26

QUERERME… ¿ES DIFÍCIL?

Alvaro y yo fuimos, más pronto que tarde, una pareja al uso. Salíamos a cenar, veíamos una película, nos contábamos cosas que nos agobiaban, preparábamos la comida en casa los fines de semana, despertábamos juntos y además de hacer la cama, también la deshacíamos muy a menudo. Muy, muy, muy, muy, muy, muy, muy, muy, muy, muy a menudo.

Con las llaves de su casa en mi poder (cosa que me pareció arriesgadísima por su parte), pude darle sorpresas de las que a Álvaro le gustaban. Y era fácil adivinar qué tipo de sorpresas le gustaban, claro.

Un jueves me di cuenta de que la píldora ya era más que efectiva y que, además, ya había tenido el periodo y ya había empezado la segunda tableta de pastillas. El sábado era mi cumpleaños y Álvaro y yo habíamos planeado algo especial, pero estaba demasiado impaciente. Lo esperaba como quien espera, no sé, cobrar el boleto premiado de la lotería. Pensé, así, fugazmente, que a Álvaro le encantaría saber que iba a poder prescindir de sus pequeños archienemigos de látex, que al parecer le daban picor, pero… miré el reloj de pulsera. Eran las doce de la noche y aunque resultaba una locura plantarse en su casa esperando que estuviera despierto y con ganas…, ¿cuándo considero yo que las locuras es mejor no hacerlas? Metí en una bolsa de mano unas cuantas cosas para vestirme al día siguiente para ir a trabajar, unas cositas de aseo y allí que me fui.

Cogí un taxi que me costó doce euros y entré al portal con la copia de las llaves que me había dado. Subí las escaleras despacio y cuando llegué a su rellano, abrí la puerta con cuidado de no hacer el mismo ruido que los hobbits en las cuevas de Moria, capaces de despertar a «lo que habita en la oscuridad». Suelo hacerlo cuando trato de ser silenciosa. Me como percheros, tropiezo con macetas… Pero lo hice muy bien. Me recibió la oscuridad total y el silencio. Eran las doce y media ya. Cerré despacio la puerta y eché el pestillo.

Me metí en la habitación temiendo que no estuviera, que lo hubiera pillado yéndose de picos pardos (que es una expresión que utiliza mi madre y que siempre me ha parecido setentera y adorable), pero lo encontré profundamente dormido, de lado, con el brazo derecho bajo la almohada y el izquierdo por encima. Me dieron ganas de hacerle una foto, pero si se despertaba con el fogonazo de un flash igual le daba un infarto, me pegaba una paliza y después entregaba mi cadáver a la policía para que me detuvieran por loca acosadora. Así que me abstuve.

Dejé la bolsa junto a la cómoda y me desnudé. Después, solo con la ropa interior, me abrí paso bajo las sábanas hasta llegar junto a él. Le besé el cuello y se removió. Olía delicioso. Llevé la mano hacia su abdomen y volvió a removerse, colocándose boca arriba. ¡Qué fácil me lo estaba poniendo! Bajé la mano mientras le besaba el cuello y le mordisqueaba muy suavemente el lóbulo de la oreja. Me encontré con que todo él estaba dormido. Jamás se la había tocado tan flácida. Me dio hasta la risa… pero poco, porque no tardó ni quince segundos en reaccionar brutalmente con una erección de kilo. Seguí acariciándole, de arriba abajo, suave, despacio y, aún en sueños, gruñó de placer. Entreabrió los labios y dejó escapar un gemido que le hizo pestañear. Después de unos cuantos pestañeos abrió los ojos y, respirando hondo, se giró hacia mí.

—Nena… —murmuró.

—Estaba en casa…, no podía dejar de pensar en ti y…

—Sigue. —Cerró los ojos.

Negué con la cabeza y le insté a quitarse el pantalón de pijama negro que llevaba. Yo me quité el sujetador y las braguitas y cuando se tumbó entre mis piernas, colé su erección desnuda dentro de mí. Resbaló con suavidad hasta llegar al final y los dos gemimos.

—Para…, para… —dijo alargando la mano hacia la mesita de noche, por costumbre.

—Ya no tengo que parar.

Álvaro se despertó un poco más y, al caer en la cuenta, se hundió de nuevo en mí con un golpe de cadera. Subí las piernas sobre él, rodeándole, y arqueé la espalda.

—Joder, nena… —susurró.

—Es la primera vez… —dije cerrando los ojos y sintiendo una presión en el vientre que se deshacía con un cosquilleo en cada penetración.

—Vas a sentirme… —susurró—. Vas a sentirme corriéndome dentro de ti.

Y me pareció tan erótico que por poco no terminé con la siguiente embestida. ¿Qué sentiría?, me pregunté. ¿Cómo iba a ser?

Álvaro cogió mi pierna y la colgó de su brazo. En aquella postura llegaba mucho más hondo. Grité. Me tapó la boca con la otra mano. Empujó con más fuerza y ahogué otro gritito mordiéndole.

—Ah… —se quejó con una sonrisa pervertida.

Me retorcí de placer un par de veces y fui acumulando entre mis piernas una carga eléctrica que explotó al poco con un quejido de satisfacción.

—No quiero acabar nunca… —susurró—. Quiero llenarte. Quiero que seas mía. Quiero… ¡Dios! Quiero llenarte de mí.

Y yo, desmadejada bajo su cuerpo, sentí sus embestidas cada vez más aceleradas, más fieras, más secas, más placenteras. Le acaricié el pelo, la espalda, los brazos. Cuando pensé que terminaría, me abracé a su pecho, pero él aprovechó para darse la vuelta en el colchón y colocarme encima.

—Muévete. Muévete conmigo dentro —susurró—. Dame otro.

Removí las caderas hacia atrás y hacia delante, provocando el roce. Sabía que a él era el movimiento que menos placer le producía pero que más me gustaba a mí. Así podría recuperarme mientras él se mantenía en un estado suspendido de excitación. Y tanta cancha me di que, a pesar de que quise parar, el orgasmo me sacudió más pronto de lo que pensaba y sin tener que acariciarme. Álvaro me agarró por debajo de los muslos y empezó a marcar un movimiento acompasado después. Yo hacia abajo. Él hacia arriba. Los dos clavados y dándole ritmo, me anunció que no tardaría en terminar.

—Me corro, nena…, me corro —gimió—. Me corro…

Me quedé quieta cuando una estocada me lo clavó dentro. Me apretó cuanto pudo contra él y tensionando los músculos le hice soltar un alarido de placer. Y así, con los músculos contraídos, le sentí palpitar dentro de mí y al balancearme se vació en mi interior. Una, dos, tres penetraciones más y los dos suspiramos, desahogados.

Como siempre, quise bajarme de su cuerpo y apartarme al otro rincón del colchón, pero me sostuvo allí encima.

—No te vayas… —Cerró los ojos, aún dentro de mí—. ¿Por qué siempre tienes tanta prisa?

—Porque me siento… vulnerable —confesé.

Álvaro abrió los ojos y tiró de mí para que pudiéramos besarnos.

—Conmigo no —susurró con su frente pegada a la mía—. Yo te cuidaré. Siempre.

Rodamos por el colchón unidos hasta quedar de lado. En un movimiento de cadera salió de mí y manchamos las sábanas de la mezcla de su semen y mi humedad.

Aquella noche dormimos abrazados, pero antes jugamos a eso tan peligroso que las parejas gustan de probar alguna vez: hacerse promesas. Y nos prometimos no dejar nunca de gustarnos como éramos, que no se nos olvidaría jamás cómo hacer sentir feliz al otro, que siempre nos respetaríamos y que el resto de las noches de nuestra vida las pasaríamos hundidos él en mí y yo en él. Y vaya por Dios, no cumplimos ni una.

Al día siguiente los actos rutinarios de prepararnos para ir a trabajar nos pusieron, como siempre que lo hacíamos juntos, de muy buen humor. Él se levantó primero, se dio una ducha y cuando vino a despertarme ya estaba prácticamente vestido y la casa olía a café. Después de la ducha y la chapa y pintura hicimos la cama con sábanas limpias y desayunamos café, zumo de naranja y tostadas, las mías con tomate natural y las suyas con mantequilla y mermelada de fresa.

De camino al trabajo, en su coche, escuchamos música clásica. No tengo ni idea de qué en concreto, aunque cuando empezaba una pieza una voz monocorde y empolvada decía cosas como: «Alegría increcendo. Opus. 15. Sebastopol. 1562». ¡Yo qué sé! Para mí hablaba en esperanto.

—Pon algo con más ritmo. Con esto me duermo.

—Cualquier otra música me recuerda a follarte. Mejor dejémoslo así y regálame un día tranquilo.

Antes de dejarme a una manzana de la oficina, por eso de disimular, Álvaro y yo hablábamos de la celebración de mi cumpleaños.

—Te esperaré en el parking e iremos juntos a casa, ¿vale? —dijo tras mirarme un segundo—. Y después todo mimos, sorpresas y malcrío del que te gusta.

—Bueno, y algo que también te guste a ti, ¿no?

—Oh, sí. Sexo. De sexo te vas a aburrir. —Sonrió—. O bueno, a lo mejor…, hasta hacemos el amor.

Palmeé ilusionada y en el siguiente semáforo en rojo bajé y le torturé un poquito con el vaivén de mis caderas.

Nos encontramos entrando en la oficina a la vez y nos echamos a reír. Uno de mis compañeros, con su habitual desacierto para vestir, corrió mientras yo le mantenía abierta la puerta de entrada.

—¿Qué tal? —le dije sonriente.

—Bien. Oye…, me ha parecido verte bajar del coche de Álvaro en la esquina del Starbucks…

Me quedé mirándolo en el pasillo enmoquetado y me eché a reír a carcajadas.

—Sí, claro. Y anoche me colé en su cama para cabalgarlo entre mis piernas hasta que se corriera dentro de mí.

Avancé un par de pasos y mirando hacia atrás me reí y le dije que no dijera tonterías. A veces la verdad resulta más inverosímil que una mentirijilla. Él se rio y sentenció el asunto con un:

—Pues que sepas que tiene una novia que se te parece.

Sin darle importancia me desvié hacia la máquina de café y después me senté en mi silla y encendí el ordenador. Álvaro, que tecleaba en el suyo con la puerta del despacho abierta, ni siquiera me dedicó una miradita. Y cómo me excitaba eso…

A las doce del mediodía tenía hambre para parar un tren, así que cogí unas cuantas monedas de mi cartera y fui hacia la máquina. El staff estaba prácticamente vacío porque todos debían de haber salido a por algo de picar. Seguramente me los encontraría frente a la máquina demoniaca de vending discutiendo sobre si era mejor el Nesquik o el Cola Cao. Pasé por el despacho de Álvaro y me asomé.

—Eh… —susurré.

—¿Qué pasa, Garrido? —Y es que él interpretaba su papel a la perfección entre aquellas paredes.

—Voy a por algo de zampar. Estoy tan impaciente por que llegue la hora de salida que se me hace el culito pepsicola.

Álvaro se rio, con esa sonrisa clara y preciosa que tanto me gustaba, y me fui casi dando saltitos. Dios. Ese hombre era mío. Ese jodido dios griego, con los pectorales como esculpidos por el puto Fidias.

Entré en la pequeña cocina y me encontré con que allí estaban casi todos mis compañeros, todos delante del cristal de la máquina de sándwiches envasados con cara de mongolos.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—Mira —dijo alguien maravillado.

Todos se apartaron (porque yo siempre he sido «la jefa» y la que más la mueve, claro) y me dejaron ver un castillo tambaleante de galletitas, patatas fritas, chocolatinas y sándwiches atrapado dentro.

—¿Habéis probado a pedir algo de la estantería de arriba? —pregunté.

—Sí. Pero como casi no pesa, se queda enganchado también.

Me acaricié la barbilla, pensando un plan que me convirtiera en la poseedora de todo ese botín y en la heroína del departamento cuando decidiera compartirlo.

—La hemos movido, empujado, sacado del sitio y pateado, pero nada. No hay manera —dijo otro a mi lado.

—El problema es el sándwich de pavo y queso de abajo —sentencié sabiamente—. Es el que impide que caiga lo demás. —Me puse de rodillas, levanté la puertecita y metí la mano—. Creo que podría alcanzarlo y tirar de él.

Todos me hicieron un corro alrededor y yo me acomodé para que no se me vieran las vergüenzas bajo la falda. Estiré el brazo y mi manita apareció delante de mis compañeros, por dentro del cristal. Un aplauso ensordeció la cocina.

—¡Bravo, Silvia!

—¡Vas a conseguirlo!

Y yo, con una sonrisa de suficiencia, toqueteé paquetitos y traté de tirar de solapillas y plásticos. De pronto todo cayó encima de mi mano y cuando traté de sacarla, la sonrisa se me escurrió.

—Joder… —dije poniéndome nerviosa.

Se me debía de haber enganchado el reloj en alguno de los salientes de metal y alguna compuerta debía de haberse activado al notar que caían los productos. Lo que pasó no lo sé, pero el caso es que no pude sacar el brazo. Uno de mis compañeros se agachó junto a mí para tratar de ayudarme pero cuando tiró de mi antebrazo grité.

—¡Que me haces daño, bruto, animal, malnacido!

Entonces un tropel de ellos se marchó con la excusa de buscar ayuda.

Diez minutos después, cuando empezaba a dormírseme la mano, algunos de ellos volvieron junto con un chico de mantenimiento y uno de contabilidad al que las secretarias de la planta de arriba llaman MacGyver, que por cierto, nunca me había fijado que era bien mono.

El de mantenimiento movió la máquina mientras MacGyver me ayudaba a moverme para que no me hicieran daño. Desconectaron la máquina y después, entre los dos, trataron de desmontar la puerta, pero no hubo manera. El de mantenimiento se marchó con su horroroso chaleco amarillo y gris y MacGyver se acuclilló a mi lado.

—No te preocupes, ¿vale? Van a llamar a la empresa de vending para que alguien venga a ayudarte.

—No me siento la mano —le dije con los ojos muy abiertos.

—Shh… —Me acarició el pelo—. No te preocupes, Garrido. Yo me quedo aquí contigo. —Miré al infinito y arqueé una ceja. Si hubiera tenido las dos manos disponibles no se habría atrevido a tocarme de esa manera—. Oye, Garrido, después de este susto…, ¿por qué no te invito a una copa?

Dios, estás ensuciando el buen nombre de MacGyver, que montaba una lavadora con un chicle, un cartón y un clip…

—Oye, chato… —Le sonreí sensualmente antes de empezar a berrear—. ¿Tú crees que es una buena ocasión para ligar? ¡¡Si pudiera ahora mismo te cercenaba la puta polla con la guillotina de los folios, cafre, imbécil, meacamas!!

Y así fue como perdí la ayuda y el consuelo de MacGyver…

Media hora después, con un dolor infernal en el antebrazo, la muñeca y sin sentir la mayor parte de los dedos, llegaron los de la máquina de vending. Por aquel entonces ya sospechaba que los malditos desertores que se habían marchado de vuelta a sus mesas habrían informado convenientemente al jefe de que «Garrido tenía el brazo atrapado en la máquina de comida envasada». Lo que no entendía era por qué no había venido a ayudarme, a darme consuelo y a acariciarme la cabecita, como había hecho MacGyver antes de que le lanzara un par de dentelladas.

Los de la empresa trataron de abrir la puerta exterior para acceder a donde estaba mi mano atrapada, pero al intentarlo casi me rompieron, cortaron y mutilaron. Solo les faltó sodomizarme. A ellos también les insulté y traté de pegarles patadas. Menos mal que uno de mis compañeros se mantenía fielmente detrás de mí, sosteniéndome y defendiéndome. ¿Dónde estaría Álvaro? ¿Le habría pillado de reunión?

Cuando la mujer barbuda apareció por allí diciendo que ya había llamado a los bomberos, quise morirme. Dios, los bomberos. Que una cosa es imaginar en tus fantasías eróticas que un bombero cañón te salva heroicamente de un incendio y te hace el boca a boca y otra que vayan a tu oficina cargados de radiales para poder sacarte el brazo de dentro de una máquina de sándwiches de dudosa calidad.

—Oh, por favor… —gimoteé. Después intenté sacar el brazo dando fuertes tirones, pero lo único que conseguí fue que me doliera más la muñeca.

A la una y media, después de hora y media de tormento, aparecieron los bomberos y, atención, dos enfermeros del Samur con una especie de botiquín enorme. Y todo lo que yo veía eran trajes fosforescentes por todas partes.

—¡Acabad ya con esto, joder! ¡Cortadme el puto brazo! —me quejé histérica.

Cuando los bomberos sacaron la radial y la pusieron en funcionamiento temí que fueran a hacerme caso y empecé a gritar. Pero a gritar como deben de gritar los cerdos cuando los degollan. Una cosa…

Un bombero se acercó para colocarme unas protecciones encima de forma que las chispas no me quemaran y para que, claro, la sierra no me tocara la piel. Y supuse que era bombero porque llevaba el uniforme, porque tenía una pinta de carnicero de barrio…

—¿Está usted seguro de que es bombero? —le pregunté.

—¿Qué esperabas, uno de esos mozalbetes de catálogo a pecho descubierto y aceitado, chata? —contestó.

—¡¡Ya sé de sobra que a esos los sacrifican ustedes para aplacar la furia del dios del fuego, salvaje!!

Y todos los bomberos se echaron a reír a coro. Menuda parafernalia… Y todo aquello lleno de curiosos asomando la cabeza por la puerta de la cocina, que no hacía más que abrirse y cerrarse.

—Pero ¡sacad a los putos cotillas de aquí! ¡Joder! —volví a aullar.

En ese momento Álvaro entró en la cocina, con su traje gris azulado, su camisa azul cielo y su corbata azul marino. Hizo unas señas al compañero que se había mantenido a mi lado durante todo el rato y le pidió que se fuera. Después echó el pestillo a la puerta y le dijo a los bomberos que era mi responsable.

—Que se quede… —pedí.

Pero cuando me miró me arrepentí de haberlo hecho porque su mirada me perforó la cabeza de un disparo imaginario.

No se agachó para abrazarme por detrás en medio de mis grititos histéricos mientras serraban la máquina. No apoyó su mano en mi hombro ni presionó para infundirme valor. No hizo nada, solo desabrocharse la americana, meterse las manos en los bolsillos del pantalón y, apoyado en la pared, fulminarme con la mirada. Dios…, con lo bonitos que eran sus ojos, qué crueles podían parecer a veces…

Tardaron quince minutos en liberarme el brazo, que por aquel entonces ya mostraba una pinta bastante chusca. Tenía los dedos amoratados, la muñeca muy roja y ensangrentada de los tirones contra la correa del reloj y además casi no podía mover el codo, que estaba hinchado. Los del Samur se pusieron a curarme enseguida mientras yo miraba a Álvaro dar las gracias a los bomberos y disculparse.

—Siento mucho que tengan que perder su tiempo por cosas como estas. De verdad, mis más sinceras disculpas. La señorita Garrido será convenientemente amonestada.

¿Amonestada? ¿Encima de que había pasado dos horas con el brazo allí metido, solita y sin ayuda de mi novio?

Cuando los bomberos se hubieron ido y los del Samur terminaban de vendarme el brazo, Álvaro se acercó a mí con paso lento. Miré a los dos enfermeros y me mordí el labio, con pánico.

—Oh, oh… —susurré.

—Valiente imbécil estás hecha —dijo en un tono gélido que hizo que los dos enfermeros levantaran las cejas, sorprendidos—. Eres una inconsciente y una niñata.

—Pero Álvaro… —me quejé.

—Si encima te veo llorar juro que no me aguanto y te giro la cara de un revés. Y si crees que no sería capaz es que no me conoces, porque lo sería. ¡Joder que si lo sería!

Agaché la cabeza.

—No voy a llorar.

—Más te vale, niñata. ¿En qué coño estabas pensando? ¿En qué coño piensas la mayor parte del tiempo, cojones? —Buscó mi mirada.

Sopesé la posibilidad de decirle de broma que sus cojones estaban en el top five de las cosas en las que pensaba, pero preferí abstenerme.

—Sé que me dices todo esto porque estás asustado —murmuré.

—No. Te lo digo porque ahora mismo no puedo soportar ni mirarte. Te lo digo porque te mereces un par de bofetadas. Te juro que… —Se quedó callado, apretó los puños y después de pasar los dedos por su pelo, se fue.

Me giré hacia los dos enfermeros que parecían haber acabado y me encogí de hombros.

—Sabes que tu jefe no puede decirte cosas como esas, ¿verdad? —dijo uno de ellos.

—Me temo que ahora no me estaba hablando como jefe.

—Mejor me lo pones… —murmuró.

Insistieron en llevarme a la ambulancia y aunque les supliqué que no lo hicieran, me convencieron diciendo que así podrían suministrarme no sé qué y no sé menos para… yo qué sé. Yo solo pensaba en Álvaro.

Cuando pasé frente a mi departamento mis compañeros se levantaron de sus sillas para aplaudirme ante mi total vergüenza y el portazo del despacho de Álvaro resonó en todo el edificio. Después el hospital, radiografías, una resonancia magnética y un calmante, pero… nada de Álvaro.

A la salida llamé a Bea para contárselo y tampoco es que se sorprendiera demasiado de mi aventura (suelo vérmelas en situaciones delicadas a menudo, por eso de ser una inconsciente y una temeraria), pero sí de la reacción de Álvaro. En su opinión no era para tanto, pero claro, yo entendía que en el fondo sí lo era. Pero… ¿como para anular los planes de mi cumpleaños, no llamarme para ver cómo estaba, insultarme en presencia de los del Samur y dar un portazo brutal delante de todos mis compañeros? No. ¿Estaba dispuesta yo a soportar ese tipo de trato?

Cuando me planté en su casa eran las once menos cuarto de la noche. Me costó mucho ir, pero tenía la obligación moral de aclarar las cosas. Me sentía mal, como una niña pequeña. Y lo peor era que me sentía en el fondo sumamente culpable. Y dolorida, esto también. En mi cabeza solo escuchaba una vocecita repipi que me repetía que la culpa era mía, que nunca sería suficiente para él y que le quería como quieren las tontas, a ciegas.

Llamé al timbre y unos pasos rompieron el total silencio que había dentro de la casa. Al abrirme me di cuenta de que tampoco había apenas luz. Él estaba aún vestido de traje, pero sin chaqueta.

—Hola —dije.

—Hola —contestó apoyándose en el quicio.

—¿Me dejas pasar? —pregunté en un tono muy suave.

—No —sentenció él cruzando los brazos sobre el pecho.

Aguanté las ganas de llorar. Era mi cumpleaños. En una hora cumpliría veintiséis años. Pero ni siquiera hice un puchero. Si algo tuve siempre claro con Álvaro fue que el día que me viera derramar lágrimas, el día que entendiera que era lo suficientemente débil para amilanarme y lloriquear, me dejaría y se acabaría para siempre. Él es una de esas personas que, al menos aparentemente, no soporta a los débiles. Lo extraño es que era justamente como me hacía sentir.

—Creo que me debes una disculpa, ¿sabes? Yo no hago estas cosas queriendo molestarte —traté de sonar firme.

—Tú haces las cosas sin pensar a quién podrían afectar. Y siempre lo haces todo igual. Eres incontrolable y desmedida. Eres un puto desastre continuo, el caos. Ni siquiera te preocupas por lo que sale de tu boca. Hablas sin más. Haces sin más. Te falta un jodido filtro mental. Te hace falta un puto filtro en la garganta y…

—Pero yo te quiero, Álvaro —confesé levantando las cejas.

Oh… ¿En serio acababa de decirle que le quería interrumpiendo una perorata sobre todo lo que me hace absurda e insoportable?

—¿Ves? No piensas. Es todo así —dijo.

No. No era la contestación que una mujer espera encontrar cuando se atreve a decir te quiero. Álvaro fue a cerrar la puerta, pero la empujé con la mano.

—¿Tan difícil es quererme a mí que me hace incapaz de quererte? ¿Es un sentimiento demasiado elevado para mi pobre calidad humana? —Al decirlo me puse por primera vez en mi vida muy seria delante de él.

Rebufó y apoyó la frente en el quicio un momento para después ponerse rígido, darme la espalda e ir hacia el salón. Le seguí, sin saber por qué. Era humillante.

Se dejó caer en un sillón, a oscuras, y se revolvió el pelo.

—Nunca estás quieta. Ni siquiera cuando estás dormida te callas. Canturreas, te ríes, me desafías, te divierte molestarme. Constantemente estás pensando en cómo hacer algo que la mayor parte de las veces incluso es ilegal. No te entiendo. Vives inmersa en un maremágnum de sentimientos que te ahogan y que te hacen una persona imprevisible. Eres algo así como una puta patata caliente que me va a quemar las manos porque no sé cómo coño se sujeta. Eres molesta de la hostia, Silvia. Estás siempre merodeando por aquí, por casa, por el trabajo, por mi cabeza. Siempre. A todas horas. Ya no tengo intimidad alguna. Nunca estoy solo. A veces haces tanto ruido que ni siquiera soy capaz de escuchar lo que pienso. Me mareas y me provocas. Y lo peor es que esperas que me comporte de la misma errática manera que tú o al menos que asienta y me conforme con tus estallidos de… ¿originalidad? —Me mordí el labio con fuerza. No iba a llorar. No iba a llorar. Ya podía costarme la vida que yo no iba a llorar—. Y ahora estoy tratando de explicarte por qué narices estoy tan enfadado y me sueltas que me quieres, así. Que me quieres. Que te has enamorado. Esto es la crónica de una muerte anunciada…

—¡No lo dije porque sí! ¡Si no entiendes las cosas que digo sería más fácil que me preguntaras, en lugar de montar en cólera sin razón alguna! —me quejé—. Me haces sentir mal. ¡Mal! —no dijo nada. Rebufó—. Te digo que te quiero para que entiendas el daño que me hace que me hables como lo has hecho esta mañana. Parece que por ti mismo no te das cuenta. —Se mordió el labio inferior y se sujetó la cabeza con las manos, mirando al suelo—. ¿Es que no me entiendes? ¿Es que tú no te has enamorado? —pregunté con un hilo de voz, empezando a pensar si no sería mejor marcharme y olvidarme de él.

—Claro que sí. —Levantó la cara y me miró, ceñudo—. Claro que sí, joder, Silvia. No puedo pensar en otra cosa que no seas tú. ¡Yo no sé qué coño me has hecho! Quiero… llenarte. —Se tapó la cara y la frotó—. Pero… ¿cómo gestiono esto con una persona como tú? ¿Cómo narices quieres que acepte que tengo una relación con una persona a la que, sí, adoro, pero que los bomberos tuvieron que rescatar de una máquina de vending esta misma mañana?

—Si lo dices de esa manera parece que lo que no soy es digna de tu amor.

—No es lo que estoy diciendo. Es solo que… no sé manejarte.

—Yo no volveré a meter la mano, Álvaro.

—Claro que no lo harás, porque si lo haces juro que te arrastro hasta mi despacho y no sé lo que te hago —al decirlo levanté las cejitas animada porque a lo mejor le apetecía jugar a que era el profesor y yo una niña que se había portado mal—. Y no estoy hablando de darte dos palmadas en el culo y después follarte, Silvia, no pongas esa cara. Esto no me pone en absoluto.

—Oh —dije decepcionada.

—Estoy hablando en serio. Yo necesito una mujer adulta.

—Pero… yo no lo soy —me quejé—. No puedes tratarme así por algo que ya sabías antes de empezar.

—Necesito que seas una mujer adulta. Necesito saber a qué atenerme.

—¿Temes que te rompa el corazón? —contesté levantando las cejas, queriendo hacerme la graciosa.

—Estoy hablando de hacerte daño, Silvia. Y mucho.

—Pero no lo harás.

—No quiero hacerlo, es diferente —dijo—. Me conoces y sabes el tipo de decisiones que soy capaz de tomar.

Primero me mordí las uñas, después me pellizqué el labio de abajo tan fuerte que casi me hice sangre. Todo por no llorar. Al final, me senté en sus rodillas y me arrullé en su cuello.

—Pídeme perdón, Álvaro.

Él chasqueó la lengua contra el paladar. Después me abrazó.

—Joder, Silvia. ¿Sabes el susto que me llevé cuando me dijeron que habían tenido que llamar a los bomberos?

—Yo también me asusté. Pensé que iban a cortarme el brazo.

Me besó sobre el pelo.

—Esto es lo más difícil que he hecho nunca.

—¿Quererme?

—No es que sea difícil, Silvia, es que tú lo conviertes en algo complicado y tremendamente temerario.

Me apreté contra él y cerrando los ojos suspiré aliviada por que él también me quisiera. Yo ya sabía que jamás le escucharía decírmelo, pero saberlo era suficiente para mí.

—Perdóname —dijo con un hilo de voz—. Aún estoy acostumbrándome a esto de preocuparme tanto por alguien.

—No vuelvas a hacerlo. —Y me sorprendió escucharme tan seria y decidida—. Si vuelves a gritarme me iré, me alejaré y…

Negó con la cabeza. Sus brazos me apretaron contra él y apoyó la cabeza en mi pecho.

—No hará falta. Lamento haberte llamado niñata. Y…

—Me amenazaste con pegarme un par de bofetadas. —Y el gesto con el que lo dije le dejó claro lo que yo opinaba de aquellos comentarios.

—Nunca lo haría. No sé por qué lo dije. No volveré a…

—Estoy enfadada —susurré—. Si no llego a venir a tu casa en busca de explicaciones tú no te habrías dignado a disculparte.

—Sí lo habría hecho —suspiró—. Estaba pensando ya cómo hacerlo.

—Las rosas me gustan —bromeé.

—Yo también estoy enfadado. No quiero tener que preocuparme por dónde estarás metiendo el brazo cada vez que miro hacia otra parte.

—Siento haberte preocupado. Y haber montado el numerito con los bomberos.

—Lo olvidaremos en un par de días. Venga, vamos a la cama —dijo muy serio.

—¿A recompensarte?

—Deberías. —Sonrió con tristeza—. Pero estoy cansado.

Para Álvaro el sexo siempre ha sido un arma muy potente y con muchos usos, pero su «estoy cansado» sonaba muy al equivalente masculino de «me duele la cabeza». ¿Una negativa? Oh, Dios. Aquello me preocupó.

Al llegar al dormitorio me abrazó muy fuerte, nos besamos y nos perdonamos mutuamente. Él a mí por ser una chiquilla. Yo a él por haberme vapuleado.

—Te quiero —le dije.

—Me haces sentir… frágil.

Me acarició la cara, el pelo, el cuello y dejé que me besara en los labios con dedicación. Seguimos besándonos de pie, con él envolviéndome entera con sus brazos. Al principio eran besos de amor pero fueron volviéndose desesperados mordiscos de deseo. Es lo que pasaba cuando su saliva y la mía se mezclaban. No había marcha atrás. Así que terminé por colocarlo junto a la cama y arrodillarme delante de él; después de desabrocharle el cinturón, liberé una imponente erección. Abrí mucho los ojos y miré hacia arriba a través de mis pestañas.

Sus manos me envolvieron la cabeza y me empujó hacia él. Poco le había durado el cansancio llegado el momento. Su erección se deslizó entre la lengua y el paladar con suavidad y la engullí lo más hondo que pude. Álvaro gimió y de un golpe de cadera la hundió un poco más en mí hasta provocarme una arcada.

—Lo siento, cariño… —dijo. La saqué, la metí, la saboreé y volví otra vez a clavarla hasta casi rozar mi garganta girando la cabeza, como él me había enseñado—. Oh, Dios, nena… —gimió.

Y yo seguí, acelerando, pausando y ralentizando la caricia mientras tocaba sus muslos y me ayudaba con la mano derecha. La lengua daba vueltas alrededor de la punta y yo la tragaba un poco más hondo.

—Me completas… —jadeó.

La coloqué sobre mis labios y Álvaro, mirando hacia el techo, resopló mientras la metía y la sacaba de mi boca. Me agarró el pelo e impuso un ritmo rápido mientras yo, con los labios cubriéndome los dientes, le presionaba al entrar y salir. Me apartó el pelo, me miró y susurró:

—Para…, por favor…, para. Levántate. —Me puse en pie alucinada. ¿Que pare? ¿Justo en ese momento?—. No quiero acabar así —susurró mientras me tiraba sobre la cama—. Quiero correrme dentro de ti y sentir que tú también lo disfrutas. Quiero… sentirte cerca.

Me bajó las braguitas, me subió la falda y nos tumbamos en la cama, a medio vestir. Me penetró con fuerza y gemimos. Enrollé las piernas alrededor de sus caderas y me arqueé en cada una de sus embestidas. Álvaro me apartó el pelo de la cara.

—Mírame…, mírame… —susurró.

Y mirándonos nos corrimos. Y no hubo grandes gritos ni gruñidos de placer. Solo una respiración interrumpida y besos. Muchos besos.

Álvaro se quedó dentro de mí unos segundos. Después rodó en el colchón y miró al techo.

—Te quiero —repetí encogiéndome en su dirección pero sin tocarle.

Suspiró. Cerró los ojos y sonrió.

—Lo siento —murmuró—. Pensaba prepararte la cena, darte tu regalo y después hacerte el amor hasta que tuvieras que irte a casa de tu madre. Hacerlo especial. Pero lo estropeé enfadándome contigo.

A mí él también me parecía una persona de reacciones desmedidas, pero no quería empeorar las cosas diciéndolo. Tragué saliva con dificultad y me levanté.

—¿Te vas? —Se incorporó.

—¿Quieres que me vaya? —pregunté.

—Claro que no. Quiero abrazarte.

Me aparté el pelo hacia un lado y sonreí.

—Voy a la cocina a beber algo.

—Eh… —me llamó.

Tiró de mi muñeca y me abrazó. Me besó la frente, el cuello y después la boca brevemente pero con fuerza. Abrió el armario y me pasó un paquetito pequeño con el logo de una famosa marca de joyería.

—Toma, tu regalo. El mío eres tú. Solo tienes que crecer.

Y así empezamos Álvaro y yo a definir lo que necesitábamos el uno del otro.