FIN DE SEMANA DE CHICAS SUI GÉNERIS
Subo a casa sin saber muy bien qué coger. Gabriel ha dicho que haga «la típica bolsa de viaje de fin de semana con chicas», pero cuando yo hago un fin de semana de chicas con mis amigas, no me voy a ningún lado: todas vienen a mi casa cargadas de alcohol y DVD con películas lamentables en las que sale algún tío bueno poniendo cara de hombre torturado. En fin. Trato de ponerme creativa e imaginar todas las situaciones posibles para tener cubierto un margen grande de «cosas que me pueden pasar». Así que cogería hasta un traje de buzo si lo tuviera. Pero como no lo tengo, me contento con el biquini.
Trato de asearlo todo un poco y me siento encima de la maletita de fin de semana para poder cerrarla. Después me voy, superemocionada. En el ascensor me acuerdo de mi madre y para evitar llamadas que me pillen en un momento extraño (dícese destrozando una mesa de cristal guitarra eléctrica en mano) le envío un sms y le digo que voy a pasar el fin de semana con Bea en la casa que sus padres tienen en la sierra (que no tiene teléfono fijo), tomando el sol, dándome unos baños y bebiendo mojitos. Se le dan de vicio los mojitos a Bea…, casi tan bien como a mí las mentiras. Después la aviso a ella de la treta y prometo darle explicaciones el domingo por la noche. Me contesta enseguida:
«Si te estás follando a alguien o a algo, quiero saberlo, zorrasca. No te llamo hasta el domingo pero a cambio tú me darás todos los detalles, hasta si hay pedos vaginales».
Volte está esperándome fuera del coche para cargar mi equipaje en el maletero, que, por cierto, está completamente vacío. Supongo que Gabriel ya habrá dejado sus cosas allá donde vayamos. O alguien las habrá dejado por él. ¿Dónde puñetas iremos? Se lo pregunto pero no suelta prenda. Solo me dice que está en un pequeño impasse y que le va a venir bien un fin de semana de chicas para desconectar.
—¿Eres gay? —le pregunto arqueando las cejas. Mentalmente cruzo los deditos y mi Silvia interior da saltitos mientras suplica: «que diga que no, que diga que no».
—No. Me van más las tías —dice mirando a través del cristal polarizado mientras esboza una sutil sonrisa. No sé por qué, da la sensación de que a pesar de todo Gabriel no está acostumbrado a sonreír.
De pronto entramos en un parking y como lo estaba mirando a él, con ese perfil tan jodidamente atractivo que tiene, no me he dado cuenta de dónde me lleva. Igual debería estar asustada porque no conozco de nada a Gabriel y a juzgar por sus vídeos musicales está un poco tarado. Pero eso es más bien lo que me diría Álvaro si lo supiera. Acordarme de él me vuelve a poner de un humor extraño.
El coche aparca en una plaza amplia y Volte baja y nos abre la puerta. Miro alrededor, pero no hay nada que me indique dónde nos encontramos aparte del clásico parking de pago. Hay un ascensor con pinta elegante. Subimos y Gabriel me pregunta si sé dónde estoy.
—Sé que hemos hecho un recorrido relativamente corto hacia el norte y que no hemos salido de la ciudad, pero… ¡joder! Es que esos brazos tan tatuados me desconcentran.
Gabriel mueve la cabeza de un lado a otro, riéndose, y me doy cuenta de que no tengo mi maletita. La lleva Volte y está de lo más ridículo con ella porque es verde con lunares y muy pequeñita. En sus manos parece un clutch.
—Oye, Volte, ese bolso te queda de miedo.
Él gruñe como contestación y Gabriel y yo nos reímos a carcajadas.
Llegamos a un vestíbulo grande, oscuro y elegante y sé al momento dónde estoy. La única vez que he estado aquí fue para traerle una muda de ropa y muchos profilácticos a una amiga que estaba ennoviada con un millonetis. Es el hotel Eurostars Madrid Tower. Pero no pasamos a hacer el check in, él debe de tener quien lo haga por él, claro. Vamos directamente a la suite presidencial. En las alturas. Estoy supercontenta. ¡La suite presidencial del hotel más nuevo de la ciudad! Y me han dicho que el spa tiene unas vistas increíbles de todo Madrid.
Cuando entramos me alucina ver el tamaño de la habitación. Bueno, habitación… Es el doble de grande que mi casa.
Volte deja mi maleta en la habitación y yo me dedico a mirarlo todo con la boca abierta.
—¿Siempre te alojas en la suite presidencial?
—No siempre. Pero hoy era nuestro día de chicas. —Levanta las cejas y se arremanga un poco más la camiseta negra de algodón—. Hemos tenido suerte de que estuviera libre.
—Pero… ¿por qué? —y lo digo con una sonrisa enorme, como si alguien hubiera cedido por fin a mi insistente petición de unir en santo matrimonio el chocolate blanco, los ositos de gominola y la ginebra.
—¿Por qué no? —y lo expresa con ese aire emo que me encanta, como si su siguiente frase fuera: «dentro de poco habremos muerto».
Me río casi histéricamente y entro en el cuarto de baño. A-LU-CI-NO.
—¿Has visto la bañera? —grito, y después doy más saltitos y hago más ruiditos de ardilla con los puñitos juntos, en el pecho.
—Entonces dime, ¿cuál es el plan? —Se deja caer en la cama y saca un paquete arrugado de cigarrillos.
—No estoy segura de que se pueda fumar.
—Me parece que ese es un problema con el que tendrán que lidiar otros. —Sonríe—. ¿Qué te apetece hacer?
—Pues… —Doy vueltas por allí como un perrillo—. No sé. ¡Ay! ¡Qué fuerte!
Gabriel se ríe, le da una honda calada a su cigarrillo y se levanta.
—He planeado algunas cosas de esas que os gustan a las chicas. Tenemos la piscina del spa reservada a partir de las nueve. Y un masaje… ¿a qué hora? Espera.
Saca el teléfono móvil de sus vaqueros apretados y llama a un número de marcación rápida.
—¿A qué hora es el masaje? —Se apoya en el cristal de la ventana y le da otra calada al cigarrillo. Se gira poniendo los ojos en blanco—. Oye, en serio, tía. ¿Sabes dónde pollas tienes la mano derecha? ¿Es que no sabes hacer una puta mierda bien? —Cuelga y tira sobre la cama el teléfono, pero a pesar del tono en el que ha hablado, sigue pareciendo apático, como siempre—. Vaya, pues resulta que no hay nada programado porque mi asistente aquí se ha hecho un lío y probablemente haya contratado, no sé, un enano que se nos desnude en la habitación.
Sonrío y le digo que si sale de dentro de una tarta no estará mal. Me contesta a la sonrisa y se encoge de hombros.
—Pues no hay masaje.
—¿Cómo que no? ¡Y debería invitarnos la casa! ¡Eres Gabriel y eres supermacarra!
Me acerco muy decidida al teléfono de la habitación y llamo al conserje, que me contesta muy amablemente.
—Hola, buenas tardes. ¿En qué podría ayudarle?
—Hola, verá, le llamo desde la suite presidencial. Soy la asistente personal del señor… —tapo el auricular— Gabriel, ¿cómo te apellidas?
—Herrera.
—¿Te llamas Herrera de apellido? —Me descojono y sigo con mi conversación con recepción—. Soy la asistente personal del señor Herrera. Verá, el segundo asistente ha olvidado programar un masaje para el señor Herrera y su acompañante, una guapísima señorita así, con el pelo tipo ardilla, no sé si le ha llamado la atención.
—¿Disculpe? —Debe de pensar que le están tomando el pelo.
—Necesitamos la piscina del spa cerrada para él a las nueve de la noche y agradeceríamos que nos facilitaran una reserva para un masaje esta tarde, antes de las nueve, claro. Justo antes sería perfecto.
—Pero… disculpe, no es posible cerrar la piscina para un cliente. Nosotros no podemos…
—Perdone, ¿puedo hablar con la persona encargada de las relaciones públicas del hotel? Creo que con usted no voy a poder solucionar este problema.
—Sí…, si me perdona, ahora mismo lo localizaré para que le devuelva la llamada.
—Pronto, por favor. Estamos cansados del viaje. Ha sido un vuelo muy largo. —Cuelgo y me giro hacia Gabriel, que sigue imperturbable—. Como ves, no he dado a entender que eres un jefe déspota y caprichoso, tipo Naomi Campbell.
—Podías hacerlo. Me la suda. —Sonríe—. ¿Qué te han dicho?
—Que ahora me llama el relaciones públicas. ¡Qué emoción! —Me acerco a Gabriel, que se ha sentado en una butaca, y, robándole el cigarrillo de entre los labios, le doy una calada—. Entonces ¿cuál es el plan? —farfullo.
—Pues no sé. Eres tú la que sabe de qué van estos fines de semana de chicas.
—Acostumbro a pasar los fines de semana de chicas con chicas, llámame caprichosa si quieres.
—Yo me amoldaré a ti. Cuando llame ese tío, pídele todo lo que se te antoje. Y no te preocupes por el dinero. ¿Entendido, asistente?
Y sonríe. ¿Que no depare en gastos? ¡Mecagüenla! Qué mono eres, leñe. El teléfono suena y llaman a la puerta a la vez. Volte se encarga de la puerta y yo del teléfono.
—Buenas tardes, señorita, mi nombre es Gonzalo Martínez. Me he tomado la libertad de mandar a su suite una botella de champán, por las molestias.
¿Qué molestias?, me pregunto mientras veo cómo un chico del servicio de habitaciones deja junto a una mesa una cubitera con una botella y una bandeja con fruta.
—Se lo agradezco mucho, señor Martínez.
—Llámeme Gonzalo. Su nombre es…
—Silvia.
—Estupendo, señorita Silvia. Me ha comentado mi compañero que el señor Herrera desea tener la piscina del spa un ratito para él. No habrá ningún problema. A las nueve de la noche ningún otro cliente podrá acceder a las instalaciones. Además, me he tomado la libertad de pedirle a nuestras masajistas que se queden un ratito más hoy para que puedan darles unos masajes cortesía de la casa. Les irá estupendamente después de su vuelo.
—Oh… —Me sorprendo de cuántas puertas abre el nombre de Gabriel.
—¿Le gustaría alguna otra cosa?
—Pues… —Miro a Gabriel—. Agradeceríamos una cubeta de hielos. ¿Quieres algo más? —digo dirigiendo la vista hacia Gabriel, que niega con la cabeza y me dice que pida yo lo que quiera—. Y… ¿podrían…? Palomitas con mantequilla. Y gominolas en cantidades ingentes y chocolate blanco. Y… —Miro a mi alrededor, nerviosa. Hay tantas posibilidades—… Una botella de ginebra Citadelle, algunas tónicas para preparar nosotros los combinados y un paquete de cigarrillos marca Vogue, Extralarge.
—Y un cenicero —añade Gabriel.
—Y un cenicero —repito.
—¿A qué hora quiere que sirvan esto? —No se extraña de lo del cenicero.
—Pueden ir trayéndolo en cuanto puedan.
—Un placer.
Cuelgo y flipo en colores.
—El masaje a las ocho. La piscina cerrada para ti a partir de las nueve. Y las chucherías en cuanto lo recolecten todo.
—Qué eficiencia la tuya. Voy a tener que contratarte.
Y sonríe. Cuando lo hace parece de verdad y no una reproducción en cera de sí mismo.
Volte ha ido a mi casa a recoger mis DVD de Sexo en Nueva York porque Gabriel no los ha visto nunca y si quiere un fin de semana de chicas, ese es el mejor entretenimiento. Le he dicho que tiene que criticar a los hombres y limarse también las uñas, pero no quiere. Y eso que las lleva mal pintadas de negro y son un auténtico desastre.
Me acerco a donde él está sentado, junto a una gran ventana, y le paso la tercera copa. Brindamos.
—¿Te diviertes? —pregunta.
Asiento.
—¿Y tú?
—Claro. —Y parece quitarse de encima esa continua desgana con la que habla.
—Voy a tener que solucionar esa manicura chusca que llevas.
—No te preocupes. —Encoge los dedos y llaman mi atención sus nudillos tatuados.
—Tatuarse los nudillos en plan carcelario debe de doler un buen par de cojones peludos.
Me mira de reojo y se parte de risa.
—Sí duele, sí.
—¿Cuál es el tatuaje que más te ha dolido?
—Creo que el de los nudillos. —Vuelve a abrir y a cerrar las manos.
—¿Y duele mucho tatuarse?
—¿No lo has hecho nunca? —Y cuando lo pregunta parece no creérselo.
—No. Siempre he querido, que conste. Pero como mis amigas no quieren acompañarme siempre voy posponiéndolo. Ir borracha y sola a un estudio de tatoos no es divertido.
—Yo te acompañaré. —Sonríe—. Pero no aquí. En Los Ángeles hay un sitio…, la tía me flipa.
—Seguro que es como la de L.A. Ink.
—Es la de L.A. Ink.
Me empiezo a reír.
—Siempre ha habido clases, ¿eh, macarra?
—¿Qué te tatuarías?
—No lo sé.
Sí que lo sé. Quiero tatuarme algo que signifique amor y que al mirarlo me recuerde que lo merezco. Es lo único que he buscado siempre en la vida. Con mis amigas, en mi familia, con los hombres. Quiero que me quieran. Y quiero querer hasta volverme loca. No sé si esas cosas existen, pero si no lo hacen, deberían.
—Yo te acompañaré. —Sonríe otra vez y Volte llega con mis DVD en ese momento.
Cuando llevamos un par de horas viendo capítulos de Sexo en Nueva York y engullendo ositos de gominola, me doy cuenta de que estoy borracha. No hemos parado de tomarnos copas. Claro, como no ha sido como la típica noche con mis amigas en las que todas bebemos rápido para ver quién pilla el pedo antes y más barato, no me he dado cuenta.
Gabriel está alucinando con la serie. Dice que es como si hablaran en japonés la mayor parte de las veces. Pero parece interesado. Incluso frunce el ceño. Creo que no entiende a las mujeres. Si las entendiera un poco supongo que no estaría aquí acostado a mi lado en la cama en esa postura tan sexi. Creo que van a tener que cerrar esta planta al público durante mucho tiempo, porque voy a invadirla con mis babas. Es jodidamente guapo, joder. No me había dado cuenta de lo alucinantes que son sus ojos. Brillan un montón y son de un color caramelo que no había visto jamás. Nos empeñamos en pensar que unos ojos claros pueden con todo, pero no encuentro nada en el mundo contra lo que no ganen esos dos ojos avellana.
Dejo la copa vacía en la mesita de noche y aprovecho que termina un capítulo más para apagar el DVD con el mando a distancia.
—¡Eh! —se queja Gabriel—. ¿¡Y qué pasa con Mr. Big!?
Me echo a reír. Su cara es un poema. Tiene, como siempre, todo el pelo por el rostro, que se aparta de vez en cuando a manotazos nada efectivos, como los de un niño. Los ojos llaman poderosamente la atención en su cara bonita. Tiene una naricita muy mona y la boquita pequeña. Si no fuera porque estoy segura de que está muy cerca de cumplir la treintena, diría que apenas es un adolescente. Un adolescente problemático. Pero sin granos.
—Aún tienes que explicarme por qué has venido este fin de semana —le digo.
Me quita el mando de la mano y saca el paquete de cigarrillos de su bolsillo.
—Estaba aburrido como una mona. Pensé que sería guay pasar un fin de semana diferente contigo.
Miro el reloj. Son las siete y media. Conmigo, dice.
—Deberíamos ir preparándonos para el masaje.
Salgo con el albornoz del hotel y cara de yonqui que se acaba de meter un chute. El masaje ha sido impresionante. Una señorita me indica con una sonrisa amable dónde se encuentra la piscina. Está todo poco iluminado. Son las nueve y poco y se empieza a hacer de noche en Madrid. Las luces de la piscina lo envuelven todo con un eco azulado. En un rincón de la piscina está Gabriel en bañador, metido hasta la cintura en el agua y apoyado con los codos en el borde mirando hacia fuera, por el gran ventanal. Parece absorto, como siempre. El humo de un cigarrillo se eleva sinuoso y yo pierdo la mirada en él.
Me meto en el agua por la escalerita, me resbalo, me cojo a la barandilla y consigo no caer. Solo se escucha un chapoteo. Como él está de espaldas creo que no me ha visto pero de pronto se echa a reír.
—Joder, Silvia, estás abocada al desastre.
—No lo sabes tú bien.
El agua está templada, así que me meto con naturalidad y voy hasta él. Me ofrece su cigarrillo y le doy un par de caladas mientras él lo sujeta entre sus dedos.
—Cuéntame cosas —dice con esa voz grave y aterciopelada.
—¿Sobre qué?
—Sobre…, no sé. Sobre por qué no podías dormir el otro día, por ejemplo.
—¿Por qué siempre me pides que te cuente cosas?
—Porque me gusta tu voz —y al decirlo me mira directamente a los ojos.
Me quedo muda. Sé que no hay nada romántico en ese comentario. A decir verdad, el motivo por el que Gabriel y yo estamos tan cómodos el uno con el otro es que ninguno de los dos tiene la intención de complicarse con una historia de sexo, amor salvaje ni nada parecido. Lo primero, porque Gabriel no cree en el amor y lo segundo, porque está habituado a andar con chicas cuyo trabajo es desfilar medio desnudas en las mejores pasarelas del mundo. No hay color. Aun así, escuchar a alguien como Gabriel diciendo eso me conmociona un poco. Porque lo dice con una dulzura que no me esperaba.
Me recompongo y empiezo a hablar.
—No tengo problemas, pero… —Me apoyo en el borde y dejo flotar las piernas—. La historia con Álvaro a veces me quita un poco el sueño. Me siento una pesada hablándote de estas cosas…
—No. Explícamelo.
—No sé. Sé que no tiene sentido y que ya no hay más donde rascar, pero lo nuestro fue siempre muy intenso y es como… —lo miro buscando las palabras con las que explicar el nudo que se hace en la garganta cuando pienso en el tema—, como cuando descubres una de esas canciones que te duele a morir pero no puedes dejar de escucharla. Seguro que eso lo entiendes.
—Lo entiendo. —Se ríe—. Es tu vicio. Te hace daño pero… no puedes evitarlo. Tu droga.
Le miro sorprendida por la intensidad que le da a sus palabras.
—Algo así —asiento.
—¿Y funciona la terapia de desintoxicación?
—No lo sé. Por ahora no. Sigo teniendo el mono. Y recaigo de vez en cuando…
—¿Crees que volveréis?
—No. —Niego con la cabeza—. Pero no creo que pueda deshacerme nunca de esa corriente eléctrica que siento cuando…, cuando me toca o me mira o…, o me habla. Y creo que en su caso también es así. Es brutal, pero en sentido literal. Lo nuestro es demasiado físico, demasiado impulsivo, demasiado… Todo lo hacemos mal.
—Te comprendo bien.
—¿Qué hay de ti?
—¿De mí?
—Sí.
Apaga el cigarrillo y se da la vuelta para mirar al interior de la sala que empieza a oscurecerse. Los ojos le brillan un montón con el reflejo del agua. Se echa el pelo hacia atrás y descubro que detrás de ese pelo revuelto es mucho más guapo. Pero guapo de verdad. Detrás del pelo revuelto hay un hombre guapísimo, muy varonil y elegante. Siento un cosquilleo en el estómago, una suerte de magia en el ambiente que quizá sea la responsable de que él siga hablando.
—Yo me levanto, fumo, toco la guitarra y respiro. Hace tiempo lo hice por alguien, pero no funcionó. Y ahora todo es inercia. Follo de vez en cuando, me cuelgo de una tía en un bar o incluso me escapo a ver a otra si me apetece. Pero creo que el amor no es para mí. Apenas creo que exista.
Se gira y me sonríe. Me sorprende pensar que a pesar de todo no suena melancólico.
—A mí me ha fascinado el «follo de vez en cuando». —Me río para quitarle importancia a su derrotismo—. ¿Es importante el sexo para ti, Gabriel?
—¿Importante? —Arquea las cejas negras y con una sonrisa resopla—. Es uno de los motores que nos impulsa. Creo que todos los pecados capitales acaban siendo importantes. ¿Y para ti?
—Antes para mí follar era gustirrinín. —Los dos nos miramos y nos reímos—. Ahora es otra cosa. Álvaro lo convirtió en otra cosa… y ahora es sencillamente parte del amor.