SERRANA, ME DAS CANDELA…
El lunes no fue complicado disimular que Álvaro y yo nos habíamos pasado el fin de semana revolcándonos en nuestro propio sudor sexual. Lo realmente difícil fue soportar las agujetas. Y es que para aguantar los maratones sexuales que el caballero necesitaba, una debía tener un fondo físico del que yo, por supuesto, carecía.
Como habíamos planeado el domingo, el lunes apenas nos miramos. Bueno, lo hicimos lo habitual. Un par de comentarios maliciosos, como siempre, un par de caiditas de pestañas y yo contoneándome lo máximo posible delante de él. Para castigarle con el vaivén de mis caderas, como él decía. En ningún momento me pareció que aquello fuera peligroso para mí y para mi situación laboral.
A la salida, nos vimos en mi casa y cada uno llegamos allí por separado. Nos besamos en los labios a modo de saludo y Álvaro me llevó directamente a mi dormitorio, donde se quitó el abrigo y empezó a desabrocharse los zapatos con la clara intención de quedarse en porretas. Menos mal que yo ya había estado comentando el asunto con mis amigas y había recabado todos los consejos posibles.
—Oye, mameluco —dije con una espléndida sonrisa en los labios.
—¿Qué me has llamado? —contestó mirándome divertido.
—¿Quién te crees que eres? —y al decirlo la sonrisa se me había torcido en una mueca maligna—. ¿Crees que te voy a dejar entrar en mi casa y que sin mediar palabra voy a espatarrarme en la cama para que tú te satisfagas?
Álvaro levantó la ceja izquierda y se rio.
—Llevo todo el día pensando en esto. No creo que tú hayas podido pensar en otra cosa tampoco.
—Cómprate una muñeca hinchable. —Me apoyé en el marco de la puerta y después salí hacia la cocina, donde me puse a servir dos copas de vino.
Álvaro me siguió y le pasé una de ellas. Dio un sorbo al vino, dejó la copa sobre la encimera y después me envolvió entre sus brazos. Me apartó el pelo y comenzó a susurrarme al oído:
—Quiero hacerte tantas cosas que me duele. —Me cogió la mano y se la llevó a la entrepierna.
—¿Y qué quieres que haga yo? —contesté con aire inocente mientras le sobaba.
—Quiero que me quites toda la ropa, que te pongas de rodillas y te la tragues entera mientras te agarro del pelo.
Le miré sorprendida. Joder con Álvaro. Qué razón tenía al imaginarlo en la cama con la boca muy sucia.
—¿Y qué placer voy a encontrar yo en eso?
—En eso no lo sé. Pero después yo mismo me encargaré de que lo pases bien.
Apreté los labios entre mis dedos índice y pulgar y después le pregunté:
—Me tienes por una tía, fácil, ¿no es eso?
—No. —Negó vehemente con la cabeza. Dio otro trago a su copa y después se volvió a acercar a mi cuello—. Pero esto… ¿no era un trato entre dos adultos que saben lo que se hacen?
Moví la cabeza, negando también.
—No. Esto va de un hombre que, cuando quiera darse cuenta, va a estar a mis pies. Deberías empezar ya a besar por donde yo piso, para coger práctica.
—¿A tus pies?
—Sí. Ya te lo dije. Soy muchas cosas. Solo hay que estar atento para descubrirlas.
—Si me creas demasiadas expectativas… —Sonrió.
—No te creo expectativas. Te preparo. ¿Vamos? —Lo llevé hasta la habitación y le quité la americana—. Tengo que aprender muchas cosas, sobre todo en la cama; sin duda tú vas a poder enseñármelas. Pero no creas que por eso yo no tengo nada que enseñarte. No me menosprecies o terminarás enamorándote. Y es algo que ninguno de los dos quiere, ¿verdad? —añadí sonriendo.
Le desaté el nudo de la corbata con manos torpes y seguí con los botones de la camisa. Quería disimular que me temblaban. Después del mocarro que me había pegado tenía que mantenerme segura de mí misma o demostraría lo colgada que estaba de él. Quería que aquello fuera mucho más que una aventura sexual. Pero… ¿a que los consejos de mis amigas son un alucine? Si aplicaran toda esta lógica a sus vidas no nos echarían de sitios como Loewe o El Corte Inglés de Callao.
Le quité la camisa también, le acaricié el pecho, lo besé y me puse de rodillas delante de él. Álvaro me siguió el rollo. Le desabroché el cinturón y le abrí la cremallera del pantalón que, con un tironcito cayó al suelo. Él se quitó los zapatos y los calcetines y lo lanzó todo a un rincón de una patada mientras yo besaba húmedamente sus muslos hasta volver hacia su entrepierna. En la ropa interior que llevaba (unos bóxers negros apretaditos, para las morbosas) se le marcaba una erección tremenda que saltó como un resorte cuando bajé la tela. Me acercó la cabeza y yo la cogí para llevármela a la boca, pero él me apartó la mano.
—Sin manos. —Y se mordió el labio inferior con morbo.
Tanteé con la boca hasta conseguir deslizarla sobre mi lengua. Él gimió y me agarró la cabeza con fuerza, alejándomela de él. Apreté los labios mientras me separaba. Después empujó con la cadera hasta rozarme la campanilla y contuve una arcada.
—Shhh… —dijo cogiéndome del pelo—. ¿No querías aprender?
La dejé escapar de entre mis labios húmedos y mirándole le pregunté:
—¿Aprenderás tú de mí?
—Lo intentaré. —Sonrió. Besé la punta, abrí los labios y la saboreé. Sabía a él—. Ladea un poco la cabeza —me dijo con la voz tomada por el placer.
Le obedecí y de un golpe de cadera volvió a meterla hasta el fondo, pero esta vez no hubo arcada. Volvió a agarrarme el pelo y, a la vez que jadeaba rítmicamente, empezó a meterla y sacarla de mi boca. Puse las manos sobre sus glúteos, que se convertían en piedra con el movimiento. A pesar de todo sí iba a encontrar placer, al menos en el morbo. Ya notaba la ropa interior húmeda.
Ejercí con mis labios y mis dientes toda la presión posible sin llegar a morder. Él aceleró el movimiento.
—Así, así… —dijo cerrando los ojos y soltando un gemido grave.
Dejé caer mis manos sobre sus piernas y giré de nuevo la cabeza. Me dolían la mandíbula y el cuello. Estaba incómoda. Un golpe volvió a provocarme una arcada, esta vez un poco sonora. Álvaro abrió los ojos y sacándomela de la boca me dijo jadeante.
—Ladea la cabeza mientras la meto. No te darán arcadas.
Volví a intentarlo y él susurró un «muy bien» que por poco no hizo que me corriera. Me pregunté si me avisaría esta vez. Después me pregunté si realmente me importaba que no lo hiciera. Pero sí lo hizo.
—Voy a correrme, Silvia… —Seguí un poco más—. Silvia… para o me corro en tu boca —gimió.
Pero seguí. Quería hacerlo. No podía parar.
Se apartó un poco y mientras su mano izquierda me apartaba el pelo de la cara hacia atrás, la otra dirigía su erección, dura y húmeda a mis labios entreabiertos. Se corrió cuando apenas había vuelto a abrir la boca y de un golpe de cadera volvió a colarla hasta el fondo. Quisiera o no, tuve que tragarlo todo.
Álvaro se dejó caer en la cama jadeante y desnudo y yo me pasé disimuladamente la mano por los labios húmedos. No me dijo nada. Ni a mí ni a nadie. Se quedó simplemente grogui, con los ojos cerrados, la respiración sobresaltada y la boca entreabierta. Me levanté del suelo y cuando volví del baño, Álvaro ya parecía dar muestras de estar vivo. Me hizo gracia pensar que era como un conejito que llegado el momento se desmayaba.
Me acerqué a la cama y me agarró de la muñeca, tirándome sobre el colchón a su lado. Cuando quise darme cuenta tenía su lengua dentro de la boca y su mano derecha debajo la falda. Me quité la blusa, la falda y los zapatos, pero dejé el resto: un sujetador negro de encaje tipo bustier, un culotte bajo de cadera a conjunto y unas medias de liga con encaje en el muslo. Álvaro me obligó a ponerme de rodillas en la cama y se colocó detrás de mí, con el pecho pegado a mi espalda.
La mano se metió por debajo de la ropa interior y dos de sus dedos se introdujeron en mí de golpe. Los dos a la vez. Estaba muy húmeda, pero noté la presión. Gemí y él los sacó para meterlos de nuevo, rápidamente. Me besó el cuello y susurró:
—Di mi nombre cuando te corras.
¡El muy morboso!
La mano izquierda se apuntó también a la fiesta y por un momento sentí como si en realidad un montón de brazos, dedos y labios me tocaran por todas partes. Pero yo quería más. Más.
—Por favor, Álvaro… —supliqué—. Fóllame…
—No puedo. Aún no. Dame un rato.
Quise llorar. Lo necesitaba dentro. Me tumbé, jadeante, y él se hizo un espacio entre mis piernas para ir bajando hacia la entrepierna. Supongo que ese es el trato, ¿no? Sexo oral por sexo oral. Pero no era lo que yo quería, así que lo sujeté y lo rodeé con las piernas.
—No. —Sonrió—. No voy a poder, Silvia.
—Inténtalo.
Se acomodó y noté un comienzo de erección.
—¿Ves? —dije sonriente.
—En cuanto me ponga el condón baja. —Se rio—. No quiero hacer el ridículo. Dame un rato.
Me acaricié con él y se removió al tiempo que notaba cómo se iba endureciendo cada vez más. Me estiré y alcancé un preservativo de mi mesita de noche.
Álvaro chasqueó la lengua y poniéndose de rodillas abrió uno con la boca y lo desenrolló. Me encantó cuando se tocó en un par de sacudidas, tanto que abrí las piernas invitándolo. No tardé mucho en sentir cómo se acostaba encima de mi cuerpo; levanté las caderas y él se clavó en mí. A los dos se nos escapó un gemido seco. Dimos la vuelta y me coloqué encima. Álvaro me quitó el sujetador e, incorporándose, se hundió entre mis pechos, dando pequeños mordiscos. Mientras tanto, mis caderas iban arriba y abajo sin poder parar y cada vez notaba a Álvaro más duro y más firme dentro de mí. Y cada vez se deslizaba con mayor facilidad.
—Joder… —gruñó agarrándome los muslos. Lo hizo con tanta fuerza que me dejó la marca de la yema de los dedos.
Empezamos a besarnos desesperados. Más lengua que beso, la verdad. Estaba tan caliente que pensaba que sería capaz de hacer cualquier cosa que me pidiera. Pero no pidió nada. Solo me tiró sobre el colchón y me dio la vuelta, poniéndome a cuatro patas. Arqueé la espalda y me penetró con rabia, cogiendo y tirando suavemente de mi pelo. Me llevé la mano entre las piernas y me acaricié, pero de un manotazo me la apartó.
—No —dijo firmemente.
Me puso la mano en la espalda y la sujetó con la suya. Gemí y tiró un poco de ella hacia arriba. Me quejé pero no sé si porque quería que me la soltara o que volviera a tirar. El dolor del brazo se confundía con el placer de las penetraciones. Lo hizo de nuevo y se me apretaron hasta los dientes; después la soltó y yo agarré la colcha, acercando la cabeza más a su superficie, casi dejándome caer. Me enloquecía.
Álvaro gruñó y de un empujón me tiró boca arriba sobre el colchón y se tumbó encima de mí, clavándome una erección que… cualquiera diría que hacía cosa de media hora había tenido una sesión de sexo oral.
Y al verle resoplar, gemir y jadear, lancé un aullido y me corrí, convirtiéndome en solo un amasijo sin sentido, sin pies ni cabeza. Un trozo de carne recorrida por completo por una pulsación brutal. Sentía la sangre bombear con fuerza en mis sienes, en mi cuello, en mi pecho. Y en el vértice entre mis muslos algo también palpitaba con fuerza hasta descargar una corriente eléctrica en mis piernas. Lancé un alarido y arqueé la espalda.
Álvaro no tardó en correrse también. Salió de mí, tiró el preservativo empapado y terminó sobre mi vientre con un gruñido de satisfacción. Y como un conejito, se dejó caer medio desmayado a mi lado en el colchón. Me eché a reír y Álvaro, que se revolvía el pelo, me miró y se contagió.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Pues parece que tú también tienes muchas cosas que aprender de ti mismo, ¿no?
—Oh, no. Eso. —Me señaló el estómago—. Eso es lo que tú haces conmigo. Es cosa tuya.
Alcancé mi cajita de kleenex y me limpié como pude.
—Voy a darme una ducha. ¿Vienes? —dije arrugando el pañuelo de papel.
—Sí, pero como no me sodomices, no creo que pueda responderte sexualmente.
—Sodomizarte, ¿eh? —fingí estar planteándomelo.
—¿Tienes con qué?
—Pues… sí.
Abrí el cajón de mi mesita y saqué un vibrador pequeño que mis amigas me habían regalado en Navidad. Navidad. Por aquel entonces creía que Álvaro jamás me follaría y que además era una persona completamente diferente. Y solo hacía tres días que andaba con él. Lo que me quedaba a mí por aprender…
—Hum… —dijo sonriente—. No me apetece nada ser sodomizado, pero ese aparatito me sugiere muchas posibilidades para próximas ocasiones.
Lo dejé caer de nuevo dentro del cajón y, desnuda, me recogí el pelo en una coleta y fui hacia el cuarto de baño. Álvaro me alcanzó en la puerta, también desnudo, y me abrazó mientras me besaba los hombros.
—Cuidado… —Me reí—. Terminarás enamorándote.
—Y tú —susurró en mi oído.
—¿Yo? Ay, yo creo que ya lo estaba. Me giré y nos besamos—. Oye… —Se frotó la barbilla mientras yo abría la ducha y probaba la temperatura del agua con la mano.
—¿Dime?
—Pues que, como tienes tantas cosas que aprender y yo parezco ser un buen maestro y dado que, además, consideras que tú puedes enseñarme algunos trucos también… parece que vamos a vernos a menudo.
—¿Qué quiere decir eso en tu idioma regio? ¿Quieres decirme que te has dado cuenta de que te gusto mucho?
Me metí debajo del chorro del agua y los pezones se irguieron. Él me acompañó y rodeó uno de mis pechos con su mano.
—Quiero conocerte —dijo de pronto muy serio, con los ojos en mis tetas.
—Ya me conoces hasta en el sentido bíblico.
—Quiero conocerte de verdad.
—¿Quieres salir conmigo?
Sonrió de nuevo. Creo que no le gustaba esa expresión.
—Yo no salgo con chicas. O follo con alguien o tengo novia en serio.
—Pues yo aspiro a ser una novia con la que folles, mira por dónde.
Frunció un poco las cejas, como si en realidad intentase leerme, pero con una sonrisa.
—Eres brutalmente sincera…, creo que voy a necesitar tiempo para acostumbrarme.
—Tienes toda la vida. —Le guiñé un ojo.
—¿Te importaría entonces tomarte la píldora?
Arqueé una ceja.
—¿Y eso?
—Odio esos bichos. Me cortan el rollo.
—Pues no sé… —No es que me molestara salvajemente la propuesta, pero sentía que tenía que ejercer un poco de resistencia.
Álvaro decidió utilizar la artillería pesada. Se acercó, jugueteó con el lóbulo de mi oreja y susurró:
—Dime que no te mueres de ganas de sentir cómo me corro dentro de ti y te lleno toda…
Imaginé una escena con ese final y dilucidé rápido:
—En cuanto certifiques que eres una persona completamente sana, no tendré problema.
—Pues me parece que has tragado ya mucha agua del pozo antes de saber si es potable, ¿no?
Aquella noche cenamos comida india y después se fue. Y a la mañana siguiente yo pedí hora con mi ginecólogo.