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LA BRUTAL RUTINA AGRADABLE

Un par de días después recibí en mi correo electrónico un documento escaneado que resultó ser el resultado de los análisis de Álvaro. Se había dado prisa. Ese papel certificaba que era una persona completamente sana, de modo que esa misma tarde tuve la cita con mi ginecólogo, que ya me había encargado de pedir por teléfono. Unos días más tarde yo pude hacer lo mismo con él. Empezaría a tomarme la píldora en poco tiempo y a la tonta de Silvia, la ardilla, le parecía importante. ¿Por qué? Pues porque: a) suponía que al menos estaríamos juntos más de un mes, que es lo que tarda en ser efectiva, y así, pensaba, podría enamorarse de mí; b) porque me parecía íntimo y lo íntimo siempre me gustó más que lo sexual, y c) porque era la primera vez que yo decidía hacer una cosa así por un hombre.

Aquella semana establecimos la rutina de vernos todos los días después del trabajo, excepto la noche del miércoles, en la que él tuvo una «cena de negocios». Me dijo que podía pasarse por mi casa al terminar, pero no me sentía cómoda con la idea de que viniera a las doce de la noche a verme. Abrir la puerta a esas horas para echar un polvo y dormir sola después no era lo mismo que viniera a las ocho de la tarde, folláramos, nos diéramos una ducha, cenáramos algo y después yo me quedara sopa en el sofá y él me despertara para una sesión de «mambo» antes de irse.

Cuando llegó el fin de semana, fue raro. Llevábamos una semana entregados al sucio fornicio. Él me desnudaba, se arrodillaba, paseaba la lengua entre mis muslos y yo, agarrándole del pelo, le decía cosas sucias que a él le encantaban. Después de toda aquella intensidad y de tanto descontrol, ¿qué haríamos el sábado? ¿Quedar para ir al cine?

Álvaro me dijo el viernes por la tarde, por teléfono, que tenía que hacer cosas el sábado por la mañana pero que si me parecía podríamos quedar para comer. Eso suponía un avance. Ya no estaríamos metidos en la cama todo el rato, como me temía. Así que, claro, dije que sí. La conversación telefónica, que se esperaba del tipo «quedamos a esta hora en este sitio, sí, adiós, mua», se alargó un poquito. Sin que tuviera que preguntarle nada me estuvo explicando que había pensado poner una estantería más en su despacho y que iba a acercarse a Ikea para comprarla. Y enfrascados en una conversación sobre muebles con nombres impronunciables y albóndigas suecas, decidimos que a lo mejor era divertido ir juntos.

El sábado pasó a buscarme a las doce en punto.

—Qué guapa —dijo al verme entrar en su coche.

—Gracias. Tú tampoco estás nada mal. —Me senté en el asiento del copiloto y me quedé mirándolo, sonriente—. ¿Qué pasa? —le pregunté al ver que vacilaba.

—¿No me das un beso?

—No sabía que ya éramos de esas parejas que se saludan con un beso.

—En el trabajo no puedo hacerlo, pero en mi coche no hay normas y si las hay, son pro beso.

Me acerqué, clavándome un poco el freno de mano, y Álvaro me besó. Un beso escueto al principio, pero después, cuando ya me retiraba, me sujetó y me metió la lengua dentro de la boca deslizándola alrededor de la mía. Gemí. Álvaro besaba tan bien que empezaron a arderme ciertas costuras de los pantalones.

Una de sus manazas me estrujó un pecho y yo me dejé hacer mientras él, de pronto, me besuqueaba todo el cuello, dándole pequeños mordiscos, y me lamía la oreja. Me deshacía entera. En lo único en lo que pensaba yo de pronto era en abrirle la bragueta y regalarle una mamada.

—¿Subimos a tu casa? —susurró, como si me adivinara el pensamiento.

—No, no…, a Ikea, a Ikea —dije tratando de parar las manos que intentaban ascender por dentro de mi ropa.

—En Ikea hay camas, pero no creo que podamos seguir mucho más. —Y de un tirón bajó la copa del sujetador, dejando escapar uno de mis pezones que gritó de júbilo al ser atrapado por sus dedos.

—Para. Para —gemí.

—Creo que podría hacer que te corrieras solo con tocarte las tetas —dijo en un tono sucio junto a mi oído.

Le di un manotazo y le obligué a que sacara las manos de allí. Volví a mi asiento y le pedí por favor que se comportara mientras me metía las tetas de nuevo dentro del sostén, que para algo estaba. Resopló y tragó. Su nuez fue arriba y abajo y, ay Dios, qué bueno estaba. Dio una vuelta a la llave de contacto y el motor ronroneó.

—Vamos al de La Gavia, ¿vale? —Asentí y le acaricié la pierna—. Si me tocas mucho voy a tener que parar. Lo digo en serio.

Ikea un sábado por la mañana es el maldito infierno en la tierra, así que nos arrepentimos mucho y muy fuerte de haber elegido ese día para ir.

—Mierda de niños —murmuró entre dientes cuando un montón de chiquillos le pasaron corriendo entre las piernas haciendo que nos separáramos un metro al caminar.

—¿No te gustan? —dije volviendo a su lado.

—Los odio. —Se pasó la mano por debajo de la nariz y después cargó la caja con la estantería—. No me hago la vasectomía porque… no sé por qué no me la hago, la verdad.

Hum… ¿Yo quería niños alguna vez? Pasó uno a mi lado sacándose un moco. No, por ahora no me apetecía. Ya lo discutiría con él más adelante. Sujeté contra mi pecho las velas perfumadas que había comprado para mi casa y el par de marcos de fotos y le sonreí.

—Tengo hambre.

—¿De qué? —Me lanzó una miradita.

—De comer.

—De comer ¿qué?

Me eché a reír. Sin voz vocalicé la palabra «polla». Se le abrieron los ojitos con ilusión.

—Vamos a casa, yo lo soluciono —dijo muy diligentemente.

—Quiero comer sushi. Arriba hay un sushibar —cambié de tema.

—¿Y lo otro? ¿De postre?

—De postre quiero helado.

—Con el helado se me siguen ocurriendo cosas…

Cargamos el coche y subimos a la segunda planta, donde había más gente que en la guerra. Casi estuve a punto de flaquear y pedirle que nos fuéramos, pero como el sushibar era el local menos concurrido, nos animamos. Nos dieron una mesita junto a la barra, al fondo, y yo me concentré en elegir los platitos que más me gustaban de la cinta transportadora mientras Álvaro iba al baño. Volvió secándose las manos sobre el vaquero y con una sonrisita un poco insolente.

—¿Qué pasa? —Cogí los palillos.

—Cuando lleguemos a tu casa —se acomodó en la silla— voy a hacer que te corras de tantas maneras diferentes…

Abrí los ojos como platos. Maldita sea. Lo decía con ese tonito de voz tan suave, sin llamar la atención de nadie más que la mía, que me derretía las bragas.

—¿Y eso? —pregunté sorprendida.

—La tengo dura desde el beso en el coche. Empieza a dolerme. La culpa la tienes tú y tú lo vas a pagar.

—Iba a preguntarte por qué eso te hace sonreír pero mejor me centro en cómo concretamente voy a pagarlo.

—La peor de las torturas es la espera. —Arqueó la ceja izquierda y a mí se me cerró el estómago. Y la mesa estaba llena de platitos con piezas de sushi que yo me había concentrado en recolectar—. No tengo muy claro si practicar un poco de «negación del orgasmo» o si volverte loca y después hacerte lo que me venga en gana.

—¿Y qué te viene en gana?

—Metértela por todas partes. Todas. Y te va a gustar tanto que no vas a poder decirme que no nunca más.

Oh, Dios. Tragué saliva con dificultad y, tras dar un trago de agua que acababan de traer, empecé a zampar. No, no era la idílica relación que yo buscaba con él, pero confiaba en que el sexo fuera abriendo el camino a la intimidad. Había algo en Álvaro que me decía que él también quería enamorarse.

Gracias al cosmos la conversación se relajó un poco cuando le conté que había soñado que tenía un cuerno en mitad de la frente con el que abría latas de piña en su jugo, que usaba luego para lavarme el pelo. Supongo que la risa, en ese tipo de situaciones, es el mejor bromuro del mundo.

Cuando ya nos habíamos puesto finos de sushi Álvaro decidió dejar de sufrir priapismo e ir a casa a solucionarlo. Al parecer tenía muchas ideas acerca de cómo hacerlo y a mí casi todas me gustaron. Bueno, vale, todas. Me gustaron todas.

—Cállate —le dije muerta de risa.

Me sorprendió que me cogiera la mano al andar de camino al parking, pero si lo hizo fue para poder llevar la mía disimuladamente a su entrepierna. Estaba duro y yo muerta de ganas. Antes de que pudiéramos llegar al punto donde habíamos dejado el coche me agarró, me estampó en su pecho cual polilla en parabrisas y me besó en la boca salvajemente, al resguardo de una columna. Enrollamos las lenguas, nos comimos enteros, nos mordimos los labios y de paso nos tocamos allá donde pudimos.

—Al coche. Ya —ordenó con los ojos llameantes.

Salimos a toda prisa de allí y enfilamos la autopista de vuelta a Madrid en silencio. Álvaro casi jadeaba. Estaba visiblemente caliente y a pesar de que lo mejor en ese caso era enfriarse, se mordió el labio y me pidió que le tocara.

—Va a ser peor —dije acariciando ya su muslo derecho.

—Joder, tócame… —se quejó. Llevé la mano hasta su abultado paquete y le manoseé—. Por Dios, por dentro… —suplicó.

Subí un poco su camisa de cuadros y bajé la cremallera de los vaqueros. Después metí la mano dentro. Gemí de la sorpresa. Estaba húmedo y muy duro.

—¿Has visto lo que me haces? —jadeó echando la cabeza un poco atrás.

Le acaricié de arriba abajo, rítmicamente, y sentí que me moriría si no llegábamos pronto.

—A mi casa, que está más cerca —murmuró.

Estaba más cerca y no tendríamos que buscar aparcamiento.

En diez minutos ya nos encontrábamos dejando el coche en su garaje. Bajé atolondrada, me enganché el pie en el cinturón de seguridad y me caí, desparramando todo el contenido del bolso y parando el golpe con las rodillas. Álvaro se dirigió hacia mí recogiendo todo lo que se iba encontrando entre los pies y al llegar a mi altura las metió en mi bolso sin poder evitar la tentación de agarrarme la cabeza y pegarme a su entrepierna.

—Me cago en la puta, Silvia, que voy a reventar… —dijo cuando mordisqueé por encima del vaquero—. No te voy a durar ni diez minutos.

Y a pesar de todo aquella frase me llenaba, como los discursos de Navidad al Rey, de orgullo y satisfacción.

En el ascensor mi camisa acabó abierta de par en par, mi cazadora en el suelo y mis tetas fuera de las copas del sujetador. Mis pezones fueron atendidos por turnos por su boca, desesperada, que mordía, succionaba y estiraba. Tenía razón, sería capaz de hacer que me corriera. Cuando se abrieron las puertas yo me había cruzado la camisa desabrochada por encima del pecho y había recogido la chupa, pero aun así los vecinos de Álvaro que esperaban el ascensor alucinaron al vernos salir.

Hasta la llave se resistió a entrar en la cerradura, pero cuando pudimos abrir la puerta, empezamos a desnudarnos. Él tiró todas las cosas que llevaba en los bolsillos por el camino y la camisa se quedó colgando de la puerta de su dormitorio. Le lamí el cuello y bajé con lametones cortos por su pecho. Hasta mordí uno de sus pezones. Estaba descontrolada. Y él… pues peor aún. Con manos nerviosas se desabrochó el cinturón y el pantalón y me llevó la cabeza hasta allí. Le bajé toda la ropa hasta los tobillos y me lancé a chupar. Álvaro echó la cabeza hacia atrás en un gruñido y me apartó con fuerza.

—Espera, espera…

—¿Por qué?

—Porque voy a correrme enseguida. —Sonrió—. Y no quiero.

Me quité del todo la blusa, las botas, los calcetines, los pantalones y el sujetador, que tiré por encima de su cabeza.

—¿Ya es efectiva la pastilla? —preguntó totalmente desnudo mientras se acercaba hacia mí en la cama.

—Claro que no. Un mes…, un mes más.

—Yo no puedo esperar un mes… —y sonó tan fiera su voz…

—Vas a tener que hacerlo. Odiamos los niños. —Sonreí y me bajé las braguitas.

Abrió la mesita de noche y cogió un preservativo. Lo sacó y lo desenrolló con soltura, haciendo una mueca al colocárselo. Después me levantó la cadera con una mano y me penetró muy fuerte. Grité. Volvió a hacerlo, lo que provocó que me arqueara entera y que volviera a gritar.

—Quiero follarte hasta que se acabe el mundo —gruñó—. Y jamás tendría bastante —lancé un alarido de placer al notar cómo se deslizaba entre mis labios hinchados y húmedos—. Siempre estás preparada. Joder. Siempre estás… húmeda para mí.

El ritmo de las embestidas me clavó entre el colchón y su cuerpo. Le rodeé con las piernas y su boca fue hacia mi pecho izquierdo, succionándolo con ferocidad mientras su trasero se contraía, endureciéndose con cada empujón.

—Estás tan húmeda que me engulles. —Sonrió—. Apriétame. —Contraje los músculos y Álvaro cerró los ojos—. ¡¡Joder!!

Dimos la vuelta y me puse encima. Pasó las manos por debajo de mis muslos y marcó el ritmo de las penetraciones. Sentía que me llenaba entera. Siempre me dio la sensación de que era demasiado pequeña para él en todos los sentidos. Pero él se abría paso, dilatándome a veces bruscamente. Me llenaba del todo hasta que yo solo podía jadear. Y entonces se deslizaba aprovechando lo mucho que me humedecía.

Una embestida brutal me hizo gritar. Los pezones se irguieron y acarició la punta con la palma de su mano abierta mientras la mía iba a mi entrepierna.

—Córrete ya —me pidió—. No puedo más. Córrete ya.

Arqueé la espalda cuando me sacudió una llamarada de lo que sea que se siente cuando se tiene un orgasmo brutal y en dos empujones más Álvaro se corrió. Los dos lanzamos un quejido de placer.

A pesar de que me habría quedado allí encima un rato más, el sexo me hace sentir pequeña y avergonzada. Así que me bajé de él con la misma sensación de «ahora no me toques, soy vulnerable» de siempre. Álvaro se quedó tumbado boca arriba, tapándose los ojos con su antebrazo y con la polla aún en casi todo su esplendor. Después de un par de minutos, quitó el brazo.

—Oh, joder… —Puso los ojos en blanco mientras se retiraba el preservativo.

—¿Qué pasa?

—Creo que no se baja. —Le hizo un nudo al preservativo usado y abrió de nuevo el cajón de su mesita de noche, de donde cogió otro. Yo no daba crédito—. ¿Vamos a la ducha?

Nos dimos una ducha tibia que no ayudó mucho a enfriar los ánimos, más bien todo lo contrario. Empezamos con unos besos y cuando quise darme cuenta, tenía su erección otra vez en mi mano y dos dedos de la suya entrando y saliendo de mí. Y Álvaro me susurraba al oído:

—¿Te gusta que te folle con los dedos, eh? ¿Te gusta?

No, no son cosas que se dicen cuando uno quiere ir a tomarse un café a continuación.

Salimos de la ducha y me indicó que me apoyara en el lavabo, inclinada hacia delante. Lo tuve dentro tan pronto que me aseguré de que se hubiera puesto el condón. Y él bombeó como un loco, tocándome los pechos y mirando nuestro reflejo mientras tanto en el espejo. Apoyó la frente en mi cuello y susurró:

—Quiero estar dentro de ti hasta que me muera. —Tragué saliva—. Joder, Silvia, eres brutal. Me vuelves loco.

¿Declaración de amor o de sexo desenfrenado? El segundo orgasmo del día me aturdió y agarrándome fuertemente al lavabo grité otra vez. Él también. Pobres vecinos. Nunca había tenido tal facilidad para correrme, pero Álvaro me excitaba demasiado. ¿Podría acostumbrarme algún día?

Me abrazó, me besó la nuca y respirando profundamente me envolvió con los brazos haciéndome sentir pequeña y… suya. De alguien por primera vez. La sensación me sorprendió y me sobrepasó, como todas aquellas veces en las que algo precioso te hace sentir triste.

—Vamos a la cama —susurró.

Los dos sonreímos. Nos envolvimos en unas toallas, nos secamos y después fuimos a la habitación, donde pusimos música y nos tapamos con la sábana. Pero… después de cinco minutos tumbados me di cuenta de que la erección persistía.

—No sé qué me pasa. —Se rio Álvaro cuando le pregunté—. No baja.

—Yo lo solucionaré.

—No…, ya bajará. Déjalo.

Me agaché y la recogí entre mis manos, le di dos sacudidas y me la metí en la boca. Sabía a látex; notaba todas las venas hinchadas y bajo la piel suave, el músculo rígido. Le acaricié las piernas mientras succionaba y él me agarró con fuerza del pelo.

—No debe de quedarme nada dentro —gimió. Pero se humedeció enseguida llenándome la boca de ese sabor salado…

Álvaro volvió a excitarse muy pronto; su ánimo regresó al punto de quererme devorar entera. Y lo que no entiendo es por qué yo también volvía a sentirme tan excitada. Estaba satisfecha y me sentía algo desmadejada, sin fuerzas, pero solo podía pensar en el placer que me producía darle placer a él.

—Más rápido… —pidió pronto—. Más rápido.

Me incorporé y me mordí el labio. Cogí un preservativo y se lo puse con cuidado.

—Si esto no funciona, tendremos que ir al hospital —bromeé—. Doctor, doctor…, córteme la picha. Esta chica me excita demasiado.

—Bueno… pero me habrá hecho quedar como un señor. —Una mueca en sus labios me calentó un pelín más.

Lo coloqué en mi entrada y me agaché despacio haciéndolo entrar en mí poco a poco. Estaba un poco irritada y me quejé en un gemido muy suave. Nos movimos despacio y Álvaro apoyó la frente en la mía. Había en aquel silencio, de pronto, una conexión, un vínculo. Habíamos tenido que pasar una semana de orgasmos para poder experimentar la intimidad. Respiramos hondo, trabajosamente, y nos besamos. Sus manos se introdujeron entre mi pelo, a ambos lados de la cara, y sus pulgares me acariciaron las mejillas.

—Despacio… —susurré—. O me harás daño.

—Te avisé la primera vez que te besé. Te haré daño.

Los dos sonreímos y seguí con el balanceo lento de mis caderas.

—No te enamores —dije al tiempo que mesaba su pelo también entre mis dedos.

—Lo mismo digo.

Apoyé una mano hacia atrás en el colchón y Álvaro me hizo arquear la espalda otra vez, besándome las clavículas, los pechos, el estómago… Seguimos así un rato hasta que la fricción que provocaba esa postura provocó que me estremeciera en un orgasmo suave y glotón, de los que hacen que te hormigueen las piernas y te cosquillee el cuello. Álvaro se llevó mi boca a la suya y se dejó ir también, en un suspiro.

Nos quedamos abrazados hasta que me atreví a levantar la vista hacia él. Necesitaba separarme, que no me tocara, que no me mirara… Levanté las caderas y salió despacio, deshaciéndose enseguida del preservativo y echándose sobre el colchón.

—Ya baja —suspiró reconfortado. Fui a acomodarme a su lado, quitándome de encima de él, pero me retuvo—. No. Así estamos bien.

Pasé mis manos por su pecho y sonreí. Cada segundo que transcurría me sentía más cómoda y más inmersa en algo íntimo y de verdad. Álvaro me miraba mientras me acariciaba los muslos y parecía que tratara de escanear qué era lo que yo estaba sintiendo.

—¿Te das cuenta? —susurré sonriendo—. Ya necesitas eso para saciarte del todo.

—¿Y qué es «eso»? —preguntó con un tono impertinente.

—Hacerme el amor.

Álvaro levantó una ceja, irónico.

—Suena a enamorarse, ¿no? —murmuró dibujando una sonrisa.

—Solo si eres débil.

Después tiró de mí hasta que caí sobre su pecho. Nos besamos y con los ojos cerrados susurró:

—¿Y qué si somos débiles?