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UN TRIUNFO

Mi almohada olía a él. Mucho. Tanto que solo tenía dos opciones. Una era quedarme todo el día allí; hacerle caso, no ir a trabajar y revolcarme en la cama sobre su olor. Eso era bastante enfermizo hasta para mí, así que me decidí por la segunda: darme una ducha, arreglarme como si fuera a presentarme a un certamen de belleza (pero sin el bronceado antinatural) y esperar que, con eso del susto que me había llevado la noche anterior, me mimara un poquito. Lo de oler la almohada lo podía hacer cuando volviera.

Llegué tarde, eso sí, así que supongo que no esperaba verme aparecer. Cuando abrió la puerta de su despacho y me vio sentada en mi sitio tecleando arqueó una ceja y me llamó.

—¿Estás bien? —me preguntó tras cerrar la puerta.

—Sí —le dije revolviéndome el pelo—. Prefiero estar aquí que en mi casa. Estoy más tranquila con gente. Es una tontería pero…

—No, no…, ayer te diste un buen susto. Lo entiendo.

Me dio un cariñoso apretón en el brazo y me pidió que si necesitaba algo, se lo hiciera saber.

Olía tan bien…

Después de abstraerme un rato con el trabajo empecé a rumiar la idea de que era la situación perfecta para hacer una envalentonada y no quedarme con el culo al aire si él se negaba a entrar al trapo. Resultaba arriesgado porque era mi jefe, pero me resistía a creer que de verdad no había nada en el modo en el que me miraba. Tenía miradas de las que desabrochan botones.

Así que cuando lo vi abrir el despacho casi a la hora de la salida y aprovechando que los viernes terminamos a las tres, me dije eso de que a la ocasión la pintan calva (que nunca he sabido qué narices significa) y me levanté.

—Álvaro…

—¿Sí? —Se giró.

Nos quedamos en un estrecho pasillo enmoquetado, mirándonos.

—¿Te vas a comer? —le pregunté.

Terminó de colocarse la americana en un gesto de hombros que por poco no me mató por combustión espontánea y miró su reloj de pulsera.

—Sí. ¿Por?

—Había pensado que debería invitarte a comer. Para agradecerte lo de anoche. Fuiste muy amable…

—No tienes por qué agradecerme nada. Lo hice con mucho gusto. —Sonrió y otra vez sus ojos grises fueron helándome en el recorrido hacia mi escote.

—Pero yo quiero hacerlo.

—Ya… —Cogió aire mirando hacia otra parte—. La cuestión es que me pillas…, tengo que…

—Ah… —Me sonrojé—. No pasa nada.

—No, es que… —quiso explicarse.

—No, no pasa nada.

—Es que tengo una reunión esta tarde con La Momia —el jefe de su jefe, al que yo había tratado de sacar a bailar una conga imaginaria— y ese hombre no me gusta. Y encima viernes por la tarde. Tengo…, tenía pensado coger algo para comer y volver al despacho a repasar la presentación de las cifras del trimestre y los próximos proyectos…

—Ya, bueno. Nada. Pues suerte —le dije fingiendo entusiasmo.

—Pero… ¿qué te parece esta noche? —Y sacó la BlackBerry del bolsillo interno de la americana y la consultó con dedos ágiles.

Le miré y me imaginé con los ojos de los dibujos animados japoneses, enormes y llenos de chispitas de brillo ilusionado.

—¿Esta noche? Pues… está bien —respondí con una sonrisa de oreja a oreja.

—Luego concretamos, ¿vale? —Me miró fugazmente, sonriendo.

—Estupendo.

Y salió de la oficina sin mirar atrás mientras yo le observaba el culo con cara de pervertida.

A los quince minutos volvió a pasar en dirección a su despacho con una bolsa de papel marrón de la tienda de comida biológica que había junto a nuestro edificio. Con una sonrisa comedida se despidió antes de cerrar la puerta.

Recogí las cosas a regañadientes. Era la hora de irme pero estaría horas mirándole…

Justo cuando ya había terminado todo el ceremonial de recogida de trastos, Álvaro salió poniéndose la americana y al percatarse de que lo estaba mirando echó mano de nuevo a la BlackBerry y salió a toda prisa. Dos minutos después recibí un correo electrónico suyo en la mía.

Para: Silvia Garrido

Fecha: viernes 14 de febrero. 15:20

De: Álvaro Arranz

Asunto: Esta noche

No se me ha olvidado. Elige tú el sitio. Mándame un correo con la dirección y la hora y allí estaré. ¡Y vete ya a casa tú que puedes!

Álvaro Arranz

Gerente de Tecnología y Sistemas

Al mirar el correo electrónico me di cuenta de la fecha en la que estábamos y de que iba a ser una verdadera putada salir a cenar en la noche de San Valentín. Álvaro andaba tan al trote que probablemente no se había dado cuenta. Pero tenía tanto miedo a que si aplazábamos la cena al final jamás la hiciéramos que me callé. Rebusqué en mi cartera una tarjeta de algún sitio que me gustase, que tuviera estilo, que mi bolsillo se pudiera permitir y al que no le pegara demasiado eso de hacer cosas horteras la noche de San Valentín. Localicé uno y llamé desde mi mesa. El elegido fue el Bar Tomate. La chica me juró y me perjuró que no habría nada fuera de lo normal más que un par de postres y quizá alguna vela, así que reservé. Qué ilusión me hizo reservar mesa para dos. Esos dos éramos Álvaro y yo. No daba crédito.

Para: Álvaro Arranz

Fecha: 14 de febrero de 2012. 15:30

De: Silvia Garrido

Asunto: Lugar y hora.

Bar Tomate

Calle Fernando el Santo, 26

A las 22.00

Silvia Garrido

Asistente de Sistemas

Mientras salía de la oficina iba dándole vueltas a la posibilidad de que volviera a dejarme plantada como aquella vez en su despacho. Pero sola en un restaurante la noche de San Valentín no es lo mismo que sola en el edificio de la empresa una tarde cualquiera. Me di una reprimenda a mí misma al llegar al autobús; me llamé ceniza y me dije de muy malas maneras que esa no era actitud para enfrentarse a nada. Cenar es más íntimo, algo tenía que significar.

Llegué a casa y volví a darme una ducha, esta con la intención de relajarme. Después me hice una depilación de emergencia (nunca se sabe qué puede pasar) me puse hidratante perfumada, mi mejor ropa interior y elegí un vestido negro de corte fifties, con mucho vuelo en la falda, que marcaba mi cintura y me hacía sentir sexi. Me puse medias de liguero y volví al baño a arreglarme esa maraña de ondas color ardilla que es mi pelo. Lo sequé con la raya al lado dejando que, como era natural en él, se ondulara sobre sí mismo en bucles tan grandes que jamás podrían ser rizos. Me puse eyeliner, el nuevo colorete color coral de Benefit y un pintalabios a juego (además de los inconfesables dos kilos de rímel en cada ojo y los polvos para tapar rojeces y marcas de granos inexistentes que yo me dedicaba a convertir en una carnicería).

Antes de salir me calcé los zapatos, unos stilettos negros de tacón alto, me puse un abriguito rojo que quedaba muy bien con el vestido y saqué los bonitos guantes lady que me había regalado mi madre por Navidad, de cuero negro y muy cortitos. Cogí la cartera de mano y, tras darme el último repaso de gloss delante del espejo de la entrada, salí de casa, no sin que me recorriera un escalofrío al acordarme de la noche anterior y del susto que me llevé.

A las diez y diez Álvaro aún no había aparecido ni mandado ningún mensaje, así que decidí entrar. Hacía un frío que pelaba y esa parte que las medias no me cubrían estaba congelándose. A ver qué hacía yo con unos labios vaginales con pinta de ventresca de merluza. El encaje de las braguitas como que abrigar, abrigar…, no.

Me dieron mi mesa y pedí una copa de vino que llegó justo cuando escribía un sms a Álvaro para preguntarle si había recibido mi email.

«Estoy en el Bar Tomate. ¿Recibiste la dirección?».

Los minutos pasaban despacio. Muy despacio. Me parecía que todo el mundo me miraba, que todos pensarían en lo triste que resultaba quedarse esperando a alguien el día de San Valentín, vestida para la ocasión. Cada minuto que pasaba era como un dedo que me daba golpecitos en la espalda y me susurraba que no vendría. Me imaginaba bebiéndome una segunda copa y saliendo borracha del bar. Vale, con dos copas de vino no me emborracho ni poniéndoles matarratas, pero así mi película mental quedaba mejor, más melodramática. Cogería un taxi y, borracha y llorosa, con los dos kilos de rímel deshaciéndose en surcos negros sobre mis mejillas, apoyaría la cara en el cristal mientras la ciudad me tragaba y me odiaría por volver a confiar en él. Y después Bea me llamaría imbécil y me abrazaría.

¿De qué me servía estar allí esperando a alguien que me daba plantón? Eran ya las diez y media cuando pensé que lo mejor para mi dignidad era pagar la copa, llegar a casa, ponerme ese pijama con el que parecía Tinki Winki y quemar toda la ropa que llevaba puesta.

Me levanté y cuando iba a coger el bolso de mano… Álvaro entró a toda prisa en el Bar Tomate, salvándome de tener que contar aquella historia lamentable en una noche de chupitos con mis amigas. Alguna de ellas acabaría diciendo algo como que era demasiado guapo para mí.

Y juro que me pareció que el tiempo se paraba cuando sonrió y a paso rápido se dirigió hacia nuestra mesa. La madre del cordero místico… ¿él sería consciente de lo que una mujer sentía en las bragas cuando sonreía?

Le devolví la sonrisa y me pidió perdón sin voz, vocalizando. Llevaba el mismo traje gris marengo que vestía en el trabajo, con lo que deduje que no había podido pasar por casa. Le esperé levantada y al llegar hasta mí me dio un beso en la mejilla y volvió a disculparse.

—¿Te ibas?

—Eh… —dudé.

—No, no; no pasa nada. Son las diez y media. Habría sido justo que me hubieras dado plantón. —Y sonrió de una manera que jamás había visto en el trabajo. Era una sonrisa relajada y sexi.

—Pensé que…

—Es que la reunión se eternizó y se me terminó la batería de la BlackBerry. Menos mal que me acordaba del nombre del sitio y pude entrar en la oficina para buscar la dirección en Internet. Te mandé un correo desde allí, pero tengo el Inbox a punto de reventar y no sé si te habrá llegado.

Consulté los correos de la BlackBerry que tenía silenciados, mientras pensaba sobre lo hablador que parecía estar Álvaro. Aquello era una novedad. Probablemente era la parrafada más larga que había escuchado de su boca, a excepción de cuando en las reuniones de coordinación se ponía a explicar y repartir proyectos.

Y allí estaba…

Para: Silvia Garrido.

Fecha: 14 de febrero de 2012. 22:01

De: Álvaro Arranz

Asunto: ¡Maldita Momia!

Llego mil años tarde, lo sé. Cojo un taxi y voy volando.

Lo siento.

Álvaro Arranz

Gerente de Tecnología y Sistemas

Levanté la mirada esperanzada y le sonreí.

—Sí, me ha llegado. No se me ocurrió mirarlo. Te mandé un mensaje.

—Lo siento. —Hizo un mohín—. No suelo llegar tarde.

Pero sí plantarme, pensé. Me encogí de hombros y alcancé la carta.

—No importa. Ya estás aquí.

—Vengo muerto de hambre. ¿Qué sirven aquí?

—El carpaccio con foie está buenísimo.

—¿Sí? Me fío.

Llamó con un gesto a la camarera que por poco no se le salieron los ojos de las órbitas al verle. El efecto Álvaro. No creo que tuviera nunca problemas en la barra de una discoteca para que le sirvieran una copa a la primera.

—¿Puede traerme una copa de lo mismo que tomaba ella? —le dijo en una caidita irresistible de pestañas—. Otra para ti, ¿verdad?

—Sí —asentí, ilusionada como estaba.

—¿Les ha dado tiempo de echar un vistazo a la carta? —dijo la camarera con cara de estar presenciando una aparición mariana.

—Yo tomaré el carpaccio con foie. Silvia…, ¿tú?

—Yo el tartar de atún con aguacate.

—¿Algo para picar antes de los platos principales?

—¿Qué nos recomiendas? —preguntó con una sonrisa traviesa.

—Las croquetas de ceps —contestó como si lo hiciera desde el fondo de una hipnosis.

—¿Silvia? —me preguntó, buscando mi beneplácito. Asentí y añadió—: Pues eso. —Y la sonrisa de Álvaro se giró hacia mí.

Vale. Pues allí estábamos. Cenando. Qué bien. ¿Y ahora de qué narices hablaba yo con él? ¿De lo muy cachonda que me ponía? ¿O de lo colgada que empezaba a estar por él?

—Estás muy guapa —dijo mientras inclinaba la cabeza a modo de reverencia—. No tendrías que haberte molestado. Yo ni siquiera pude cambiarme.

—Bueno, no es nada. Es solo que…, bueno, que tengo este vestido tan bonito y jamás lo uso. —Planché nerviosa la tela con la palma húmeda de mi mano derecha. Y no era lo único que se humedecía si Álvaro me hablaba.

—¿No sales con tus amigas a cenar?

—Oh, claro. Pero si me pusiera esto se reirían de mí y seguramente terminaría metida dentro de un cubo de reciclaje. No es un decir. Ya lo hicieron una vez.

—¿Y qué sueles ponerte para salir? —Cruzó los brazos encima de la mesa, a la altura del pecho.

—Pues… vaqueros con camiseta o blusa… —Me encogí de hombros.

—Blusas, ¿eh?

Me quedé mirándolo con los ojos entornados. Me costó unos segundos reconocer en aquella pregunta un guiño a la conversación que habíamos tenido en mi cama en plena madrugada sobre su exnovia. De modo que ese era el Álvaro real, el de fuera de la oficina, ¿eh?

—No te rías de mí —dije en un mohín fingido.

—Haces preguntas de lo más extrañas en mitad de la noche, ¿lo sabes? —Una mano tímida con una botella llenó su copa y la mía—. Gracias.

Me quedé mirándolo mientras la camarera trataba de volver a la barra y no desmorrarse por el camino, lanzándole miraditas a Álvaro y sorteando mesas.

—Tú sabes que eres guapo, ¿verdad?

Álvaro abrió la boca y soltó una carcajada.

—¿A qué viene esa pregunta tan capciosa?

—Disfrutas haciéndole ojitos a la pobre camarera. ¿No ves que le tiemblan las canillas? Ya sabe que eres guapo. No se lo recuerdes —y todo lo dije con una sonrisa perversa en los labios.

—No le hago ojitos a nadie más que a ti. —Se rio—. ¿Surte efecto? —Como no supe qué contestar me puse a beber vino y él se acercó hacia mí por encima de la mesa—. ¿Qué me dices de ti? —susurró.

—¿Qué dices de mí?

—Vienes aquí con esa boquita pintada de rojo. ¿A cuántos hombres ha torturado el vaivén de tus caderas cuando venías hacia aquí?

Puse los ojos en blanco. ¿El vaivén de mis caderas? Por Dios santo. ¿De qué década olvidada había rescatado ese comentario?

—No me tomes el pelo —me quejé.

—Nunca se me ocurriría. Aún recuerdo que eres la pequeña de ¿cuántos? ¿Cinco hermanos?

—Tengo tres. Pero al mayor no lo temas, vive fuera y nunca me prestó demasiada atención.

—Como sea —contestó con soltura—. No me gustaría tener a tus hermanos persiguiéndome para librar un duelo a muerte por tu honor.

—Te equivocas de hermanos. —Me reí—. Los míos te facilitarían las cosas si quisieras amargarme la existencia, me temo.

Trajeron una bandejita de croquetas y dos platos para nosotros. Nada más marcharse la camarera, Álvaro me sirvió una y después colocó otra en su plato. Al metérsela en la boca gimió.

—Oh, madre mía. Espera a que se enfríen… —Y se abanicó la boca.

—Tienes hambre, ¿verdad?

Asintió mientras intentaba masticar y gemía a la vez. Partí mi croqueta en dos, pinché una parte, soplé sobre ella y cuando dejó de salir humo, se la tendí. Él la miró y después a mí. Un delicado mordisco la hizo desaparecer de mi tenedor. Hasta aquel gesto tuvo conexión directa con mi ropa interior.

—¿Puedo preguntarte por qué aceptaste mi invitación? —pregunté al tiempo que cogía la copa de vino.

—Que yo recuerde no la acepté. Esta cena la propuse yo —contestó tapándose la boca, terminando de masticar.

Me sonrojé.

—Bueno, pues ¿por qué propusiste esta cena?

—Porque eres una persona muy discreta —sentenció antes de volver a dar un bocado.

—¿Una persona discreta? ¿Tú de verdad trabajas en la misma oficina que yo?

—Bueno, eres un poco excéntrica.

—¿Sí? ¿Qué te dio la pista?

—Quizá lo del gorro de nadadora sincronizada que le pusiste a Gonzalo mientras cantabas la canción de las burbujas de Freixenet. —Sonrió.

—En serio, ¿a qué te refieres con discreta?

—Bueno, digamos que me dio una pista que jamás dijeras nada sobre ese asunto que los dos sabemos que tenemos pendiente…