GABRIEL Y YO, AMIGOS CON DERECHO A… ABRAZARSE
El sábado me desperté total y absolutamente enroscada en Gabriel. Por un momento me asusté porque pensé que estaba en casa de Álvaro y que había vuelto a acostarme con él. Pero el olor de Gabriel y de habitación de hotel me trajo de vuelta a la realidad. Y debo confesar que fingí estar dormida un rato más solo por disfrutar del tacto de su pecho desnudo; no era lascivia, sino la sensación de sentirme reconfortada, por fin, a niveles que ni siquiera recordaba. Cuando se despertó no dijo nada; lo supe porque sus dedos patinaron por mi espalda y hasta un rato más tarde no decidimos movernos y darnos los buenos días.
Ayer nos lo pasamos muy bien. Después de levantarnos y darnos una ducha (por separado, eso sí) nos sirvieron el desayuno en la habitación. Me puse fina.
Más tarde salimos y pasamos el día por Serrano. Sí, por las tiendas de Serrano. Toda una experiencia. No es que no hubiera entrado nunca en alguna, pero no es lo mismo entrar a mirar con cara de vergüenza y salir con ganas de morir a que cierren la tienda para ti un rato, te ofrezcan una copa de champán (que yo acepté, por supuesto) y se desvivan por que lo veas todo, aunque luego no te lleves nada. De todas formas ese no fue el caso porque comprar…, compramos. Los dos. ¡Los dos! Y es que ayer Gabriel se empeñó en comprarme algo. ¡¡Tengo una camiseta de tirantes preciosa de Chanel!!
Después me dejó invitarle a comer en compensación. Como no conozco sitios muy finos lo llevé a Pan de Lujo, donde la comida está muy buena y el ambiente suele ser cool sin pasarse. Allí nadie pareció reconocerlo y si lo hicieron, no dijeron nada. Nosotros nos bebimos dos botellas de vino y cuando llegamos al hotel, pedimos otra botella y vimos más capítulos de Sexo en Nueva York borrachos perdidos.
Después hablamos hasta que nos volvimos a quedar dormidos. Y aquí estoy, metiendo las cosas en mi maletita porque ya es domingo y tengo que volver a casa.
Gabriel acaba de salir del cuarto de baño y está tan guapo… La ducha le ha debido de sentar bien. Aunque creo que con esa cara pocas cosas pueden sentarle mal.
—¿Ya te quieres ir? —dice.
—No es que quiera, es que aún tengo que destender la ropa, poner otra lavadora y hacer comida para toda la semana. —Le pongo morritos—. Pero este fin de semana ha sido muy guay.
—Sí, lo ha sido. Espero que la próxima vez que te vea lleves nuestra camiseta.
Sonrío y me gustaría mucho tener la confianza suficiente como para abrazarle. Me parece una de esas personas de las que fácilmente puedo colgarme. Pero no en plan sentimental. Es como…, como si pudiera de verdad ser yo con él, tal y como lo soy cuando estoy con Bea.
—¿Qué vas a hacer estas vacaciones? —me pregunta desde atrás, mientras enciende dos cigarrillos y me pasa uno.
—Pues no sé si irme a las Seychelles o de travesía por el desierto. —Gabriel levanta la ceja izquierda y yo le doy una calada al cigarrillo. Le aclaro—: No tengo planes.
—Tenemos pendiente un tatuaje —dice en tono de confesión.
—Te emborracharé para tatuarte un conejito de Playboy en una nalga.
—Tatúamelo, pero con los dientes.
Los dos nos echamos a reír y llaman del servicio de habitaciones. Les abre Volte, que no sé por qué pulula por aquí a partir de ciertas horas. Entran dos personas para colocar el brunch encima de la mesa del salón. Esta suite es como el Buckingham Palace.
—Vamos a comer algo. Después te acompaño a casa —me dice pasándome el brazo por encima del hombro.
Se sienta a mi lado, nos servimos dos Bloody Mary’s y nos comemos unos sándwiches. A decir verdad, yo como y él malcome.
—Estás muy delgado —me quejo.
—Es que no tengo hambre —se excusa—. Soy así de desganado. Lo irás viendo.
Antes de irme quiero que me vuelva a cantar algo, así que apenas terminamos, Volte trae su guitarra y tras rasgar las cuerdas suavemente, me sorprende tocando Leila, de Derek and the Dominos. Es la canción que escuchamos de camino al aeropuerto; la primera canción que escuchamos juntos.
Pronto nos ponemos en marcha. En el coche, mientras miro por la ventanilla cómo la calle va deslizándose a nuestro alrededor, voy pensando en el fin de semana. Ha sido genial. Sé que no hemos hecho ninguna de esas cosas salvajes y alucinantes que él debe de hacer día sí y día también, pero ha sido muy cómodo, divertido y reconfortante. Y es que Gabriel, pasado el momento de silencio sepulcral en el que él se entera de todos los pormenores de tu vida pero tú apenas oyes su voz, es una persona muy interesante. A él parece hacerle gracia ver cómo me río después de uno de sus crueles razonamientos. Creo que por eso me cae tan bien; tiene un sentido del humor cruel y sanguinario, como el mío.
Nos hemos planteado muchas cosas que sería divertido hacer juntos, como saltar en paracaídas, hacer puenting, merendar en el cañón del Colorado, tatuarnos… Soy consciente de que soy otro de los caprichos de una estrella que puede tenerlo todo. Lo más probable es que más pronto que tarde dé con otro amigo con el que todo le parezca fabuloso y con el que se encuentre todo lo cómodo que dice sentirse conmigo. Pero, aunque sé que me sentiré algo abandonada cuando desaparezca, habrá valido la pena. Gabriel es genial, me he reído muchísimo con él, me ha dicho cosas muy sabias acerca de mi relación con Álvaro y, además, ¿de qué otra manera podía saber yo cómo se las gastan en las fiestas que hay después de los Premios MTV? Tampoco habría nadado nunca en la piscina de un hotel en una de las torres más altas de Madrid, solo para mí. Este fin de semana me he sentido como una princesa cuyos antojos se convierten en un dictamen de Estado. Eso sienta bien. Podría acostumbrarme y eso me da un poco de miedo porque si una cosa tengo clara es que poseo alma de despiadada dictadora. Podría acostumbrarme.
Cuando llegamos a mi portal y creo que voy a despedirme de Gabriel, él sonríe y me dice que le encantaría ver mi casa si no me importa. ¿Cómo voy a negárselo? Además, sé que está limpia.
Cuando subimos en el ascensor me da la risa y no la puedo reprimir. Gabriel me mira sin entenderme, pero es que aquí está, en mi casa, con sus gafas de sol de marca puestas, a punto de ver dónde vivo, para conocerme mejor, para saber cómo me gustan las cosas. Y me río porque voy a enseñarle un piso que probablemente quepa en uno de los cuartos de baño de su casa de Los Ángeles. Acojonante. Es Gabriel, el cantante. A veces aún tengo que recordármelo a mí misma.
Al entrar, Gabriel se queda parado en el recibidor, quitándose las gafas de sol y colgándoselas en el cuello de la camiseta gris que lleva puesta debajo de una camisa de cuadros.
—Venga, camina, estás haciendo tapón —le digo con una sonrisa, disimulando que estoy un poco nerviosa porque vaya a ver mi piso.
Gabriel avanza y se asoma a la pequeña pero completa cocina que queda a mano izquierda nada más entrar. Todo está en orden. Sigue siendo todo lo retro que era cuando la dejé el viernes. Y lo peor es que pongo la mano en el fuego por que la nevera sigue igual de vacía. Voy a tener que pedir comida china grasienta para cenar.
Le espero de pie en el salón y él abre los ojos, asombrado. Es posible que creyera que era más pequeño. Igual todo esto responde a una curiosidad mórbida del tipo: «Veamos cómo viven los pobres». Pero él sonríe y me dice que le parece grande. La verdad es que lo es. Debería agradecerle a Álvaro que me ayudara a encontrar este piso por este precio tan cerca del centro y del trabajo (y de su casa).
Gabriel mira la mesa redonda con cuatro sillas que queda justo junto a la barra de la cocina, las estanterías llenas de libros de recetas, las láminas de anuncios de los años sesenta enmarcadas en la pared y la lámpara estrambótica. Después escruta mi sillón negro, en la otra parte del salón, la mesa de centro, la pequeña butaca, la televisión y el mueble de Ikea modular lleno de marcos de fotos. Se acerca a mirarlas y me pregunta al tiempo que coge uno:
—¿Quiénes son?
—Mis hermanos Varo y Óscar. —Sonrío al decirlo—. Te caerían bien.
Mira hacia el ventanal que llega hasta el suelo, ahora mismo tapado por un estor blanco, y me pregunta si da a una terraza. ¿Terraza? Sí, claro. Terraza, solárium, spa y cancha de tenis.
—No. —Niego con la cabeza—. Es un balcón pequeñito. Para tender la ropa, fumarme un pitillo, increpar a los vecinos…, vamos, lo normal.
Gabriel vuelve a sonreír y, joder, es tan guapo…
Le dejo ojeando las fotos y me meto en mi dormitorio, que también está en orden. Estiro la colcha, donde se nota la marca que hice apoyando la maleta el viernes, y después subo la persiana. La luz blanca, matizada por otro de los estores blancos de Ikea, ilumina la habitación. Gabriel entra y lo mira todo de arriba abajo y de un lado a otro. Mi habitación me gusta, la verdad. Tuve la suerte de que los caseros la hubieran amueblado, como el resto de la casa, con muebles muy básicos y asépticos. Con unos cuantos complementos, como unas lamparitas, una colcha bonita, cojines y más fotos, he hecho de este sitio mi casa de verdad. Gracias grandes almacenes suecos por darme la oportunidad de seguir siendo coqueta con una pequeña inversión económica.
Abro la maleta a los pies de la cama y veo de reojo cómo Gabriel se acerca a la cómoda que queda a los pies de la cama. Es blanca, bastante grande y tiene un espejo adosado en la parte superior, de manera que casi parece un tocador. En la superficie de arriba, frente al espejo, tengo un joyero, unos cachivaches antiguos de perfume de cristal y un marco de fotos. Cuando me doy cuenta Gabriel tiene agarrada la foto y me avergüenzo. Agacho la cabeza para que no vea mis mejillas sonrojadas.
—Oh, oh… —me dice.
—Ya, lo sé. —Me revuelvo el pelo y después trato de justificarme—. Es que… no paso aquí muchas horas, ¿sabes? Cuando estoy en casa hago vida en el salón o en la otra habitación. Pero, bueno, sí… No sé por qué la tengo aún.
Claro que lo sé. Miento a sabiendas de que Gabriel se dará cuenta y sabrá perdonarme la mentira. Es normal que tenga fotos, joder, fueron dos años. Dos años juntos. Él mismo me ayudó a mudarme. La mayor parte de las noches que he pasado en esta casa las pasé con él. No, no quiero pensar en eso.
Antes había muchas más fotos por toda la casa. Tras nuestra ruptura fueron convenientemente guardadas. Pero con esta no he podido, al menos hasta el momento. Cojo el marco que Gabriel tiene entre las manos, y miro a Álvaro. No me mira ni siquiera desde la fotografía. Y a pesar de todo, siempre me ha gustado especialmente. Sé por qué la tengo aún: es un recordatorio de lo que Álvaro es capaz de hacer. Además me hace compañía los fines de semana que no lo veo.
En la fotografía Álvaro y yo estamos envueltos en ropa de invierno. Él lleva un abrigo gris. Se adivina por debajo el cuello perfectamente almidonado de una camisa blanca y una corbata gris oscuro. Me tiene agarrada por la cintura y apoya la barbilla cariñosamente sobre mi cabeza; los dos tenemos la mirada perdida en el fuera de campo. Yo, apoyada en su pecho, llevo un abrigo rojo y al cuello una bufanda de punto inglés de color gris que me tejió mi madre. Mis manos están sobre las suyas en mi cintura. Llevo el pelo ondulado pero peinado y solo se adivina un poco de colorete en mis pómulos y mis pestañas rizadas. Estoy sonriendo, como él; estoy guapa, porque ese día era feliz.
Cuando miro esa foto sigo sin explicarme por qué me acompañó aquella mañana de diciembre a aquella comida familiar. Sí, es un recordatorio de lo que Álvaro es capaz de hacer. Unas semanas antes me había pedido aquello… tan bonito. Dos días después de que nos hicieran esta foto fue la cena en casa de sus padres. Y a partir de ahí ya vino el caos total y la degradación de lo que yo pensaba que era Álvaro y de la imagen que él se construyó de mí. Y todo a golpe de acelerador, como si una vez abiertos los ojos debiera tomar una decisión rápido y quitarme de su lado. A partir de ahí solo un mes para hacernos daño. Más tarde, la tregua.
Suspiro hondo y dejo la foto en su sitio. Gabriel me está mirando y sonrío comedidamente, con melancolía. Él me contesta a la sonrisa añadiendo un apretón en mi hombro.
—Ven, te enseñaré mi sitio preferido en el mundo —le digo.
Justo frente a mi dormitorio, en un micropasillo que es más bien una encrucijada de puertas, está la otra habitación. Entre esta y mi dormitorio, el baño. Entramos en el despacho y Gabriel dice:
—Guau.
Y me siento orgullosa, porque esta habitación soy yo. Cuando llegué solo era un espacio pequeño pintado de blanco, con unas estanterías básicas y un armario empotrado. Ahora es mi rincón de la paz y el orden. ¿Quién iba a decir, conociéndome, que me gustara tanto el orden en mi casa? Si lo que domina el resto de mi existencia es el caos…
Gabriel se sienta en el sillón de orejas de color mint. Este mueble antes era de uno de mis abuelos, pero estaba abandonado y mal tapizado en un trastero. Conseguí que las pasadas Navidades mi madre me lo regalara con una lavadita de cara previa. Y me encanta. Frente a él queda una pared llena de fotos. Los marcos, pequeños, medianos, grandes, blancos, grises y del mismo color que el sillón, están ordenados sin ton ni son creando un curioso mosaico de imágenes. Hay un poco de todo, pero en el centro, en el marco más grande y en el que hasta hacía poco había una fotografía de Álvaro y yo en nuestras últimas vacaciones, está mi foto con Gabriel en el coche, la mañana después de conocernos. Esto parece gustarle y, tras levantarse me rodea los hombros con su brazo izquierdo.
—Este sitio es genial.
—Aquí hago todas las cosas que me gusta hacer. Leer revistas y libros, escribir cartas amenazantes y emails de acoso, comprar por Internet… También es mi vestidor —le digo supersonriente.
—Tienes que decorar una habitación de mi casa. —Se mete las manos dentro de los vaqueros grises desgastados y asiente, dándose la razón a sí mismo—. ¿Qué te parece?
—Me parece estupendo. ¿Cuánto me pagarás?
Se ríe entre dientes y me da una patada en el trasero en un movimiento ágil que si lo hubiera hecho yo, habría terminado conmigo empotrada en la estantería y muy probablemente sin dientes.
Salgo de la habitación y Gabriel lo hace detrás de mí, cerrando la puerta. Me dice que se tiene que ir y, aunque me apena, asiento. Carraspeo, tratando de aclararme la voz, y empiezo con la despedida y los agradecimientos:
—Bueno, Gabriel…, muchas gracias, este fin de semana ha sido superguay. —Me siento una niña tonta diciendo superguay y me río—. En serio. Me has tratado como una reina y me sabe fatal, porque no sé cómo puedo agradecértelo.
—El placer ha sido mío —dice.
Y qué guapo está, plantado en medio de mi salón, con las manos en los bolsillos y los ojos castaños brillando a través de su pelo desordenado.
—No, de verdad, ha sido mío. Estoy tan contenta por estos últimos dos días…, estoy tan…, que no sé cómo…
Muevo la cabeza impotente y me decido a hacer algo muy loco. Me tiro en sus brazos y Gabriel saca las manos de los bolsillos con rapidez, sin saber muy bien para qué tiene que prepararse. Después deslizo los brazos alrededor de su cintura y aprieto la mejilla en su pecho y lo abrazo. Lo abrazo con mucha fuerza, pero Gabriel no responde. Probablemente le ha parecido una salida de tiesto digna de una de esas fans que se forran las carpetas con sus fotos. Y siento vergüenza. Mucha.
Cuando voy a retirarme, Gabriel pasa los brazos alrededor de mi cintura también y me aprieta. Respiro aliviada.
—Gracias —le digo con la cabeza enterrada en su pecho, oliéndole.
—No. Gracias a ti.
Nos separamos un poco y mirándole, con sus manos asiéndome la cintura, le preguntó por qué iba a tener él que darme las gracias.
—No lo sé. —Se encoge de hombros—. Solo… tengo la intuición de que tú serías capaz de salvarme.
Después vuelve a apretarme, me besa en la sien, su nariz roza la piel que acaba de besar y da unos pasos hacia atrás, hacia la puerta.
—Adiós —le digo con la voz trémula, porque esto ha sido especial.
—Vuelo mañana a Los Ángeles. Te llamaré cuando llegue.
Y después Gabriel, el cantante, el macarra, el tío bueno y uno de esos amigos a los que se puede abrazar, se va. Yo simplemente cojo el teléfono de casa y marco el número de Bea.
—Zorra —dice sin mediar ni un murmullo previo de saludo—. ¿Con quién has estado empujando todo el fin de semana?
—No he empujado con nadie. Gabriel vino a recogerme al trabajo y me invitó a un fin de semana de ensueño.
—Dios, qué asco. Hablas como si te estuvieran doblando en Disney Channel. Aún me cuesta creer que conozcas a ese tío y ahora de pronto te lleva de picos pardos. ¿Y qué habéis hecho, si se puede saber?
—Deja ese tono tan pasivo-agresivo. Hemos visto Sexo en Nueva York en su hotel, nadado en la piscina cerrada al público y bebido como cerdos. Ah, y fuimos de compras el sábado.
—¿El aceite que pierde es de oliva o de motor?
—¡No pierde aceite! Solo quería saber lo que es un fin de semana de chicas.
—Entonces ¿cuándo vais a follar? Quiero saber cómo tiene el rabo.
—¡Toma! ¡¡Y yo!! Pero me parece que eso no va a pasar.
—¿Sabes? A mí en realidad mientras ese tío me presente a Adam Levine y pueda tirármelo, lo que hagáis me da igual. Pero que te trate bien o le haré un nudo con todo lo que le cuelga.
Sonrío y miro al techo. ¿Para qué quiero pareja si ya tengo a mi alma gemela?