CEDIENDO
Aquellas vacaciones en la playa con Álvaro fueron uno de los recuerdos más bonitos que aún conservo de nuestra relación. Conocernos. Fue… romántico. Y no creo que romántico sea una palabra que pueda relacionarse habitualmente con Álvaro, una persona que nunca dice «te quiero», a pesar de que sí le guste escucharlo.
Y de aquellas vacaciones tengo una fotografía mental a la que he acudido durante mucho tiempo cuando me he sentido sola. Somos Álvaro y yo en la terraza del dormitorio, después de hacer el amor, besándonos, sudados, terminándonos unas copas de vino y hablando sobre el día que decidiéramos dar la cara con lo nuestro. Álvaro no era romántico, pero podía ser muy dulce. Recuerdo sus manos grandes abiertas sobre mi vientre, por encima de la tela del camisón. Le recuerdo oliendo mi cuello. Le recuerdo diciéndome que siempre seríamos el uno del otro. Maldición… ¿Y si siempre fuera a ser suya?
Volvimos más seguros que antes de que queríamos estar juntos y entre nosotros, además, se respiraba algo nuevo: confianza. Esa confianza que te hace estar siempre cómodo con alguien, sin tener que fingir que no eres humano. Así los próximos viajes serían mucho mejor, sobre todo porque ya no tendríamos que planificar cada visita al baño para poder seguir pareciéndonos divinos. Ya se sabe, las chicas, como somos muy candorosas y muy monas, no tenemos ano. Bueno, ano sí tenemos, pero no cagamos.
Volvimos al trabajo y volvimos a nuestras rutinas. Estábamos juntos todos los días de la semana. Todos. Sin excepción. Muy raro era el día que no dormíamos juntos, y cuando no lo hacíamos, terminábamos confesando en el baño de señoras a brazo partido y entre besos que habíamos dormido fatal. De verdad, aunque me ponga en un plan muy moñas (del tipo bebés disfrazados de caracol o unicornios llorando arcoíris), no me imaginaba la vida sin él. Supongo que sabéis a lo que me refiero. Esa sensación… de desvalimiento si no estás con él. Pero… ¿es positiva esa dependencia?
En septiembre Álvaro cumplía treinta y dos años y yo quería hacer algo muy especial para él. No deseaba que nada estropeara aquel día. Lo primero que tenía clarísimo es que no metería por nada del mundo la mano en ninguna máquina expendedora de nada. Ni siquiera si tuviera, no sé, un bolso Birkin a punto de caer. Bueno, en ese caso, si me encontraba con una máquina de vending de bolsos de Hermés con uno a punto de caer, sí metería la mano.
Él me había regalado por mi cumpleaños unas criollas de oro blanco y brillantes, pequeñitas pero superelegantes, que según Bea, que todo lo sabe, le debieron de costar más de quinientos euros. Yo no podía gastarme tanto, pero tenía que hacer de aquel un cumpleaños que recordara.
Pedí consejo a todo el mundo y aunque mi madre, Bea, el resto de mis amigas e incluso sus novios me dieron buenas ideas, fueron los cafres de mis hermanos los que me abrieron los ojos. Cuando se lo pregunté, el pub aún estaba cerrado pero mis hermanos me estaban preparando unos combinados para ver cuántos podía beberme seguidos. Si es que las ideas de bombero me vienen de familia… No es mi culpa. Es determinismo biológico, como defendía Émile Zola. En fin. El caso es que al preguntarles qué podía regalarle a mi novio de treinta y dos años, los dos dijeron lo mismo:
—Un lazo.
—¿Un lazo? —contesté yo confusa—. ¿Y para qué quiere él un lazo? ¿Estáis tratando de decirme que es afeminado?
—No, gilipollas. Seguro que es un mierder, pero el lazo es para que te lo pongas tú.
Me imaginé con un lazo de repollo coronando mi cabeza y volví a mirarles con el ceño fruncido, sin entenderles. ¡Dios, estaban locos de verdad! Varo se echó a reír y le dijo entre dientes a Óscar:
—No lo entiende.
—¡Silvia! ¡Joder! —exclamó Óscar con una sonrisa maliciosa—. ¡Que le esperes en pelotas con el puto lazo puesto donde quieras!
—¡Ah! —contesté enseguida—. ¡¡Oye!! ¡A ver si os creéis que aún no me he acostado con él! ¡Que él ya sabe lo que hay aquí abajo!
—Pues entonces déjale que te rompa el culo. Eso siempre nos hace ilusión —contestó Varo mientras volvía a su coctelera—. A no ser que seas una cerdaca viciosa y ya le hayas dejado. ¿Le has dejado, pervertidilla?
Le pegué un golpe con el puño cerrado en el brazo y le insulté. Pero… Dios. Vi la luz. Era verdad.
Fui a hablar con mi amiga Nadia, que, como todo el mundo sabía, era la más cerdilla de todas. Como iba de cócteles hasta las cejas no me costó mucho sincerarme. Ella, sonriendo, me dio un par de consejos que atesoraré toda la vida.
—Empezando con cuidado, no te rompas por la mitad —dijo con soltura.
Y yo quise morirme. Nunca me había sentido tentada. Es posible que porque mi ex no me gustaba una mierda y Álvaro me gustaba tantísimo que con solo sentir el tacto de dos de sus dedos entre mis piernas podría irme con Alice al cielo, rodeada de diamantes. Bueno, me corrí una vez mientras me lamía la espalda. Creo que es suficiente explicación.
Después me compré un conjunto de ropa interior bonito. Tenía pensado algo sofisticado, como La Perla, pero cuando giré la etiqueta me fui a H&M, donde también encontré cositas satisfactorias.
El día D a la hora H yo le estaba esperando en su portal, engalanada con un vestidito que a él le gustaba mucho. Estaba nerviosa. ¿Cómo se le dice a tu novio que como regalo de cumpleaños le vas a dejar que te la meta por el culo? Por Dios. Eso era demasiado hasta para mí.
Era sábado y Álvaro había pasado el resto del día con su familia para celebrarlo. Aún no queríamos mezclar lo nuestro con cosas de ese tipo, así que yo huí como una rata y él respiró tranquilo.
Al vernos nos dimos un beso en los labios y me preguntó qué le tenía preparado. Llevaba el pelo un poco despeinado y los mechones le caían sobre la frente con gracia. Estaba, para variar un poco, muy guapo. Sus dientes mordieron su jugoso labio inferior mientras esperaba mi respuesta y no pude. Flaqueé.
—No sé cómo decirte que tu regalo consta de hacerme cosas perversas que nunca antes hemos probado. Te he comprado una cosa, pero sé que lo que más ilusión te va a hacer es saber que me dejo…, que… puedes… meterla… donde…, donde quieras.
Me escondí en su pecho y di grititos de ardilla. Álvaro no pudo más que echarse a reír.
—¿Qué me has comprado? —susurró acariciándome el pelo, como si no hubiera dicho nada más.
—Una aguja de plata para la corbata —dije aún escondida.
—¿De plata? Muchas gracias. Seguro que me gusta mucho —contestó muy comprensivo.
—¿Te la doy?
—Arriba mejor, ¿no? —Me levantó la cara hacia él y me guiñó un ojo.
—He comprado también cosas…, he comprado sushi, sashimi, makis, ensalada de wakame, sopa de miso con tempura y tallarines…
—Eres la mejor. Vamos.
La cena la pasé en el infierno. Supongo que Álvaro disfrutó. Yo no. Malcomí un par de cosas. Me bebí cuatro copas de vino y esperé que el sake me dejara KO para poder poner el culo, quedarme inconsciente y que al despertar todo hubiera pasado. Álvaro no comentó más el asunto, pero estuvo muy cariñoso…, si por cariñoso entendemos sugerente. No iba a esperar mucho. Silvia, mejor ahórrate lo de decirle que quieres ver la película de La 2.
Después de recogerlo todo fuimos a la habitación. Le di su regalo y entre bostezos me dijo que le encantaba. Ya podía. Me había costado ciento cincuenta euros en Tiffany’s.
—Oye, no te importa que nos acostemos pronto, ¿verdad? Estoy molido —dijo quitándose las Converse y desabrochándose los vaqueros Levi’s.
—¡Qué va!
—Tengo un capricho. ¿Me desnudas? Es mi cumple… —pidió con un brillo malévolo en los ojos.
Suspiré. Dios. No, no me iba a librar.
Le desabroché los botones de la camisa vaquera que llevaba arremangada y después de deslizar las manos por sus hombros y de dejarla caer, le subí la camiseta blanca de algodón que llevaba debajo. Él levantó los brazos y luego la tiró al suelo de la habitación. Le bajé los pantalones agachándome y me besó la punta de la nariz al deshacerse de sus calcetines él mismo de un tirón.
—Ya estás —dije poniéndome en pie.
—No. No estoy —contestó muy serio—. Aún llevo ropa, ¿no, mi amor?
Ay Dios. ¿Mi amor? No me decía mi amor en ocasiones normales pero ahora sí lo utilizaba para torturarme. Era un morboso. Asentí y le quité la ropa interior, tras la cual apareció una erección a media asta.
—Vaya —dijo mirándose—. ¿Qué será lo que espera que está tan contenta?
—Eres un sádico y un cabrón —respondí.
Me contestó con una sonrisa y susurró muy bajito que me lo quitara todo. Me subí el vestido y me lo saqué por encima de la cabeza. Me coloqué bien la cinturilla del culotte y me desabroché el sujetador mientras me quitaba las sandalias.
—Las braguitas también. —Levantó las cejas, pillín.
Me las quité y me señaló la cama.
—Túmbate y tócate un poco mientras te miro.
—Álvaro… —me quejé.
—Eres mi regalo, ¿no?
Me eché en la cama y se apoyó en la pared, frente a mí. Empezó a acariciarse lentamente y yo hice lo mismo, deslizando mi mano desde la cintura al vientre y después hasta un rinconcito entre mis muslos. Me toqué y le escuché coger aire con los dientes apretados.
—Voy a disfrutar mucho. Y tú también.
Se acercó a la mesita de noche y del segundo cajón sacó un tubo de lubricante, que abrió diligentemente antes de poner una cantidad generosa en su mano derecha. Miré al techo cuando aproximó la mano a mí y sus dedos resbalaron entre mis muslos haciéndome gemir. Siguió el recorrido descendente y distribuyó el lubricante mientras se acostaba a mi lado. Su dedo índice se coló dentro de mí y me contraje entera, porque no lo introdujo por donde acostumbraba.
—Shh… —dijo junto a mi oído—. Es placentero…, de verdad. Confía en mí. Te va a gustar. Mira cómo estoy solo de imaginarlo…
Me llevó la mano hasta su erección, que estaba al ciento cincuenta por ciento. Creo que nunca lo había visto así.
Dejé que moviera el dedo arriba y abajo, entrando y saliendo de mí poco a poco. Primero se me escapó una tosecita, después un jadeo y por fin, al poco, un gemido. Intensificó la caricia y me removí.
—¿Te gusta?
Abrí la boca y eché la cabeza hacia atrás cuando, además, metió un dedo por donde habitualmente solía hacerlo. Susurró que entendía que sí.
Me pidió que me diera la vuelta y le dije que me habían dicho que boca arriba dolía menos. Sonrió como si supiera un chiste que yo ni me imaginase y me pidió que confiase en él. A ver…, ¿me fiaba de mi novio tan diestro y diligente en el trabajo como en la cama o de mi amiga Nadia, de la que se decía que había hecho un trío en el portal de casa de sus padres? Le hice caso a Álvaro y me coloqué boca abajo. Subí las caderas según indicaciones suyas y sentí sus labios en mi espalda. Dios. Ahí iba… Pero lo que sentí se parecía sospechosamente a lo que había estado sintiendo con su dedo. De pronto un poco más de presión y supe que había metido un dedo más. Gimió solo del morbo y… si le gustaba tanto, ¿cómo no iba yo al menos a probar?
Alcanzó el bote de lubricante y noté que echaba más, tanto en mí como en él. Dejó de tocarme para prepararlo todo y sentí el primer intento.
—No te tenses…, no te voy a hacer daño…, quiero que disfrutes.
La punta entró y yo suspiré. No me dolía, pero era una sensación tan incómoda… Su mano se introdujo entre mis piernas y dos dedos, resbaladizos, me tocaron en una caricia rítmica. Gemí cuando sus caderas empujaron un poco más. Sentí un pinchazo que desapareció muy pronto y cuando quise darme cuenta, Álvaro me decía que ya estaba dentro de mí.
Se movió, entrando y saliendo, y gemí. Paró. Esperó y volvió a moverse. Esta vez, aunque gemí, no se detuvo. Quizá porque en el gemido no había dolor, sino un placer muy extraño que me incomodaba.
—Oh, Dios, eres perfecta…
Cerré los ojos y me abandoné a todas las sensaciones. A su olor, a las sábanas suaves de su cama, al tacto de su pecho sobre mi espalda cuando se inclinaba a besarla, el vaivén de sus caderas, su pene entrando y saliendo de mí y los dedos de su mano derecha tocándome como si fuera una guitarra. Sentí una oleada de placer que me avergonzó. No debería gustarme, pensé. No. No debería. Aquello era sucio y seguramente ardería en las llamas del infierno, donde me pincharían con un tenedor gigante por haber hecho esto.
—¿Lo sientes? Es… diferente. Es…, joder… —gimió.
Llevé mi mano hasta la suya, y juntos acariciamos mi clítoris. Su mano izquierda fue en busca de uno de mis pechos y me pellizcó el pezón. Entonces deslizó dos dedos en mi interior y exploté. Ni siquiera me dio tiempo a avisarle ni a pensarlo; simplemente caí, como en un foso, en uno de los orgasmos más demoledores de toda mi vida. Mi piel se sensibilizó, mi respiración se cortó y yo exploté en un alarido, un grito desmedido de sobreestimulación. Álvaro gimió también y me prometió terminar pronto. Las siguientes penetraciones me parecieron incómodas, pero no se demoró demasiado. Avisó con un gruñido y se corrió en dos penetraciones certeras y suaves. Descargó y salió de mí con premura.
Me desplomé en el colchón y no quise ni mirarle ni saber si había sido algo limpio, algo sucio o algo regular. Ahora, más que nunca, quería que me dejase en paz y ni siquiera me mirara.
—Silvia —susurró.
—¿Qué? —contesté con la mejilla pegada a la sábana.
—¿Vienes a la ducha?
Me giré y lo vi quitarse un preservativo. Ni siquiera me había dado cuenta de que se lo había puesto. Levantó los ojos y sonrió.
—Ha sido perfecto, pero prometo que no hablaremos de ello si no quieres. —Tiró de mí—. Ven. Quiero abrazarte.
Más tarde, en la ducha, mientras nos abrazábamos y nos besábamos, recuerdo haber pensado en que jamás imaginé que fuera de aquella manera. Pensaba que nos pondríamos cachondos, que lo haríamos a lo bruto, que sería sucio y sexual, pero… había sido tremendamente más íntimo que muchos de los polvos que habíamos echado desde que salíamos juntos.
Álvaro me colocó de espaldas a él, con el chorro de agua caliente dándome en la cabeza, y me acarició, me masajeó y me besó todo cuanto pudo. Después me susurró al oído:
—Soy demasiado tuyo. Gracias por darte.
Y aquello me hizo sentir que no podría negarle nada. Jamás. Demasiado tarde para darme cuenta, me temo.