porque me demuestra que no me he equivocado esperando que debajo de los sinsentidos haya una mujer adulta. Creí que estábamos jugando, Silvia… —Buscó mi mirada—. Tenía que haber acordado una palabra de seguridad pero no se me ocurrió… ¡Nena, tienes que creerme! No sabes cómo me siento ahora mismo. —Se tapó la cara y resopló—. Me siento como si te hubiera violado de verdad. Me siento…

—No es eso… —Cerré los ojos.

—¿Te he hecho daño?

—Ya te he dicho que no —repetí de mal humor.

Nos callamos.

—Nena… —susurró—. No sé decir las cosas que quieres escuchar.

—Solo tienes que repetir. Es solo un te quiero.

—No quiero repetir. No es lo que siento. Yo siento muchas cosas más. Pero no sé decirte que mi vida gira a tu alrededor, que si soy tan rancio es porque no quiero compartirte con nadie, que no me imagino la jodida vida sin ti. ¡Y que, joder, que acabo de hacerlo contigo y todo tiene sentido! Da igual que nos hayamos puesto cerdos, que hayamos gritado y hecho cosas de esas de las que luego ni siquiera queremos hablar… —Y creí ver que se sonrojaba—. Da igual porque al final siempre me da la sensación de que hemos hecho el amor. —No supe qué contestar. Miré al suelo y él se desesperó—. Nena… Pero ¡si no puedo pensar en otra cosa que no seas tú! Te tengo en la cabeza todo el puto día. Si te mueves hasta te siento, aunque la puerta esté cerrada. ¡Mierda, Silvia! ¿No te das cuenta? Te adoro. Ya no creo en nada que no seas tú.

Le miré y simplemente decidí que mi vida sería más fácil si me creía a pies juntillas todo lo que había dicho. Así, sin cuestionarlo. Y… ¡joder! ¿Por qué no habría puesto la cámara a grabar? Ahora nadie creería que yo sabía mantener discusiones serias y adultas y que Álvaro perdía los nervios diciéndome que yo era el centro de su universo.

—Es que todo me suena tan… —Cerró los ojos.

—¿Ñoño? —susurré.

—No. Torpe. Me siento torpe y tengo la tentación de pedirte que me denuncies por lo que acaba de pasar en mi casa. —Álvaro volvió a arrodillarse entre mis piernas, besándome las rodillas—. Nena… —susurró—. Besaría el suelo que pisas. Soy un jodido desastre.

—¿Por qué dices eso? —Le acaricié el pelo.

—Te falté al respeto aquella vez…, cuando lo de los bomberos. Te dije cosas horribles y hoy… ¿qué he hecho? —Escondió la cara en mis piernas—. Siento asco de mí mismo —dijo.

—Shh… —le tranquilicé—. No me siento forzada, Álvaro. Solo… sobrepasada.

Entonces un beso en mi monte de Venus me asustó. ¿No iría a volver a estropearlo todo con sexo? Nos conocíamos lo suficiente como para saber que discutir le ponía a tono…, y sexo no era lo que yo necesitaba en aquel momento. Que no se le olvidara que me había marchado de su casa por una razón que no desaparecería por mucho que él jurase que me adoraba. Así que me preparé para la segunda batalla, pero su segundo beso fue en mi estómago y después se dejó caer a mi lado, mirándome.

—Yo no esperaba esto —me dijo jugando con el borde de mi camiseta—. No estaba preparado. Creía que follaríamos unos días y que después yo huiría.

—¿Y qué pasó entonces?

—Pues que a todo cerdo le llega su San Martín, me temo. —Me acarició la cara. Dios. Qué guapo era. Y lo peor es que lo sigue siendo…—. Perdóname, por favor. —Me besó en los labios suavemente—. ¿Qué puedo hacer para compensarte?

—Dime que me quieres —contesté.

—Haré algo mejor. Te lo voy a demostrar de aquí a que me muera.

Al día siguiente cenamos con Bea y su ligue del momento, un tal Tito, estudiante de Medicina, cuya especialidad eran los cunnilingus. Y el sábado por la noche fuimos a tomar una copa con mis hermanos, con los que además fue encantador.

Jamás volví a tener que ceder a nada que no me apeteciera hacer en la cama ni sucumbí a su poderosa y dominante sexualidad. A partir de aquel día los dos reinamos en completa armonía dentro de nuestra relación, haciendo las cosas ni a su manera ni a la mía, sino a la de ambos.

Así que cumplió su palabra. Lo demostró al menos durante todo el año siguiente. Después…, después se le debió de olvidar diluido en las prisas por aparentar ser alguien que nunca fue. La pena es no saber aún cómo es de verdad. Una verdad sin mediaciones. Sin la mía, sin la de su familia y sin la suya propia. El Álvaro de verdad es un completo misterio para mí y lo más triste es que probablemente también lo sea para sí mismo.