24

ESTABLECIENDO LAS REGLAS

Desde pequeña siempre he tenido inclinación al drama. Podría adornarlo inventándome algún trauma o alguna historia truculenta que me hiciera como soy, pero la verdad es que soy una drama queen de nacimiento y porque sí. Además vivo continuamente al borde del despeñamiento, porque me gusta jugar con cosas que son capaces de hacer daño en todos los sentidos. Tanto emocional como físicamente. Por eso me encantan las motos y la velocidad extrema. Soy torpe y además muy temeraria. La mezcla perfecta. Mi vida es como una opereta en la que una señora grita a los cuatro vientos todas las desventuras que sufre. Y la señora soy yo, que canto bastante mal, todo hay que decirlo.

Supongo que después del tiempo que llevaba trabajando con él, todo esto no fue una sorpresa para Álvaro. Él ya sabía a lo que se enfrentaba cuando se juntó conmigo, una persona a la que le encanta hacer apuestas absurdas y que está continuamente tentada a echar cantidades aberrantes de laxante en la máquina de agua para ver cómo todos sus compañeros se cagan encima como abubillas.

Álvaro y yo. Silvia y Álvaro. Era un supuesto que, siendo sinceros, no habría primo que se creyera. Por eso no levantamos ninguna sospecha entre nuestros compañeros. Porque… ¿quién iba a pensar que ese pedazo de macho cabalgaba entre mis piernas noche sí y noche también? Después, en la oficina, siempre me azotaba con una frialdad muy estudiada y muy sexi.

Así que yo seguí haciendo vida en común con mis compañeros. Si me avisaban de que comerían fuera todos juntos siempre me unía, a pesar de ser la única chica en una pandilla de frikis. Me gustaba su compañía, supongo que porque les parezco mona; eso siempre nos gusta a las mujeres. Y sí, seamos sinceras, nos intriga plantearnos si no habrá caído alguna pajilla pensando en nuestro canalillo.

Pero cuando salía de la oficina todo se diluía en Álvaro. Dejé el gimnasio, total, ¿qué falta me hacía? Ya se ocupaba él de que hiciera ejercicio. Dejé de ir a casa de mi madre a cenar algún día suelto, pasé por completo de mis hermanos y empecé a no tener tiempo para las borracheras de Bea y sus planes malignos para dominar el mundo o, al menos, ir de compras.

—Pero ¿qué te ha dado, maldita hija de fruta? —me decía por teléfono cuando yo le contaba que ya tenía otro plan—. ¿Qué va a ser mejor que venir conmigo a la taberna irlandesa a beber Guinness, tontear con el camarero y robar una botella de vodka de caramelo? ¡¡Insensata!!

Pero ya me podía decir que iba de camino a tomarle las medidas a Andrés Velencoso y a ponerle aceite para una sesión fotográfica, porque de pronto yo solo quería estar con Álvaro, oler a Álvaro, besar a Álvaro y follarme a Álvaro.

Pero, claro, la naturaleza es la naturaleza y un día me encontré con que era viernes, había quedado con él en su casa y me acababa de bajar la regla. Bien porque iba a empezar a tomarme ya de una puñetera vez la píldora, pero mal porque tenía miedo de que, al no poder acostarnos, no quisiera estar conmigo. Incluso me planteé buscar una excusa y no ir, pero al final me dije que sería imbécil si lo hacía, así que me puse mona y fui.

Álvaro acababa de llegar cuando me abrió la puerta. Ni siquiera le había dado tiempo de quitarse la americana. Me mordí el labio mirándolo de arriba abajo con deseo. Maldita sea, ¿por qué tenía que estar tan absolutamente perfecto justo el día que no podía abrirme de piernas en su sofá? Llevaba un traje azul marino, una camisa con unas rayitas azules y una corbata lisa del mismo color sujeta con una aguja plateada muy sencilla. El cinturón y los zapatos eran de un marrón oscuro precioso.

—Joder —dije cuando se giró para cerrar la puerta.

—¿Qué? —preguntó sin mirarme.

—¿Tú sabes lo bueno que estás?

Al volverse hacia mí vi una sonrisa muy macarra en sus labios que sirvió para contestarme que, claramente, lo sabía. Me envolvió con los brazos, me levantó a pulso y, con mis piernas rodeándole las caderas, me besó, apretándome contra la pared.

—Para… —le pedí—. Por favor…, bájame.

—Te dejo en la cama, ¿te parece bien o prefieres el sofá? —preguntó con una sonrisa malévola.

Forcejeé y por fin pude poner los pies sobre el suelo de parqué.

—Es que… —dije.

—¿Es que qué? ¿Qué pasa? —Y su mano manoseó mis nalgas.

—Estoy con el periodo.

Álvaro dio un paso hacia atrás. Siempre me han resultado fascinantes las reacciones de los hombres hacia la regla. Es como si le dijeras: «Voy a tener la peste durante tres o cuatro días». Al menos se comportan como si fuese eso.

—Ah… —Apretó los labios, confuso—. Pues…, eh… —Se desabrochó la americana y metió las manos en los bolsillos de los pantalones—. Pues…, eh…, pasa a la cocina…, ¿quieres un café?

—Sí, por favor. Y un antiinflamatorio. Me ha empezado a doler la tripa. —Hice una mueca.

Álvaro se fue hacia la cocina con pinta de no sentirse muy cómodo. Pero me sorprendía. Tenía entendido que había estado saliendo al menos con una chica en serio. ¿Es que esa chica no tenía la regla jamás? En fin. Le acompañé y me quedé apoyada en el quicio de la puerta mirando cómo buscaba un par de tazas en los armarios y sacaba las cápsulas de Nespresso.

—Pero ponte cómodo, hombre. —Me acerqué por detrás y tirándole de la chaqueta se la quité desde allí, deslizando las manos por su pecho y sus brazos.

Qué maravilla. Qué bien hecho estaba.

—¿Qué te apetece hacer? —me dijo un poco más resuelto.

—A lo mejor habrías preferido que no viniera en estas condiciones, ¿no?

Dejé la chaqueta en una silla y al girarme me miraba.

—¿Y eso? —contestó.

—Pues… como no podemos ponernos a follar como descosidos… supongo que no quieres pasar más tiempo conmigo, conocerme mejor y terminar de enamorarte de mí.

Las comisuras de sus labios se curvaron hacia arriba.

—¿Quién dice que no podemos ponernos a follar?

—Eres un guarro —le solté riéndome—. No pienso hacerlo. Y además no me apetece. Lo único que me tienta ahora es un buen masaje, una manta y unos pastelitos de crema.

Álvaro se metió las manos en los bolsillos otra vez con esa expresión de estar siempre por encima de las circunstancias.

—Y dices que no quiero estar contigo por si me enamoro, ¿no?

—Por si te enamoras más. Tú ya estás encaprichado. Te tengo comiendo de mi mano. —Imité su gesto, poniendo los brazos en jarras.

—A lo mejor la que se enamora eres tú, ¿no? —Al decirlo se había acercado más y su nariz casi rozaba la mía.

—Es imposible que yo me enamore con esa actitud de hombre pagado de sí mismo que tienes. —Me encogí de hombros, fingiendo que era muy dura—. Eres frío y solo te importa de mí lo que tengo entre los muslos. Y a mí, lo que tú tienes colgando.

Álvaro asintió y estiró la mano para coger su chaqueta.

—¿Por qué te la pones? —Arqueé la ceja, confusa.

—Voy a bajar a por unos pastelitos de crema.

Me reí como una tonta.

—¿Te quedas a dormir? —me preguntó.

—No lo sé. ¿Me quedo?

Álvaro movió la cabeza de un lado a otro y se rio abiertamente mientras se atusaba el cuello de la americana. Tenía una risa tan bonita y descarada…

—¿Necesitas algo?

—No. —Negué con la cabeza. Yo ya iba preparada por si se daba la situación de quedarme. Nací preparada.

Cuando Álvaro volvió yo ya me había tomado mi café, había engullido una pastilla y había fregado la tacita y la cucharilla. Le ofrecí uno y negó con la cabeza al tiempo que dejaba las bolsas sobre la encimera. Sobresalía el cuello de una botella de vino que pronto estuvo dentro de la nevera. Álvaro me lanzó una miradita de reojo y dijo:

—Esta noche voy a cocinar para ti.

—¿A qué se debe el honor?

—A que alguien tiene que mimarte un poco, ¿no? A lo mejor así cambia esa actitud tuya y el empeño en querer solo lo que me cuelga. —Guardó un par de cosas más, plegó las bolsas y después me tendió una cajita de pastelitos, abriendo la tapa—. Son de crema.

Los dos fuimos a su dormitorio con la intención de ponernos cómodos y echarnos un rato, pero Álvaro tuvo a bien sentarme en sus rodillas porque, decía, mi faldita era muy mona y muy sugerente. Allí sentada, a horcajadas, me sentía como una adolescente. Recordaba haberme besado así en la parte oscura de un parque con un noviete que tuve en mi época de instituto. Pero Álvaro besaba bastante mejor.

Empezamos con unos besos apretados con los labios cerrados y pasamos más bien pronto a saborearnos la boca, abriéndola y jugando con nuestras lenguas. Metí los dedos entre su pelo y dejé que lamiera y mordisqueara mis labios, al borde del éxtasis. Una de sus manos se había colado por debajo de mi blusa y me manoseaba ya un pecho. Pensé en decirle que parara, pero no pude concentrarme durante el tiempo suficiente y se me olvidó cuando su otra mano se coló por debajo y me acarició entre las piernas por encima de la ropa interior.

—¿Quieres que seamos malos? —me susurró al oído.

—No —le dije negando—. No, por favor.

—Solo quiero enseñarte un truco. Algo que no sé si conoces.

—¿Qué tipo de truco?

—Uno de magia.

Retiró la mano, se llevó dos dedos a su boca y los humedeció; después apartó mis braguitas y di un saltito al notar sus dedos frotándome.

—Álvaro, no. Llevo el tampón puesto. —Y me avergoncé mucho al tener que recordárselo—. No, para…

—Quiero mimarte… —susurró también.

—Yo soy más de pastelitos de crema y masajes —gemí.

—Calla.

Me cogí a sus hombros y aspirando el olor que desprendía su cuello esperé hasta que mi cuerpo se contrajo y me corrí. Y la sensación fue extraña, agradable y nueva; una especie de placer raro, juguetón y palpitante. Fue como si mi cuerpo se abriera y se cerrara un centenar de veces en décimas de segundo.

Después del orgasmo me sentí avergonzada y no quise moverme, mientras Álvaro sacaba la mano de mis braguitas y me besaba el cuello. Me apreté contra él.

—Silvia… —susurró.

—No me hables. No te muevas.

—¿Qué pasa? —contestó con un deje divertido en su voz.

—Tengo vergüenza.

—¿De qué?

—De lo que acaba de pasar.

—Ay, Silvia, Silvia…, a veces no sé si ponerte una película de Disney o follarte. —Al notar su risa me separé de él y le miré de soslayo—. ¿Qué hay de malo en esto? Somos una pareja y las parejas… prueban muchas cosas, ¿no?

—Tú no sales con chicas. Tú follas o tienes novia —dije repitiendo sus palabras.

—Pues parece que tú empiezas a acercarte sigilosamente a una de las dos opciones, ¿no? —Y al escucharlo, me derretí.

Supongo que siempre fue consciente de que yo era irremediablemente suya.

Unas dos semanas después Álvaro me hizo llamar a su despacho con un aire de formalidad que provocó que todos mis compañeros me desearan suerte cuando me dirigí hacia allí. Yo sabía que no la necesitaba. Estábamos el uno con el otro como si no hubiera nadie más en el mundo y parecía que al final, echándome el mocarro, había tenido razón y él comía un poquito de mi mano. Empezaba a decirme cosas como «me tienes loco», «no dejo de pensar en ti», «¿qué me haces?» y «¿puedo quedarme a dormir contigo y abrazarte?». Y ¿quién podía resistirse a aquello dicho con su boquita de bizcocho? Yo no.

Llamé a la puerta y entré inmediatamente para encontrarlo sentado en su escritorio, ordenando unos papeles dentro de una carpeta. Cerré la puerta.

—Muy breve, que me voy a una reunión —dijo sin mirarme. Se levantó, me llevó hacia un rincón que no se veía desde fuera y me besó en los labios, envolviéndome con sus brazos—. A ver qué te parece: mañana cena en Merimeé, el sábado por la mañana desayuno en la cama y por la tarde vamos a esa exposición de trajes que querías ver. Por la noche hacemos sushi en casa y te emborracho con sake para hacerte un montón de cosas perversas de las que tendrás que recuperarte el domingo en mi cama, mientras te hago un masaje.

Levanté la ceja izquierda. Oh, Dios. ¿Me había atropellado un camión yendo hacia el trabajo y eso era el equivalente al cielo?

—Menudo plan. ¿Quién podría resistirse?

Volvimos a besarnos y en cuanto la lengua de Álvaro se metió en mi boca recordé que era el cumpleaños de Bea y que ya habíamos planeado cosas para ese fin de semana. No sé por qué lo recordé en aquel preciso momento, porque tampoco es que acostumbre a morrearme con Bea. Bueno, alguna vez lo hemos hecho en un bar lleno de gente para animar el cotarro, pero…

—Oh, mierda… —dije cerrando los ojos y apoyando la cabeza en su pecho—. Es el cumpleaños de mi mejor amiga y le prometí irme al pueblo con ella a emborracharme y a hacer un rodeo con cabras.

Levanté la mirada y Álvaro pareció desilusionado.

—¿Rodeo con cabras? —preguntó.

—No quieras saberlo.

—Sí, no quiero saberlo. Bueno, tú te lo pierdes. Se lo diré a la siguiente en mi lista de chicas con las que pasar el rato. —Le apreté más fuerte y le hice jurar que eso era mentira mientras olía en su camisa esa mezcla del olor de su piel y de su perfume—. Claro que sí, estúpida. Ve a montártelo con ovejas. Yo me quedaré en casa descansando un poco. El lunes te cogeré con más ganas.

—Tampoco suena mal.

Nos despedimos con un beso y tras recomponernos salí del despacho. Todos mis compañeros me miraron.

—¿Qué tal ha ido? —me dijeron.

—Sabe que alguien se baja porno hentai en la oficina y quiere nombres. Le he dicho que no sé nada, pero no sé por cuánto tiempo podré mentirle.

Se miraron entre ellos con recelo porque todos eran culpables de aquel crimen. Ale, ya me había ganado una semana de mimos.

El viernes cumplí con mi palabra y, vestida con los vaqueros más viejos y las zapatillas más zarrapastrosas que tenía en mi haber, me fui al pueblo de Bea. Y además superé las expectativas que había sobre mí, como buena chica. Me cogí un pedo brutal con cazalla, me subí encima de una cabra que por poco no me desnucó y después vomité como si fuera la niña de El exorcista. Me lavé los dientes en una fuente, abracé a Bea en un momento de exaltación de la amistad y después les hablé a todas del proyecto de novio que tenía. Ese fue el error: verbalizar su nombre. Siempre estaba en mi cabeza, pero al decirlo me acordé demasiado explícitamente de él.

El sábado, por si fuera poco, además de despertarme en un estado lamentable y cercano al coma, me encontré con algo que no me esperaba y que pudo conmigo. Álvaro me había mandado un mensaje a las nueve y media de la mañana (casi la hora a la que yo me había acostado) en el que me decía que se sentía extraño sin mí y que me echaba de menos. Terminaba diciendo: «Debe de ser porque armas mucho ruido a mi alrededor y porque hoy nadie me ha dicho nada como que soy tan guapo que me tendrían que regalar en Navidad para abrir nueces con el culo».

Cometí el tremendo desatino de flaquear y llamarle. Me escondí en el cuarto de baño para que ninguna de mis amigas pudiera decir nada que asustara a Álvaro y cuando contestó hasta cerré los ojos con alivio. No supe cuánto le echaba de menos en realidad hasta que no escuché su voz.

—¿Cómo te lo pasas? —me dijo.

—Creo que ayer bebí más cazalla de la que un cuerpo humano soporta y en realidad te estoy llamando desde el cielo. ¡Hola, he muerto!

Álvaro se rio.

—Tu resaca se arregla con sushi casero y sake caliente…

—Y con un masaje en los pies —añadí.

—Hasta tus pies me parecen sexis. Lo haría, que conste, pero no prometo que la cosa se quedara ahí —suspiró—. Bueno, nena. No voy a insistir, pero te echo de menos —y al decirlo me imaginé tumbada en su cama, entre sus sábanas siempre limpias y su colchón mullido como el de un hotel.

—¿Por qué me echas de menos? —le pregunté.

—¿Es que tú no me echas de menos a mí?

—Un poco sí —mentí.

—A lo mejor es que te estás enamorando de mí y de lo que me cuelga —susurró en un tono bastante perverso.

—Entonces estaríamos en igualdad de condiciones porque, mírate, ya no puedes vivir sin mí.

—En eso tienes razón. Me cuesta imaginar la vida sin ti. —¡Ostras! ¿Que le costaba imaginar la vida sin mí? ¡¡Que le costaba imaginar la vida sin mí!! Me mordí el labio muy fuerte—. Disfruta de tus amigas y ten cuidado, por favor. Anoche pasé un mal rato pensando en si eso del rodeo con cabras no haría peligrar tu integridad física.

Cuando salí del cuarto de baño fui en busca de Bea con intención de decirle que me marchaba, pero al verla sonriente, no pude y, haciendo de tripas corazón, me bebí el chupitajo de cazalla que me ofrecía. Se lo debía por el último mes desaparecida. Nosotras siempre habíamos jurado y perjurado que ningún hombre nos separaría.

—Ni Adam Levine podría —había dicho ella.

¿El cantante de los Maroon 5 no podría pero Álvaro sí? No tenía sentido y debía tranquilizarme y empezar a hacer las cosas con más lógica que pasión o él terminaría cumpliendo su palabra y haciéndome daño.

—¿Pasa algo? —me preguntó Bea sentándose a mi lado en un destartalado sofá.

—No. —Le sonreí.

—¿Era él?

Asentí y le sonreí, pero ella me conoce mejor que nadie en el mundo y esa sonrisa supongo que le supo a poco.

Bea se concentró en intentar emborracharme, supongo que con la esperanza de que me olvidara un poco de las ganas de hundirme en el pecho de Álvaro y dormir abrazada a él. Pero yo a las tres de la tarde empecé a rechazar copas. Ya no podía pensar en otra cosa que no fuera Álvaro. Ni alcohol me admitía el cuerpo…, ¡con lo que yo había sido! A las siete, Bea se rindió a la buena very best friend que es y me dijo que me entendía y que si hacía ya la maleta podría coger el bus de vuelta de las ocho. Eso es lo bueno de las mejores amigas, te apoyan aunque las dejes tiradas por un rabo. A las ocho me encontraba de camino hacia Madrid.

Qué enamorada estaba ya…

Después de un trayecto infernal en autobús que se hizo eterno y un taxista con ganas de hablar sobre los buenos resultados del Atleti, llegué al portal de Álvaro y me di cuenta de que había sido una decisión un poco impulsiva que no haría más que ratificar que estaba loca por él, pero llamé de todas maneras. Eran las once de la noche.

—¿Sí? —preguntó.

—Soy yo.

Subí corriendo las escaleras y lo encontré con una sonrisa de oreja a oreja en la puerta, con unos vaqueritos rotos y una camiseta gris. Madre de Dios. No le salté encima por no asustarlo.

—Pero… ¿¡qué haces aquí!?

—Pues que pensé que… —Hice una pausa intentando contar alguna mentira con la que justificarme, pero si no se me había ocurrido en las eternas horas de bus, no iba a solucionarlo en esos escasos segundos—. Bah, ¿qué más da? Dame un beso.

Entramos en su casa en un abrazo apretado, besándonos, y cuando me dejó sobre la encimera de la cocina susurró un «me tienes loco» que me hizo sentir más en casa que nunca.

—¿Ya has cenado? —me preguntó mientras sacaba unas copas y una botella de vino.

—No. ¿Y tú?

—Yo sí, un sándwich. ¿Quieres uno?

—Por favor. —Sonreí.

—Me ha encantado la sorpresa —afirmó sonriendo mientras sacaba cosas de la nevera.

—Pues entonces la repetiré.

Abrió el primer cajón, sacó unas llaves y dijo:

—Si vas a repetir, toma. Estaré encantado de que te metas en mi cama sin avisar.

Cogí las llaves, me las metí en el bolsillo y después con una sonrisa sentencié:

—Vale, oficialmente te has enamorado de mí. Ahora ¿qué vamos a hacer?

Y él, con una sonrisa enigmática, ni lo confirmó ni lo desmintió.