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CONOCIENDO A ÁLVARO

Dos años dan para muchas cosas. Y más dos años de una relación tan intensa como la nuestra. Álvaro no era una persona que adorara el romance, pero intenso era un rato. Hasta mirarlo me agotaba. Me convertía en una persona recelosa, avara y codiciosa. Álvaro me hacía más vulnerable aún.

Cuando he comentado que en Álvaro vivía una bestia que se alimentaba con sexo, no exageraba. Muy probablemente me quedé corta. Era como en uno de esos videojuegos que se me dan tan jodidamente mal. Mario Bros recoge moneditas y cuando llega a cien le dan una vida, o algo así, ¿no? Pues para Álvaro era el sexo lo que llenaba su contador vital.

Además era una herramienta, un arma, el objeto con el cual me castigaba y con el que me premiaba. El sexo siempre significó muchas cosas para nosotros según el momento. Podía querer decir que estaba enfadado, que estaba cansado, que estaba contento, que estaba enamorado, que no podía vivir sin mí o que quería algo. Sin darme cuenta me convertí en una total experta en discernir el significado de cada uno de los asaltos sexuales. Era como el traductor de Google pero en plan sexual. Sí, esa era yo.

Y así fue como, sin darnos cuenta, definimos nuestra relación. En la cama. Con el sexo.

Y sí, en dos años nos dio tiempo a mucho sexo. Mucho sexo convencional, muchas fantasías cumplidas, mucho de todo. Y fue una de las únicas herramientas que tuve a mano para conocer a Álvaro.

Cuando cumplimos cuatro meses juntos, en junio, Álvaro me pidió que me cogiera con él dos semanas de vacaciones. Y me lo pedía porque le habían ofrecido la posibilidad de prestarle una casita cerca de la playa durante las dos últimas semanas de aquel mes. Yo me volví loca de ilusión y hasta me atreví a decirle a mi madre que tenía novio y que iba a llevarme de viaje dos semanas. Mi madre no se emocionó, porque ella sigue teniendo en la cabeza eso de la chica decente que no pierde la honra, pero, hija, renovarse o morir. Así que sin más me pidió que le llamara regularmente.

Mis compañeros de trabajo ni siquiera se preguntaron por qué coincidían nuestras vacaciones durante la misma quincena. La verdad es que lo hicimos muy bien. Él dijo en una reunión de equipo que necesitaba tenerme trabajando casi todo el verano en un proyecto pesadísimo que acababa de aterrizar y que por eso yo disfrutaría de parte de mis vacaciones fuera del calendario previsto para estas.

—Yo también desapareceré esas semanas —dijo planchándose la corbata sobre el pecho—. Si voy a tener que supervisar todo eso sin que Garrido me provoque una angina de pecho, más me vale estar descansado.

Esa noche le castigué convenientemente por aquel comentario.

Cuando llegó el día de marcharnos yo no cabía en mí de emoción. Con la maleta en su coche, trabajé todo el viernes con ansiedad, pensando cómo sería estar dos semanas con él, poder disfrutarlo todo el día en estado relajado y dejar que nuestra relación se asentara.

A la hora de la salida me despedí de todo el mundo con la manita y Álvaro y yo nos encontramos en la rotonda de Atocha. Me subí en el coche y grité de emoción mientras él, que ya me conocía y estaba curado de espanto, obviaba mis rarezas cambiando el dial de la radio.

Durante las cuatro horas que duró el trayecto en coche tuvimos tiempo de hablar un poquito de todo. Empezamos comentando algunos temas de trabajo y de pronto a mí se me antojó decirle que me apetecía chupársela en el coche.

Álvaro me miró de reojo y contestó un escueto:

—Ni de coña.

—¿Por qué? —me quejé.

—Por muchas razones —dijo con los ojos puestos en la autopista—. ¿Te las enumero? Una, es peligroso. Vamos a ciento veinte kilómetros por hora, prefiero no saber cómo se me da la conducción mientras me corro. Dos, hay tráfico. Si pasa un camión te va a ver amorrada al pilón y no me apetece nada bocinazos y cachondeo. Tres, prefiero esperar a llegar. Así lo harás con más ganas.

Me guiñó el ojo y siguió conduciendo.

—Pensaba que era la fantasía de todo hombre. Conducir mientras se la comen. —Me acomodé en el asiento del copiloto, apoyando el pie descalzo en la guantera.

—Baja el pie. —Me dio una palmada en la pierna—. Dios no quiera que nos la peguemos y salga tu pierna volando.

—Sexo, Dios y mutilación. Tus conversaciones son de lo más apasionantes. —Me reí—. ¿Tienes fantasías perversas? —dije entornando los ojos.

—Sí. —Sonrió—. Como todo el mundo.

—Cuéntamelas.

—Sufre una curiosidad mórbida de lo más incómoda, señorita Garrido.

—Eres mi novio. Quiero saber las cosas con las que fantaseas para plantearme si quiero o no quiero cumplirlas.

Álvaro sonrió enseñando esos perfectos dientes blancos, miró por el retrovisor y adelantó después a un Opel Corsa gris conducido por una chica morena que parecía estar cantando a gritos a coro con su copiloto, una chica pelirroja.

—Hay fantasías de muchos tipos. Algunas te apetecería cumplirlas…, otras solo son eso… fantasías.

—A mí me apetece cumplir todas mis fantasías —le dije—. Incluida esa en la que me lo monto contigo y con Andrés Velencoso. —Me eché a reír, saqué de mi bolso un paquete de patatas fritas y me puse a roer—. ¿Quieres?

—No me gusta mezclar el sexo con la comida. —Sonrió volviendo al carril central.

—Vengaaaa… —Lloriqueé con la boca llena—. ¡Cuéntame alguna!

Álvaro prometió que lo haría.

—Pero no ahora. Cuando esté cachondo. Si sigues enseñándome las bragas mucho rato más no creo que tarde demasiado.

Después subió el volumen de la música. Sonaba La chispa adecuada, de Héroes del Silencio.

Al rato el mar Mediterráneo apareció a nuestra derecha, con ese color verdoso tan suyo y el vaivén manso de las olas. Bajé la ventanilla para aspirar el olor a mar y me giré feliz a mirar a Álvaro, al que se le agitaban mechones de pelo con el viento.

—Dios, qué bonito —dije volviendo a mirar por la ventanilla, pero me refería a él, a lo nuestro, a ese viaje.

Nuestro destino no fue una de esas grandes moles de cemento que albergan miles de turistas en verano, sino un pueblito llamado Alcocebre. Álvaro me dijo que había estado allí muchas veces porque sus padres habían tenido una casa cerca de la playa hasta el año anterior. Me contaba que en julio y agosto se llenaba de gente, sobre todo de familias, pero que a esas alturas del verano era aún muy tranquilo.

—Las playas son preciosas y no habrá mucha gente. Además, la casa de mis tíos te va a encantar y está casi a pie de playa. Vamos a tener tiempo de descansar.

Y yo, con los ojos puestos en el paisaje que nos tragaba, miraba encantada cada cosa que veía. Sin edificios altos, las calles llenas de tiendas y la poca gente que paseaba por las aceras, el mar de fondo…, todo me encantó. Me gustó al primer golpe de vista.

Habíamos decidido hacer una pequeña compra nada más llegar, antes de dejar las maletas en la casa, así que fuimos directos a un pequeño supermercado junto a la casa cuartel. Álvaro se conocía el pueblo muy bien y fue a tiro hecho.

Al principio pasé vergüenza agarrada al carro de la compra. Era algo muy doméstico y familiar que, en realidad, no nos pegaba nada. A nosotros nos iba más bien eso de deshacernos en gemidos mientras le dábamos leña al mono que es de goma. Me reproché a mí misma no sentir pudor alguno de abrirme de piernas con él tan a menudo y después sentir vergüenza de ir al supermercado. Así que, haciendo de tripas corazón, atendí a la labor como una brillante ama de casa.

Álvaro sacó del bolsillo de los pantalones vaqueros una lista y me la pasó. Me preguntó si me parecía bien y yo la estudié minuciosamente mientras él se hacía cargo de empujar el carro, conmigo enganchada. Había previsto incluso las cosas que podríamos cocinar, así que supongo que sí, que su lista de la compra era lo que mi madre denomina «lista bien hecha y resolutiva».

—Bien —asentí—. Pero yo añadiría una botella de ginebra, unas latas de tónica y una bolsa de hielo.

Álvaro sonrió y se fue hacia el pasillo de la bebida. Me bajé del carro, me quedé mirándole el culo mientras andaba y le grité que comprara zumo de tomate. Me encanta el zumo de tomate. Y su culo. Su culo también me encanta, no lo puedo evitar. Lo tiene pequeñito y respingón, pero musculoso.

Metimos el coche en el garaje y subimos por unas escaleras que olían un poco a húmedo hasta la casa. No era muy grande, pero Álvaro llevaba razón al decir que era preciosa. Tenía el techo de vigas de madera y las paredes blancas. En estas colgaban fotografías en blanco y negro y color de la familia y estaba decorada como la típica casa de playa. Sofás de rayas marineras, madera y conchas por doquier. Hice una mueca. Casa bonita con mala decoración.

—Sí, ya lo sé. Mi tía es bastante hortera —dijo Álvaro con una sonrisa mientras dejaba las bolsas en la cocina.

Me preguntó si podía ir encargándome de eso mientras él subía las maletas y yo, encantada, lo metí todo en la nevera vacía y en los armarios, sin ton ni son. Después subí las escaleras de madera oscura para encontrarme con Álvaro.

—Aquí, cariño. —Le escuché decir desde dentro del dormitorio.

Sonreí. Hacíamos la compra, me compraba zumo de tomate y me llamaba «cariño». ¡Dios, qué enamorada estaba! Entré y lo vi terminando de sacar cosas de su maleta. La habitación tenía un ventanal que llegaba hasta el suelo y daba a una terraza con una mesa de forja redonda y dos sillas a juego; desde allí se veía el mar.

Me abracé a la espalda de Álvaro y le di un beso sobre la ropa.

—Es genial. Mi tía ha debido de enviar a alguien para que prepare la casa. No tenemos que hacernos ni la cama —dijo girándose y señalando las sábanas blancas que había puestas—. ¿Quieres vaciar la maleta?

—Quiero besarte hasta que no te quede vida —le sugerí maliciosamente.

Álvaro me cogió en brazos y le rodeé con las piernas la cintura. Nos besamos en los labios repetidas veces y después dijo:

—Tengo una idea mejor. Vacías la maleta y te das una ducha mientras preparo la cena.

Arqueé una ceja.

—¿Huelo mal? —contesté.

Álvaro se echó a reír a carcajadas.

—Claro que no. Pero seguro que el agua caliente te relaja.

—¿No quieres follar? —fruncí el ceño.

—¿Realmente me estás haciendo esta pregunta a mí?

Me dejó en el suelo, me enseñó el cuarto de baño y dándome una palmada en el culo se despidió.

Tenía razón, cuando salí de la ducha era otra persona. Otra persona con las mismas ganas de atarlo a la cama, pero, vamos, mucho más relajada, dónde va a parar. Los músculos se me habían destensado ostensiblemente con el agua caliente y con la idea de que en las próximas dos semanas solo estaríamos nosotros dos y aquella casita.

Bajé con el pijama puesto y descalza. El suelo era de madera y siempre me ha gustado pasear sin zapatos. Álvaro estaba en la cocina sirviendo dos copas de vino también descalzo, pero aún con el polo y los vaqueros.

—No es ni bueno ni malo ni todo lo contrario —dijo refiriéndose al vino.

Le di un sorbo y me asomé a ver lo que se cocía en las sartenes. Álvaro apagó el fogón y apartó una cazuela en silencio. Ni siquiera me dio tiempo a ver lo que había en el horno porque me cogió en volandas y me llevó hasta el salón.

—¿Qué haces? ¡Te voy a manchar de vino! —exclamé haciendo malabarismos con la copa.

—Al pescado le quedan como unos veinte minutos.

Y cuando me dejó en el sofá y se recostó sobre mí, solo con mirarle a los ojos supe qué buscaba. El brillo de sus ojos grises se volvía hambriento. No buscaba besos ni arrumacos. Quería mucho más.

—Ese pijama tuyo tiene la culpa —dijo mientras me besaba el cuello y me mordisqueaba el lóbulo de la oreja.

Se incorporó y llevándome en brazos me sentó a horcajadas sobre él. Le quité el polo negro y lo tiré por allí; bajé las manos por su pecho y le desabroché los vaqueros.

—Arrodíllate —me dijo con una mueca perversa. Y yo lo hice, frente a él, antes de sacársela y metérmela en la boca—. Oh, joder… —Y echó la cabeza hacia atrás.

La saboreé, la besé y después, mirándole, le pregunté qué fantasías tenía que yo pudiera cumplir.

—Tengo muchas, cielo, pero no todas te gustarían. —Y mientras hablaba me acariciaba el pelo y disfrutaba de mi boca—. Así, joder, nena…

Pero Álvaro no quería acabar aún, así que cambiamos las tornas y cuando quise darme cuenta me faltaban los shorts de seda del pijama y las braguitas, que localicé de un vistazo colgando de la tele.

Me abrió las piernas, se arrodilló entre ellas, me levantó hacia su boca y desplegó la lengua en un lametazo brutal que me retorció hasta los dedos de los pies. Siguió invadiéndome con su lengua, rodeando el clítoris y dedicándole unas sutiles caricias que me sacudían entera. Le agarré del pelo, pegándolo más a mí, y gemí mientras le pedía que terminase o parase ya. No quería quedarme a medias. Y él continuaba lamiendo y yo arqueaba la espalda y gemía.

—Por favor, para…, para o me correré, cerraré las piernas y me iré a dormir. —Le sonreí.

Álvaro se levantó, se pasó el antebrazo por los labios húmedos y después se volvió a sentar a mi lado, para colocarme encima con un solo movimiento. Ni siquiera se había quitado del todo los pantalones. De un par de patadas lanzó los vaqueros a lo lejos y tiró de mi camiseta de tirantes hasta sacármela por encima de la cabeza toda desbocada. Levantó las caderas y me la clavó.

—¡Oh, Dios! —grité.

—¡Estás tan húmeda! —Empezamos ya con un movimiento rápido. No tenía pinta de que aquello fuera a durar demasiado. Álvaro y yo nos calentábamos mucho en décimas de segundo—. Joder, joder… —se quejó él cuando me revolví en su regazo—. Para o me corro.

—Cuéntame qué te gustaría… —volví a pedirle con voz de guarra.

—Oh, Dios, qué morbosa eres. —Se rio—. ¿Las inconfesables también?

—Sí —jadeé, moviéndome encima de él, notando cómo salía hasta casi el extremo de mí para volver a hundirse de lleno dentro de mi cuerpo—. Dímelo, dímelo, dímelo…

Álvaro se mordió el labio, me acercó hasta él y me susurró al oído:

—Quiero sexo anal…, quiero verte con otra mujer…, quiero hacértelo a la fuerza y que finjas que no quieres.

Dirigí la mirada hacia la pared con los ojos abiertos de par en par. ¿¿¿Qué???

La culpa era mía, por preguntar con tanta insistencia. ¿Sexo anal? ¿Yo con otra mujer? ¿Forzarme? Vamos a ver, si no me equivoco mi novio quería: 1. Sodomizarme. 2. Hacerme comer chirlas. 3. Violarme.

Le miré asustada y sonrió de lado, aminorando las embestidas.

—Pero hay cosas que ya he probado y cosas que nunca haría contigo, a pesar de que me guste fantasear. —Suspiré aliviada. Él añadió—: En realidad no quiero verte con otra en la cama porque me mataría de celos.

Vale. ¿Y qué me decía de lo demás? Nada. Solo volvió al mismo ritmo de penetraciones y me avisó de que se corría. Pensé: «No voy a poder correrme después de lo que me has dicho», pero vaya, vaya…, mi cuerpo no estaba de acuerdo conmigo y cuando Álvaro dobló la fuerza y la velocidad justo antes de correrse, exploté en un alarido de satisfacción.

—Joder, nena… —Y presionándome contra él sentí cómo se corría dentro de mí.

Llegué a la cama con cara de ida después de lavarme los dientes. Iba dándole vueltas al tema de las fantasías de Álvaro y a pesar de que la cena había sido estupenda, de que el orgasmo anterior me había dejado en estado comatoso de felicidad y de que el vino me supo de vicio, no pude quitarme de la cabeza la idea de que quizá Álvaro necesitaba a una mujer un poco más diestra en labores de cama, una que no se asustara al escuchar «sexo anal».

Cuando llegué él estaba de pie abriendo una de las puertas acristaladas de la terraza para que entrara la brisa. Las cortinas blancas ondearon levemente antes de que él las enganchara. Solo llevaba un pantalón de pijama azul marino; estaba descalzo y sin camiseta. Guapísimo.

Me metí en la cama y esperé a que llegase para apagar la luz. Eran las doce pero yo estaba agotada. Álvaro se acomodó a mi lado, me miró y tocándome el pelo me preguntó qué me pasaba:

—Estás muy callada. No es lo habitual. —Vi con la poca luz que entraba del exterior que sonreía.

—La curiosidad mató al gato —repliqué contagiándome de su sonrisa.

—¿Es por lo de las fantasías? Tú me confesaste que te pondría que te compartiera con un tío que ni siquiera conocemos, cariño —dijo en tono comprensivo—. Y yo no me he preocupado.

—Pero es que tú quieres romperme el culo y violarme —opiné con voz preocupada.

Álvaro se echó a reír.

—Joder, así dicho parece que necesite supervisión médica…

—Pero ¿y si yo no quiero?

—Si no quieres no pasa nada. ¿Qué más da?

—Pero lo has hecho con otras chicas.

—Lo de fingir que no quieren no.

—Pero sí que les has dado por culo.

Álvaro se giró boca arriba.

—Suena fatal, pero sí —contestó.

—¿Y te gusta?

—Y a ellas también —enfatizó la frase asintiendo. Álvaro se puso encima de mí, me bajó los pantalones del pijama, junto con mi ropa interior, y me abrió las piernas con su rodilla izquierda. Después se bajó el pantalón y me abordó haciéndome emitir un gemido contenido—. Yo solo quiero hacer cosas que también te gusten a ti. Que te gusten tanto como esto.

Me mordí el labio mirando al techo y sentí cómo su respiración se alteraba. Y pensé. Pensé que él había salido con chicas antes que yo que lo habían hecho con él. Y pensé que si era algo que le gustaba, querría hacerlo. No deseaba que fuese por ahí fuera buscando algo que podría darle yo. Tragué saliva.

—Álvaro. Vamos a hacerlo…

—Ya estamos haciéndolo —dijo con cariño mientras se balanceaba encima de mí.

—No…, esto no. Lo otro —añadí con un hilo de voz.

—No —contestó firmemente—. Ahora estamos haciendo el amor. Solo… córrete. Aquí, entre mis brazos.