MI MÓVIL
Echo de menos mi móvil. Era muy mono. Era un iPhone 5 por el que tuve que firmar un contrato de permanencia que dejaré en herencia a mis nietos. Pero me encantaba. Gracias a él abandoné la BlackBerry y ese ruidito insoportable que hacía al apretar las teclitas. Mi iPhone… Lo tenía lleno de fotos de Matt Bomer, al que sé que no le gustan las mujeres pero que me recuerda mucho a Álvaro. Por lo bueno que está, no por el asunto de ser gay.
Mi móvil. Jo. Y además tenía una carcasa chulísima de Marc Jacobs que me compré en El Corte Inglés de Castellana como autorregalo de Navidad.
Echo de menos mi móvil y no solo porque fuera muy mono, sino porque soy una de esas tontas del moco que no pueden ni ir a cagar (perdón, a empolvarme la nariz) sin él. Es muy útil. Bueno, era muy útil. Con él leía los emails, tuiteaba absurdeces, colgaba en Instagram fotos de comidas que yo creía creativas y mantenía el contacto con mis amigos en Facebook. Es el único modo que tenía mi madre para localizarme, pero una vez avisada, por esa parte hasta me alivia haberlo perdido.
«Haberlo perdido» no es exacto. Yo sé muy bien dónde está mi teléfono. Se encuentra en el interior del coche negro y mortalmente veloz de Gabriel, el macarra que acaricia una guitarra y la hace gritar de placer.
Estoy pensando en ello cuando aparece Álvaro en el despacho. Se nota que se le han pegado las sábanas y no porque no esté tan perfecto como siempre, sino porque las zancadas que da al caminar son más largas y aún lleva el pelo húmedo. No lo conoceré yo… Le miro de reojo cuando se para en la puerta de su despacho, suelta el maletín y se palpa los bolsillos en busca de la llave. Seguro que ha vuelto a dejársela en el coche. Para lo que quiere es un maldito desastre. Se pasa una mano por el pelo y me mira.
Sin decir nada voy hacia allí, me quito una horquilla del moño y la meto en la cerradura. Doy un empujón y la puerta se abre.
—Gracias —dice—. Aunque esa facilidad para abrir mi despacho debería inquietarme.
Pero a mí no me apetece contestar y al volver a mi sitio me pongo los auriculares con música a toda pastilla. No sé por qué, pero desde que volví de mi escapada siento en la boca del estómago un resquemor muy vivo hacia él. Puede ser que la ruptura esté aún reciente, pero creo que estos seis meses han dado para mucho y, sobre todo, para que las cosas se calmen en mi interior. A pesar de todo estoy molesta. Y no es por ella. Igual es por lo del viernes. Juro que no es por ella. Hasta en ella he pensado, pobre. Ella tiene que estar igual que yo. O peor. Aunque creo que yo tengo más derecho a estar dolida.
Conozco a Álvaro y sé que sabe que estoy así. Tenemos un sexto sentido para con el otro. Yo sé que él sigue molesto por mi viaje y mi posterior rechazo a que viniera a buscarme al aeropuerto. Pero tiene que alejarse. He de rehacer mi vida. Tengo que pedirle que me devuelva las llaves de casa.
Me quedo mirando la pantalla del ordenador y me acuerdo de alguno de los momentos que hemos compartido en los últimos dos años. Dos años. Ahora estaríamos a punto de planear las vacaciones a apenas seis meses de hacer tres años. Es normal que aún me duela, ¿no? Y no sé qué me duele, pero me duele y mucho. Llega a ser un dolor físico, palpable, que me deja sin respiración.
Tengo ganas de llorar. Respiro hondo. Sé que tiene la puerta del despacho abierta y que muy probablemente me está mirando. Controlarme se le da estupendamente. Vuelvo a estar enfadada. Es mejor estar enfadada que triste.
Suena el teléfono de mi mesa; no lo oigo porque estoy escuchando el último disco de Gabriel, que me compré ayer mismo, pero veo la maldita luz roja parpadeante. Me arranco los auriculares de las orejas y cojo el teléfono con desgana. ¿Será mi madre? ¿Será centralita para pasarme una consulta? ¿Será Bea para contarme que los del hotel han decidido interponer una denuncia?
—¿Sí?
—Buenos días, estoy tratando de localizar a Silvia —dice una voz masculina que casi susurra.
—Soy yo. —¿El cobrador del frac por aquel corte de pelo que me negué a pagar?
—Hola —saluda de nuevo, suave.
—Hola.
—¿Dónde está tu móvil?
El corazón me da un vuelco y sube hasta la garganta, junto con el estómago. Por unos segundos no puedo respirar. Se me abre la boca y se me cierra instintivamente, como si fuera un pez. Debo de parecer más imbécil que de costumbre. Al final cojo una bocanada de aire y contesto:
—Mi móvil está secuestrado. Aún no se han puesto en contacto conmigo para pedirme el rescate.
—Tienes unas fotos muy interesantes —dice con un gorjeo de placer.
—¿Salgo desnuda en alguna de ellas?
—Creo que en alguna de ellas estás desnuda, pero no se ve mucho más que sábana. Estas fotos poscoito son sexis, ¿sabes? ¿Este que está contigo es el tal Álvaro?
—Sí —contesto echando un vistazo a su despacho desde donde él está hablando por teléfono también—. Pero ¿cómo las has encontrado? Las tenía…
Las escondí lo más que pude, no fuera el móvil a caer en manos de algún compañero de trabajo.
—Sí, sí, ya lo sé. Se me dan bien estas cosas. Es guapo —contesta.
Me siento mal. Me siento triste otra vez, pero me reprendo duramente. Estoy hablando por teléfono con el mismísimo Gabriel. ¡Por Dios santo! ¡Deja de lloriquear!
—¿Cómo has conseguido este número? —digo recuperando el tono coqueto.
—Pues busqué en tus contactos hasta encontrar el clásico «mamá». Tu mamá es muy simpática. Me ha contado que, como eres un desastre, has vuelto a perder el móvil. ¿Eres un desastre, Silvia?
—¿Cómo si no te iba a haber conocido?
Gabriel se ríe en una carcajada suave y ronca. Oh, por Dios…
—Oh… Gabriel hablando con mi madre. Voy a llamar a la Superpop para vender la exclusiva.
—¿Qué haces? —pregunta cambiando de tema.
—Trabajar. O lo intento. Porque me ha llamado un loco por teléfono…
—¿Y qué haces?
—Estoy tratando de activar unas alertas móviles en un sistema. Suena aburrido y es aburrido, te lo aseguro. ¿Y tú?
—Pues yo estoy fumándome un cigarro sentado en la terraza de mi habitación mientras me tomo un café.
—Qué envidia. ¿Dónde estás?
—En mi casa de Edimburgo. Llegué esta mañana.
—¿Es bonita?
—A mí me lo parece. ¿Dónde te envío el móvil?
—Pues al trabajo. —Sonrío—. Qué bien. Lo echaba de menos.
—Mañana lo tendrás allí. Dime la dirección para que se la dé a mi asistente.
—Paseo de la Castellana, 181, planta 4, 28040, Madrid.
Hace una pausa en la que supongo que está escribiendo.
—Vale. Ahora hablemos de la recompensa —y al decirlo sé que sonríe.
—¿Recompensa?
—Sí, del rescate. Cuando un secuestrador decide mandar de vuelta a su rehén hay que pagarle.
—Tú tienes de todo. ¿Qué podría darte yo que aún no tengas?
—Tienes razón. Por cierto, inquietante selección musical.
«Soy ecléctica», pienso abochornada porque habrá visto que tengo como cuatro o cinco canciones de Mónica Naranjo en los noventa.
—Tienes cosas que echan de espaldas y cosas muy buenas. Aunque solo tienes dos canciones mías.
—¿Qué esperabas? Ya te dije que no era una fan. —Soy fan de lo bueno que está, pero su música a veces me parece demasiado oscura y otras me ruboriza el tono grave de su voz.
—¿Sabes? Al ver una foto de él he pensado en todas las cosas que me contaste. Y creo que el problema de ese tío es que es un reprimido. ¿Le iban cosas raras en la cama?
—No —contesto enseguida bastante confusa por que Gabriel, sí, Gabriel, el cantante, esté preguntándome si a Álvaro le van las cosas raras en la cama. Y la verdad es que a Álvaro le van muchas cosas en la cama, pero nada me parece excesivamente extraño. El sexo es sexo.
—Pero ¿vuestra relación era muy sexual?
Cierro los ojos mientras veo a Álvaro colgar y moverse intranquilo en la silla, mientras me mira.
—Garrido —grita desde su despacho, como si supiera que en ese mismo instante estoy hablando de él con una superestrella del rock.
Oye, estas cosas solo me pasan a mí, ¿a que sí?
—¿Dime? —digo en tono neutral.
—¿Con qué estás? —y al decirlo los ojos le brillan como cuando quiere empezar una discusión. Supongo que luego me invitará a dar una vuelta en coche.
—Es una llamada personal, dame un minuto.
Vuelvo a mirar al frente y suspiro.
—¿Es él? —pregunta Gabriel.
—Sí. Es mi jefe, ¿recuerdas?
—Está celoso —contesta.
—¡Qué va! Pero tengo que colgar. Cuando se enfada es insoportable.
—Un reprimido, estoy seguro.
—Oiga, señor Siniestro, deje de opinar sobre mis exparejas —me quejo—. Usted lleva las uñas pintadas de negro en su último videoclip.
El compañero que tengo sentado a la izquierda se saca un moco, lo redondea en el pantalón y me mira con la boca abierta.
—Es un decir —le digo, tapando el auricular del teléfono.
No hay contestación ni de él ni desde la otra parte de la línea.
—¿Gabriel?
—Oye, ¿estás bien? —dice de pronto, como si fuéramos amigos de hace doscientos años y me conociera como la palma de su mano. Es raro. De pronto me siento como cuando Bea me llama para preguntarme si estoy ovulando.
—Eh…, sí. ¿Por?
—No estarás deprimida por ese tipo, ¿verdad?
—Deja de hablar de ese tipo. —Me enfurruño y me parece increíble ponerme así con Gabriel por teléfono.
—Yo sé lo que necesitas.
—No, no necesito más pollas —murmuro—. Mis amigas ya me llevaron a un boys y me deprimí tanto después que estuve un mes sin llevar tanga.
—Eh…, no me refería a eso, pero si quieres te hago llegar un vibrador junto con el teléfono.
—Quizá sea la respuesta para no volver a complicarme la vida con ningún imbécil.
—Tú mandas. —Se ríe.
—Ni se te ocurra —le contesto divertida.
—Bueno, de algún modo tendré que pagarte que me honraras enseñándome un pecho. Precioso, por cierto.
—Gracias. Tú tienes pinta de haber visto muchos.
—Te dejo trabajar.
—Eres muy amable por haber hecho esta llamada personalmente —le digo—. Al final creeré que eres un buen tipo y todo.
—Es que me divierte hablar contigo.
Sonrío como una tonta.
—Disfruta de tu cigarrillo y de tu terraza.
—Y tú de tus ordenadores y de tu Álvaro.
Gabriel cuelga y mientras me dirijo al despacho de Álvaro pienso que en realidad, por muy cantante que sea, me parece un tío más normal que muchos de mis compañeros de oficina. Miro a dos de ellos, que están jugando a los Pokemon a escondidas del jefe. ¿Es posible que Gabriel solo represente un papel y que en el fondo sea como yo? Bueno, como yo no, que soy un poco marciana.
—Dime —le suelto a Álvaro apoyándome en el marco de la puerta.
—Creí que hoy era tu día de vacaciones —dice sin mirarme.
—Al final no me hizo falta.
—Cierra la puerta.
Y sé que me va a escocer cuando salga. Cierro y le miro. Tiene en los ojos ese brillo cruel de cuando tira a matar. Sé que me va a hacer daño.
—No eres especial, Silvia, y no vas a tener trato de favor conmigo. Si pides un día de vacaciones y dices que no vendrás a trabajar, eso es lo que espero que hagas. Pero aquí estás. En la oficina y, además, con llamaditas personales. No sé a qué juegas, pero no me gusta. —Le aguanto la mirada—. Deja de hacer o deshacer a tu antojo —sigue diciendo, sin apartar el iris gris claro y frío de mis ojos—. Estoy harto de tener que hacerte de niñera. La próxima vez te pondré una amonestación por escrito.
—Qué raro, con lo poco que te gusta castigarme… —murmuro con condescendencia—. ¿Me quito las bragas ya?
Álvaro aprieta los dientes. Lo sé porque su mandíbula se tensa.
—Esto es trabajo. No mezcles las cosas —me dice, suavizando de pronto su tono.
—Nunca es trabajo. Y déjame en paz. Hoy no quiero verte ni oírte. —Me levanto y voy hacia la puerta.
Pero él no contesta. Sabe que en días como el de hoy es mejor callar. Él sabe cuánto daño puede hacer. Y yo vuelvo a mi mesa, donde me coloco los auriculares y pongo en modo repeat el disco de Gabriel para volver a escucharlo y tratar de olvidar que Álvaro existe.