PASANDO… ¡POR FIN!
Bajé a las nueve menos cuarto del sábado al portal y me sorprendí al comprobar que Álvaro ya se encontraba allí. Había salido del coche y estaba apoyado en su carrocería, mirándome. Un burbujeo subió por mi estómago y sonreí. En la boca de Álvaro también se dibujó una sonrisa.
—Hola —saludé al llegar junto a él—. Qué puntual.
—Estás increíble —me dijo dejando una mano en mi cintura y cogiéndome el cuello con la otra. Su pulgar me acarició la piel de la nuca y la ropa interior me hormigueó pidiendo meterse en su bolsillo. Pero llevaba pantalones. No era fácil que escapara por una de las perneras de mi pantalón. Apreté los muslos por si acaso.
—No es nada. Solo un vaquero y una blusa.
Pero ¡qué falsa! Me había pasado toda la tarde probándome ropa. Incluso había estado a punto de ir a comprarme algo especial para la ocasión. Al final elegí mis vaqueros preferidos, ceñidos y bajos de cintura, y una blusa negra ligeramente transparente a través de la cual podía intuirse un sujetador negro de encaje. Encima llevaba una cazadora de cuero entallada y a los pies unos zapatos de tacón alto con un poco de plataforma, muy cómodos, con los que sabía que podría aguantar en el caso de que la cosa se alargara hasta el infinito.
Álvaro sí que estaba espectacular. Se había puesto unos vaqueros que le caían ligeramente de cintura y una camisa a cuadros, bajo una chupa de cuero que le quedaba… ¡Agua, cómo le quedaba!
—¿Has crecido? —me preguntó apoyándose otra vez en la puerta del coche, conmigo cogida por la cintura.
—Sí, unos cuantos centímetros.
Me solté delicadamente de sus manos y me contoneé hacia la otra parte del coche. Cuando estaba a punto de abrir la puerta, sintiéndome supersexi, me tropecé con el bordillo y estampé la cabeza contra la ventanilla.
—¿Silvia? —preguntó divertido Álvaro con los brazos apoyados sobre el capó.
—Estoy bien —dije.
—Pero… ¿cómo lo has hecho?
Al meterme en el coche le vi reírse entre dientes mientras mascaba un chicle.
—Eres un macarra embutido en el cuerpo de un pijo —le solté mientras me frotaba el golpe de la frente.
No contestó. Hizo una pompa con el chicle y metió en el GPS la dirección que le había facilitado en un mensaje de texto.
Mi querida (y pesada) amiga, Susana, había decidido celebrar su cumpleaños más o menos donde acaba La Comarca y hace frontera con Rivendel, así que estuvimos un buen rato en el coche para poner a tono el ambiente de tensión sexual que se respiraba ya desde la noche anterior. No sé él, pero yo me había hinchado a fantasías eróticas culminantes. El cruce de mensajes no había hecho más que avivarlo todo. No hablamos del asunto, pero su elección musical me hizo pensar que quizá estábamos creando un poco de atmósfera.
—¿Qué disco es este? ¿El de chingar? —le dije.
Álvaro se giró hacia mí con una sonrisa.
—¿Por qué dices eso?
—Todas las canciones suenan… sugerentes.
—A lo mejor es que tienes la mente sucia.
—¿No es sugerente esta canción? —Sonaba Breathe, de Midge Ure.
—A mí no me lo parece. —Pero por su manera de sonreír creo que estaba de acuerdo conmigo.
—Pero ¡si se escuchan jadeos de fondo todo el rato! —me quejé.
—Es un coro.
Lo di por imposible y me dediqué a mirar por la ventana. Álvaro apretó el acelerador para incorporarse a la autopista. Le miré de reojo, con la mano apoyada en el cambio de marchas, la mandíbula tensándose mientras masticaba el chicle y los ojos fijos en la carretera.
—Hum… —se me escapó.
—Hum ¿qué?
—Estás muy sexi ahí sentado, en plan macarra —confesé.
—¿Qué te pasa a ti con los macarras?
—Tengo una horrible fijación sexual por ellos.
—Ah, ¿sí? ¿Y los chicos buenos no te van? —Me eché a reír, mirando otra vez por la ventanilla—. ¿De qué te ríes?
—Los chicos buenos no me van, pero, por favor, no quieras hacerme creer que tú eres uno de ellos porque no hay Dios que se lo trague. Tu propia madre debe de saber ya que eres un rompeenaguas de cuidado.
—Ajá —dijo mirando por el retrovisor y adelantando a un coche—. Entonces, por lo que tengo entendido, yo entro en el grupo de hombres por los que sientes fijación sexual, ¿no?
—Puede ser. Aún no lo sé.
—¿Qué más necesitas saber?
—¿Bailas bien?
—Bueno… —Movió la cabeza—. Me defiendo.
—¿Tienes pelo en el pecho?
Álvaro soltó una carcajada y luego asintió.
—Claro. ¿Y eso…?
—Espera. Más preguntas… ¿Cuál es tu postura preferida?
—La del loto. —Levanté una ceja. ¿La del loto? Esa no la conocía. Al mirarlo vi que me estaba tomando el pelo. Le arreé en un brazo—. ¡Ay! Bueno, entonces ¿qué?, ¿te pongo o no?
—Te lo diré cuando me fije en el bulto de tus pantalones —contesté entre dientes.
—¿Aún no lo has mirado?
—Claro que no. Eres mi jefe.
—Pues yo sí me he fijado en tus tetas.
Volví a arrearle, pero esta vez más contenta que mi madre en la sección de oportunidades de El Corte Inglés.
—¿Sabes jugar al billar?
—Sí —asintió—. ¿Eso te pone?
—Como un mono en celo.
—Qué elección de palabras más interesante. —Se rio—. Entonces…
—Deja, necesito saber más cosas antes de pronunciarme. ¿Hablas sucio mientras follas?
—Eh… —Me miró un segundo, devolviendo enseguida la mirada hacia la carretera—. ¿Cómo?
Le sonreí. Tenía pinta de ser el más cerdo en un radio de doscientos kilómetros. Las bragas me hormiguearon.
—Creo que podrías pasar el casting —dije mirando hacia la ventanilla, haciéndome la interesante.
Cuando llegamos pensé que me había matado por el camino y que acababa de llegar al infierno. Lo que la pobre Susana había catalogado como un fiestón era un antiguo garaje de tractores con dos mesas puestas como si cumpliera diez años. Faltaba el Champín. Cuando vi los ganchitos quise morirme. Ni una puñetera cerveza. Le dediqué una mirada a Álvaro, que apretó los labios para no reírse.
—Estamos aquí por tu culpa, así que ayúdanos a los dos a escapar pronto —le dije.
—No entiendo por qué. —Y pasó su brazo por encima de mi hombro.
Susana se presentó allí a darnos la bienvenida muy emocionada por que hubiéramos ido. Nos ofreció algo de beber y cuando le pregunté qué tenía, una selección de refrescos y la vaga posibilidad de «debe de haber unas cuantas cervezas también» me dejaron el alma en los pies.
—Yo tomaré una coca cola, gracias —dijo Álvaro dejando caer su brazo hasta mi cintura.
—Yo una cerveza a poder ser. Si no, una naranjada.
Cuando Susana se marchó a buscar nuestras bebidas, nosotros echamos un vistazo alrededor.
—Vaya tela —murmuré yo.
Los amigos de su chico eran una selección de especímenes humanos (por decir algo) que parecían haber sido sacados a rastras de las minas de Moria. Me puse la mano en la frente y dibujé una «L» mientras le decía a Álvaro con voz cantarina:
—Losers!
—No seas así —me pidió él con una sonrisa.
Susana reapareció, nos tendió las bebidas (para mí naranjada, qué bien) y aproveché para ponernos un puente de plata para huir.
—Susu —que era como la llamaban en casa—, nosotros no podemos quedarnos mucho.
—No importa. ¡Me hace tanta ilusión que hayas venido! —Sonrió y me sentí fatal.
—Toma, te compré una tontería.
Le di un paquetito y ella me abrazó.
—Pero ábrelo —la animé.
—Conociéndote creo que es mejor que lo haga a solas. —Y se puso colorada al decirlo.
—Joder, se me ve venir a kilómetros —me quejé mientras Álvaro me envolvía con su brazo otra vez. Y podría acostumbrarme.
Susana siguió saludando a todos sus distinguidos invitados y nosotros tratamos de no socializar demasiado. Me daba miedo. Sonaba una canción de un exconcursante de Operación Triunfo cutre y casposo que debía de haber bailado ya un millón de veces en verbenas de verano. Se la tarareé a Álvaro y él, apoyándose en un rincón de mesa vacío, me cogió de la cintura y me atrajo hacia sí, entre sus piernas un poco abiertas.
—Tú tienes hoy las manos muy sueltas —le dije mientras me removía.
—Esperaba que esto fuera un sitio mal iluminado, con música alta y cantidades ingentes de alcohol. Mis manos no se verían entonces.
—Pero ahora puedes subirme al pajar —contesté señalando la parte alta del almacén, a la que se accedía por una escalerita de madera muy primitiva.
—Suena tentador.
Sus manazas se abrieron y bajaron hasta mi trasero lenta y tortuosamente. Contuve un jadeo cuando me pegó hacia su entrepierna.
—Eh, eh, eh…, soy una chica decente. Si quieres de eso, mejor ve con la buscona del guateque —dije fingiendo indignación.
—¿Y quién es la buscona?
—Esa. —Y señalé a un señor mal afeitado, gordo y sudoroso—. Es facilona.
—Ya veo. Qué noche más dura me espera… —Y subió las manos hasta la cintura otra vez.
A las once y media conseguimos escabullirnos. Estaban barajando la posibilidad de echar unas partiditas al Sing Star. Demasiado para mí. Ni me imaginaba ni me quería imaginar a Álvaro cantando alguna horrible canción en falsete. Prefería seguir poniéndome cachonda al pensar en él.
Cuando cogimos el coche de vuelta me sentía desilusionada. Yo también esperaba un sitio con musicón a toda pastilla, oscuro y mal ventilado en el que poder arrimarme a Álvaro y darme el lote con él. Pero ahí estábamos, en su coche. Y sin lote de por medio.
—Qué pena, salí con ganas de bailar —me quejé haciendo un mohín.
—No sé por qué no has bailado. Con lo animado que estaba el «fiestón» —y remarcó cruelmente la palabra fiestón.
Lancé una carcajada.
—Para en el primer pueblo que puedas. Quiero que me lleves a una discoteca —exigí.
—No me lo dirás dos veces.
—Para en el primer pueblo que puedas. Quiero que me lleves a una discoteca —repetí.
—Te vas a cagar —contestó.
Tomó una salida unos pocos kilómetros más adelante y se metió en un desvío hacia un pueblo bastante pequeño.
—¿Fiestas patronales o carnaval? —le pregunté.
—Carnavales, me imagino. —Lo dijo con la mirada clavada en la carretera en un gesto taaaaan sexi…
Pasamos dos pueblos en los que no había ni un alma por la calle, pero en el tercero, al parecer, íbamos a tener suerte. Paramos el coche junto a la primera pandilla que vimos cargada con vasos de cubata.
—Hola —dije amablemente con la ventanilla bajada—. ¿Sabéis dónde montan la verbena?
—Esta noche es discomóvil —contestó una chica—. Está en el polideportivo, pero aún no está muy animado.
—Y… ¿por dónde está el polideportivo?
Miré de reojo a Álvaro al salir del coche y me devolvió una sonrisa de lo más perversa. Me temblaron las canillas de nervios. Tenía muchas, muchas, muchas ganas de quitarle la camisa, botón a botón. En mis fantasías yo me subía sobre él y lo dominaba. Él se quedaba flasheado y me daba tantos orgasmos como cigarrillos hay en un paquete de tabaco.
Era la una menos cuarto cuando entramos en la discomóvil, por supuesto seguidos de un montón de miradas. Éramos forasteros. Guuuauuu.
La pista de baile estaba bastante vacía, pero ya se veía ambientillo. Lo malo es que difícilmente alguno de los presentes superaba los veinte años y ya hacía rato que tanto Álvaro como yo los cumplimos.
Fuimos a la barra y pedimos dos copas. Pagó Álvaro. Nos las bebimos sin compasión, esperando que con más alcohol en sangre, aquello nos pareciera más animado. La segunda copa la saboreé un poco más, pero nada de las deliciosas ginebras que servían mis hermanos en sus combinados.
Poco a poco aquello empezó a llenarse de púberes y Álvaro y yo, mezcla del percal, el cumpleaños anterior y las pocas copas, empezamos a reírnos como si nos fuera la vida en ello. Un montón de niñas revoloteaban a nuestro alrededor haciéndose ver con sus minúsculas piezas de ropa. Y es que Álvaro podía sacarles fácilmente dieciséis o diecisiete años, pero seguía estando bueno a rabiar. Las cosas como son.
Tiré de su brazo hasta llevarlo a la mitad de la pista de baile, donde aquella panda de rocambolescos adolescentes nos hizo hueco. Dejamos nuestras cosas en la tarima sobre la que se había subido el DJ y nos dispusimos a bailar. Álvaro me cogió de la mano, tiró de mí y me apretó contra su pecho mientras sus manos se movían por mi espalda y mi cintura, sobándome y haciéndose enormes al sur, hasta abarcar mi trasero. Oh, Dios. ¿Estaba pasándome aquello de verdad? Un par de dedos se colaron por la cinturilla de mi vaquero y me agarró también del cuello.
—Estás muy diferente —le dije.
Se acercó, me besó en la mejilla, en el cuello y después de morderme suavemente el lóbulo de la oreja, añadió:
—Será porque te tengo ganas.
Levanté la mirada hasta encontrarme con sus ojos y… a juzgar por su gesto y por el bulto de su pantalón sí que me tenía ganas.
—Bailas bien —le dije más allá que acá.
—Te dije que me defendía.
—Pero tienes las manos muy largas. Y… ¿sabes? No soy de esas.
Dibujó una sonrisa maligna en sus labios de bizcocho y cuando ya temía que estuviera planteándose plantarme por estrecha, me dijo:
—Espérame aquí.
Lo vi dar la vuelta hasta las escaleras que subían a donde el DJ ponía la música y saludarle con efusividad. Después de hablar muy animadamente, Álvaro volvió más contento que unas castañuelas.
—¿Qué le has dicho?
—Te he pedido una canción. Una que te gusta de verdad y que tengo ganas de bailar contigo.
«Que sea una muy guarra, que sea una muy guarra», me dije a mí misma. Y mis deseos se cumplieron cuando empezó a sonar Purpurina. ¡Malditos hermanos! Le miré sorprendida y comenzó a tararearla.
—¿Desde cuándo te la sabes? —le pregunté divertida.
—Casi no he escuchado otra cosa desde ayer. He aprendido mucho con esta canción.
—¿Sí? ¿Como qué?
—Lo que es el gloss y cosas que se pueden hacer con él.
—¿Y qué más?
—Me recordó que con aceite corporal todo resbala.
—¿Lo has probado? —dije dejándome envolver por sus brazos al ritmo de la canción.
—¿Quién no?
—¿Y qué tal?
Posó su nariz en mi cuello y me olió hasta arrancarme un escalofrío. Los pezones casi se clavaron en la copa del sujetador mientras su mano derecha me sobaba una nalga y la izquierda se colaba otra vez por la cinturilla del pantalón hasta pasar el dedo índice por debajo del encaje.
—Con aceite bien pero… ¿te hará falta?
—No sé de lo que hablas —contesté haciéndome la inocente.
—¿Y quieres saberlo? —Se inclinó sobre mí y, apretados como estábamos, noté el bulto de su pantalón presionando en mi vientre—. Yo quiero explicártelo —susurró.
—Demasiada hembra para tan poco hombre. —Y me removí para rozarme.
Se inclinó hacia mí otra vez y me susurró al oído:
—Se me están ocurriendo tantas cosas, Silvia, que a lo mejor mañana no puedes ni moverte.
Su lengua fue despacio por mi cuello y al llegar a la unión entre este y el hombro, me dio un mordisco suave.
—Dios… —exclamé.
—Me estoy portando mal, ¿verdad?
—Fatal —contesté.
—Te diré qué vamos a hacer —volvió a murmurarme al oído, apartando el pelo y dejando un beso húmedo en mi cuello—. Vamos a bailar esta canción, después cogeremos las cosas y nos iremos al coche. —¿A follar?, pensé esperanzada—. Iremos a tu casa. Te acompañaré al portal y, con un beso, me despediré hasta el lunes.
—¿Como un buen chico que no eres?
—Claro. —Y su sonrisa fue tan, tan, tan sexi.
—¿Es lo que quieres?
—No, lo que quiero es arrancarte toda esta ropa y follarte tan fuerte que pierdas el conocimiento.
Álvaro se había tomado solo una copa, así que no nos lo pensamos a la hora de coger el coche de vuelta a casa. Y nada, ni un beso. Pero una vez sentados, mientras entrábamos en Madrid y luego lo cruzábamos, su mano me acarició el muslo con una lentitud desesperante.
Al llegar a mi casa casi me tiré del coche en marcha pero él no tardó en aparcar bajo unos árboles. No estaba muy segura de que fuera legal dejar el coche allí, pero no sería yo la que se lo dijera para perder unos buenos veinte minutos en buscar aparcamiento. Bajé, fui hacia mi portal y le escuché seguirme. Una vez allí me giré para despedirme y Álvaro me atrapó entre la pared y su cuerpo violentamente. Ahí iba, nuestro primer beso.
Y qué beso…
Primero apretó los labios sobre los míos y después fue abriéndolos poco a poco. Su lengua me invadió la boca de pronto y yo, enroscando los brazos alrededor de su cuello, gemí de gusto. Sus manos me sobaron el trasero hasta agarrarme y subirme sobre él. Le rodeé la cadera con las piernas y seguimos besándonos brutalmente.
—Esto está fatal. Lo mires por donde lo mires —dijo jadeando.
—Si estuviera mal no nos gustaría tanto, ¿no crees?
Volvimos a besarnos salvajes, con lengüetazos violentos. Y pensar que al principio creí que de verdad era uno de esos buenos chicos…
—No lo entiendes, Silvia. —Apoyó su frente en la mía, con la respiración entrecortada—. Te voy a destrozar.
Pensé en un pene enorme a punto de comerme para cenar y arqueé las cejas.
—No seas fantasma, por Dios. —Me reí.
—No, Silvia. Soy frío, no entiendo de emociones. Yo no quiero, pero te voy a hacer daño.
¿Era eso verdad? ¿Era posible que Álvaro fuera capaz de destrozarme la vida? Volví a besarlo y a medida que nuestra saliva iba mezclándose, dejamos de pensar.
—¿Me dejas subir? —preguntó.
—¿Qué pasaría si te dijera que no?
—Entonces tendría que follarte aquí mismo.
Fuimos hasta el ascensor lamiéndonos la boca, como dos locos. En casa entramos directos hasta mi habitación. Allí me quité los zapatos y los calcetines de media, que deben de ser, de lejos, lo menos sexi del mundo. Álvaro se desprendió de la chupa y la tiró sobre un silloncito que había en una esquina.
—Perdona si la casa está un poco revuelta —dije falsa. Ya me había encargado yo de que no lo estuviera.
—¿Crees que voy a mirar algo que no seas tú? —Sonrió—. Ven.
Fui hasta él y nos besamos húmedamente. Después me quitó la blusa por encima de la cabeza y yo le desabroché la camisa hasta encontrar una camiseta gris de manga corta debajo. Él dejó caer su camisa y me desabrochó el pantalón de un tirón. Se agachó y lo bajó hasta los tobillos, donde yo me lo sacudí, tirándolo a un rincón. Me acordé de eso de que es contraproducente acostarse con alguien que te gusta mucho la primera noche, pero… ¿en serio esperaba alguien que le dijera que yo era una chica decente y lo echara de casa?
Seguimos besándonos un rato, mientras su mano derecha viajaba hasta mi trasero y se metía entre mis piernas de una manera sucia y sexual.
Me dejó encima de la cama y me ordenó que me diera la vuelta. Mi sujetador cayó junto con los pantalones vaqueros y Álvaro se dedicó a besarme la espalda, lamiendo a su paso y tirando suavemente de mis pezones entre los dedos índice y pulgar de sus manos. Gemí. Dios. Cada cosa que tocaba en mi cuerpo revertía sin poder evitarlo en mi entrepierna. Me notaba tan húmeda como si hubiéramos estado haciendo aquello durante horas. O días.
Me reclinó hacia delante y el bulto de su pantalón me golpeó fortuitamente el trasero. Me rocé con él. Dios. ¡¡Oh, Dios!!
Sus lengüetazos fueron en dirección descendente por mi espalda hasta mi culotte de encaje. Cuando un beso se acercó a mis nalgas pensé que terminaría ya. No sabía por qué, pero aquello me estaba poniendo tan cachonda que no respondía de mis actos. Eché la mano hacia atrás y palpé su erección por encima del vaquero. Estaba desesperada por notarlo metiéndose en mi interior. Me dolía todo el cuerpo y en especial el vértice entre mis muslos. Álvaro siguió con sus besos en mi espalda y cuando coló una mano dentro de mis braguitas…, me corrí. ¡¡Me corrí!! ¡¡Apenas con un roce!!
Si al menos hubiera podido disimularlo…, pero todo el cuerpo se me tensó y yo ahogué un grito de placer, mordiéndome el labio. La mano de Álvaro salió de mi ropa interior y me giró. Sonreía cuando me atreví a mirarle a la cara.
—Perdona…, ¿te has corrido? —preguntó a punto de echarse a reír.
—Sí —asentí, avergonzada.
—Oh, madre mía, Silvia, qué bien me lo voy a pasar contigo esta noche.
Le quité la camiseta de un tirón. Tenía un pecho perfecto. Sus horas en el gimnasio le costaría al chico. Pero era perfecto porque era natural. Un poco de vello se extendía entre sus pectorales y se convertía en una delgada línea a través de su estómago, bajando hacia donde yo estaba centrando mi interés en ese momento. Le desabroché el pantalón a duras penas; su erección estaba ejerciendo tanta presión que me resultó difícil. Después él sacó unos preservativos del bolsillo, me ayudó a quitárselo y el vaquero se unió al resto de la ropa que se amontonaba en un rincón. Por Dios, qué bueno estaba.
Nos deshicimos del resto de ropa interior con rapidez y nos tumbamos en la cama, encima de todos los condones que él había dejado caer allí. Metió una mano entre mis muslos y separé las piernas instintivamente.
—Voy a hacer que te corras tantas veces que te duela hasta ponerte ropa interior —me susurró al oído. Lo sabía. El más cerdaco de doscientos kilómetros a la redonda. Su dedo corazón se introdujo en mí y yo arqueé la espalda. Lo sacó y lo volvió a meter—. Joder, qué mojada estás…
Eché mano de su erección y le acaricié.
—Tú también. —Me reí.
Su dedo se movió en mi interior, arqueándose. Tocó una tecla en mí que me hizo gritar.
—Oh, joder, métemela ya —murmuré mientras me retorcía de placer. Repitió el movimiento con su dedo y acercando más la palma de su mano me acarició con ella el clítoris. Aullé—. Para… —supliqué.
Sacó la mano y alcanzó un preservativo que se colocó diligentemente arrodillado entre mis piernas. Le di un repaso. Joder. Sus hombros anchos, su pecho delgado pero firme y ese estómago plano como una tabla, marcando abdominales.
—Madre mía, qué retención de líquidos —murmuré mientras me incorporaba y le palpaba el vientre.
Los dos reímos y él terminó de enfundarse el condón. Tenía el vello púbico del mismo color que la desordenada mata de su cabeza y unos muslos delgados pero fuertes. ¡¿Cómo podía gustarme tanto?!
Nos tumbamos de nuevo y de una embestida Álvaro se metió de lleno dentro de mí. Sentí primero presión y después mi cuerpo dilatándose con placer. Él gimió ronco.
—Joder… —Respiró con dificultad—. Qué apretada estás…
Se balanceó haciendo que entrara y saliera por completo de mí para después volver a clavarse más hondo. Lancé un grito. Álvaro se tumbó sobre mí y en un susurro en mi oído preguntó:
—¿Cómo quieres que te folle, Silvia? —Hum…, ¿había carta de sugerencias?— ¿Así? —Una penetración profunda y violenta nos hizo gemir mientras yo me arqueaba—. ¿O así?
Un golpeteo continuo me puso la piel de gallina. Álvaro empezó a jadear. Que lo hiciera como quisiera pero que lo hiciera.
—No pares —le pedí.
—¿Lo sientes? ¿Sientes cómo entra?
Puse los ojos en blanco, mirando hacia el techo. Por favor…, iba a volver a adelantarme. A decir verdad, empecé a sentir que iba a deshacerme en un orgasmo y me quejé.
—Si sigues me corro —avisé. Y no entendía por qué de pronto tenía aquella pasmosa facilidad para correrme.
—Quiero verte la cara. Córrete.
Álvaro siguió empujando entre mis piernas violentamente en un movimiento continuo sin llegar a salir de mí y, agarrándome la barbilla, me colocó la cara para que pudiera mirarle a los ojos.
—Me corro, me corro… —gimoteé.
Sus dedos presionaron más fuerte mi barbilla y mi cadera respectivamente y cogí aire al sentir que un cosquilleo comenzaba donde él entraba y salía y me recorría en dirección ascendente por toda la columna vertebral. Y cuando estalló me mordí el labio, me retorcí, me arqueé y grité.
—¡Joder! —Me agarré a él fuertemente.
Dio la vuelta, conmigo encima y su erección todavía enterrada en mí, y me pidió que hiciera lo mismo con él.
—Fóllame tú —me dijo con la voz cargada de lascivia.
Entre nosotros, en petit comitè, yo ya estaba hecha una auténtica piltrafa. Después del primer orgasmo haber seguido había sido interesante, pero el segundo me había dejado todo lo satisfecha que puede dejarte un orgasmo. Me apetecía acurrucarme en posición fetal, descansar diez o quince minutos sin que me tocara ni me mirara y después, ya si eso, volver a la carga. Me dolía la entrepierna y tenía cierta zona muy sensible de mi cuerpo más sensible aún. Creo que estaba saturada de sensaciones. Pero, claro, no le iba a decir que se apañase como pudiera.
Así que moví la cadera hacia arriba y hacia abajo, primero con suavidad, tratando de que me molestase lo menos posible, hasta que el putón de pueblo que llevo dentro asomó la cabeza y me preguntó si podía hacerse cargo ella de la situación. Con mucho gusto le cedí el mando.
Álvaro clavó los dedos en mis caderas cuando empecé un movimiento coordinado. Mis manos se apoyaron en su pecho y volví, poco a poco, a estar hambrienta. Quería sentir cómo se convulsionaba bajo mi cuerpo. Quería que se corriera como en su vida y que cada vez que se pusiera cachondo de ahí al final de sus días se acordara de cómo me lo había follado, cabalgando sobre él. Quería no parecerle la niña que intuía que veía en mí.
Le escuché jadear, gemir y gruñir. El gruñido me puso mucho, he de admitirlo.
—Dámelo… —dijo entre dientes.
Y aunque no tenía pensado volver a correrme, la fricción y las penetraciones profundas empezaron a hacer su papel. Álvaro me dijo que se iba a correr y después me pidió que me corriera con él. Me llevé la mano derecha a la entrepierna y me acaricié para acelerar el proceso. Eso debió de sorprenderle; no pudo controlarse más y en dos movimientos se corrió en un gruñido satisfecho al que acompañé con un grito de placer mientras mis pezones volvían a endurecerse como resultado del tercer orgasmo.