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MI JEFE ES UN BOMBÓN

Él mismo me hizo la última entrevista para entrar en la empresa y por culpa de esos ojos por poco no lo eché todo a perder. Cuando apareció en la sala de reuniones en la que me tenían confinada, me levanté por instinto y me di cuenta, quizá demasiado tarde, de que me había quedado con la boca abierta. Jamás vi a nadie que llevara los trajes con aquel brío. Aquel día lucía (muy bien lucido, todo hay que decirlo) un traje gris oscuro con camisa blanca y corbata también gris. Su pelo espeso y castaño me hizo desear poder meter los dedos en su interior y mesarlo. Cuando parpadeó y me tendió la mano, sentí una tensión eléctrica, sexual, que me alcanzó la ropa interior con una velocidad vergonzosa. Y cuando quise darme cuenta estaba fantaseando con los dos sobre la mesa de reuniones y mis bragas en el suelo.

—Encantado, señorita Garrido. —Entonces sonrió y me di por muerta.

Yo era licenciada en Informática y a pesar de lo nerviosa que estuve en la entrevista, entré en el departamento de gestión de la información de una empresa. No quiero dar más datos, no por discreción, sino porque es un coñazo. Somos el apoyo logístico de todos los ordenadores en red y él quien coordina nuestro equipo con el resto de los departamentos de la empresa.

Las chispas saltaron entre los dos desde el primer día, había que estar ciego para no verlo. O al menos era lo que yo pensaba. Y no es que esté loca y me imagine cosas. Es que Álvaro me miraba de una manera muy intensa. Nunca sentí ser suficientemente atractiva para él, pero la verdad es que sus ojos solían hacerme sentir desnuda y ansiosa en muchas reuniones, en el pasillo o a la salida, donde se subía el cuello de la chaqueta y se despedía con una mirada de reojo que podría licuar los polos.

Sin embargo, Álvaro, muy a mi pesar, era un chico al que no parecían irle los rollitos de primavera en el trabajo. Intenté amotinar a mis compañeros para organizar varias salidas fuera de la oficina, emborracharlo y meterlo en mi casa… pero nada. Él siempre declinaba la invitación a última hora, cuando yo ya estaba más pintada que una puerta y sedienta de amor. Y me tocaba soportar a quince hombres borrachos manteándome hasta que vomitaba. Verídico. Les gusta mucho eso de mantearme.

No eran sus ojos color gris, no era ese color de pelo castaño claro al que el sol arrancaba unos reflejos cobrizos preciosos. No eran sus labios, preciosos, mullidos y masculinos, ni la perfecta forma de su barbilla y su mentón. Tampoco era la sencillez con la que lucía sus trajes en el trabajo ni sus varoniles manos. Era absolutamente todo lo que tenía que ver con él. Estaba segura de que era el hombre. Con letras mayúsculas y un montón de purpurina. Él.

Un sábado coincidí con él en el cumpleaños de un conocido, casualidades de la vida. Vernos allí nos descolocó y a pesar de lo que creía, Álvaro también era capaz de sonrojarse. Se acercó entre la gente con movimientos gráciles, acarició un mechón de mi pelo y mientras me besaba en la mejilla, susurró que estaba muy guapa; lo hizo de tal manera que mis pezones se pusieron en pie de guerra. Creo que me dijo: «Estás arrebatadora». Si no hubiera sido él, esa frase habría hecho que le deseara la hoguera. Pero ya no sé…, no sé ni qué le contesté; verlo en vaqueros me dejó lobotomizada. Tuve que hacer acopio de todas mis fuerzas mentales para controlarme y no tumbarlo sobre la barra en contra de su voluntad. El único impulso vital que tenía en aquel momento era arrancarle todos los botones con la boca y luego ponerme de rodillas y comérsela. Así, a lo bruto. Y cuando quise darme cuenta, él estaba volviendo a su lado de la barra de la misma manera que había aparecido.

Mis amigas al verlo no se lo podían creer.

—¡¡Está buenísimo!! —murmuraron con los ojos fuera de sus órbitas.

—Ya os lo dije —susurré.

—Pero ¿¡cuántos años tiene!? —preguntó Bea, mi mejor amiga.

—Tiene treinta o treinta y un años.

—¡No jodas! Dios mío…, ¡es un viejo! —y tras una pausa dramática añadió—: Algo tenía que tener.

A los veinticuatro años la treintena te parece felizmente lejana y carente de interés.

—No es para nada tu tipo —sentenció una de ellas queriendo apropiárselo.

—¿Desde cuándo tengo tipo? —Las miré sorprendida—. Además, Álvaro no me gusta. Es el hombre de mi vida.

—Pues el hombre de tu vida habla muy animadamente con esa rubia tetona.

Yo no era rubia. A decir verdad, no sabría decir cuál era el resultado de tantos tintes en el color de mi pelo. Ya lo he dicho, considero que mi pelo es color ardilla. Pero aun así, una cosa sí estaba clara: a tetona no me ganaba aquella rubia.

Me contoneé por allí con mis vaqueros pitillo y ese top de encaje negro que me marcaba las pechugas y le lancé una miradita sensual mientras le daba una calada a un cigarrillo, con tan mala suerte que el humo del cigarro me entró en el ojo y este empezó a escocerme y a pestañear como un loco. Nunca confiéis en el rímel waterproof porque aquella noche yo llevaba dos kilos en cada ojo y con el lagrimeo un río negro me cruzó la cara como el Amazonas cruza… el país que quiera que cruce. Lo mío son los mapas de bits, no los geográficos.

Intenté darle un trago a la copa para disimular mientras él me lanzaba una mirada de preocupación y me atraganté víctima de…, de lo gilipollas que soy, supongo. Un chorro de cubata y baba me cayó por la barbilla.

Buscando una huida digna me di media vuelta, pero cegada por el humo, el puto rímel waterproof y mi sed de romance, me tropecé con algo indefinido (llámese el primo pijo, bajito y orondo del cumpleañero) y enredando mis piernas la una con la otra me caí como Lina Morgan en el papel de la tonta del bote. Resultado: me rompí los vaqueros a la altura de las rodillas, me raspé la piel con un cristal roto del suelo, un zapato desapareció entre la marabunta que abarrotaba el bar y mis amigas se despollaron de risa apoyadas en la barra. Toda una clase magistral de lo que no hay que hacer delante del tío que te gusta y que, además, es tu jefe.

Álvaro se acercó cuando intentaba ponerme de pie ante la indiferencia del resto de los presentes y aguantándose la risa me dio mi zapato. Era un zapato de salón precioso, eso sí.

—Mira, como el cuento de la Cenicienta —dijo amablemente.

—Sí, Cenicienta, pero en la versión del Chivi como mínimo —contesté cogiéndome a la mano que me ofrecía para levantarme.

—Esa perdió las bragas y no el zapato. —Se rio.

¿Álvaro conocía la letra de una canción del Chivi? ¿Qué más escondía Álvaro? Seguramente una personalidad sexual brutal que mantenía encerrada a duras penas.

—Gracias —dije tratando de colocarme el top y recuperar algo de dignidad. Nos miramos—. Por lo de ayudarme, no por lo de las bragas. Aún las llevo puestas. —Muy a mi pesar, pensé.

—Me tranquiliza.

Aquella noche me acompañó a casa…, a mí y a las tres amigas con menos tacto del mundo mundial, que eructaron en su coche y lo llenaron de ceniza mientras cantaban a coro algo que quería parecerse a La Loba, de Shakira. Vamos, un romance digno de que un trovador le dedique una canción.