MIS PRÓXIMAS VACACIONES
Cuando veo entrar a Álvaro en la oficina sé que este fin de semana ha follado. Es así de simple. Lo miro y lo sé. Irradia una energía sexual a la que soy sensible. Eso o tengo poderes extrasensoriales, no lo sé. El caso es que ha follado. Y odio sentir cómo se me aprietan las tripas pensando en quién habrá sido la mala puta que se ha follado a MI Álvaro. Mal. Utilización errónea de los posesivos. No es MI Álvaro. Tengo que cambiar el jodido chip.
Con cambio de chip o sin él, necesito confirmar si mis sospechas son ciertas. ¿Cómo puedo hacerlo?
Pronto me brinda la oportunidad. Va llamando una a una a todas las personas del departamento a su despacho. Es la repartición de las vacaciones de verano. Esa es mi oportunidad.
Cuando me toca el turno estoy muy inquieta; a duras penas me aguanto yo misma. Me ha tocado la última, cómo no. Ha pasado toda la puta mañana viéndose con mis compañeros pero ha tenido a bien dejarme a mí para el final, intercalando un par de reuniones de cierre de proyecto. Así que es tarde y estamos a punto de salir. Estoy nerviosa y como siempre que me pongo histérica, me suda el bigote; no es que comunique mucha seguridad en uno mismo, la verdad. Entro en su despacho y cierro la puerta. Álvaro no me sonríe ni me saluda ni nada por el estilo. Solo señala la silla y me pide que me siente. Está guapo de la hostia. Perdón por el taco, pero es que está muy guapo; hoy es ese tipo de día en el que solo mirarle me quema por dentro, me revuelve, me sodomiza y me deja sin aire.
Como hemos empezado la jornada reducida de verano se nos permite venir vestidos de sport y lleva un polo azul marino que le queda muy bien y que, aunque suene tremendamente manido, hace destacar sus ojos grises como un faro. Y como no lleva corbata, puedo ver unos centímetros de la piel de su cuello, adivinar algo del vello de su pecho y sentirme sola por no poder acercarme y hundir la nariz justo en el valle de su garganta.
Me siento sin poder parar de mover las piernas y cuando termina de señalar con su bolígrafo Montblanc unas casillas en un planing hecho en Excel, me mira y frunciendo el ceño me pregunta qué me pasa.
—¿A quién te has follado este fin de semana? —suelto sin pensar, como en un escopetazo.
Álvaro levanta las cejas muy sorprendido y contesta:
—¿Y te interesa porque…?
Suspiro. Joder, no sé mantener la boca cerrada. No sé maquinar un plan y si lo maquino, después lo violo, lo asesino y escondo el cadáver. Me encojo de hombros y después le pido perdón.
—Siento esto y siento haberte dicho el viernes que me apetece quemarte vivo junto con tu madre y tu hermana.
Con un movimiento de cejas intuyo que vuelve a pensar que estoy siendo excéntrica, para variar. Me acuerdo de Gabriel diciéndome que Álvaro debe de ser imbécil y me pregunto a mí misma si realmente lo es. De vez en cuando siempre flaqueo.
—No importa. Sigamos. Me pediste las dos últimas semanas de agosto y la primera de septiembre —dice mirando sus papeles.
—Sí. —Al menos así podré escaparme con Bea a las fiestas de su pueblo a relajarnos.
—Pues no va a poder ser. Te tocan las tres primeras semanas del mes de agosto.
Resoplo. Ni al pueblo de Bea entonces.
—Álvaro, sabes que tengo planes para la última semana de agosto y la primera de septiembre —le respondo con amabilidad, apelando a su raciocinio.
—No es que me dé igual, que me lo da; es que no puede ser.
—Álvaro… —le pido.
Él se apoya sobre la mesa, me mira fijamente sin expresión alguna en la cara y ladea la cabeza. Después dice:
—No puedo.
Me muerdo el labio de abajo y cierro los ojos. No quiero discutir.
—Vale —digo—. ¿Puedo irme ya?
—¿No me lo vas a discutir?
—No. —Y otra vez tengo ganas de matarle y luego poder llorar a gusto. Llorar es un derecho constitucional y si no lo es debería serlo.
—Lo siento —me suelta. Y aunque parece que lo dice de verdad me imagino que no le da la gana de esforzarse por encajar mi petición con la del resto de mis compañeros. Así que no lo siente una mierda.
—No te preocupes —contesto—. ¿Cuándo las cogerás tú?
—En agosto también. —Rápidamente cambia de tema—. ¿Crees que podrás dejar cerrada la actualización del gestor de contactos antes de irte?
—Sí. Seguro.
—¿Te irás a algún sitio de vacaciones?
Y como quiero hacerle daño, contesto:
—Pensaba que solo me escaparía al pueblo de Bea, pero ahora que me das el mes de agosto creo que aceptaré la invitación de Gabriel y me iré dos o tres semanitas a Los Ángeles.
Toma. ¡Chúpate esta! Mentalmente estoy bailando una sardana cuando se humedece los labios y lo veo prepararse para la respuesta.
—Me alegra ver que te he arreglado el verano —susurra—. Carlota y yo también estamos sopesando la posibilidad de irnos a algún sitio.
Maldito cabrón hijo de la gran puta. Además no me sabe mal pensarlo porque no sé si su madre es puta o no, pero es una cerda, una mamona y tiene pinta de momia mal follá.
—¿Quién es Carlota? —pregunto fingiendo estar muy entretenida con la tela de mi vestido.
—A la que me follé el viernes. —Solo la manera de pronunciar las palabras envenena—. Y quien dice viernes dice sábado, domingo y esta mañana antes de venir a trabajar.
—¿Te lo has pasado bien? —y lo digo tan fríamente, arqueando las dos cejas, que lo cojo por sorpresa.
—Claro.
Artillería pesada. Ahí vamos. Estudio el estado de las puntas de mi pelo mientras digo:
—¿Igual o mejor que aquella vez que te dejé hacerme aquello…? Aquel fin de semana que pasamos en un hotelito en Segovia… y no pisamos la calle. Tú tenías ganas de probar y yo…, ¿te acuerdas?
Traga.
—No, no me acuerdo. Tengo una reserva para comer. Que tengas un buen día.
—¿Por qué no me acompañas a la puerta? —pregunto.
—Porque no quiero. ¿Por qué tendría que hacerlo?
Me inclino sobre la mesa con una ceja levantada y sonrío antes de decir:
—Porque la tienes tan dura que te duele. Piénsalo. A ella te la habrás follado doscientas veces desde el viernes, pero a mí solo me hace falta una frase para ponértela tiesa.
Me levanto de la silla y me voy hacia mi mesa, donde recojo las cosas. Álvaro no se ha levantado de su asiento y es probable que no lo haga en un rato, hasta que consiga que se le baje la erección. Lo más seguro es que llegue a casa y se pajee pensando en ese maldito fin de semana; uno de tantos en realidad.
Salgo del edificio cabreada, porque he mentido, he echado un farol y aparentemente ni siquiera le ha afectado. Ojalá Gabriel me invitase de verdad; eso le reventaría. Una cosa es decirlo y otra distinta hacerlo.
Cuando llego al semáforo noto que me vibra el móvil y pienso que con un poco de suerte es Gabriel, pero pronto recuerdo que está volando y que tardará bastante en llegar. Contesto sin mirar quién es.
—¿Puedo decirte algo? —oigo decir, en lugar de hola, cuando descuelgo.
—¿Para qué?
—Porque no me aguanto —confiesa Álvaro, que suele utilizar el teléfono para decir todas esas cosas que no se atreve a contestarme en persona—. Me he pasado el fin de semana tirándome a una tía que es como el agua. Incolora, inodora, insípida. Y no he podido dejar de pensar en ti.
Cuando termina, respira agitadamente.
—Álvaro…
—¡Ya lo sé! ¡Es jodidamente ilógico! ¡Yo no quiero volver contigo!
Cierro los ojos. Le entiendo; a mí me pasa lo mismo.
—Yo no he follado con nadie este fin de semana, ¿sabes? La última vez que follé con alguien fue contigo.
La señora que tengo al lado en el semáforo está flipando, pero la tía no se va, y eso que el disco ya se ha puesto en verde para los peatones.
—Ella… —suspira Álvaro— no huele como tú.
—Porque no soy yo —contesto, muy triste.
—Déjame ir a tu casa, Silvia…, necesito…
—No. No me hagas esto. Para lo único que deberías acercarte a mi casa es para dejar las llaves en mi buzón.
La señora abre mucho los ojos y en lugar de reprenderla por escuchar conversaciones ajenas, asiento y alejándome el teléfono de la boca le digo:
—Qué complicadas son las relaciones, señora.
—¡A mí me lo vas a decir! —contesta—. Ese es un rompeenaguas, reina. Los buenos chicos no llaman para decir guarradas.
—Gracias por el consejo —le digo.
—¿Con quién hablas? —pregunta Álvaro.
—Con una señora que considera que debería colgarte el teléfono porque el solo hecho de que me llames para hablar de lo que le has hecho a otra fulana es ofensivo y humillante…, humillante para ti.
Cuando me guardo el teléfono en el bolsillo no estoy contenta pero la señora me da una palmadita en el hombro y me regala un caramelito de regaliz, para levantarme el ánimo. Me vendría mejor una petaca llena de orujo, pero lo acepto y me voy hacia casa de Bea, donde tengo la intención de lloriquear a gusto y emborracharme hasta que me duelan los órganos internos.
Me veo reflejada en un escaparate mientras chupeteo el caramelo y reflexiono sobre si mi aspecto tendrá algo que ver en el rumbo que ha tomado mi relación con Álvaro. Así somos las chicas, siempre analizándonos para poder escondernos tras alguno de nuestros complejos y culparle de nuestras derrotas. Yo sé que no estoy mal. Siempre he sido normalita, pero sé sacarme mucho partido. Además, aunque no soy una chica delgada, tampoco me sobra nada. Soy así de constitución. Tengo el pecho grande, la cintura estrecha y las caderas redondeadas y femeninas. Mis muslitos son carnosos pero tersos. Sé que nunca he tenido problemas para encontrar a alguien que me encuentre mínimamente atractiva y que produzco un efecto certero en la bragueta de Álvaro. Sé que también me ha querido y que, a pesar de mi naturaleza excéntrica, soy la relación que más le ha importado en su vida. Pero nada de eso es suficiente para él. ¿De qué otra forma me iba a abandonar como lo hizo? Y yo ya no tengo ningún interés en gustarle a nadie.
Siempre que me acuerdo de nuestra ruptura me siento fea y me da rabia sentirme tan vulnerable por lo nuestro. ¿Por qué tiene que hacerme esto? ¿Por qué tengo que hacérmelo yo? Necesito una copa.
Bea me abre la puerta de su casa comiéndose un Calippo de lima limón. Y no veas cómo chupa la tía. Casi se me pasa un poco el disgusto de la risa que me da verla sorber un helado con forma fálica con tan poca gracia sensual.
—Si te viera un tío probablemente vomitaría.
—Estoy yo para tíos…
—¿Novedades?
—No. Que yo sepa ahí fuera los hombres siguen siendo gilipollas.
—No sabes la razón que tienes.
Me tiro en su sofá y la veo desaparecer detrás de las «puertas» de lo que ella llama cocina pero que es poco más que un armario empotrado. Cuando vuelve lo hace con una copa de balón llena de lo que deduzco que es gin tonic y una pajita rosa con un muñequito de Hello Kitty.
Se sienta a mi lado, me tiende la copa, me acaricia el pelo y me pregunta si ha sido Álvaro otra vez.
—¿Hay alguien más?
—Lo hay. —Sonríe—. Está el cantante buenorro de pecho tatuado que te lleva a pasar fines de semana idílicos.
—Es un amigo —repito en tono cansino—. No le veo el problema a tener un amigo con pene por muy bueno que esté.
—Mira, Sil, tu problema mide casi metro noventa y tiene los ojos azules; eso es lo que te pasa. Álvaro no es nada más que un problema. No te trae más que disgustos. Mándalo a tomar por culo, por el amor de Dios.
—No puedo —gimoteo abrazada a uno de sus polvorientos cojines—. Y tú deberías limpiar la casa porque vas a coger el tifus aquí dentro.
—Si no lo he pillado ya, dudo que pueda pasar nada.
—Cerda —le recrimino con la boquita pequeña.
—Deja de buscar excusas. Eres mi mejor amiga y te lo tengo que decir. Ese Álvaro un día te meterá el dedo en el culo y te dará vueltas. ¡Hace lo que le da la gana contigo! Y esto no puede ser porque tú no eres así. Con él pareces una tirada.
—Estoy enamorada —digo con pena.
—Lo que estás es enganchada. Yonqui, más que yonqui. —Empiezo a beber mientras ella me cuenta los pormenores de su plan—. He visto la luz, Sil. Así de simple. ¡¡He visto la luz!! Y ya no quiero más tíos que me la metan fuerte. No, no, no. Voy a buscar la felicidad, como en Amelie, ayudándote a solucionar esa mierda de vida que tienes.
—Oh, vaya, gracias. Como la tuya es tan guay… —digo con ironía.
—Calla y escúchame, cretina. Voy a ayudarte a ver que lo que tienes que hacer es olvidar a Álvaro y centrarte en otros menesteres y además te voy a indicar cómo lo puedes hacer.
—Sorpréndeme.
—No es nada que no te haya dicho ya. Lígate a ese Gabriel, joder. Es más guapo, tiene un trabajo superguay y mucha pasta, además de que puede darte una vida de lujos hollywoodienses.
—Bea, ¿eres incapaz de entender que un hombre y una mujer pueden solo ser amigos?
—Soy incapaz de entender que esta mujer —me señala como lo haría si fuera una azafata de El Precio Justo mostrando uno de los posibles premios— a la que conozco como si la hubiera tenido en mis entrañas, pretenda ser solo amiga de un portento como Gabriel, el cantante de Disruptive, con esa voz de morbo líquido y caliente que se te pega a las bragas y…
—Que sí… —le contesto cortándola, no porque me resulte soez escucharla hablar así, sino porque me recuerda que Gabriel es de otro jodido planeta—, que está buenísimo y todo lo que quieras. Pero de verdad que esta historia no va por esos lares.
—Pues igual debería. Ese o cualquier otro, coñi; cualquiera menos Álvaro. Y menos Adam Levine, que ya tengo bastante con compartirlo con media plantilla de los ángeles de Victoria’s Secret.
Bea es muy sabia. Si quitas de sus consejos toda la paja (frases como: «Lo que yo te diga, nena, ¿o no adiviné que la tenía como un pepino? Tienes que hacerme caso. Tienes que… ¡por cierto! ¿Al final te hiciste la depilación láser? Bueno, bueno, luego me lo cuentas»). Así que pasa la tarde echándome la peta mientras yo bebo un gin tonic tras otro, siempre con la pajita rosa con el muñequito de Hello Kitty, y la escucho en todo momento.
Sigue insistiendo en el tema de que lo mío con Gabriel «florecerá» pero creo que no hay manera de hacerla entrar en razón. Ella solo aplaude imaginándose a sí misma en una limusina comiéndosela a Adam Levine. Es incorregible. Mientras Bea fantasea, yo lo pienso durante un instante. No me puedo imaginar seduciendo a Gabriel; ni siquiera intentándolo. Y, poniéndonos en el supuesto de que alguna vez el cosmos y la alineación de los planetas lo hicieran posible, lo que menos me importaría serían los lujos hollywoodienses. Y es que tiene ese aire de poeta melancólico que necesita ser salvado de sí mismo… ¿No dijo que yo podría salvarlo? No sé de nada más romántico en este mundo que la idea de liberar a un hombre de sí mismo.
Mientras vuelvo hacia casa voy pensando en que mis amigas creen que me voy a terminar tirando a Gabriel. Algunas no están muy contentas ante la expectativa porque les da pelusilla. Otras me dicen que me va a pegar champiñones en los bajos porque debe de haberse tirado ya a medio mundo. Y luego está Bea, que opina que esto va a ser una historia de amor. Y yo…, yo creo que a pesar de no darle a las drogas, están todas bastante jodidas del tarro. Para que Bea y yo seamos las más normales…
Llego a casa y abro el buzón. Solo tengo dos cartas y las dos son facturas. La del móvil y la del gas. Menuda mierda. Otro mes que voy a andar justa y que tendré que ir a casa de mi madre en busca de tuppers de albóndigas congeladas con los que subsistir.
En el ascensor vuelvo a pensar en Álvaro. Algo huele a él. Álvaro y la tal Carlota jincando como posesos sobre las sábanas blancas de esa cama que hasta hace poco era nuestra. A saber cuántas han pasado ya por allí. Me muero del asco de imaginarlo con otra.
Meto la llave en la cerradura y me sorprendo al comprobar que no está echado el pestillo y que se abre a la primera. Entro y… estaba claro.
Cuelgo el bolso de una silla del salón y doy un par de pasos hacia donde Álvaro está sentado. Las llaves de mi casa se encuentran sobre la mesa baja y él las mira fijamente. Me quito las sandalias de tacón, que empiezan a molestarme, y me siento con las piernas encogidas en el sillón de al lado. No decimos nada en un buen rato. Después me levanto, voy hacia la cocina y desde allí le pregunto si quiere una copa de vino.
—Sí, gracias —dice escuetamente.
Lleno dos copas de cristal con un vino tinto con bastante cuerpo. Lo pruebo para comprobar que no está picado y después le paso su copa.
—No es bueno, pero tampoco es malo.
Asiente y le da un trago.
—No está mal —sentencia.
—Te dije que no vinieras, pero llego a casa y aquí te encuentro. Tienes que comprender que necesito mi intimidad y que esto no es sano —murmuro.
—He venido a devolverte las llaves.
—Eso está bien. ¿Qué tal Carlota? —le digo para provocar.
—¿Qué tal Gabriel?
—Gabriel y yo somos amigos —aclaro.
—No me has dicho cómo le conociste.
—Coincidencias del destino. Tú tampoco me has aclarado nada de esa tal Carlota.
—Es amiga de mi hermana.
—¿Sois novios?
Me mira y se ríe.
—No. Claro que no. ¿Crees que me quedaron ganas de repetir el experimento?
—Oye, Álvaro, creo que tenemos que tomar una decisión de esas adultas de la hostia y dejar de marearnos mutuamente. Y sobre todo dejar de acostarnos. Follar nos viene fatal, ¿sabes? Porque la verdad es que juntos lo hacemos todo muy bien en la cama, pero tenemos que acordarnos de que fuera no funcionamos tan bien. Tienes que pensar que yo a veces voy sin bragas a trabajar. —Levanto las cejas, enfatizando lo que quiero decir—. Y te cuento esto porque me he tomado cuatro copas esta tarde y en mi estado de embriaguez total he visto la verdad universal. Y es que tú me haces mucho daño y que cada vez que me la metes, más yonqui me siento.
—Ya. —Sonríe con tristeza.
—¿Estás de acuerdo?
—Bueno, mi intención cuando rompimos era esa, dejarlo del todo. Pero siempre acabo viniendo a buscarte.
—Sí, y tienes que dejar de hacerlo. Ya me quedó muy claro que yo nunca he sido suficiente para las altas expectativas que tienes sobre ti mismo y tu vida —y no lo digo a malas, lo juro.
Álvaro frunce el ceño y se queda mirándome, aunque su gesto se relaja tras unos segundos.
—¿Echamos el polvo de despedida? —me dice.
—¿Sabes que te estoy empezando a pegar cosas? —Me río—. Esa frase es totalmente mía.
—¿Quieres o no? —Se ríe.
—No, no quiero. Esta mañana te has tirado a otra.
—Pero pensando en ti —añade.
Resoplo y me echo hacia atrás en el sillón poniendo un pie desnudo sobre la mesita de centro.
—Me da igual en quién pensaras. El hecho es que te has morreado con otra, le has tocado las tetas, que eso sé que te gusta mucho y…
—¿Vas a enumerar todo lo que le he hecho? ¿Quieres saberlo de primera mano en lugar de imaginarlo? —me dice reclinándose en el sofá, cruzado de piernas en un ademán muy masculino. Le animo a que hable cuanto quiera, me levanto a por el bolso y me enciendo un cigarrillo—. La puse a cuatro patas, la cogí del pelo y se la metí, con condón, por supuesto. Ella se puso a dar gemiditos e hice que se apoyara en la almohada, esperando que amortiguara el sonido. Cerré los ojos y me imaginé que eras tú. Duré tres putos minutos. Tres minutos. —Me enseña tres dedos mientras me siento en la butaca otra vez—. No sé ni siquiera si ella se corrió. Después me levanté, tiré el condón a la basura y mientras me iba a la ducha le dije que se fuera y que ya la llamaría yo. ¿Qué opinas ahora?
—No mucho. En la primera frase ya me he puesto a fantasear —confieso con una sonrisa insolente—. Solo has conseguido ponerme cachonda. Ahora por tu culpa tendré que sacar el consolador. Vete, anda.
Álvaro no se levanta, sino que sigue bebiéndose el vino con parsimonia. Maldito cabrón. No le he mentido. Ahora dentro de la cabeza tengo una sucesión de imágenes truculentas. Se empieza a hacer de noche y casi no nos vemos en mi salón, pero no me importa lo más mínimo porque estoy metida en mi ensoñación, en la que Álvaro me agarra del pelo, me aprisiona entre el colchón y su cuerpo y me da…
Qué coño…
Me levanto, le quito la copa de la mano y me siento a horcajadas sobre él. Álvaro no se sorprende, se acomoda bajo mi cuerpo. Está empalmado. Joder. Es insaciable.
—No voy a follar contigo. Me da asco pensar que esta mañana se la metiste a otra.
—No la besé —confiesa.
—¿No la besaste en todo el fin de semana?
—No con lengua —me asegura.
—Joder, Álvaro…, por favor —suplico.
Se inclina y me deja un beso muy corto en los labios. A Álvaro se le escapa el aire a trompicones porque quiere más. Sus brazos me envuelven y se acerca hasta mis labios otra vez. Nos besamos de nuevo y poco tardamos en abrir las bocas. Su lengua entra en mí con fuerza y le da la vuelta a la mía; siento enseguida el sabor de su saliva. Me encanta. Sus manos se cuelan por debajo del vestido y me acarician los muslos, las caderas y el trasero. Joder…, me estoy poniendo cachonda otra vez…
—¿Te acuerdas cuando fuimos a aquella cabañita…? —me pregunta de pronto.
Y me retuerzo de placer al acordarme. Me folló frente a la chimenea tantas veces que al final la alfombra me provocó rozaduras en la espalda. Fue espectacular.
—¿Y te acuerdas de aquella noche en República Dominicana…? —digo yo.
Se muerde el labio. Nos bebimos dos botellas de vino y nos volvimos locos. Hicimos cosas que jamás confesaría a nadie ni bajo amenaza de muerte. Sus manos van hacia mis pechos y los soba por encima de la ropa. Gimo.
—Para, de verdad… —le pido mientras me besa el cuello. Escucho mi teléfono vibrar dentro del bolso y me estiro para cogerlo. Es Gabriel—. Hola —contesto y me bajo de encima de Álvaro—. ¿Ya has llegado?
—Sí. Qué vuelo más largo, Dios. ¿Qué haces?
Levanto las cejas.
—¿Quieres que conteste con sinceridad?
—Claro —contesta.
—Cosas sucias —digo con la boquita pequeña mientras veo cómo Álvaro se levanta del sillón. Joder, se le marca todo en el pantalón chino. Coge su copa vacía y la lleva a la cocina.
—¿Con míster Andrés, el Vibrador? —dice riéndose—. No me gustaría interrumpir un orgasmo mecánico.
—No. La verdad es que estaba enrollándome con Álvaro.
—Pero ¿¡qué dices, Silvia!? —se queja—. No tiene ningún sentido…
—Ya, ya lo sé. Pero en mi favor diré que no habíamos llegado muy lejos.
—¿Aún está ahí?
—Sí, en la cocina.
—Bueno… —vacila un momento—. Os dejo. Tienes que solucionarlo.
—¿Te llamo después?
—Claro.
Nos despedimos y cuelgo. Voy a la cocina, donde Álvaro está lavando la copa.
—Me voy —dice muy serio.
—Bien. ¿Qué vas a hacer con eso? —Y le señalo la bragueta abultada del pantalón.
—Creo que encontraré la manera de solucionarlo —al hablar vuelve a ser Álvaro el frío.
—Bien. Pues nada, dile a Carlota que no trague mucha agua al bucear.
Nos miramos fijamente y se apoya en los azulejos de la pared antes de revolverse el pelo.
—No sé por qué te llama. No sé de qué va esto. No entiendo nada —me dice.
—Yo tampoco. Imagínate: un día me dijiste que era hora de hacerlo oficial, después me pediste tiempo y diez días más tarde me dejaste definitivamente porque…
—Vale, vale… —Levanta las palmas de las manos—. Sé muy bien lo que he hecho en los últimos seis meses.
—No me puede sentar mal que te folles a quien quieras follarte, Álvaro —y al hablar le cojo la tela del polo en el puño con suavidad—. Dijiste que soy incontrolable, que soy una niñata, que te complico la vida, que no sé ser normal y que no hago más que absurdeces. ¿Qué más quieres? Esperaba un comportamiento más racional por tu parte.
—Yo también.
—Vete ya, anda. No quiero terminar diciéndote otra vez que estas cosas te pasan por hacerle caso a la bruja de tu madre.
—Joder… —Apoya su frente en la mía—. No sabes la razón que tienes.
Es la primera vez que me da la razón. Debe de estar jodido de verdad.
—Y no vuelvas a tirártela —le digo—. Folla con quien quieras, pero tirarte a esa Carlota te hace sentir una puta mierda. Hazme caso. De esas cosas sé un porrón.
—¿Te hago sentir una mierda? —me pregunta.
—Sabes que sí. Anda, vete…, por favor.
Álvaro resopla, se pasa las manos por el pelo y después se va. El portazo me deja hecha polvo. ¿Y si él aún me quiere? Yo le quiero. Si él no desea estar con otra, yo tampoco. ¿Somos dos personas enamoradas que no pueden estar juntas porque una de ellas es un cobarde integral? Y cierro los ojos y me acuerdo de las sensaciones de aquella tarde junto a aquel restaurante, cuando me lo dijo todo…
Vuelvo al comedor, cojo el teléfono móvil y llamo a Gabriel, pero tras dos tonos me cuelga. Me quedo mirando el móvil y me siento como si de pronto toda mi casa girara a mi alrededor; dos habitaciones completamente repletas de recuerdos que solo me hacen daño y a los que me agarro como si pudieran salvarme la vida en realidad. Me siento débil; Silvia, no vuelvas a beber si te encuentras mal. No es la respuesta para nada más que para sentirse más desgraciada y sola. Joder. Sollozo. Necesito entretenerme. ¡Maldita Silvia! ¡Ríete! ¡Siempre te estás riendo! ¡Ríete otra vez! Vuelvo a sollozar y mi teléfono empieza a vibrar. Es Gabriel. Cuando descuelgo estoy hecha un mar de lágrimas. Él no reprocha, no me echa en cara que no tengo voluntad, no me dice «te lo dije».
—Venga, Silvia…, cálmate. Me rompes por dentro…
—Perdón. —Sollozo—. Perdóname, perdóname.
Me siento en el sofá y lloro desconsolada. Hace tanto tiempo que no me desahogo de verdad…
—Llorar es normal. No tienes por qué pedirme perdón. Todos lloramos.
—Álvaro no.
—Y eso no dice nada bueno de él.
—¿Por qué te estoy dando este tostón de mierda? —Lloro.
—Porque las personas actuamos por estímulos y a veces tenemos intuiciones. Y yo soy la solución a tus problemas.
—¿Tú? —pregunto con la voz trémula.
—Sí, yo. Dame las fechas de tus vacaciones. Mi ayudante te hará llegar unos billetes de avión. Creo que necesitas visitar Los Ángeles, tatuarte alguna cosa absurda, hacer puenting, merendar en el Gran Cañón y ver ponerse el sol desde Venice.
Joder. Este hombre debe de ser la última reencarnación de Buda. Es el jodido Dalái Lama. Le quiero. Vuelvo a sollozar, pero ahora también me río y él sonríe. Lo sé. Sonríe.