ENVÍO URGENTE
Cuando me llaman de recepción para decirme que tienen un mensajero preguntando por mí salto de mi silla y emocionada correteo hasta allí dando pasitos saltarines con mis nuevos zapatos de tacón de aguja, que me encantan. Pero más me va a gustar volver a sostener mi móvil. Pienso acunarlo y abrazarlo para que entienda que ha regresado a casa y que mamá no se separará más de él.
Me cruzo con Álvaro en la puerta de cristal que accede a la recepción. Él entra, yo salgo. Como siempre; la vida misma. Viene con cara de haber tenido una de esas reuniones que tanto odia. Si fuera por él se encerraría en su despacho a trabajar sin relacionarse con nadie, pero como es un niño pijo muy bien educado, tiene un buen don de gentes. La mala hostia se la deja para cuando vuelve a estar con alguien de confianza.
—¿Has vuelto a comprar por Internet, Garrido? —dice con dejadez.
—No. Es un regalo. —Y sonrío tanto que me duelen las comisuras de los labios.
Odio que me llame Garrido. Y sé por qué lo hace. Lo hace porque llamarme Silvia, como cuando estábamos juntos, es raro. Garrido impone distancia. Seguro que se empeña en no decir mi nombre por todas las veces que sí lo dijo follando, cuando estábamos juntos.
Pero paso de todo eso. Ahora tengo que dar la bienvenida a mi móvil.
Firmo el albarán del mensajero, le doy un beso en la calva, cojo la caja y vuelvo a mi sitio. Álvaro tiene la puerta del despacho abierta de par en par. Supongo que le pica la curiosidad y quiere saber qué hay en la caja y sobre todo quién me lo manda. El perro del hortelano, le llaman.
Me inquieta que la caja sea tan grande. Quizá se deba a que no encontró otra más pequeña. O a lo mejor tiene más cosas dentro.
La abro con cuidado ayudándome de unas tijeras. Hay expectación por ver qué contiene la caja, pero todos disimulan. Dentro hay un montón de bolitas de poliespán entre las que rebusco hasta encontrar unos bultos y un sobre pequeñito. Lo saco y lo rasgo, impaciente por saber si es una nota de Gabriel o solo la típica tarjetita educada escrita por el asistente de turno. Y al verla me parto de risa. Todos mis compañeros me miran, incluido Álvaro. La leo para mí: «No quiero ser el culpable de que no puedas fardar de foto, te compliques la vida y no uses ropa interior pequeña y pervertida. Úsalo todo con moderación y no enseñes mucho las tetas».
Rebusco de nuevo con una sonrisa de imbécil en la cara y saco mi móvil, apagado. Lleva pegado un post-it amarillo en el que pone: «Lo violé en tu ausencia». Eso me hace soltar una nueva carcajada y siento los ojos de Álvaro clavarse en mi pelo color ardilla. Pero tengo muchas cosas que descubrir aún dentro de la caja. Meto la mano y al sacarla, arrastro un tubo de cartón de esos que se utilizan para guardar papeles sin que se arruguen. Al destaparlo encuentro una foto. Somos nosotros dos en su coche. Ha impreso la foto y no solo eso, la ha firmado. Pone en rotulador negro: «Para la chica lista que cree en el amor y que disfruta viéndome acariciar una guitarra». La dejo encima de la mesa y salto de alegría mientras doy palmas. Mis amigas se van a morir cuando lo vean. Más de una ya me ha dicho que sin pruebas gráficas jamás creerá mi historia, a pesar de que Bea me hizo jurar toda mi narración encima del disco Songs about Jane y yo nunca juraría por Maroon 5 en vano. Meto la mano otra vez y saco una caja negra de cartón. Abro la solapa de arriba y me asomo dentro. Por el rabillo del ojo veo que Álvaro se ha levantado y que viene hacia mí.
—Garrido, ¿qué es toda esta fiesta?
No contesto porque al ver lo que hay en el interior de la caja me quedo sin palabras. Un vibrador. Un vibrador que además es bonito de la hostia. Es metálico, color plateado. No quiero sacarlo allí en medio, así que lo aparto con una risita y voy en busca del último paquete. Es una especie de bolsita. Cuando lo saco contengo sonoramente la respiración. Álvaro me mira con las cejas levantadas al ver que sostengo una bolsita de La Perla. Quito el lazo de las asas, aparto el papel de seda y encuentro un conjunto de ropa interior de encaje negro con remates en plata. A conjunto con el vibrador, claro. Y las braguitas son minúsculas. Miro la talla. Sí. Es la mía. ¡Menudo ojo! Me echo a reír y Álvaro se asoma a la bolsita, que yo cierro instintivamente.
—¿Es tu cumpleaños? —pregunta sabedor de que la respuesta es no—. ¿Quién te ha enviado todo esto?
—Él —digo señalando la foto.
—¿Qué él?
—Él. Gabriel.
Álvaro arquea la ceja izquierda y coge la foto. Lo reconoce; lo sé por su expresión. Mis compañeros intentan arremolinarse alrededor, pero el jefe los flagela con una mirada de hielo y todos vuelven a sus quehaceres. En ese momento parecen acordarse de que es la una y media y empiezan a levantarse para ir a comer. Algo tienen que hacer para no trabajar. Álvaro me escruta, callado, alternando la mirada entre mi cara y todo lo que he sacado de la caja. Cuando todos mis compañeros están lo suficientemente lejos él me coge de la muñeca y acercándose me pregunta:
—¿Ahora vas follándote cantantes por ahí?
—Ahora me follo a quien me da la gana —contesto con una nota de placer en la voz.
Me suelta y se va a su despacho otra vez. No debería provocarle; no gano nada. Pero tengo sed de venganza. Y el señor Gabriel tiene un sentido del humor muy fino que me ha venido al pelo.
Meto todas las cosas dentro de la caja otra vez, excepto el móvil. Álvaro cierra su despacho de un portazo. Ojalá se le cayeran las cuatro paredes de pladur encima. Cuando hace eso refuerza la idea de que sigue siendo un niñato que toma decisiones con las que no está de acuerdo. Pero no es mi problema, sino el suyo.
Enciendo mi teléfono y le doy un beso. Me entra la risa cuando veo que Gabriel ha cambiado la foto de fondo de pantalla por la nuestra.
Una vez me pongo al día con las llamadas perdidas, tuiteo un poco y vuelvo a besar el aparato. La curiosidad me da un golpecito en el hombro y me dice que quizá sería buena idea echar un vistazo a las fotos y asegurarme de que entre las que estuvo cotilleando no hay ninguna que produzca un daño irreparable a mi imagen. Primero ojeo las que tengo en la carpeta escondida, pero esas escuecen. Somos Álvaro y yo en la cama, en plena sesión poscoital. Además recuerdo aquel día como especialmente placentero. Me lo quito de la cabeza y voy a la galería principal de fotos. Al verlas en pequeño me llaman la atención algunas que no reconozco. Voy hacia atrás y les echo un vistazo. Una es de Gabriel con una hoja que pone: «Sorpresa, estoy en tu móvil». Pero ¡¡¡qué mono!!! Lo siguiente es un vídeo. Le doy a reproducir y empiezan a sonar las notas de esa versión de The Cure que cantó por la mañana, antes de llevarme al aeropuerto. Un detallazo. Pero… ¿por qué es tan majo conmigo?
Una idea me aguijonea el estómago y voy al icono de contactos. Busco a Gabriel, pero no está. Pero entonces descubro a un tal «Señor Siniestro» que, desde luego, yo no recuerdo haber puesto ahí. Creo que lo justo es hacer una llamada de agradecimiento, ¿no? No lo pienso mucho y le doy al simbolito de llamada. Da un tono. Dos. Y se corta. No, no se ha cortado. Ha colgado.
Me quedo mirando triste mi iPhone. Si no querías que te llamara, ¿por qué me das tu número? Encojo los hombros y cuando ya estoy pensando en qué me compraré para comer, mi teléfono empieza a vibrar y, por supuesto, el que llama es el señor Siniestro.
—Oh, vaya, el señor Siniestro. Un placer —digo nada más descolgar.
—Ya tienes ahí tu móvil. ¿Estás en paz?
—No sé si todas las cosas que has metido en la caja podrán dejarme en paz.
—¿Piensas pasar la noche con el señor Vibrador?
—No sé. Nunca he usado uno —miento—. Igual es interesante probar.
—Ponle nombre.
—¿Y cómo le llamo?
—No sé. Como alguien que te guste mucho y al que quieras imaginar sudando y jadeando encima de ti.
Me tapo los ojos. ¿Gabriel, el cantante más macarra del mundo, me acaba de decir realmente eso? Sí, lo ha dicho.
—Entonces le llamaré Andrés.
—¿Andrés?
—Andrés Velencoso. El modelo.
—Oh, Andrés. Lo conozco. Un tipo muy agradable. —Cierro los ojos y me contengo las ganas de gritar y saltar—. Entonces vas a pasar la noche con tu Andrés Velencoso a pilas.
—Barajo la posibilidad.
—Llámame y cuéntame qué tal.
—Eso convertiría estas conversaciones en sexo telefónico y no estoy preparada para una relación tan seria. —Gabriel se echa a reír y le escucho dar una calada a un cigarrillo. Me apetece uno al momento—. Muchas gracias, de verdad. No tenías por qué, pero lo cierto es que me ha encantado todo —le digo rebajando el tono casi hasta el susurro.
—Disfrútalo.
—La foto es genial. ¿Te has fijado? ¡Si hasta salgo guapa! Claro, esas fotos hechas desde arriba favorecen —afirmo mientras sostengo la foto y hablo más conmigo que con él.
—¿Qué tal con Álvaro?
—No se ha tomado muy bien el regalo.
—¿Crees que todavía le gustas?
Sonrío. Gabriel tiene una forma de hablar muy graciosa. Hace preguntas muy personales pero con un tono de voz tan dejado que en realidad parece que no le importe una mierda la respuesta. La verdad es que es probable que no le importe, pero a todos nos encanta hablar sobre nosotros mismos.
—No. Qué va —le contesto—. No creo que volviera conmigo ni amenazando de muerte a toda su familia, que por otra parte se merece la extinción.
—Quizá la humanidad entera se merezca la extinción.
—Ya salió el señor Siniestro. Eres un poco emo. «Me gusta estar bajo la lluvia porque así nadie sabe que estoy llorando» —le digo en tono quejumbroso.
—Eres imbécil. —Se ríe.
—¿Qué vas a hacer este fin de semana? Venga, sorpréndeme.
—No tengo nada planeado.
—Lo que esperamos escucharte decir es algo como que vas a montar una bacanal en tu casa en la que correrán ríos de alcohol, os bañaréis en Armand de Brignac y follaréis todos con todos.
—Uno se aburre de hacer siempre lo mismo.
—Eres un truhan. —Me río.
—Soy un señor —dice y sé que está sonriendo—. Un placer, Silvia.
—Lo mismo digo.
—Ya lo dirás esta noche. Dedícame al menos dos de los cinco asaltos que le vas a dar al aparato.
Cuando cuelgo decido hacer algo muy estúpido y llamo a la puerta del despacho de Álvaro, pero entro sin esperar a que me dé paso. Tiene la cabeza entre las manos y se mesa el pelo; levanta la vista y me mira. Yo cierro la puerta y me siento en la esquina de la mesa.
—¿Por qué estás así? —le digo, pero como ha vuelto a mirar hacia la mesa lo único que veo es su espesa mata de pelo ondulado.
—Ya lo sabes —responde escuetamente.
—No, no lo sé.
Y en un impulso irreprimible meto los dedos entre su cabello y lo acaricio hacia atrás. Él me mira de nuevo y no decimos nada. Dios. Es demasiado guapo.
—¿Quieres invitarme a una hamburguesa? —le pregunto por fin, rompiendo el silencio.
—No —y cuando lo dice sé que sí quiere.
—No te tortures —le digo levantándome de golpe y yendo hacia la puerta.
—Silvia… —me llama.
—¿Qué? —Pero ya sé lo que va a decir.
—No hagas tonterías. No hagas nada de eso que sueles hacer. Piensa un poco antes de hacer por una vez. Deja de guiarte por impulsos suicidas. Sé normal, joder.
Sonrío con tristeza sin soltar el pomo.
—Si fuera normal… ¿qué me haría especial?
Salgo, cierro y no miro atrás. Sus iris son avispas. No sé por qué me empeño en seguir intentándolo. Tiene razón. Soy una kamikaze emocional y él es el coche que conduzco a doscientos kilómetros por hora.