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FIN DE SEMANA DE CHICAS SIN CHICAS

Gabriel y yo estamos tumbados en la cama después de cenar. Me he puesto el pijama, un dos piezas azul marino muy mono con tirantes y short. Él sigue con los vaqueros puestos, pero descalzo y sin camiseta. Se fuma un cigarrillo mientras yo le cuento los tatuajes; me salen veinte.

—Veinte entre pecho, brazos, manos y espalda. ¡Qué macarra!

—No los has contado todos. —Sonríe—. Son veintidós. ¿Cuál te gusta más?

—El corazón es bonito. —Acaricio el pedazo de piel que ocupa ese dibujo—. Y la chica pin up. La estrella. Las flores japonesas. La calavera mejicana. —Deslizo la mano por su brazo—. No sé. Son muy bonitos en color. No parecen carcelarios. Es más, si hubieras ido a la cárcel habrías sido muy violado en las duchas.

Gabriel se ríe, se vuelve boca abajo y me pide que siga tocándolo. Joder. ¡Vale ya, mente perversa! No ha sido nada sexual. En realidad siento una comodidad que no sentiría si esto fuera uno de mis absurdos planes de seducción. Sé que es imposible, así que puedo estar acariciándole la espalda sin que las bragas se me volatilicen y mi cabeza se ponga a hacer cábalas. Bueno…, las bragas sí están a punto de desaparecer, pero eso es una cuestión hormonal que ya trataré de solucionar con bromuro.

—Tienes una espalda muy bonita —digo al tiempo que paso la mano por encima del tatuaje que tiene en la parte alta—. Y aún no he descubierto ningún tatuaje megahortera que me haga odiarte un poco.

—Porque no has buscado en el sitio indicado. —Se ríe.

—Si tienes la picha tatuada no quiero verlo. Ni el ojo de Sauron.

Gabriel se gira y se echa a reír a carcajadas.

—¿De dónde narices has salido?

—¿Y tú? —Le señalo con el dedo índice y el ceño fruncido a pesar de que estoy sonriendo—. ¡Porque estoy a punto de compartir la cama de una suite presidencial contigo y no te conozco de nada!

—Si hubiera querido violarte o tener sexo sado contigo ya lo habría hecho. Una pastillita en la bebida, Volte ayudándome a atarte a la cama y… —Sonríe perverso.

—Déjate de tonterías. —Me acomodo en la cama y me abrazo a la almohada—. Cuéntame cosas de ti…

—¿De mí?

—Sí. Si vamos a ser amigos que quedan de vez en cuando necesito saber cosas de ti. Lo que te gusta y lo que no, por ejemplo.

—Pues… me gustan las rubias de tetas grandes. —Sonríe—. Y no me gustan los pelirrojos.

—No estoy hablando de preferencias de cama —y al contestar me estoy preguntando si también habrá compartido sábanas con algún hombre.

—A ver, déjame pensar. —Se levanta de la cama y se desabrocha el pantalón vaquero de un tirón. Va hasta un rincón, donde hay una pequeña maleta, y saca unos pantalones de pijama negros. Se quita los vaqueros y miro al techo—. No pasa nada porque mires. Hoy llevo ropa interior.

—Lo que me sorprende es que el hecho de que la lleves sea reseñable.

Gabriel se ríe entre dientes y se pone el pantalón. A pesar de estar delgado tiene unos muslos firmes, un vientre plano y muy sexi que recorre una sutil línea de vello oscuro y ese pecho tan tatuado… Pensaba que daría más penita desnudo, que parecería aniñado e imberbe. Pero nada de eso. Gabriel es un hombre al que cebaría en mi casa de mil amores para después entregarme al ejercicio del placer con él. Debo dejar de mirarlo como lo estoy haciendo si no quiero incomodarle. Me conozco y esta mirada no disimula lo que estoy pensando que, además, son cosas que no debería pensar de un amigo. Y es que… una no deja de sentirse menuda a su lado pese a que debo de pesar más que él.

Gabriel vuelve a acostarse a mi lado y comenta:

—No me gusta mucho hablar. Siempre he preferido escuchar. La verdad es que tampoco me he encontrado nunca en la tesitura de tener a alguien con el que poder hablar de sentimientos y de todas esas cosas. Odio a los loqueros y odio a las chicas que después de follar me preguntan en qué pienso. Pues no pienso en nada y si alguna idea me cruza la cabeza es que quiero que te pires.

Levanto las cejas.

—¡Qué grosero!

—Odio muchas cosas pero… ahora mismo no se me ocurren muchas que me gusten.

—¡Ay, por Dios, Gabriel, qué triste es eso! —me quejo—. Algo te gustará hacer, comer o beber o… alguna película.

—Supongo. Pero ¿qué gracia tiene que te lo cuente? Mejor descúbrelo tú, ¿no?

—¿Tanto vamos a vernos? —Sonrío.

Se encoge de hombros y se acomoda en la cama, mirándome.

—Conozco gente nueva todas las semanas. Podría parecer interesante, pero no lo es. Las conversaciones se repiten continuamente y todo el mundo parece haber despegado en un viaje hacia el genial mundo de la industria musical. Todo son discos por vender, canciones por grabar, giras por programar, fotos que hacer. Y dinero. Creo que las últimas conversaciones que he tenido siempre han ido sobre las cosas que he comprado, lo rápido que es mi coche o en qué puesto está mi disco en la lista de ventas de iTunes.

—Conmigo no.

—He ahí la cuestión. —Sonríe—. No suelo reírme mucho. Y contigo ya debo de haberme reído el equivalente a lo acumulado en los últimos dos años. —Levanto las cejas y vuelve a dibujar una sonrisa. Nadie diría ahora que no está habituado a hacerlo. Le sale tan natural…—. Se te ve una teta.

—¡Joder! —me quejo al tiempo que la meto de nuevo dentro del pijama—. ¡Al final vas a pensar que quiero que me las veas!

Gabriel se levanta otra vez y coge el arrugado paquete de tabaco del bolsillo de su pantalón vaquero. Saca el último cigarrillo, se lo enciende y se queda de pie junto a la ventana, con el brazo apoyado en la pared, mirando hacia fuera. Creo que enciende un cigarrillo con la colilla del otro y alguien tiene que decirle que eso le va a terminar matando. Tengo intención de decírselo yo, pero está espectacular en esa postura y me quedo sin palabras… La habitación está en semipenumbra, la noche de Madrid brilla con fuerza tras el cristal, con pequeñas luces que lo salpican como luciérnagas. Y él allí, apoyado, mirando hacia el exterior con los músculos de la espalda en tensión bajo la piel tatuada y el pantalón de pijama que cae hasta un punto muy sexi de sus caderas. Siento el irrefrenable deseo de ir hasta él, abrazarme a su cintura y besarle el cuello, olerle el cabello y la piel, pero es algo que no puedo permitirme y que terminaría con las buenas intenciones que tengo para con esta relación. Amigos, Silvia.

—¿Me dejas hacerte una foto, Gabriel? —digo mientras me levanto y cojo la cámara de fotos de mi maleta abierta.

Él se gira hacia mí con el pitillo entre los labios y lanzo un par de fotos con mi cámara réflex digital.

—¿Vas a venderlas? —pregunta con las cejas arqueadas y una sonrisa insolente.

—No. Claro que no. Me encantaría devolverte el regalo y estás muy guapo.

—Si quieres devolverme el regalo deberías salir conmigo en la foto.

Me acerco, le quito el pitillo de entre los labios y le doy una calada.

—Pon cara de que nos lo pasamos teta —le digo.

—Curiosa elección de palabras. —Alarga la mano y, tras coger la cámara, espera a que se me escapen un par de carcajadas para disparar el flash. Mira el resultado y me lo enseña—. Álvaro debe de ser imbécil. Mírate.

Me quedo mirando la foto mientras él vuelve a rescatar su cigarrillo y se sienta en el sillón con la guitarra en el regazo.

Me siento frente a él en el borde de la cama y le escucho tocar. Las notas que le arranca a la guitarra pasan de ser algo aislado a convertirse en una melodía que me deja embelesada, admirando la vibración de cada cuerda. Pronto acompaña la música con su voz, evitándome con la mirada. No sé por qué se avergüenza; tiene una voz increíble, rasgada, grave, masculina. Las palabras se deslizan en el aire dibujando una historia triste sobre una ciudad que duele, alguien que espera mientras él lo estropea. Canta suavemente, casi en un susurro pero a pesar de ello cada estrofa pesa de emociones y me está poniendo la piel de gallina. Ni siquiera puedo tragar saliva. Gabriel me mira por fin y mientras sus manos, con vida propia, rasgan las cuerdas, él termina la canción.

Pasan docenas de segundos en un silencio espeso que no soy capaz de romper.

—Guau —le digo por fin. Él no contesta. No me mira. No se mueve—. Es una canción increíble.

Me sostiene la mirada con sus ojos desvalidos, pero no dice nada. Solo un suspiro sale de entre sus labios, como si la situación se hubiera vuelto demasiado intensa, como si aún no estuviéramos preparados para un momento de intimidad. Después de lo que me parece una eternidad se revuelve el pelo y empieza a hablar:

—No… —Deja la guitarra a un lado y se levanta—. Yo…, esto…, lo siento.

Cuando le veo pasar hacia el cuarto de baño y cierra la puerta, comprendo que efectivamente una canción ha podido con nosotros. ¿Qué es esto? Evidentemente no voy a entrar a buscarlo, aunque me encantaría golpear la puerta con los nudillos, abrir y decirle que es precioso poder confiar en alguien una emoción, por poco que le conozcas. Pero no sé si se sentirá invadido.

No tengo que pensar mucho más, porque es él quien abre y me llama. Cuando me asomo sonríe con tristeza.

—Esa canción que has cantado es preciosa —le digo—. No hay de qué avergonzarse.

—Ni siquiera está en ninguno de mis discos. Nunca la he grabado.

—Pues deberías hacerlo.

—No sé —duda—. Ya has visto que me cuesta.

—¿Por qué?

Entonces, sin que tenga que insistir, me cuenta por primera vez algo de él, apoyándose en el quicio.

—Esta canción cuenta una historia que me duele. Hay pocas cosas que aún lo consiguen; me recuerda al día que la escribí y al mierda que puedo llegar a ser a veces. Salí a la terraza y el cielo estaba muy negro; me senté esperando a que empezara a llover y garabateé en un papel. Estaba harto y quería largarme de Los Ángeles cuanto antes. Lo único que tenía allí era un asco de trabajo y una relación de mierda con una chica a la que siempre hacía llorar. Hiciera lo que hiciera, ella sufría. Me recuerdas a ella. Era guapa, era divertida, era… buena. Buena conmigo siempre y porque sí. Nunca entendí por qué tenía esa inclinación a hacerle daño. Creo que no la quise, pero no es excusa. Ella soportaba mis vaivenes y tragaba con todo, sufría porque se preocupaba por mí. En el fondo me dolía tener tantas ganas de salir de allí corriendo porque nunca pensé en llevármela conmigo. Tenía ganas de encontrar una excusa suficientemente sólida para dejarla tirada y no sentirme un hijo de perra. —Gabriel habla con los ojos perdidos, hacia el suelo—. Al final me fui, claro, cómo no. Y como soy un hijo de perra la dejé tirada. Siempre que me acuerdo me siento fatal, ya no por no despedirme ni por pirarme sin más, sino porque es así como soy por dentro. Siempre sonreía de una manera especial cuando me veía tocar, como tú. Ella siempre me hacía sentir… en casa.

Levanta la mirada hasta mi cara y alarga la mano para acariciarme el pelo. Lo hace con suavidad y pericia, como si estuviera acostumbrado. Sus dedos se deslizan a lo largo de mis rizos hasta que salen de él y caen en mi cuello. Contengo la respiración con los labios entreabiertos.

—Eres preciosa —susurra.

Durante un segundo creo que me va a besar, pero solo me acaricia la piel de la nuca suavemente. Estúpida. ¿Cómo te va a besar?

Gabriel coge aire, lo suelta y me pide que durmamos. Cierro los ojos, sin discutir. Él pasa por mi lado hacia la cama y yo miro hacia el interior del baño vacío sin saber si no debería en realidad irme a casa. Pero no quiero.

Miro el reloj cuando me dejo caer a su lado en la cama. Son las cuatro de la mañana y ayer dormí poco y mal. Tengo sueño y los párpados pesan, pero la conciencia me llega para pensar que Gabriel está conmigo porque le recuerdo a alguien al que hizo daño. ¿Querrá compensar al cosmos portándose mejor conmigo? ¿O solo es porque se siente reconfortado cuando estamos juntos? Soy muy diferente a todo lo que le rodea. Eso es lo que le gusta de mí.

Nota mental: no pedirle jamás que me deje romper una guitarra contra una mesa de cristal. Eso no es muy del mundo normal y corriente de las personas a las que la fama no nos ha hecho inmortales.