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EL DESPERTAR MÁS EXTRAÑO DE LA HISTORIA DE MI HILARANTE VIDA

Una vez me desperté con un cerdito vietnamita enano teñido de rosa a mi lado en la cama. Palabrita de honor. A nuestro alrededor había tanta basura que me costó saber dónde estaba y, sobre todo, encontrar mi ropa. Creí que aquel sería el despertar más extraño de mi vida hasta que tras otra fiesta una de mis amigas entró vestida de majorette en la habitación donde yo agonizaba, tocando una trompeta que nadie sabe de dónde sacó y lanzándome encima un vaso de granizado de limón. Es suficientemente extraño, ¿no? Estoy curada de espanto y a pesar de eso…

Me he despertado con el ruido de la puerta al abrirse de par en par. Al incorporarme en la cama como Nosferatu, vestida aún, me he quedado mirando a la mujer que tenía delante, esperando que dijera algo. Si alguien irrumpe en tu habitación esperas que diga algo. Yo pensaba que iba a anunciar que el desayuno ya está preparado, pero aquí estoy, escuchándola gritar:

—¡Gabriel! ¡Deja de traer furcias, joder!

Abro los ojos de par en par y veo cómo, al tiempo que se acerca a la cama, echa mano de la cartera y me pregunta cuánto me deben.

—¡Oiga! ¡Que yo no soy ninguna furcia! —me quejo con voz pastosa.

—Ya, sí, claro. Lo de anoche fue por amor.

Me tira unos billetes encima sin apenas mirarme y se dirige hacia la puerta otra vez.

—Pero… —murmuro confusa.

—Si me vas a decir que vas a contárselo todo a la prensa, hazlo. Así le haces un poco de campaña gratis. Me da igual que digas que la tiene como un cacahuete o como un brazo. Toda publicidad es buena.

Me levanto de la cama dispuesta a tirarle de nuevo el dinero a la cara y marcharme muy digna, pero al cogerlos me doy cuenta de que son billetes de quinientos y, no sé por qué, a mis dedos les cuesta desprenderse de ellos.

Cojo el bolso y salgo al pasillo para comprobar que hay gente moviéndose por todas partes. Parece un circo. Tengo serias dudas sobre si no es realmente el circo mundial, que también ha sido invitado a dormir en la casa.

Me dirijo muy segura a la habitación de Gabriel dispuesta a despedirme, darle las gracias y decirle, de paso, que tiene a gente muy poco educada bajo su mando, cuando una mano enorme me aparta y me empotra contra una pared. Creo que la onda expansiva mata por lo menos a dos ardillas en la otra punta del mundo.

—Oye, tía, ¿no te dije que te fueras? ¿Qué quieres? ¿Llamamos a la policía? —Y detrás de la mole humana que me tiene aprisionada entre su mano y la pared aparece la maldita cerdaca que me ha tirado los billetes.

—No llames a la poli. Si los llamas no puedo darle un par de hostias —dice la montaña con brazos.

Gabriel sale de su habitación con unos vaqueros negros y sin camiseta. Tanto da. Lleva el pecho y los brazos tan tatuados que casi no se ve piel. Pero, ayyy, qué visión. Es como un ángel macarra y mis bragas luchan con voluntad propia por irse con él y meterse en uno de sus bolsillos. Es raro, porque nunca me han gustado los hombres tatuados. Pero no sé si es que sus tatuajes son diferentes o que en su piel tienen otro efecto. La cuestión es que me gusta. Estoy a las puertas de un ataque del síndrome de Stendhal. Tengo que hacer algo con esta inclinación enfermiza por los chicos guapos que no me convienen y que nunca me querrán.

—Pero… ¿qué pasa? —pregunta con voz pastosa, revolviéndose el pelo.

—Esta tía, que no se quiere ir.

—¡Claro que me quiero ir! ¡Quería devolverle a Gabriel ese dinero que me has tirado encima! Supongo que lo das con tanta facilidad porque no es tuyo, ¿no? —La miro, poniendo cara de perro de caza—. Pero no creo que a él, que es quien lo gana, le guste tanto tu actitud.

Gabriel se ríe y le pide al armario de cuatro puertas con vida propia, que parece que se hace llamar Volte, que me suelte. Después se acerca y yo, frotándome la muñeca dolorida, le tiendo los billetes.

—Toma —digo con la voz decidida de una niña pequeña—. Ahora me voy, si al gorila le parece bien.

Él se gira y me pide que le acompañe. Y para terminar añade:

—Traednos el desayuno —y lo dice sin dirigirse a nadie en concreto antes de cerrar la puerta de su habitación detrás de mí.

Me quedo apoyada en la pared viendo cómo Gabriel se recuesta en su cama deshecha, con la guitarra en el regazo. Cómo me gustaría hacerle una foto y luego imprimirla a tamaño natural para colgarla en el techo de mi habitación. Está espectacular.

—Ven, siéntate —dice sin mirarme.

—Yo en realidad debería llamar a mi amiga e irme. Ya sabes, recomponer mi dignidad perdida y esas cosas.

—¿Fumas?

Señala un paquete de tabaco.

—Sí, pero tengo en el bolso, gracias.

—Ven, siéntate —repite.

Unos nudillos golpean la puerta en el mismo momento en el que los dedos de Gabriel arrancan un susurro a su guitarra.

—Pasa —dice sin preocuparse ni de mirar.

Una chica con pinta de grupi nerviosa deja una bandeja sobre la cómoda y se va sin cesar de soltar risitas histéricas. Parece una sumisa esperando hacer algo mal para que Gabriel la siente en sus rodillas y le dé una buena tunda. Me pregunto si a él le irán ese tipo de cosas en la cama. Y sin quererlo, vuelvo a acordarme de Álvaro y de cómo hace las cosas bajo las sábanas.

—El desayuno —anuncia cuando su sumisa ha desaparecido—. ¿Puedes acercarlo?

Cojo la bandeja y la dejo sobre la mesita de noche mientras me pregunto qué narices hago aquí. Dejo también los billetes. Empiezo a sentirme violenta. La situación es demasiado extraña hasta para mí. Pero Gabriel está agarrado a la guitarra, con los ojos cerrados, tarareando algo que no reconozco y acariciando las cuerdas. Esa visión me parece mucho más erótica que si los dedos estuvieran deslizándose por encima de una mujer. Probablemente es culpa de haberme acordado del sexo con Álvaro. Cuando me siento en el borde de la cama Gabriel abre los ojos y me pregunta si sé cantar.

—Pensaba que sí hasta que un día me echaron de un karaoke.

Estira el brazo por delante de mí y alcanza una taza de café.

—No confío en el criterio del dueño de un local de karaoke. —Sonríe de lado y por dentro me derrito, pero Álvaro sonriendo de la misma manera me viene a la cabeza.

Cojo otra taza de café para mí y le pongo tanto azúcar como puedo.

—Me tomo esta taza de café y me voy —le digo.

—No te preocupes. Date una ducha tranquilamente. Después mi coche te llevará a donde quieras. ¿Te parece?

—No tienes por qué.

—Ya lo sé. Es solo por fastidiar. —Deja la guitarra junto a la cama y se concentra en su café y su cigarrillo—. No me gusta fumar solo. ¿Por qué no me acompañas?

—Uy, no. —Y me río sonoramente. Como estoy nerviosa suelto lo primero que me viene a la cabeza—. Ya sabes lo que dicen: café y cigarro, muñeco de barro.

Gabriel mantiene a duras penas el trago de café que ha bebido y tras un esfuerzo lo traga sin soltar una carcajada.

—¿Tú siempre eres así? —dice abriendo mucho los ojos.

—Sí —y contesto sin llegar a entender lo que me estaba preguntando en realidad—. ¿Qué pasa?

—Pues que…, que no estoy habituado a tías que digan lo primero que les pasa por la cabeza.

—Hombre, no es lo primero. Hasta yo tengo un filtro mental. —¿Sí? ¿De verdad lo tengo?

—¿Y tú aguantas ocho horas en una oficina? ¿Cómo es que no te dedicas, no sé, a escribir guiones?

—¿Yo guiones? Estás loco. Tanta fiesta te ha dejado tocado.

Se acomoda en la cama y me pregunta qué tal he dormido. Hombre, mejor si hubieras dormido conmigo. Pero no, no lo digo.

—Bien, hasta que esa mujer entró, me tiró el dinero y me llamó furcia. Deberías decirle algo. Eso tampoco te pone en muy buen lugar a ti.

—¿Por? —Y se acerca de nuevo la taza a los labios.

—Porque deja entender que está habituada a echar de tu casa a un montón de furcias a las que pagas cuando se van. Yo pensaba que siendo quien eras no te haría falta recurrir a la prostitución. —Frunzo el ceño.

—Claro que no. —Se ríe—. Es su manera de humillar a las chicas que traigo a casa para que se larguen pronto. Debe de tener una apretada agenda que yo debería respetar.

—Ah, ya decía yo. ¿Y a todas les tira tanta pasta o es que a mí me ha visto especialmente atractiva?

Gabriel no contesta. Deja la taza vacía en su mesita de noche y apura su cigarrillo.

—Según tu hipótesis tendré que abandonarte pronto porque me estaré cagando vivo, ¿no?

—Tus palabras son música para mis oídos —digo pestañeando muchas veces, con las manitas juntas bajo la barbilla—. Oh, mi trovador.

—¿Qué quieres? ¿Que te hable en verso?

—No, pero tienes que hablarme como a una señorita —y se lo digo muy seria, creyendo de verdad que tiene la obligación moral de hablarme con tacto y mimo.

—¿Por qué?

—¡Porque lo soy! —le contesto como si fuera una evidencia.

—¡Pues habla tú como una señorita! —se queja entre risas.

—¡No me da la gana!

—¿Era eso lo que te gustaba de Álvaro? —dice arqueando solo una ceja.

—No. Y ya basta de aplicarme un tercer grado. Cualquiera diría que soy yo la famosa y que intentas robarme una exclusiva.

—¿Sabes? Cualquiera diría que ninguno de los dos es famoso cuando hablo contigo.

Gabriel sonríe y tras coger de nuevo su guitarra le arranca unas notas. Se aclara la voz en un carraspeo y después, sin previo aviso, versiona Lovesong de The Cure, como si hubiera hurgado en mi cabeza hasta encontrar la canción que más hondo podría llegarme. La letra dice tantas cosas que me gustaría escuchar de alguien que no puedo evitar sentirme sola. Gabriel canta: «Te amaré siempre. Llévame a la luna. Siempre que estoy a solas contigo me haces sentir libre otra vez. Siempre que estoy a solas contigo me haces sentir inocente otra vez» y aunque no lo conozco, no le quiero y no significa mucho para mí desearía que me lo cantara a mí, para poder sentir que esas palabras ya me han sido dichas.

Durante los casi cinco minutos que dura su actuación improvisada creo que ni siquiera pestañeo. Me quedo embobada mirando cómo sus dedos pellizcan las cuerdas para arrancarles gemidos de armonía. Cada una de las notas me parece un orgasmo de música y su voz baja, hosca y algo rasgada, un jadeo que lo acompaña. Las variaciones que su personal voz hace de la versión original convierten el momento en algo más especial. Creo que hasta los relojes se paran.

Joder, Gabriel…, pues para no gustarme tu música, me tienes loca.