LOS ÁNGELES
El aeropuerto de Los Ángeles me parece brutalmente enorme. Todo está hecho a escala gigante y yo me siento tan pequeña que podría perderme en uno de los baños.
Localizo mi maleta tan rápido que me sorprende y me dirijo al puesto de aduana donde me preguntan unas diecisiete veces el motivo de mi viaje, cuántos días voy a estar y me piden que les enseñe el billete de vuelta. Mis contestaciones, aunque torpes, parecen satisfacerles. Así que después de tomarme las huellas dactilares de los cinco dedos de mi mano derecha y de hacerme un escáner del ojo y una foto, me permiten pasar a suelo americano. Me sorprende que no me hagan un análisis de sangre y de orina. Pero estoy muy emocionada.
Guardo el pasaporte en mi riñonera de colores de Kipling y arrastro cómodamente la maleta de ruedas por el suelo pulido de la terminal hacia la salida. Ni siquiera llego a la puerta porque antes me intercepta una chica. Lleva un traje azul marino, una blusa blanca escotada y zapatos de tacón alto que resuenan con cada paso. Me mira con una sonrisa muy clara y acercándose a mí, con su coleta tirante y casi sin maquillaje, me pregunta si soy la señorita Garrido. Asiento y me pide que le acompañe.
—¿Por qué? —le pregunto por miedo a que me retengan los de Inmigración o algo por el estilo.
—Gabriel nos indicó que vendría a recogerla, de modo que saldremos por una puerta un poco más discreta.
Sonrío. Qué fuerte… ¡huimos de los paparazzi! Esto ya es apasionante y acabo de poner los pies aquí. Empezamos a andar en paralelo y tras una seña un chico joven llega hasta mí y se hace cargo de mis maletas, que sube en un carrito y lleva un par de pasos por detrás de mí. Creo que toda esta gente da por hecho que soy la novia o el ligue de Gabriel y me pongo como un tomate solo de imaginarme besándolo. A pesar de que Gabriel me parece guapísimo, de que tiene un cuerpo que me atrae, no sé por qué no puedo imaginarme acostándome con él. Y juro que me encanta y confieso que en alguna ocasión mi cuerpo, que no entiende mucho eso de que Gabriel sea inalcanzable, reacciona sensualmente a cualquiera de sus gestos. Si me pone la mano sobre el muslo, tengo que contenerme para no abrir las piernas. Pero lo imagino sobre mí y me da un…
Pronto me encuentro saliendo del aeropuerto por un lateral, en una especie de aparcamiento privado. Gabriel está apoyado en un coche negro de línea deportiva pero con un aire retro. No entiendo de coches pero me parece reconocer en el morro el símbolo de los Mustang, aunque no creo que sea un clásico. Si el coche me impresiona, Gabriel le da cien mil vueltas. Lleva un pantalón vaquero deshilachado y con una rodilla prácticamente al aire, unas zapatillas Converse negras algo maltratadas, una camiseta de Nirvana y una camisa a cuadros encima. Ciertamente parece un jovencito grunge de los noventa. No aparenta más de veinticinco pero sé que anda cerca de cumplir los treinta. Me lo ha dicho Bea, que está muy enterada.
Al llegar frente a él veo que el chiquillo que lleva mis maletas las carga en el maletero; por un momento creo que no van a caber, pero finalmente lo cierra y desaparece. La chica trajeada se adelanta a saludar a Gabriel tendiéndole la mano, que él estrecha sin cambiar un ápice su expresión. No hay sonrisas para la chica del traje.
—Un placer. Espero que no lo hayamos hecho esperar demasiado. El vuelo llegó un poco atrasado.
—Gracias —dice escuetamente con un acentazo americano que casi me baja las bragas.
Me giro, le doy la mano a la señorita y me despido de ella dándole las gracias en un inglés un poco rústico. Veo que Gabriel contiene una sonrisa. Cuando estamos solos me acerco contenta y le digo:
—¡Ya estoy aquí!
Por un momento no sé qué hacer. Quiero abrazarle, pero no sé si, aunque hemos sentado el precedente, se sentirá incómodo. Así que dudo, probablemente con cara de idiota, hasta que él tira de mi brazo y me aprieta contra su pecho delgado pero duro. Yo le envuelvo con los brazos y por primera vez en mucho, mucho tiempo, abrazo a un hombre y me siento feliz. Completamente feliz y en calma, como si el universo en su totalidad hubiera frenado todos los relojes del mundo y nada importase en realidad. No puedo evitar hundir la nariz en su cuello; huele muy bien. Es algún perfume fresco pero muy masculino. Me lo comería.
—Me alegro tanto de que estés aquí… —me dice en un español aséptico y perfecto.
—Y yo. Pero no sé por qué —confieso.
Nos separamos y nos miramos. Hace un mes que no nos vemos pero apenas un día que no hablamos.
—¿Estás más delgada? —me pregunta al tiempo que me aprieta la mano derecha con su izquierda.
—Creo que un poco. Y no porque haya dejado de comer, que conste.
—¿Entonces?
—Supongo que por Álvaro…, que un día de estos me matará de un disgusto.
Hace una mueca y me invita a subir al coche abriéndome la puerta.
—¿Qué coche es este? —le pregunto mientras me siento.
—Es un Ford Mustang 2013. —Cierra la puerta y lo rodea para ponerse frente al volante.
—Creía que tendrías un BMW, un Audi o algo así.
—Tengo un BMW, un Audi y una moto, pero este es mi preferido. —Lo palmea—. Corre como una bestia.
Se me desboca el corazón al acordarme de James Dean, pero como no quiero ponerme en plan trágico, prefiero hacer algún comentario en tono relajado sobre el hecho de que temo por su integridad física cuando coge el coche.
—Te voy a poner una foto mía en el salpicadero con una estampita de san Cristóbal y debajo un «No corras mucho, papá».
Se gira y me sonríe. Está guapísimo. Tengo que preguntarle por qué no sonríe más.
Que este coche es una bestia que corre como si viniera de las entrañas del infierno es algo que compruebo más bien pronto. Tengo entendido que aquí, en Estados Unidos, son muy estrictos con el tema de la velocidad, pero no tardo en verle alcanzar los ciento ochenta kilómetros por hora. Aunque tengo que hacer la conversión de millas mentalmente, claro.
Me pregunta por el viaje. Le doy las gracias por el billete en primera y le cuento todo lo que me han dado de comer y de beber. Le comento también que he dormido como una ceporra y que estoy muy descansada. Son las cuatro y media de la tarde y tengo ganas de hacer cosas, pero Gabriel me dice que iremos a casa, desharemos las maletas y cenaremos tranquilamente. Quiere que mañana no tenga jet lag y pueda disfrutar del día.
Como me habían comentado, la entrada a Los Ángeles es un infierno de carreteras que se superponen como en un Scalextric del tipo lasaña. Hay un momento en el que cuento tres pisos de vías cruzándose unas por encima de las otras. Es un caos lleno de coches, pero Gabriel conduce diligentemente entre el tráfico. El motor del coche ruge de una manera ronca y me imagino que podría llegar a correr mucho más. Vamos escuchando un CD que le he traído con toda la música mugrienta que me gusta a mí y Gabriel va sonriendo. Al volante está para comérselo. ¿Qué más podría pedir?
Los edificios grandes del distrito financiero de L.A. quedan a nuestra derecha y los rodeamos mientras él me cuenta que durante bastante tiempo vivió en un pisito en Venice. Y cuando me habla de su casa allí, en la Venecia de California, se le ve feliz.
—Aún conservo la casa. No he querido venderla aunque mi agente dice que podría sacar bastante por ella. Me he mudado a una más grande, con parcela, en Toluka Lake —y lo pronuncia en un impecable inglés—. Me lo aconsejaron todos mis lameculos porque dicen que es más tranquilo y que da mejor imagen. Toluka Lake…, ja. Tengo vecinos tan ilustres como dos de los Jonas Brothers y Miley Cyrus. ¡Hannah Montana! Bueno, aunque de la dulce niña Disney queda bien poco. Estoy esperando que se pase un día a pedirme sal y darle…
—No termines la frase. —Levanto la palma de la mano.
Gabriel se echa a reír.
—Es una casa bonita, muy de chica, así que te gustará. Si algún día te aburres podemos coger el coche e ir a Venice.
—¿Lo tienes todo planeado? —le pregunto muy sonriente, contenta de que haya pensado tanto en mi visita.
—La verdad es que tengo un montón de planes. —Me mira un segundo y después adelanta a tres coches de golpe a una velocidad que me hace apretar el culo.
Cuando veo la casa me quedo sin palabras. Intento decir algo pero gorjeo, como los pajaritos. Soy un pajarito muy asustado por ese despliegue de opulencia. Solo en el garaje ya he visto más dinero aparcado del que jamás tendré en mi vida. Un BMW Z4, un Audi R8 y una Harley. Todos negros y aparcaditos al lado de donde acabamos de dejar el Ford Mustang. Deduzco que le gustan los coches, a poder ser negros y rápidos como fieras.
Descuelga el móvil y le pide a alguien que baje a por mis maletas y que las lleve a mi habitación. Creo que voy a poder acostumbrarme a esto.
Primero me enseña la parte de abajo, donde hay un salón enorme dominado por un sofá color crema, impoluto. Todo es así, claro, luminoso y, sí, muy de chica. Evidentemente no la ha decorado él. En un rincón veo un piano y aplaudo de emoción. Le digo que antes de irme quiero hacerme una foto encima y se mea de la risa.
—Eres la hostia, Silvia —murmura mientras se dirige hacia la cocina pitillo en mano.
La cocina merece consideración aparte. Joder. La cocina es el cielo. Una barra, una cocina en isla, una mesa espaciosa, vistas al jardín… Tiene dos neveras enormes. Gabriel abre una de ellas y me pasa un botellín de cerveza. Dentro de ese frigorífico solo hay bebida.
—Te cocinan, ¿verdad?
—Verdad —asiente y da un trago a otra cerveza que ha sacado para él.
Lo miro todo de arriba abajo y después eructo. Gabriel escupe un poco de cerveza al reírse y se caga en «mi puta madre» cuando se da cuenta de que ha manchado toda la encimera. Coge papel de cocina y lo pasa por allí, mirándome de reojo. Qué aseado para ser una estrella de rock.
—Dime una cosa: ¿siempre hay alguien del servicio en casa?
—No. —Niega con la cabeza—. Por la noche no. Solo me faltaba tenerlas por aquí las veinticuatro horas del día, con el ruido que arman.
Se pasa el dedo índice por debajo de la nariz en un gesto muy infantil y después me coge de la mano y me lleva a otra habitación. Unos butacones con pinta de ser deliciosamente cómodos y todas las paredes convertidas en estanterías, plagadas de libros. A Gabriel le gusta leer. Me acerco a ver qué tipo de literatura le gusta y me sorprende comprobar que casi todo lo que hay son clásicos, tanto novelas como ensayos. Flipo cuando encuentro los siete tomos de En busca del tiempo perdido, de Proust.
—¿Los has leído?
—Sí —asiente—. Y tú deberías hacer lo mismo.
Sale de la habitación y yo le sigo con la boca abierta. Este Gabriel es una caja de sorpresas. ¿Quién lo iba a decir? Una estela de humo de cigarrillo me conduce hasta donde está: una sala parecida a un cine. Tiene sillones amplios, un equipo de sonido alucinante, una pantalla gigante y otra nevera. Lo que no tiene son ventanas.
En silencio me enseña otra habitación con un porrón de guitarras, premios y discos. La sala del divo. Le pregunto si escribe canciones aquí y me dice que jamás entra si no es a coger una guitarra. Ni siquiera mira las estatuillas ni los vinilos de platino de las paredes. Y yo flipo porque me ha parecido ver un Grammy, varios MTV Awards y un premio Billboard, entre otros.
Salimos al jardín, donde tiene una piscina a ras de suelo rodeada de un césped cuidadísimo, salpicado de hamacas y palmeras. Damos una vuelta y me enseña las vistas al lago desde un porche de la casa. Aquí, me promete, nos beberemos una copa por la noche cuando me apetezca.
Y por fin subimos las escaleras de mármol hacia el piso de arriba. Señala la parte derecha y me dice que allí es donde está su habitación. Y sigue andando hacia la dirección contraria a lo que me imagino que serán mis «aposentos». Abre una puerta y cruzamos un salón con sus sofás, su televisión y otro frigorífico pequeño; llegamos a otra puerta y allí está…, el dormitorio de mis sueños. Es casi tan grande como mi casa, y no es una exageración. La cama debe de medir más de dos metros de ancho y posee un dosel precioso. No tiene muchos muebles. Solo las mesitas de noche, un baúl a los pies de la cama y un sillón de orejas enfrente donde puedo sentarme a leer. Una de las paredes es un ventanal enorme que tiene vistas al lago y me doy cuenta de que una parte de ese ventanal es una puerta que da acceso a una terraza.
Silba llamando mi atención y me señala dos puertas.
—El vestidor y el baño. Fuera, en el salón, hay una puerta que da a un despacho.
Corro hacia la que dice que es el vestidor, la abro y grito. Grito como si me estuvieran matando. Ya sé que voy a estar solo dos semanas, pero grito porque mientras tanto todo esto es para mí. Armarios a los dos lados, un stand para zapatos al fondo y miles de detalles para bolsos, pañuelos… ¡Yo qué sé! Para cosas que seguro que no voy a tener en la vida, como un sujetador de brillantes.
Voy trotando hasta Gabriel y le salto encima como un mono araña. Él, evidentemente, se cae hacia atrás y los dos aterrizamos en la suave alfombra que se extiende a los pies de la cama, riéndonos a carcajadas. Él maldice en una sonrisa y nos miramos; he caído a horcajadas sobre él. Cuando sus manos abiertas se posan en mis muslos siento la necesidad de levantarme, así que lo hago de un salto y voy hacia el baño. Tiene ducha y bañera de hidromasaje. Es enorme. Dios. Es un sueño.
—¿No me vas a enseñar tu habitación? —le digo inquieta y supersonriente.
—Claro —responde mientras se levanta del suelo con sus largas piernas.
Andamos cosa de cinco minutos hasta llegar a un espacio muy parecido al que me acaba de enseñar. Cruzamos también un salón similar al que precede mi dormitorio y después abre una puerta de doble hoja y aparece el suyo. Me mira. La cama también tiene dosel pero sin cortinas. Solo la madera desnuda. Dentro huele a una mezcla deliciosa entre su colonia y humo de cigarrillo. Tampoco tiene muchos muebles y deduzco que las dos puertas que hay en una de las paredes dan a un vestidor y un baño iguales que los míos. Me asomo al ventanal.
—¿Te gusta mi casa?
—Es de chica. —Le sonrío—. Regálamela.
—Te pondré en mi testamento.
Me acuerdo de Bea y me la imagino con el puñito cerrado diciéndose mentalmente: «Well done, baby». Pero a mí me horroriza esa idea.
—Esas cosas no las digas ni de broma. —Y me pongo seria.
—Vale. —Se mete las manos en los bolsillos y levanta las cejas—. ¿Tienes hambre?
Le contesto asintiendo y él da media vuelta y se dirige hacia la salida. Yo le sigo, pero algo sobre la mesita que acompaña al sillón de orejas llama mi atención y me paro. Alargo la mano y cojo nuestra foto. La miro de cerca.
—Así no te echo de menos —susurra detrás de mí a modo de explicación.
Me giro a mirarle y me sonríe tristemente. No sé por qué pero Gabriel es una persona melancólica y yo lleno algún vacío de una manera que no me explico. ¿Puedo ser realmente importante para él?
—¿Qué harás con ella cuando te canses de mí? —digo sin mirarle con un hilo de voz al tiempo que dejo la foto de nuevo en la mesita.
—Nunca me voy a cansar de ti.
No sé cuánto tiempo estamos callados, pero es él quien rompe el silencio pidiéndome que le siga.
—He comprado zumo de tomate —susurra, y hasta eso suena melancólico—. Mañana iremos a comer tortitas cerca de Hollywood Boulevard. Haremos turismo. Después, si te apetece, podemos comer en la playa. Venice, Santa Mónica…, no sé, donde más te apetezca. Tenemos muchos días. —Yo le sigo como hipnotizada y Gabriel va bajando las escaleras en dirección a la cocina—. Haremos puenting, te emborracharé, nos haremos un tatuaje, cenaremos en mi japonés favorito… Tengo muchos planes, Silvia. Y al final no te querrás ir de aquí.
Vaya por Dios. Ya no me quiero ir.