ERES TAN MACARRA…
Las notas de la canción que toca Gabriel se desvanecen poco a poco, deslizándose en el éter hasta desaparecer. Yo le miro anonadada y él deja la guitarra a un lado y se enciende otro cigarrillo, sin separar sus ojos cálidos y ambarinos de mí. Me cuesta tragar. ¿Qué es esto que hay en el aire? ¿Qué se respira?
Rebusco en mi cabeza tratando de encontrar algo que destense el ambiente y que me permita salir de allí. Esto creo que me viene grande. ¿Cómo es posible que me haya dejado sin palabras? ¡¡A mí!! Oh, joder, invéntate algo. Debe de estar cansado de tías que le miran con cara de imbécil. Yo no quiero ser una de esas.
En ese momento el soniquete de mi teléfono móvil me salva y rompe por la mitad el aire denso que se estaba instalando en la habitación. Cojo el bolso, que he dejado tirado a los pies de la cama, y alcanzo el móvil. Es Bea. Mierda. Debe de estar histérica. Son las doce y media y no sabe nada de mí desde anoche.
—Bea, no te enfades… —empiezo a decir nada más descolgar.
—Sil —me responde jadeante—, ¿dónde estás?
—Estoy bien, luego te lo cuento, tranquila. Voy para allá. —Miro a Gabriel, que sigue fumando con caladas hondas mientras me observa.
—No, no, no. Quédate donde estás un segundo. Escúchame…, la he liado.
—¿Qué? ¿Estás bien? —pregunto nerviosa.
—Sí, sí, yo estoy de puta madre. Pero… nos han echado del hotel.
Abro los ojos como platos.
—Pero ¿qué coño…?
—Ay, reina. Que ya te he dicho que me lo he pasado de puta madre…
—La madre que…
—Silvi…, no te enfades. Yo te pago tu parte. —No me deja terminar ni una puñetera frase.
—Y ahora ¿qué?
—He adelantado el vuelo.
—¿¡¡Qué dices!!?
—Sí, nada. Yo pago el recargo.
—Pero ¿qué has hecho?
—Te veo en el aeropuerto, ¿vale? El vuelo sale a las cuatro y media. Vamos con tiempo.
Me froto los ojos. Hija de la güija. Me sorprendería si no nos hubieran echado antes de un sinfín de sitios por su culpa. Creo que somos de las pocas personas de este mundo que tienen vetada la entrada en la tienda Loewe de Gran Vía…
Bea cuelga sin darme más explicaciones. Escándalo público, me lo puedo imaginar. Miro a Gabriel, que apaga la colilla en el cenicero.
—Por lo visto tu amiga y tú tenéis mucho en común.
—No compares… —farfullo de mal humor—. Pues nada, me voy al aeropuerto, joder.
Gabriel se levanta y vuelve a coger su taza. Tiro el móvil dentro del bolso y me giro hacia él para decirle que me tengo que ir, pero no me he dado cuenta de que se ha acercado a mí cuando estaba de espaldas y al darme la vuelta me estampo literalmente contra su taza de café. Como resultado…, café en todo mi cuerpo como pintura en un lienzo de Pollock.
Cojo aire entre los dientes. Está caliente y ahora recorre todo mi cuerpo. Me miro: camiseta, pantalones…, todo. Incluso siento el líquido cálido empaparme el sujetador. Pero ¿este hombre no había terminado su café?
—¡¡Jodeeeeer!! —me quejo en un alarido.
Y veo a Gabriel apretar sus labios el uno contra el otro, evitando una carcajada. Y me burbujea la ternura en el estómago.
Si mi situación ya era lamentable, sumémosle tener que aceptar ropa de una desconocida que pulula dentro de la casa porque la mía está indecente. No puedo subirme a un avión con esa facha ni siquiera siendo yo. Gabriel no hace más que reírse entre dientes mientras yo pido disculpas, doy las gracias y me pongo del color de un pimiento morrón.
—Te mandaré de vuelta el vestido si me das una dirección —le digo mientras me cercioro de que el trapito negro sin tirantes me da para revestir mi delantera.
Pero a ella le da igual. Por la pinta que tiene debe de tener el armario lleno de mierda de la buena y no de vestidos hippies como este. Seguramente tiene un maromo que le llena mucho más que el vestidor y que además la abastece de coca.
Después de una cumplida ducha me pongo el vestido largo negro de palabra de honor prestado con las bailarinas, meto en una bolsa, que también me han tenido que dar, toda la ropa sucia y salgo en busca de Gabriel. La casa ya está prácticamente vacía, de modo que no me cruzo con nadie.
Lo encuentro sentado solo en la cocina, con otro cigarrillo entre los dedos. Su guardaespaldas me deja pasar a regañadientes y allí me topo con la zorra que me ha dado el mal despertar, con una carpeta, recitándole a Gabriel algo que parecen citas. Al advertir mi presencia se calla y los dos me miran. Yo, colorada hasta las orejas, me aparto el pelo húmedo de la cara y le doy las gracias por todo con una espléndida sonrisa, ignorándola a ella. Aún no puedo creerme que esto haya pasado. Aunque este tipo de cosas suelen pasarme. Nunca antes con estrellas del rock, pero bueno… La profesión de los factores no altera el producto… o algo así.
—Muchas gracias, Gabriel. Has sido muy amable.
Él esboza una sonrisa perversa en la comisura de sus labios mientras da una calada a un cigarrillo que se encuentra en las últimas.
—Y tú muy divertida.
—Todo un honor haber sido su bufón esta noche. —Y finjo una reverencia.
Gabriel apaga la colilla en un cenicero de cristal grueso y, sin mirar a nadie en particular, dice:
—Sacadme el coche. Voy a llevarla al aeropuerto.
—Gab…, no puedes —dice ella.
—Pero no… —balbuceo yo.
¿Yo en un coche con Gabriel? ¿Es que me he muerto y he ascendido a los cielos?
—No creo que sea buena idea —contesta la masa humana del tamaño del peñón de Gibraltar que tengo detrás.
—Por eso no te he preguntado si te lo parece. —Sonríe, cínico—. Ni a ti. Sacadme el coche.
Suena a toda pastilla Derek and the Dominos cantándole a Layla cuando salimos del garaje de la casa con un acelerón brutal que por poco no me mata del susto. Me quedo aplastada contra el asiento y le dirijo una miradita.
—Aguanta, machote…
Gabriel sonríe. Sí, Gabriel, el cantante más macarra de todo el panorama musical internacional, conduce a mi lado a una velocidad de vértigo, saltándose semáforos y esquivando a otros coches a ciento ochenta kilómetros por hora. Las lunas del coche, todas tintadas, tamizan la luz del exterior y el aire acondicionado me seca el pelo. Es una sensación brutal. Tengo un poco de miedo a morir aplastada contra un camión pero, joder, es Gabriel. GABRIEL. Supongo que es el subidón del momento y el cosquilleo en la entrepierna que me produce verle agarrado al volante con sus manos tatuadas, pero no me planteo nada más. ¡¡¡Grrrrr!!!
—No tenías por qué haberte molestado —digo haciéndole cuernos a los del coche de al lado que, claro, no pueden verme.
—A veces me apetece coger el coche y correr un poco…
—Creí que siempre llevarías guardaespaldas.
—No soy el rey. —Se ríe—. Solo soy un mierdas que canta y aporrea una guitarra.
Pero un mierdas que está como un tren y que mata de morbo, todo hay que decirlo.
—Nadie creerá esto cuando lo cuente. Ni siquiera Bea —murmuro—. Creerá que he tomado psicotrópicos viendo la MTV. Deberías hacerte una foto conmigo como prueba.
—Hecho —contesta mientras mira los retrovisores y adelanta en zigzag a doce coches. Doce, los he contado.
—Oye, ¿por qué no aceleras más? Creo que estamos a punto de alcanzar la velocidad de la luz.
—Cállate —dice sonriendo. Y se le nota tan cómodo que no termino de creérmelo—. Disfruta del paseo.
No hablamos más. En nada estamos llegando al aeropuerto y frenando el coche. El viaje se ha hecho demasiado corto. No es justo. Estas cosas no deberían terminar nunca. Y menos cuando lo que me espera en la terminal es una mejor amiga mongola (de tonta, no de nacida en Mongolia) que solo va a dar vagas referencias de por qué nos han echado del hotel y volvemos a toda prisa a Madrid.
Como lo prometido es deuda hasta para alguien como Gabriel, me recuerda lo de la foto y los dos posamos para la cámara de mi móvil. Suena Cocaine, de Eric Clapton. Después, la despedida.
—Muchas gracias por todo. De verdad. Eres todo un caballero.
—Shh…, no lo digas por ahí o echarás a perder mi imagen.
—Tranquilo, te guardaré el secreto. En cuanto vean tus pintas no habrá duda de que eres un rompeenaguas.
Cojo el bolso, lo cierro y, lanzándole un beso muy sobreactuado, bajo. Habría sido una salida triunfal si no fuera porque al poner un pie en el suelo, me piso el bajo del vestido y al girarme a cerrar la puerta del coche, se me sale una teta de cara a Gabriel. UNA TETA. En todo su esplendor. El pezón ve el exterior, entrecierra los ojos por el sol y saluda. Me quiero morir.
Creo, ingenua de mí, que no se ha dado cuenta, hasta que desliza las gafas de sol por su nariz, lanza una carcajada y pide un bis.
—Ahora la otra, ¿no?
—¡Joder! —grito metiéndome la teta dentro del vestido.
—Muy buen cirujano. —Sonríe, colocándose de nuevo las gafas.
—¡Eres imbécil! ¡No son operadas!
—Una dulce despedida, sin duda.
Se muerde el labio inferior y, para que no me vea la cara de pardilla más salida que el canto de una mesa, cierro la puerta dignamente. Las ruedas chirrían y con una estela de humo el Mercedes negro de lunas tintadas se va quemando el asfalto.
Guau…
No me cronometro, pero tardo alrededor de cinco minutos en tranquilizarme y entrar en la terminal. ¿Sabéis eso de que te pasa algo muy fuerte, actúas tan normal y de pronto, cuando ya ha pasado, te das cuenta? Pues eso me está ocurriendo. Flipo mucho. Quiero gritar, agitar los brazos y saltar encima de alguien, pero respiro hondo y con cara de imbécil entro en el aeropuerto.
No es muy grande, así que antes de que se me ocurra llamar a Bea la encuentro sentada en un banco, con su maleta y, para mi tranquilidad, también la mía.
—Pero vamos a ver… ¿Tan fuerte ha sido como para que nos echen de la puta isla? —le pregunto.
Me mira con ojos de cordero degollado.
—No quieras saberlo.
Me dejo caer a su lado y me doy cuenta de que tiene razón. En realidad no quiero saberlo.
—¿Dónde dormiste? —dice con boquita pequeñita, como temiendo que le calce una ultratorta de un momento a otro.
—En una casa que le habían prestado a Gabriel, el excantante de Disruptive.
Levanta una ceja y se le escapa una risita de entre los labios.
—Claro. Y el tío con el que me fui en realidad era Adam Levine, el de los Maroon 5.
—Él no sería Adam Levine, pero tú eres gilipollas con una «G» tan grande como yo. Me encontré a Gabriel en la playa y me invitó a dormir en su casa.
—Que sí, nena, que sí.
—¿Me estás vacilando? —le pregunto con el ceño fruncido.
—Eres tú la que me está vacilando, gacela. No cuela.
—Su guardaespaldas se llama Volte. ¿Crees en serio que tengo tanta imaginación como para inventarme todo esto?
—Sip —dice escuetamente mientras se mira las uñas.
—Tengo una foto. En el móvil. Luego te la enseño. No quiero que me creas solo porque tengo pruebas gráficas.
Ella me mira con el ceño fruncido, como si estudiara cada una de mis facciones. Después abre la boca dibujando una exagerada «O» antes de preguntar en un tono agudo y demasiado alto:
—¿¡¡Te lo has zumbado!!?
—¡Claro que no! ¡Y no grites!
—Será porque es feo, ¿no? —ironiza.
—¿Será porque no he tenido oportunidad? —le digo poniendo voces.
—¿Quiero saberlo? —Arquea de nuevo sus finas cejas.
—¿Los detalles? Sí, eres una jodida morbosa. Te los daré en el avión. Voy a pillarme algo para comer.
Tengo un hambre indescriptible pero los precios del aeropuerto se alían con mi «operación biquini» (cabrones usureros) y solo me permiten comprar una bolsa de patatas. Bueno, poder puedo comprar algo más, pero me da rabia gastarme cinco euros en un bocadillo que ni siquiera me va a gustar.
Camino por el suelo brillante de la terminal arrastrando las bailarinas, sintiendo que aún tienen un poco de arena dentro. Voy pensando en todo lo que le he contado a Gabriel sobre Álvaro y, de pronto, necesito escuchar su voz, llamarle y contarle lo que me ha pasado, a pesar de que estoy segura de que voy a escucharle chasquear la lengua contra el paladar con desaprobación. Abro el bolso en busca del teléfono móvil, pero, cosas de la vida, no lo encuentro. Me palpo el cuerpo en busca de bolsillos, pero como soy retrasada mental lo único que averiguo es que aquel vestido no tiene. Llego hasta la maleta y mientras Bea me cuenta no sé qué a lo que no presto ni la más mínima atención, miro atropelladamente en el interior de la maleta y en los bolsillos exteriores.
—No está…, joder.
Cierro los párpados con fuerza hasta que veo puntitos brillantes.
—¿Qué no está?
—El móvil…, mierda. Mi móvil.
Me convenzo de que lo he perdido mientras cojo aire despacio. Lo he perdido o me lo han robado. ¡Ostras! Con la foto de Gabriel. Gabriel… Coche de Gabriel… Bien. Mi móvil está en su coche, junto a la palanca de cambios, donde lo he dejado para poder cerrar el bolso. Minipunto para el equipo de las lerdas.
Cojo unas monedas sueltas de mi monedero y sin mediar palabra me voy hacia una de las cafeterías, en las que me ha llamado la atención ver un teléfono público. Cuando ya estoy a punto de marcar mi propio número, me doy cuenta de cuán lamentable es llamarle para que me lo envíe después de enseñarle una tetaza al salir del coche. ¿Y si piensa que es la típica estratagema ridícula para volver a saber de él? Bueno, siempre puedo decirle escuetamente que me lo mande a mi dirección y…
Como todo el mundo que me conoce sabrá ya de sobra, casi nunca elijo la opción más sensata, así que marco el número de teléfono de Álvaro en lugar del mío. Me contesta al tercer tono.
—¿Sí?
—Soy yo —digo resuelta sabedora de que no preguntará quién soy yo.
—Estaba preocupado —y el tono en que lo dice no es amable, sino como si me culpara a mí de estarlo.
—Regreso.
—¿Ha pasado algo?
—No. Bueno, en realidad millones de cosas, pero si te refieres a si han intentado asesinarme con una parrilla o secuestrarme para trata de blancas, no.
—Silvia, por Dios… —Y chasquea la lengua contra el paladar con desaprobación.
Ya lo sabía yo.
—Me han pasado un montón de cosas increíbles. —Sonrío pero luego me acuerdo de que le he enseñado un pezón a Gabriel, el macarra, y me tapo la cara con la mano que tengo libre.
—Seguro que sí. Increíbles. ¿A qué hora llegas?
—Sobre las seis o así.
—Búscame. Iré a por ti.
—No, no vengas —contesto de golpe.
—¿Por qué?
—Porque no quiero.
—Silvia…
—No entra dentro de las cosas normales que hace un jefe por su subordinada, ¿recuerdas?
Me apoyo en la pared, agarrada al auricular, y de pronto vuelvo a sentirme enfadada con él. Suele pasar. De nuevo tengo la necesidad de apartarlo de mi vida, porque me hace daño; pero no puedo. A pesar de que sé lo que Álvaro opina de mí y de lo nuestro. Me entran ganas de meterle la cabeza dentro del váter sin tirar de la cadena y luego suicidarme en plan dramático. Ni contigo ni sin ti tienen mis males remedio.
—Cuando dije aquello no me refería a estas cosas. No pasa nada porque vaya a recogerte al aeropuerto… —responde Álvaro, interrumpiendo mis pensamientos.
—Si no lo dijiste por cosas como venir al aeropuerto debiste de decirlo por cosas como las del viernes, ¿no? Tanto da. No vengas —sentencio firmemente.
—Vale. Pues no iré —contesta enfurruñado.
—Adiós.
—A todo esto…, Silvia…, ¿desde dónde llamas?
—Desde una cabina. Es supervintage, ¿eh? —canturreo para quitarle hierro.
—¿Y tu móvil?
Me quedo pensando en el coche de Gabriel, en los tatuajes de sus nudillos, en la sonrisa y en la carcajada que ha soltado al verme la teta y, riéndome también, le digo:
—Lo he perdido.
Después cuelgo. No me apetece escuchar una disertación de Álvaro sobre todos los motivos que me hacen ser una persona desproporcionada y difícilmente manejable. He conocido a Gabriel, el líder del desaparecido grupo Disruptive y actual solista que consigue que se me ponga el pelo de todo el cuerpo de punta solo con acariciar una guitarra. Sí, todo el pelo, de todo el cuerpo. Quizá ha llegado el momento de deshacerme de cierto tupé…