QUÉ HACES ESTE FIN DE SEMANA
Es jueves. El reloj marca las dos y diez de la madrugada, pero a pesar de que mañana me tengo que levantar a las seis para ir a trabajar, sigo sentada delante de la tele. Hace un calor horrible y agradezco que Álvaro me «obligara» a cambiarme de piso hace ya poco más de un año. Este calor infernal en el otro zulo en el que vivía hubiera supuesto mi muerte. O tal vez hubiera aprendido a vivir sin oxígeno dentro del frigorífico. Nunca se sabe. Al menos aquí tengo aire acondicionado; bien lo sabe mi factura de la luz.
Estoy cogida a un botellín frío de cerveza con limón. Está frío porque es el tercero que me tomo y lo acabo de sacar de la nevera. No tardará en parecer pis, así que bebo rápido mientras hago zapping. Mañana estaré hecha una mierda, pero me he cansado de dar vueltas encima de la cama. No sé por qué no puedo conciliar el sueño. A lo mejor es porque va faltando menos para mis vacaciones y este año las necesito de verdad. Noto más cerca que nunca el día en que me decida por fin a comprar un arma por Internet. Luego los supervivientes de la matanza en la oficina contarán a las televisiones que cubran la noticia que «siempre fui un poco rarita, pero nadie pensó que pudiera hacer algo así».
El año pasado por estas fechas Álvaro y yo estábamos ultimando los detalles de nuestro viaje. Fue genial. Él, el mar Caribe y yo. No hicimos nada más que tomar el sol y chingar. Bueno, creo que él leyó e hizo otras cosas mientras yo me dedicaba a sacar provecho del «todo incluido». Tengo recuerdos preciosos de las cenas allí, vestidos como gente de bien, riéndonos a causa de las botellas de vino que acumulábamos sobre la mesa. Es posible que ese sea el motivo por el que no puedo dormir; lo añoro.
Mañana voy a parecer un oso panda. No habrá maquillaje ni gotelé que tape mis ojeras. Y Dios sabe que necesito estar perfecta siempre, por eso de alardear delante de Álvaro lo bien que estoy a pesar de haber roto.
Dejo de hacer zapping y pongo la MTV, porque aquí siempre hacen buena mierda. Con un poco de suerte pillo algún programa del tipo «Tuneamos tu coche y lo convertimos en un dúplex con vistas al mar» o algunos videoclips. Eso me recuerda al señor Siniestro y sonrío. Quién iba a decirme a mí que Gabriel fuera tan majo y accesible. Increíble. Tan increíble que mis amigas insisten en que me estoy inventando la mitad de la historia y que nuestra foto es un montaje hecho con Photoshop. Sé de buena tinta que un par barajan la posibilidad de llamar a mi madre para decirle que empiezo a tener delirios o que Bea y yo debemos estar enganchadas a los psicotrópicos y alucinógenos. Espero que no lo hagan. Si mi madre vuelve a preguntarme si tomo drogas no voy a poder evitar la tentación de decirle que sí, pero porque alguien me las echa en el Cola Cao. Cómo me gusta ese maldito vídeo de YouTube. Si no hubiera sido por esas mierdas me habría tirado por una ventana cuando Álvaro me dejó.
Vuelven de los anuncios y veo que están repitiendo la gala de los Video Music Awards. Seguro que me sirve como somnífero escuchar a Beyoncé haciendo gorgoritos, así que dejo la cerveza en la mesita, me acomodo en el sofá y trato de mantener la mente en blanco. Casi lo estoy consiguiendo a pesar de que un pecho se me ha salido del camisón y el pezón está pidiéndome que cambie de canal.
Me despierto porque la baba me está empapando el cuello y muero del asco. A pesar de tener puesto el aire acondicionado, tengo el camisón pegado, porque este sofá parece que emana calor. Miro el reloj; son las tres y media y en la MTV están emitiendo una especie de entrevista. Me froto los ojos y me dejo los puños negros. Bien. Se me ha vuelto a olvidar desmaquillarme. Bueno, ¿a quién pretendo engañar? Me ha dado pereza. Voy a la cocina a por agua y cuando vuelvo a apagar la televisión me doy cuenta de que el entrevistado me resulta familiar. Es Gabriel. Lleva unos pantalones vaqueros roídos, unas Vans negras y una camiseta de manga corta en la que pone «Deadman». Me río a carcajadas. ¿Lleva los ojos pintados?
A pesar de que sé que no debería arriesgarme a tener una orden de alejamiento de una superestrella del rock, cojo el móvil y mando un whatsapp a Gabriel: «Estás en MTV y quiero creer que no llevas los ojos maquillados. Eres un poco mariquita». Bip. Lo envío. Salen dos rayitas verdes. Lo ha recibido. Me acomodo en el sofá y escucho charlar a Gabriel en un perfecto inglés desganado. Dice que es hora de sentarse con su guitarra a componer y buscarse entre todas esas cosas que ha aprendido; me parece una frase demasiado moñas para él. Un ruidito del móvil me avisa de que me ha contestado.
«¿Qué haces despierta?».
«No podré dormir hasta que no sepa la marca de delineador de ojos que usas. Mariquita», le contesto.
Bip. Escribiendo.
«Me maquillan en la tele. Siento no poder satisfacer tu curiosidad. ¿Mañana no trabajas?».
Me dispongo a contestar cuando empieza a sonarme el teléfono en las manos. Es él.
—Me he cansado de escribir —me dice en su habitual tono desganado—. ¿Mañana no trabajas?
—Sí, pero no puedo dormir. ¿Qué haces tú despierto?
—Estaba escuchando música.
—¿Qué escucha alguien como tú? ¿El Disco Blanco de los Beatles del revés?
Su carcajada seca y sexi me hace sonreír.
—Estoy escuchando a Bob Dylan —murmura casi entre dientes. Escucho cómo se enciende un cigarrillo—. ¿A qué se debe tu insomnio?
—A que te he visto con los ojos maquillados. —Me troncho de risa sola y él se contagia.
—Eres tontita, ¿eh?
—Un poco.
Nos quedamos callados.
—Deberías dormir —dice en un susurro tras una larga calada.
—Bueno, voy a tener todo el fin de semana para hacerlo. Podré recuperarme.
—¿No saldrás?
—Eh…, no. Algunas de mis amigas ya han empezado las vacaciones y se han ido a la playa y todas esas cosas que hace la gente con vida social. En realidad creo que las han cogido para hacer la versión española de Jersey Shore y que no quieren decírmelo.
—¿Y por qué no te has ido con ellas?
—¿A Jersey Shore? No, qué va. Se han ido con sus novios. No me siento muy cómoda con la idea de tener que compartir cama con ellas y ver cómo fornican.
—¿Todas tienen novio?
—Menos Bea.
—¿Y por qué no te vas con Bea?
—Porque está de evaluaciones; es profesora. Además es inquietante; ya sabes, la última vez que me fui a algún lado con ella nos echaron del hotel y nos tuvimos que volver a casa.
—Ah, ya. Entonces ¿dormirás todo el fin de semana?
—Oh, no, no. Tengo el plan perfecto. Me levantaré tarde, comeré cosas sin ningún tipo de salubridad, del tipo comida china, chocolate y pipas con sabor a beicon.
—¿Pipas con sabor a beicon? Pero ¿eso realmente existe? Estás enferma. ¿Y qué más?
—Y zumo de tomate.
—Me refería a qué más vas a hacer…
—Veré series. Ladrón de guante blanco, por ejemplo. A una nunca le amarga un dulce y Matt Bomer es un bombón.
—Vas a morir de sobredosis de azúcar —dice muy serio, a pesar de que deduzco que es una broma.
—¿Y tú? ¿Qué vas a hacer?
—No lo sé. Igual salgo a beber un poco. O me apunto a alguna fiesta. Pero tu plan me parece más interesante.
—A juzgar por lo bien que te maquillas los ojos, te gustaría. También leeré el especial «Belleza» de Vogue y Elle.
—Oh. Qué bien. Eres una chica mala, ¿eh?
Me echo a reír.
—Estás invitado. Haremos una fiesta de pijamas.
—Te tomo la palabra.
—Qué fuerte. Pensaba que la gente como tú dormía en urnas de cristal —le digo mientras apago la tele.
—Algún día tienes que explicarme la lógica de esos razonamientos.
—Cuando quieras.
—Vete a dormir.
—Bueno, al menos voy a intentarlo —le prometo.
—¿Quieres que te cante una nana?
El estómago se convierte en una pastilla efervescente como la que me tendré que tomar mañana para el dolor de cabeza que voy a tener por no dormir.
—Claro —contesto mientras apago el aire acondicionado y me dirijo hacia mi dormitorio.
—Ok. Dime si me escuchas bien.
Me tumbo en la cama y le escucho acariciar las cuerdas de la guitarra.
—Perfectamente.
No contesta. Las notas que le va arrancando a las cuerdas se van convirtiendo en una melodía. Es una nana, es verdad, pero es una nana oscura. Da varias vueltas alrededor de esa música antes de comenzar a cantar. Canta bajito, como si en realidad tratara de hacer dormir a alguien. Conozco esta canción, es Wake up, de Coheed & Cambria. Siento ternura y pena, porque la música suena triste. Pongo el manos libres y apoyo el móvil en la almohada, donde me acomodo, abrazándola. Tengo pena y me muerdo el labio, rezando por no ponerme a llorar. Últimamente estoy en ese plan. A veces lloro y no sé por qué. El otro día lloré con un anuncio de Campofrío y eso ya me parece grave. Miro al techo. Los párpados me pesan y aunque tengo la garganta seca y debería levantarme a beber agua, me quedo quieta. Quiero dormirme. Y quiero soñar con Álvaro. A veces lo hago. Y más allá que acá, me parece escuchar que alguien me da las buenas noches.
Es viernes, tengo sueño y hace un calor infernal en la calle. Aunque para infernal el aire acondicionado de la oficina. Y de paso la peste. No sé qué le pasa a este sitio que de vez en cuando huele a animal muerto. De verdad, es horrible.
Hoy me he puesto una blusa blanca vaporosa y unos shorts de tela estampados en azul marino, granate y blanco. Álvaro me ha mirado de esa manera cruel cuando me ha visto entrar, no sé si porque he llegado media hora tarde o por el largo de mis pantalones. No tardaré en salir de dudas porque, conociéndolo, no creo que pueda evitar la tentación de hacerme saber en un tono gélido lo que le molesta. Ya tengo las respuestas listas.
Hoy es un día de mierda pero no me amilano. Es una cosa que he aprendido de mis hermanos, que siempre están a buenas. Y parece que así les va bien. Al menos a Varo y a Óscar. Así que tengo una sonrisa en los labios pintados. También mejora mi humor que un chico me haya sonreído en el metro y que al mirarme en el espejo del cuarto de baño de señoritas para hacerme la raya del ojo me haya visto favorecida. Hay días y días, ¿verdad, chicas?
Álvaro va hasta el ordenador de uno de mis compañeros para ver cómo funciona un ejecutable al que le están dando vueltas y por el que, me da la sensación, le están presionando. Le noto tenso. Cuando Álvaro está tenso, está muy guapo, porque aprieta los dientes y esa maravillosa mandíbula que tiene se le marca bajo la piel bien afeitada. Penoso para su salud dental, delicioso para la vista. Le echo una miradita a escondidas. Lleva un traje gris oscuro y una camisa blanca. Se está tocando el pelo. Me encanta ese gesto. Es tan sexi…
—Garrido —le oigo decir. Me ha pillado con los ojos en la masa.
—Hum…
—¿No pasas frío? —Y levanta la ceja al preguntármelo.
El resto de mis compañeros se echa a reír. A pesar de que sé que es una reprimenda, sus ojos me violan por donde pasan. Yo ignoro el calor que me provoca en la parte baja del vientre y prefiero hacerme la tonta.
—Quizá alguien debería regular el aire acondicionado, es verdad.
—O a lo mejor es que vienes un poco ligerita de ropa hoy, ¿no? —aclara.
No, si… ya lo sabía yo.
—¿Cómo? —Le miro muy seria. Es un gesto al que no tengo habituados a mis compañeros y todos dejan de reírse al momento.
—Digo que es posible que ese pantalón sea demasiado corto.
—O puede ser también que tú me mires demasiado. Y eso es acoso. —Sonrío imitando ese gesto suyo que tanto me molesta, tensando los labios y devolviéndolos al momento a su sitio.
—Nunca se me ocurriría ponerte una mano encima, Garrido. Por lo que a mí respecta, tú tienes pene.
Una carcajada general suena dentro del staff. Joder, se ha levantado ocurrente. Me encantaría contestarle que por ponerme encima me ha puesto hasta la polla, pero prefiero seguir teniendo trabajo, así que soy un poco más fina y le digo:
—Ya, si yo siempre pensé que perdías un poco de aceite.
Patada al hígado.
No vuelvo a prestarle atención a pesar de que, en el fondo, disfruto un poco con estas discusiones veladas. Los duelos de ingenio solían saldarse con un polvo brutal cuando estábamos juntos, pero ahora me voy a tener que apañar con el señor Vibrador.
A las diez y media me muero de hambre, así que me voy a la máquina de comida envasada de la cafetería y saco una bolsa de patatas, aunque sé que es más hora para un café. Me apoyo en la pared bebiéndome una coca cola y eructando de vez en cuando mientras doy buena cuenta del aperitivo. Si no fuera por estos momentos de paz… Me suena el mensaje avisándome de que alguien me ha enviado un whatsapp. Es Gabriel.
«Me aburro. ¿A qué hora sales de trabajar?».
Sonrío al instante. ¿De verdad esto me está pasando a mí? Fantaseo con la idea de hacernos amigos y terminar siendo invitada a fiestones de los que hacen historia. Espero tener la oportunidad de romper una guitarra sobre una mesa de cristal. Siempre he querido hacer esas cosas. Y que se entere Álvaro, eso también. Le contesto:
«Salgo a las tres. ¿Qué pasa, mariquita? ¿Te vas a animar al final a acompañarme en mi fin de semana moñas?».
Bip. Le llega.
«No me toques los cojones», contesta, y añade al final una carita sonriente.
Ves, eso no me lo esperaba. Gabriel, el uso de los emoticonos en tus manos es extraño. Evítalo en futuras ocasiones.
«Perdona, pensé que a fuerza de llevar pantalones apretados ya no tendrías».
Bip. Le llega.
No contesta, pero algo me dice que se está partiendo de risa. Creo que le gustan mis salidas de tiesto. Todo lo contrario que a Álvaro. Le escribo otra vez:
«Ven, te pondré rulos».
Vuelve a no contestar. ¿Se habrá molestado por lo de los pantalones prietos? Me encojo de hombros y, tras terminarme las patatas, me chuperreteo los dedos aceitosos y me voy a mi sitio. Gracias a Dios tengo mucho trabajo, así que me mantengo ocupada toda la mañana. Las horas se me pasan volando y cuando quiero darme cuenta son las dos y media. En media hora estaré en la calle calentándome las piernas que, a decir verdad, tengo congeladas. En esas estoy cuando llaman de recepción y la mujer barbuda me dice que tengo una visita.
—¿Una visita? ¿Es mi madre? —Y se me pone la piel de gallina solo de imaginar la reacción que tendrá mi señora progenitora si: uno, me ve con ese pantalón tan corto y dos, ve a Álvaro.
—No, es un caballero —me dice Manuela que a juzgar por su mostacho también podría ser uno.
—Se han debido de equivocar —le respondo—. ¿O trae algún paquete? Si trae algún paquete lo recibo de mil amores.
—Garrido, sal de una vez… —Y el tono en el que lo dice me asusta un poco.
Cuelgo y me levanto de la silla. Álvaro me sigue con los ojos, aunque puede ser que solo siga a los pedazos de carne que llevo sin tapar. Este hombre tiene un apetito voraz. No sé cómo se las apañará ahora que no pienso volver a acostarme con él. Bueno, seguro que encuentra a alguna que se ofrezca voluntaria.
Al asomarme a la recepción el corazón se me desboca en el pecho porque un tío enorme, como la masa, me espera con los brazos cruzados. Tengo la tentación de salir corriendo por el pasillo en dirección a la otra puerta, pero no puedo. Me muerdo el labio. Qué miedo me da este hombre, por Dios. La mujer barbuda lo mira amedrentada por su tamaño y yo trato de encontrar la voz en mi garganta porque, claro, sé quién es y me imagino a qué viene.
—Hola, Volte —le digo en un gallito.
—Hola —saluda con su voz de gigante—. Gabriel me manda a preguntarle si ya puede salir.
Arqueo una ceja. Lo primero…, ¿me habla de usted? Pensaba que haber estado a punto de matar a alguien ya dotaba a la relación de confianza suficiente como para tutearle.
—¿Cómo? —inquiero otra vez.
—Gabriel le pregunta si…
—Ya te escuché, pero no te entiendo. Pensaba que él estaba…, ya sabes, en… ¿Estocolmo?
—No, en Edimburgo —responde.
—Eso.
—Pues no. Está ahí fuera.
Me entra la risa y me tapo los ojos. Pero… ¿qué coño?
—Bueno…, puede…, ¿puede esperar unos minutos? —Y Manuela, la mujer barbuda, está flipando.
—Sí.
Vuelve a cruzar los brazos gordinflones sobre su panza.
—Puedes ir fuera con él si quieres.
—Me dijo que me quedara y la acompañara hasta el coche.
Pongo los ojos en blanco y me vuelvo hacia mi sitio, donde empiezo a recoger las cosas y guardo los cambios del proyecto en el que estoy trabajando. Evidentemente no entra en mis planes dejar media hora a ese hombre, Volte, sentado en recepción junto a la mujer barbuda. Las consecuencias podrían ser espeluznantes para mí. Imagínate que se enamoran, qué horror. Sus hijos saldrían gordos como papá y barbudos como mamá.
—Álvaro. —Y me doy cuenta cuando me mira de que lo he dicho en el mismo tono en el que le llamaba cuando después añadía un «cariño»—. ¿Tendrías inconveniente en que me marche un poco antes?
Mira el reloj.
—Has llegado media hora tarde. Deberías quedarte para recuperarla…
—Es importante. Me están esperando.
—Haberlo programado. —Y no me mira cuando contesta.
—Ha sido una visita no programada. De ahí el problema. —Se nota que empiezo a cabrearme.
—Ven y deja de gritar desde tu silla como una verdulera.
Cojo el bolso y apago la pantalla del ordenador. Entro en su despacho y cierro la puerta.
—¿Qué? —Me cruzo de brazos y me muerdo los labios por dentro.
—Aclárame una cosa… ¿Estás tratando de llamar mi atención o simplemente quieres que te echemos?
Me entra la risa y me revuelvo los rizos. Antes sus amenazas me ponían caliente como una perra, pero claro, eran amenazas un poco más subidas de tono, del tipo: «Si te portas mal esta noche te castigaré muy duro y muy fuerte». Al acordarme le echo tanto de menos que le odio. Me humedezco los labios y le contesto:
—Álvaro, por querer, querría vaciar un bidón de gasolina en tu despacho y prenderle fuego contigo dentro. Si hubieran venido tu madre y tu hermana a visitarte, más que mejor. Así que, por favor, déjame en paz. Si tienes quejas como jefe, ábreme un parte. Estaré encantada de discutirlo contigo y el coordinador de Recursos Humanos. A lo mejor tengo la suerte de que me reubiquen y me ahorro tener que verte la cara de soplapollas que tienes.
Y cuando acabo de decirlo sé que me he pasado diez pueblos y que, además, no sé por qué estoy tan enfadada; la verdad es que he llegado tarde y es lo mismo que diría al resto de mis compañeros en una situación como esa. Álvaro se pasa la mano derecha por el pelo y mira fijamente la mesa. Creo que he hecho pupita.
—Silvia…
—Lo siento. Lo siento, de verdad. He debido de olvidarme alguna de las pastillas para el síndrome de Tourette —trato de justificarme y hacerme de paso un poco la graciosa.
—Me gustabas más cuando venías borracha a trabajar. —A pesar de que esa frase parece relajada, su tono de voz me da a entender que está disgustado—. No vuelvas a llegar tarde, por favor. Y vete ya.
Ninguno de los dos se mueve. Él sigue mirando hacia su mesa y yo continúo clavada en la moqueta, muerta de ganas de acercarme y acariciarle el pelo, de pedirle perdón y abrazarle hasta que me duelan los brazos.
—Perdona… de verdad. Me he pasado —le digo.
—Te esperan —contesta.
Me encuentro a punto de echarme a llorar cuando cruzo la puerta del edificio. Estoy habituada a guardarme las ganas lo suficiente como para llegar a la calle, pero entonces veo un coche negro con las lunas tintadas y me acuerdo de por qué quería salir antes. Además, estoy acompañada de una mole inmensa, calva, que no me quita los ojos de encima. El humor me cambia al momento y no es por ese señor que se hace llamar Volte.
Llego hasta el coche casi trotando y doy un golpecito en la ventana del copiloto, pero es la de detrás la que se abre.
—O enseñas teta o nada.
Me giro hacia Gabriel y él abre la puerta. Me cuelo en el interior y temo que mi sonrisa de fan gilipollas no quepa dentro. Volte cierra la puerta y le doy un golpe a Gabriel en el brazo.
—¡Tendrías que haberme avisado! ¡Creo que tengo un millón de bragas tendidas en la cocina!
—Esperaré en el coche mientras vas a por tus cosas.
Pero… ¿adónde narices vamos?