OTRA VEZ NO, POR FAVOR…
No me sorprende que se acerque a mi mesa a punto de terminar la jornada. Últimamente Álvaro tiene mucho interés en encalomarme marrones. Creo que encuentra algún tipo de placer retorcido en verme sudar sangre con algún proyecto imposible que se extienda fuera de las horas de oficina. Aunque son horas bien pagadas, es viernes y me gustaría irme ya a casa. Tengo muchas cosas que hacer, entre ellas una maleta. Mañana Bea y yo volamos para tener unas microvacaciones, lejos de todo esto. Nos hacen falta a las dos. Ella porque está harta de los tíos de aquí (es posible que se los haya tirado a todos, pero juraré no haber dicho esto); yo porque lo de Álvaro va a terminar por matarme. Necesito no verlo tanto como él parece necesitar lo contrario. Y no lo entiendo; a juzgar por cómo terminó lo nuestro no es lo lógico. Así que cuando lo veo venir hacia mí, me pongo tensa. No me extrañaría nada que Álvaro viniera ahora con la monserga de que no puede darme el lunes de vacaciones y que tiene que mandarme mañana, sábado, al Monte del Destino a destruir el anillo de poder. Cosas más raras se han visto en este sitio.
Me pone los nervios a flor de piel ver cómo se acerca de esa manera. Parece haber encontrado una presa y estar a punto de lanzarse encima de ella e hincarle el diente y… jodo, la presa soy yo. Esos movimientos tan gráciles podrían dejarme fuera de juego.
Mis compañeros van desapareciendo y yo finjo estar muy ocupada, pero estoy haciendo tiempo, moviendo el ratón en círculos, por si él me pide algo no tener que volver a encender el ordenador.
Se apoya en la mesa de al lado, que está vacía, y se desabrocha el botón de la americana antes de meterse las manos en los bolsillos del pantalón. Trago saliva. No puedo con él; es superior a mis fuerzas. Es su olor, o esos gestos, o que me acuerdo de lo mucho que me gusta su cuerpo desnudo empujando entre mis piernas, pero el caso es que todo me supone un ejercicio de contención brutal. Decimos adiós a la última persona que quedaba por aquí y me giro hacia él, esperando que me diga algo como «tienes que quedarte para rediseñar el servidor entero y darle acceso a él a todas las personas de la empresa». Pero no. Solo sonríe comedidamente y después me pregunta:
—¿Te apetece ir a comer?
Eso me deja fuera de juego al instante. ¿Ir a comer? ¿De qué va esto?
—Pues… tengo que hacer la maleta y todo. Salgo mañana temprano.
—¿Quieres que os lleve mañana al aeropuerto?
—No. —Niego con la cabeza—. Nos lleva mi hermano Varo.
—Pues vamos, te dejaré en casa.
—Pero… ¿por qué?
—¿No puede alguien ofrecerse a llevarte a casa sin querer algo? —Y se le dibuja una sonrisa que no me gusta nada, falsa y tensa.
—Tú y yo, no.
—Pues ya lo sabes. Será porque hay algo de lo que hablar.
No espera respuesta por mi parte. Claro que sé de qué va esto y estoy a punto de recordarle que no tengo por qué acatar sus decisiones fuera del trabajo, pero la verdad es que siento ganas de averiguar cómo aborda el tema. Por una parte sería mejor que me retirara ahora que puedo, pero por otra quiero saber hasta dónde va a llegar. Cojo el bolso y me lo cuelgo. Él me mira de arriba abajo y siento que sus ojos gélidos me van desnudando, rompiendo la ropa por donde pasan y sin más el sexo se me contrae, como en un espasmo previo al placer. Oh, Dios…
Bajamos juntos al aparcamiento y ni siquiera le pregunto dónde vamos a ir. Me lo imagino, así que paso de empezar a pelearme ya con él. Cada cosa a su tiempo; que comience él. Abre su coche, me meto dentro y me pongo a mirar por la ventanilla. Tarda un rato en hablar. Mientras, suena en la radio Feels like the end, de Shane Alexander, y pienso que es muy apropiado. Cruzamos María de Molina cuando se anima a hablar.
—¿De verdad crees que podemos estar eternamente así? —y lo dice en un tono de voz que me da miedo, bajo y aparentemente calmado.
Cierro los ojos. Lo sabía. Discutir en el coche, donde nadie puede oírnos. Y a pesar de todo el tiempo que ha estado callado es una frase corta, no muy elaborada, lo que significa que está más enfadado de lo que creía.
—No quiero discutir —digo de manera tajante.
—Yo tampoco, Silvia, pero explícame otra vez por qué cojones me has pedido un día libre. —Y los nudillos se le ponen blancos de tanto que aprieta el volante, intentando no gritarme.
—Cuando te pones así es mejor que no hablemos. Ya sabes cómo suele acabar…
Y no, que nadie se asuste, no suele acabar con hostias como panes.
—¿Qué tal si yo te digo: «Oye, Silvia, me voy a ir a follar por ahí todo el fin de semana»? ¿Eh? ¿Te parecería bien?
—Tus ataques de celos son como latigazos. —Le miro—. Y completamente incomprensibles. Tú rompiste conmigo y me parece recordar que creías tener unas razones bien fundamentadas para hacerlo.
—¿Crees que puedes venir a pedirme como jefe unos días libres para hacer algo que me duele como persona? —Me mira desviando fugazmente la vista de la carretera—. Estamos siempre con la misma mierda, joder.
Tiene razón, pero debo mantenerme firme. Tampoco tendría por qué dolerle que yo me fuera un fin de semana con mi mejor amiga a ver si me aireo (y aireo otras partes de mi cuerpo de paso).
—Eres la persona que decide si puedo o no utilizar ciertos días libres fuera de temporada de vacaciones. ¿A quién se lo pregunto si no? ¿A la mujer barbuda? —le contesto con desdén.
—No sé si quieres hacerme daño, pero esto no lo consigue. Solo afianzas la idea de que eres una niñata, ¿lo sabes?
—No. —Y vuelvo a mirar por la ventanilla—. No quiero hablar contigo cuando te pones así. Y si me vuelves a llamar niñata me bajo del coche.
Da un volantazo y se mete en una calle pequeña recibiendo el bocinazo de muchos conductores con los que nos cruzamos. Un día nos matará a los dos. Después frena secamente y deja el coche en doble fila. El frenazo ha hecho que toda la gente que pulula por la calle se gire hacia nosotros. Me quito el cinturón de seguridad. Le pegaría si pudiera. Lo juro. Tengo ganas de cruzarle la cara de un revés y después…, después besarlo. Como siempre.
—Cuando te pones así eres un soberano gilipollas. —Le miro a los ojos mientras lo digo—. Y encima te pones histérico por una mierda de fin de semana con mi mejor amiga. Pareces un imbécil integral intentando agarrar un montón de humo al que tú mismo has soplado para que se largue. Así que déjame decirte que cojo días libres para estar con quien me plazca y follar con quien me venga en gana.
—¡Estoy harto! —grita.
—¡Yo también! —le respondo—. Así que deja que me vaya. Me haces daño y juraste que no me lo harías más.
Álvaro no contesta y aprovecho para decidir que me voy.
Me bajo del coche y doy un portazo. La verdad es que nos hemos juntado el hambre con las ganas de comer. No sé cuál de los dos tiene más carácter. Ya se lo dije a Bea. Se lo dije.
—Me va a montar un pollo.
—¿Por pedir unos días libres para irnos a la playa? ¡¡Por el amor de Dios!! ¿Cómo te va a montar un pollo por eso?
Montándomelo; está amargado por unas decisiones que tomó él solo. Salta a la mínima. Y a mí me gusta pincharle, esperando que un día de estos sangre y pueda comprobar que es jodidamente humano.
Saco las llaves de mi casa y voy hacia el portal. Quiero llegar a mi casa y… no sé, hacer algo estúpido, como comerme todo el bote de pepinillos y después beberme el líquido en el que flotan. Muerte por vinagre.
Cuando llego a mi casa, cruzo el salón y me siento en el sofá; aún tengo el runrún en la cabeza. Con él todo es muy intenso y me cabrea demasiado. No sé si tengo fuerzas para lo que viene.
No suena el timbre, solo oigo cómo se cierra la puerta y sus pasos por el pasillo. Sigue teniendo llaves. Tengo que pedirle que me las devuelva. Ya ha debido de aparcar el coche. Tengo que recordar pedirle las malditas llaves.
—¿No puedes dejarlo estar? —y lo digo sin mirarle.
No contesta. Tira de mí y me levanta hasta llevarme hasta su boca, pero me deja a unos milímetros de los labios. Me coge del pelo y tira de él para levantarme un poco la cabeza. Sabe que eso siempre me ha gustado. Gimo despacio.
—No quiero que estés con nadie, Silvia. No quiero pasarme el fin de semana imaginándote follando con cualquiera —susurra.
—Sabes que no eres quién para decirme dónde puedo o no puedo ir.
Cierra los ojos y me besa como si se acabara el mundo. Cuando me besa siempre pienso que va a ser el último beso que me dará. Pero nunca lo es, no sé si para bien o para mal.
Lanzo las manos alrededor de su cuello y meto los dedos entre su pelo. Ese solo gesto me produce un placer que me pone la piel de gallina. Mientras, su lengua dentro de mi boca gira, rueda, lame, acaricia e invade con su propio sabor todo mi paladar. Maldita sea. Siempre fui un poco drama queen, pero esto es demasiado. A él no le gustaban los dramas. ¿Por qué vamos a volver a hacerlo entonces?
—Fóllame —me pide con los ojos cerrados—. Fóllame.
—Sabes que no sé hacerlo —murmuro mientras le quito la chaqueta—. Yo sé hacerte el amor.
—Pues entonces deja que te folle yo.
¿Qué más da? No me voy a enzarzar en una batalla semántica. Me desabrocha la cremallera del vestido y le quito también la corbata y la camisa; después me acerco mucho a su pecho para olerle. Me encanta su olor. Pero él me aparta y se deshace de mi vestido al completo. Ahora solo llevo las braguitas y los zapatos de tacón.
—Antes nos divertíamos. —Sonríe cuando me entretengo en desabrocharle el pantalón—. Ahora parece que follemos por castigo.
—No creo que divertirse sea la palabra adecuada —le contesto buscando que me mire a los ojos.
Pero en lugar de hacerlo, mete la mano por debajo de mi ropa interior y no tarda en descubrir que estoy húmeda. Cuela un dedo dentro de mí y echo la cabeza hacia atrás.
—¿En la cama, en el sofá, en el suelo, en la cocina, en la ducha…? —pregunta.
—En todas partes. —Y a mí todo se me ha olvidado cuando le he sentido penetrarme con el dedo.
No puedo evitar la tentación de meter la mano debajo de su ropa interior y sacar su erección. Está húmeda y muy dura. Discutir le pone cachondo. Es una de esas cosas que me hacen gracia de Álvaro, así que se me olvida un poco que estoy enfadada con él. Cierro los dedos alrededor de su pene y muevo la mano de arriba abajo. Aprieta los dientes y gime. No quiero saber cuánto tiempo lleva sin correrse, por si la última vez no fue conmigo.
Le bajo los pantalones y el cinturón hace un ruido seco al chocar con el linóleo del suelo. Él mismo se quita el resto y, levantándome como si no pesase nada, me encaja en su cuerpo y vuelve a besarme.
—Quiero estar dentro de ti… —gime.
Me tumba encima del sofá y me quita las braguitas. Después me abre las piernas y sin más preludio me la mete. Y lo hace con tanta fuerza que al principio me duele, hasta que mi cuerpo se acostumbra a él y lo envuelve. El sexo siempre me ha gustado así…, brutal. Los dos respiramos entrecortadamente.
—Para —le digo tratando de separarlo con la mano, empujándole el pecho—. Para, joder.
—¿Por qué? —Y vuelve a embestirme con fiereza haciendo que mis pechos vibren y se muevan.
—Sin condón no. No sé dónde has estado…, no sé con quién te lo has hecho…
—Con nadie, joder, Silvia. Con nadie. Solo quiero hacerlo contigo.
Quiero creerle, así que me incorporo, le cojo la cara y le beso. Nuestras lenguas se enredan y después me dejo caer otra vez. Álvaro se pone de pie junto al brazo del sofá y tira de mis piernas para subirme hasta allí, con las caderas hacia él. La mete despacio y antes de que llegue al fondo, vuelve a sacarla, resbalando entre mis labios. Pienso que si me pega algo lo mataré con mis propias manos. Tengo pensadas muchas maneras de hacerlo. A veces creo que hasta sería divertido. Soy una psicópata.
Se me olvida qué estoy pensando cuando Álvaro llega a lo más hondo que él puede colarse en mi interior en una embestida seca. Ahora el golpeteo se vuelve rítmico y va subiendo en intensidad y velocidad. Me toco los pechos; los pezones están duros. Bajo las manos por mi vientre y llevo la derecha hasta el vértice entre mis piernas. Le agarro a él y le acaricio mientras entra y sale de mí, húmedo. Gruñe.
—Córrete… —le pido—. Córrete.
Y aunque yo aún no me he ido, necesito notar cómo me llena. Es un punto vicioso muy malo que me ha dado.
Pero Álvaro todavía no quiere terminar. La saca de golpe y yo rezo por que no se le haya ocurrido recuperar la cordura justo ahora. Pero no. Se pone frente a mí y tira de mi pelo para atrás, empujándome hacia el suelo, donde me arrodillo. Vaya. ¿Sexo oral ahora? Pero no. Me da la vuelta y, colocándose detrás, me la mete otra vez. Gimo y él contesta con un gruñido. Sus dedos se cuelan dentro de mi boca y los chupo. Son los mismos que ha metido dentro de mí hace un rato. Sé que le encanta…
Por el ritmo que impone sé que se va a correr dentro de nada. Álvaro gime muy fuerte y vuelve a cogerme del pelo. Eso me gusta mucho. Me corro. No puedo hacer mucho por evitarlo. Es un orgasmo demoledor, además, de esos que te recorren entera. Grito. Quiero que sepa que ha hecho que me corra. Gimo lastimeramente y cuando creo que ya no puedo más, una embestida brutal se me clava dentro y en un par de convulsiones empieza a correrse dentro de mí.
—¿Lo sientes…? —me dice—. Eres mía, joder. Y yo soy tuyo.
Sí, lo siento. Y supongo que somos el uno del otro. ¿A mí qué más me da a estas alturas? Una pequeña réplica de mi orgasmo está azotándome en dirección ascendente. Después de dos sacudidas más en mi interior, creo que estoy llena de él. Álvaro se apoya en mi espalda y suspira. Después la saca despacio y me mancho con su semen, que me recorre los muslos hacia abajo.
Me dejo caer en el suelo y él hace lo mismo a mi lado. No decimos nada. ¿Qué vamos a decir ahora que se nos ha pasado el calentón? Yo me levanto en cuanto recupero el aliento y me voy al cuarto de baño, donde abro la ducha. No tarda en venir.
Nos duchamos juntos. No hay besos ni caricias ni palabras. Solo nos abrazamos.
Al salir de la ducha me pongo un ligero camisón y saco la maleta. Quiero dejarle claro que me voy a marchar. Evidentemente ya me da igual el puñetero viaje a la isla y me da asco imaginarme teniendo sexo con alguien que no sea Álvaro, pero esto es por principios. O por cojones, como quieras llamarlo. Odio estar tan enamorada de él como para volverme dependiente.
Creía que se iría, pero se ha puesto la ropa interior, ha dejado sobre mi cómoda el resto de su ropa y se ha tumbado en la cama, desde donde me ve hacer el equipaje. No sé de qué me sorprendo. Hace tiempo que sé que tiene los cojones como los del caballo de Espartero. Cuando termino me pregunta si no me voy a llevar condones. Sé lo que está intentando: quiere hacerme sentir vergüenza, pero es que no tengo por qué. No es mi novio y no somos pareja porque a él no le da la gana; así de triste es esto. No le contesto y me tumbo a su lado mirándole, esperando que entienda que lo que hace no está bien. Sin embargo, me abre las piernas y vuelve a colarse en medio. Creo que quiere, de paso, que me vaya muy satisfecha.
No me sorprende cuando vuelve a penetrarme. Ya ha pasado media hora desde el último polvo y le ha dado tiempo a recuperarse. Gimo. Se tumba del todo, de manera que su boca está junto a mi oído. Me arqueo, me remuevo, me corro. No puedo evitarlo. Y tardo tan poco que Álvaro se incorpora y sonríe. Después, agarrándome las caderas, embiste hasta que se corre de nuevo, esta vez menos abundantemente.
Se va al rato. Cuando lo veo vestirse sé que hasta aquí ha llegado el remake y que se acabó. Me alivia y me tortura en la misma proporción. Me pongo una bata corta de raso encima y le acompaño a la puerta.
—Adiós —le digo apoyada en la puerta.
—Que tengas buen vuelo —añade.
—Gracias. —Silvia, acuérdate de pedirle las llaves, me digo a mí misma.
—Ah, y… lo que dije antes… —Se da la vuelta hacia mí.
—¿Qué dijiste antes?
—Que eras mía…, que soy tuyo…
—No creas que voy a creer todo lo que has gritado cada vez que te has corrido. —Pongo los ojos en blanco.
—Bueno, pero esta es verdad.
—Pues tráeme el recibo, quiero arreglar esto cuanto antes. —Sonrío tirante.
Después baja las escaleras y se va. Se me ha vuelto a olvidar pedirle las llaves. De lujo. Bravo, Silvia. Todo muy bien hecho, sí señor.