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ALGO PENDIENTE

Supe al momento que se refería a aquella charla que se suponía que íbamos a tener cuando él decidió darme plantón y miré al plato, apretando los labios el uno contra el otro y convirtiéndolos en una delgada línea color coral.

Llegaron los platos principales.

—Silvia…

—No tienes por qué decirme nada. Decidiste que era mejor irte, ya está. Solo que debiste avisarme. Me quedé esperando como una gilipollas —confesé de pronto.

—Lo sé. Y lo siento.

—Pues ya está. No vuelvas a hacerlo y solucionado.

—¿No vas a preguntarme qué es lo que quería decirte?

—No. Si decidiste que era mejor dejarme plantada que decírmelo, por algo será.

—¿Y no tienes curiosidad? —Se inclinó sobre la mesa.

—Sí, pero la curiosidad mató al gato.

—¿Y si me lo callé por razones equivocadas?

—Entonces prefiero no saberlo. Así no pensaré que eres rematadamente imbécil. —Sonreí acercando mi plato.

—Me alegro de haberte invitado a cenar. —Y mirándolos, acarició sensualmente sus cubiertos—. Eres una caja de sorpresas.

—Soy muchas cosas, Álvaro. Solo hay que preocuparse por descubrirlas —y al decir eso me sentí soberanamente orgullosa de mí misma y mi capacidad de reacción.

—Pues a partir de ahora tendré los ojos bien abiertos.

Y seguimos cenando.

Después de pedir un postre para compartir que terminé comiéndome entero, de que él se tomara un café solo sin azúcar y de una batalla encarnizada por quién pagaba la cuenta, salimos del restaurante.

—No me has dejado pagar —me quejé mientras en un ademán irresistible Álvaro me ayudaba a colocarme el abrigo.

—Y tú hueles muy bien —contestó.

Me giré a mirarle mientras me ponía los guantes y él se subía el cuello del abriguito cruzado. Levantó las cejas y yo me eché a reír.

—Gracias, pues, por el cumplido y por la cena.

—A ti por la compañía pero, dime, ¿tienes plan ahora?

—Pues… —Me miré las manos, enfundadas en el cuero, y moví los deditos—. No.

—¿Te apetece tomar una copa?

Me la bebería de tu ombligo, chato. Respiré hondo y asentí.

—Conozco un local aquí cerca —dije bajito, vergonzosa de pronto—. Tienen las mejores ginebras y…

—¿Está lejos?

Negué, ilusionada.

—Un paseo, si no te importa caminar.

—Para nada.

Me colocó la mano sobre la espalda y comenzamos a caminar hacia la Castellana. Debí decirle que el sitio al que íbamos era de dos de mis hermanos, pero esperaba que o estuviera lo suficientemente lleno para que apenas se percatasen de mi presencia o estuvieran demasiado ocupados follando con alguna camarera en el almacén. Era una acción temeraria, pero la verdad es que estaba cerca, el ambiente era muy agradable, el local muy estiloso (todo lo contrario que mis hermanos, paradojas de la vida) y elaboraban unos gin tonics para morirse del gusto. Además, la selección de música solía gustarme bastante y no tendríamos que pagar.

Cuando llegamos a la puerta, después de hablar distraídamente de sus estudios (Escuela Interna en Londres, Ingeniería Informática Superior y MBA) y de los míos (nada reseñable después de escuchar lo suyo) eché un vistazo dentro. Era pronto, pero ya había bastante ambiente. Aun así no iba a poder evitar que los cafres de mis hermanos Varo y Óscar pudieran vernos. Allí estaban, apoyados en la barra luciéndose y ejerciendo de divinos relaciones públicas. Servir copas no lo sé, pero darse a conocer…, eso lo hacían estupendamente. Según decían mis amigas eran muy guapos. A mí me parecían un espanto, pero porque eran mis hermanos, claro.

Entramos y Álvaro me ayudó a quitarme el abrigo. Me acerqué a él y con la intención de hacerme oír por encima de la música me puse de puntillas, junto a su oído.

—Es el momento de confesarte que el local es de dos de mis hermanos. Son los que están apoyados en la barra.

Álvaro miró hacia allí y sonrió.

—Vaya, vaya…

—Por favor, no hagas ni caso a nada de lo que digan, ¿vale? Son mongólicos, los pobres.

Localicé libre mi mesa preferida (pequeña, en un rincón un poco oscuro y lo más alejada posible de las zarpas de mis hermanos) y le pedí a Álvaro que fuera a sentarse mientras yo saludaba. Él me cogió el abrigo y se encaminó hacia allí con paso decidido, arrastrando más miradas femeninas de las que a mí y a los hombres del local nos hubiera gustado. Yo no quería competencia. Me acerqué a la barra y al verme, Óscar se abalanzó sobre mí y me alzó con tanto ímpetu que la falda se me levantó por detrás dejando ver mi culotte de encaje negro y mis medias de liga. Le increpé, moví las piernas y, por fin, me deshice de su abrazo de oso. Varo me dio un beso en la mejilla y pellizcándome la lorzuela de la espalda me preguntó si estaba tratando de calzarme a «ese tío».

—Vengo a tomarme una copa en paz —dije a modo de aviso.

—¿Pagarás esta vez? —preguntó Óscar con la ceja levantada.

—Sí, claro, en tus sueños. —Me reí y me giré hacia Álvaro para preguntarle por señas qué quería beber. Lo mismo que yo, entendí—. Ponednos dos gin tonics de Citadelle con lima.

—A sus pies, gran señora —dijo Varo haciéndole una seña a una de sus camareras.

—Y no hagáis ninguna estupidez de las vuestras —pedí—. Es mi jefe.

Los dos se cuadraron en un saludo militar y al ver la exacta reacción de los dos, se chocaron las manos. Ellos hablaban, pero yo solo entendía «hunga, hunga».

Llegué a la mesa y me senté junto a Álvaro. Estábamos apretaditos, qué bien. Una copa íntima, me dije mentalmente. Sonaba Supermassive Black Hole, de Muse, y me incliné hacia él para decirle que le había pedido un gin tonic.

—Genial. Me gusta la música.

—Cuando estos dos no tienen ninguna ocurrencia de las suyas, esto suele estar bien.

—Me has traído aquí para ahorrarte tener que invitarme a una copa, ¿eh?

Me mordí el labio de abajo y le miré, conteniendo una sonrisa.

—No pagáis muy bien. Aunque siempre puedo invitarte a una en casa.

—¿Estás coqueteando conmigo? —y al decirlo se inclinó hacia mi oído.

—Estoy siguiéndote la corriente.

Touché.

Los dos nos sonreímos desde muy cerca pero alguien nos dejó dos copas de balón sobre la mesa y rompió el momento. Al levantar la mirada vi que era Nuri, una camarera que llevaba tiempo queriendo ser mi cuñada. Ahora tenía los ojos clavados en Álvaro y al coger la mezcla para verterla por poco no la tiró toda en mi escote, con cucharilla de servir la tónica incluida.

—¡Nuri! —grité.

—Perdona, perdona —dijo con esa voz de pito que me recordaba a la de Melanie Griffith en Armas de mujer—. Aquí tenéis los dos gin tonics, Silvi. ¿Qué tal? Bueno, ya veo que bien —y al decirlo le guiñó un ojo a Álvaro con sus pestañas postizas kilométricas.

—Estás muy guapa —le dije queriendo ser amable y que se marchara ya.

—¿Sí? Es que me he hecho un cambio de look.

—¿Te has teñido el pelo?

—Y me he puesto tetas —dijo mientras se las tocaba por encima de la camiseta del pub.

Miré a Álvaro, que se acercaba la copa a la boca con la vista en otra parte y con una carcajada contenida en la garganta.

—Ah, qué bien —contesté con el mismo tono en el que hablaría con un preescolar—. Pues estás muy guapa.

—Tú también. Y muy elegante. Me gusta tu vestido.

Y la tía allí seguía, que no se iba.

—Te lo prestaré un día si quieres.

—¿Tú crees que me quedaría bien?

—Mujer, un poco grande. —Miré a la barra en busca de alguno de mis hermanos para hacerles una seña y que se la llevaran.

—Qué va. Si he engordado. Mira. —Y ale, se levantó la camiseta para enseñar un vientre plano, bronceado y con un ombliguito pequeño adornado por un piercing brillante.

Álvaro tosió y dejó la copa en la mesa.

—Nuri…, no. —Y negué con la cabeza, con ternura.

—¿No? —preguntó.

—No. Y ve. Ya sabes cómo se pone Óscar cuando te entretienes —y al decirlo me sentí confusa. ¿Óscar era quien le gustaba o era Varo?

—Es un gruñón. —Rio hacia Álvaro, que hizo lo propio.

—Nuri… —repetí.

—Me voy, me voy. Si necesitáis algo, estoy allí. —Señaló la barra mirando a Álvaro—. Justo allí.

—Vale, ya te ha entendido. Anda.

Y contoneando sus estrechas caderas fue hacia la barra, surcando los cielos con sus zapatos de tacón imposible y daliniano.

—Vaya tela… —dije alcanzando mi copa.

—Parece maja.

—Lo que a ti te ha parecido no tiene nada que ver con su simpatía, vaquero.

Se mordió el labio y se reclinó en su asiento mientras se aflojaba la corbata. Me miró y de un tirón la deslizó hasta sacarla de debajo del cuello de su camisa blanca. Después se la metió en el bolsillo de la americana y se desabrochó dos botones. Me costó tragar.

—¿Es un estriptis?

—Sí. —Asintió—. Pero lento. Muy lento.

Joder. Si hubiera acompañado aquellas palabras con una mínima caricia, ya me habría corrido. La música cambió y comenzó a sonar un tema más actual. Algo de house, probablemente. Música para bailar.

Y acto seguido se levantó, se quitó la americana y la dejó caer doblada sobre mi abrigo. Su vientre plano se marcaba bajo la camisa algo entallada y quise desmayarme para no tener que sentir esa rabia que te corroe cuando tienes al alcance de tu mano a un hombre tan guapo que duele, pero no puedes tocar.

—Y cuéntame —dijo sentándose de nuevo—, ¿desde cuándo tienen el local tus hermanos?

—Dos años, o cinco. No lo sé. Ni me interesa. —Me encogí de hombros.

Álvaro se acomodó de nuevo en el asiento y, tras apoyar el codo en el reposacabezas del sillón, se acarició un mechón de pelo, con la mirada puesta en mí. Ninguno de los dos dijo nada. La canción decía algo sobre un ángel y pareció que se refería al que estaba sobrevolándonos.

—¿Te gusta? —le pregunté al ver que volvía a dar un trago a su copa.

—Mucho —susurró con las pupilas dilatadas clavadas en mí.

La manera en la que sus dedos juguetearon con la tela de mi vestido y la mirada de sus ojos grises me hicieron pensar y…

—¿Seguimos hablando de la copa? —le pregunté.

Álvaro se rio abiertamente.

—Eres… —empezó a decir.

Pues no sé qué soy, porque entonces la canción acabó y la siguiente subió de volumen. Reconocí lo que estaba sonando y me giré como un felino hacia la cabina del DJ, donde mis dos hermanos, muertos de la risa, me jaleaban, saltando al ritmo de… Purpurina, de Alberto Gambino. No me lo podía creer.

—Esta canción se la dedicamos a nuestra hermanita que está ahí sentada con un hombre al que imaginamos que se quiere zumbar.

—Ay, Dios. —Me tapé la cara.

—¡Deja el listón bien alto! ¡Que sepa cómo nos las gastamos en la familia!

Me giré hacia Álvaro, que tenía los ojos abiertos de par en par mirando a mis dos hermanos, que se movían de lado a lado, con las manos en alto.

—Pero… ¿qué es esta canción? —dijo Álvaro esbozando una sonrisa estupefacta.

Purpurina —contesté escuetamente.

—¿Ha dicho cocaína?

—Eso es lo más suave que dice —murmuré.

—Hostia… —le escuché decir.

Quise una capa de invisibilidad.

Alberto Gambino siguió cantando a su ritmo sobre lo que él tenía grande y la otra pequeño y en lugar de contentarse con el pitido de la canción agarraron con fuerza el micrófono y gritaron:

—¡¡Tu coño!!

—Oh, Dios, Dios… —lloriqueé.

—¡Depílate el felpudo, Silvia! —gritó Óscar señalándome.

Me reí, pero por no llorar. Miré a Álvaro, que bebía muerto de la risa, pero contenido. Saqué mi brillo de labios, por hacer algo, y me puse a retocarme mirando hacia el suelo. Y la canción seguía hablando sobre destrozar una cama, eyacular, el aceite corporal y una tigresa de bengala.

—¿Qué dice que quiere lamer? —preguntó Álvaro con las cejas arqueadas.

—Su gloss.

—¿Qué es un gloss?

—Esto —dije señalándome los labios.

—¿La boca?

—No, el brillo de labios.

—Oh…

Álvaro se acercó obviando a mis hermanos, que seguían jaleando para el total placer de las féminas del local, que les seguían el rollo. Contuve la respiración al ver el iris gris de Álvaro mirándome fijamente la boca. Levantó la mano y pasó un dedo, despacio, muy despacio, por mi labio inferior y después, ante mi total sorpresa, se lo metió en la boca.

—Es dulce —comentó después.

—Eso no es el gloss. Eso soy yo —logré decir, con una sonrisa de lado.

—Tus hermanos te dedican canciones muy bonitas.

—Son un encanto.

—¿Dice que con aceite corporal todo se resbala?

—Sí —asentí.

—¿Y puedo preguntar por qué esta canción?

—Esta canción les encanta a mis amigas. Un día nos encontraron borrachas cantándola y haciendo una… performance interesante.

—Ya —asintió.

—Era joven —me excusé, pero sin rastro de remordimiento en la voz.

—Eres joven —contestó.

—¿Demasiado? —le pregunté, aliviada de pronto al escuchar cómo empezaba otra canción. Probablemente mis hermanos ya habían llamado suficientemente la atención y ahora iban a cosechar sus éxitos.

—No lo sé. Depende —susurró—. ¿Quieres fumar un cigarrillo?

—Oh, sí —asentí.

Tapé nuestras copas con el posavasos y recogimos nuestras cosas para ir a fumar a la puerta. No sabía si Álvaro se veía empujado al consumo de drogas legales por culpa del espectáculo de mis hermanos o si quería salir un momento para airearse, pero lo seguí entre la gente que ahora sí empezaba a abarrotar el local. Y tras pararse a medio camino, me cogió la mano. Hicimos el resto del camino hacia la calle con los dedos entrelazados.

—Oye, perdona… —dije al salir.

—¿Por qué me pides perdón? —Y se metió las manos en los bolsillos del abrigo.

Mi mano se puso triste.

—Por lo de…, bueno…, eso. —Señalé el interior del pub—. No puedo controlarlos.

—Ha sido divertido.

—Para mí no. —Levanté las cejas, riéndome.

—Por eso lo ha sido tanto.

—¡No! —Le golpeé el brazo.

Me cogió la mano y me echó sobre él para algo así como un abrazo corto. Demasiado corto.

—No seas tonta. —Y sonaba tan relajado…

—¿Silvia? —dijo una voz femenina.

Me separé a regañadientes de él y me giré para encontrarme a Susana, la típica amiga de la infancia, más pesada que Falete a la sillita de la reina y más sosa que el menú de un hospital y a la que, además, nunca me acordaba de llamar. Pero yo la quería, ¿eh?

—¡Susana! ¿Qué tal?

—Bien —dijo mirando a Álvaro, casi bizqueando.

—Este es Álvaro —me vi en la obligación de decir, sobre todo porque estaba demasiado cerca y era demasiado guapo como para obviar su presencia—. Mi jefe.

—Y sin embargo amigo —dijo alargando la mano hacia ella.

Así era Álvaro. Nada de dos besos. Él te daba la mano y tú tan contenta.

—Encantada —contestó alucinada. Después me volvió a mirar y me preguntó ilusionada—: ¿Recibiste la invitación a mi cumple? ¡No me has contestado!

—¿La invitación…?

—Sí, te la envié a Facebook. Va a ser un fiestón. No te lo puedes perder.

Arqueé involuntariamente las cejas. Dudaba mucho que si era Susana quien la organizaba fuera un fiestón, pero bueno.

—Sí, sí. Ahora que lo dices, sí. Pero no sé si… —Hice un falso gesto de pena.

—¡Silvia! —suplicó—. ¡Hace mil años que no nos vemos! Casi todos los invitados son amigos de mi chico. Me haría tanta ilusión que vinieras…

—¿Cuándo era?

—Mañana. Tú también puedes venir —le dijo a Álvaro.

—Susana, él no… —empecé a decir.

—Será un placer. —Me giré hacia Álvaro, que me sonrió, sádico—. Allí estaremos. ¿A qué hora? —siguió preguntándole.

—A las nueve y media. Silvi tiene la dirección.

—Perfecto.

Le dirigí una mirada de incomprensión y me giré hacia Susana con una sonrisa.

—Pues nada. ¿Ves? Solucionado. Mañana nos vemos.

Nos despedimos con dos besos y después de echarle otro vistacito a Álvaro, Susana se marchó calle abajo. En la esquina la vi abrazar a un mozalbete que, deduje, sería su chico. Me volví hacia Álvaro y levanté las cejas.

—Parece que mañana tenemos un compromiso. —Sonrió.

—Eso parece.

—Pues venga, fumemos ese cigarrillo. Mi gin tonic me espera.

Y después compartimos un pitillo. Compartimos. Oh. Placer…

Nos metimos en un taxi en dirección a la oficina para recoger el coche de Álvaro. Se le había metido entre ceja y ceja que debía llevarme. Un taxi hasta mi casa, dijo, era más de lo que me podía permitir con mi sueldo. Un codazo le dio su merecido por aquel comentario.

Al subir al taxi y deslizarme hasta el asiento del fondo, el vestido y el abrigo se me subieron ligeramente, dejando a la vista mi liga sin darme cuenta. Álvaro echó una mirada, me rodeó con el brazo y después, con delicadeza, me movió el vestido hasta taparme del todo los muslos.

—Como quiero ser un buen chico…, vamos a ponérmelo fácil… —Me miró y sonrió.

Sonreí y asentí. Apoyé la cabeza en su hombro y me quedé callada. Estaba tan nerviosa… Tenía tantas ganas de que no fuera precisamente un buen chico conmigo… Cuidado con lo que deseas, dice mi madre.

—Ay, Silvia, Silvia…

—¿Qué? —contesté sin mirarle.

—Apareces y vuelves el mundo del revés.

—No hablas tú. Habla el gin tonic.

Y rio entre dientes.

Cuando llegamos a mi calle, insistió en que debía acompañarme hasta la puerta de mi casa, arriba. Pensé que querría que le invitara a esa copa que le había insinuado, pero allí, cuando se lo propuse, me cogió del cuello, ladeó la cabeza y dejó un beso en mi mejilla. ¡¡Un beso en la mejilla!!

Menuda mierda.

—Hasta mañana, niña —susurró—. Te llamo para concretar.

—Hasta mañana —contesté atontada.

Y con el sonido de sus bonitos zapatos bajando las escaleras, me despedí de aquella noche perfecta.

Bueno, vale, perfecta, perfecta no. Perfecta habría sido si yo hubiera acabado con la falda a la altura del cuello y su cabeza entre mis muslos. Pero había que conformarse… por ahora.

Llegué a mi habitación como una niña con zapatos nuevos. Cogí el móvil decidida a mandarle un mensaje a mi mejor amiga, Bea, pero recibí uno de Álvaro.

«Asegúrate de que no hay extraños en los armarios ni debajo de la cama. Y duerme bien, niña».

Le aparté por un momento de mi pensamiento para hacerme la dura, tardar en contestar y, de paso, que me diera tiempo a responder algo ocurrente y sexi.

Abrí un nuevo mensaje y escribí:

«El señor está confuso, lo sé. Pero terminará pasando. Solo hay que esperar a que el momento llegue».

Me aseguré de no haber metido consonantes que no tocaran (yo me había bebido además del gin tonic, dos chupitos de Jagermeister por culpa de mis hermanos) y le di a enviar. Pestañeé y se lo envié a…, a Álvaro.

¡¡A Álvaro!!

Grité. Me daba igual que fueran las dos de la mañana. El alarido debió de despertar a todo el mundo en un radio de dos manzanas. Después me eché en la cama y lloriqueé mientras sentía que toda la sangre abandonaba mi cara. Las manos me hormigueaban y quise poder volver atrás en el tiempo. ¡Joder! ¡Maldita sea! ¡Era una imbécil!

Lloriqueé abrazada a la almohada hasta que el móvil avisó de otro mensaje. Abrí un ojo, temerosa, y lo consulté. Era de Álvaro…, que debía de tener un cargador de móvil en el maldito coche.

«Cuánta razón tiene mi madre al decir que las mujeres sois más sabias que nosotros. Tienes razón. Estoy confuso. Y sí, terminará pasando. Solo esperemos el momento, ¿no?».