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GIVE ME, GIVE ME, GIVE ME…

El baño de señoras de mi oficina no es un sitio muy concurrido, por eso siempre ha sido mi centro de operaciones. Aquí me peino y me maquillo cuando se me ha pegado la almohada y aquí respiro hondo también cuando lo necesito, que es bastante a menudo.

No hay nadie que me acose visualmente, así que tengo tiempo para valorar si en realidad quiero hacer lo que estoy pensando. Pero… ¿a quién quiero engañar? Lo necesito. Querer…, querría otra cosa bien distinta.

Me paso la mano por el pelo ondulado y me distraigo con el reflejo que la luz saca a mi tinte. Ni siquiera recuerdo cuál es mi color natural, creo que siempre lo he llevado tintado de color ardilla. Suspiro y repaso el maquillaje. Importante no parecer Courtney Love en su época de adicta al crack. He de tener un aspecto presentable. Saco del bolsillo el Posietint de Benefit y me repaso mejillas y labios, que destacan en mi piel blanca.

Pienso por un momento que todo sería más fácil si tuviera una de esas miradas de hielo, tipo Zoolander. No, en serio. Siempre quise tener unos ojos espectaculares, de esos azul grisáceo, como él, o verde o yo qué sé, morado marciano, pero a pesar de tenerlos grandes, solo son de un corriente color miel. Sé que soy vistosa, pero… ¿de qué sirve eso?

Cojo aire y me plancho el vestido con las manos. Salgo del baño y corro al despacho de Álvaro y derrapo en una esquina. Me choco con la secretaria del director de marketing; doscientos mil folios caen por el suelo. Todo el mundo mira el desastre, pero lejos de agacharse y ayudarnos, siguen concentrados en sus pantallas, lo que quiere decir: jugando al póquer por Internet, enviando fotos de tías en pelotas o comprando alargapenes online. ¿He comentado que soy la única mujer de mi departamento? Bueno, yo, la señora a la que acabo de atropellar y Manuela, la secretaria de recepción. Una de las dos se afeita el bigote y la otra se tira ruidosos pedos que intenta disimular con tosecitas delicadas. Eso me deja, quizá, no en el puesto de la única mujer, pero sí en la única que lo parece. Y debo alejarme pronto, porque esta es la de los gases.

Llamo pero no doy tiempo a que me dé permiso para entrar. Abro la puerta y avanzo jadeando por el esfuerzo de correr veinte metros con estos tacones con plataforma. Álvaro me mira y parece no estar de buen humor. Su mirada es fría e incluso despiadada, pero esa expresión podría someter a la más gallarda. Hoy lleva el traje azul marino, la camisa celeste y una corbata estrecha a rayas. Este conjunto me encanta.

Deja a un lado los papeles y se acomoda en su silla. No puedo evitar desorientarme cuando le miro a los ojos. Es demasiado guapo para ser verdad, tanto que duele. Y duele en un lugar muy íntimo.

—¿Qué mosca te ha picado, Garrido? —Aquí todos me llaman por el apellido. Recupero el aliento y cierro la puerta.

—Tengo un problema. ¿Quién dice problema? ¡Una crisis! No, no, no, ni crisis puede llamarse, es una hecatombe. Y mira por dónde que tú puedes ayudarme.

Álvaro sonríe. Nunca ha podido esconder que le hago gracia, pobre. Al menos cuando no hay nadie más para juzgarlo. Así que suelo aprovecharlo en mi favor. Y aquí está, esbozando una sonrisa comedida. Siempre de lado, sin enseñar los dientes, blancos, alineados, perfectos. Este gesto le hace parecer un irresistible niño malo.

Tiene el pelo de príncipe de cuento y casi siempre lo lleva bien peinado. Parece modelo… Pero sé de buena tinta que fuera de la oficina no sabe lo que es un peine. Y con el pelo revuelto está aún más cañón. Igual que con barba de tres días. Me encantaba que su barba me hiciera daño; como el resto de él. Y no soy masoquista es… es algo más complicado.

Y si él sonríe, yo le devuelvo la sonrisa porque es muy mono y no puedo evitarlo.

—¿Necesitas dinero, vacaciones, mi coche, mi casa o a mi madre? —Levanta las cejas y juega con el boli.

—Lo segundo. —Me sorprende que me ofrezca a su señora progenitora; jamás le pediría prestada a la bruja de su madre si no fuera para mandarla a Tombuctú o quemarla viva en la Puerta del Sol.

—¿Mi coche otra vez? —pregunta alarmado mirándome.

—No, no, vacaciones, vacaciones.

Suspira y se centra en el escote en uve de mi vestido. Nadie diría que Álvaro es mi jefe. No obstante, esta vez parece dispuesto a hacer uso de su autoridad.

—No te las voy a dar —dice tajante.

—Pero ¡tienes que dármelas! —contesto incrédula.

—No, no tengo por qué. —Y sonríe de un modo que me saca de quicio.

—¡Es cuestión de vida o muerte! —grito.

Me mira, levanta una ceja y flaqueo un poco. Telepáticamente me dice que no le gusta un pelo que cuestione sus decisiones.

—¿Operan a tu madre, tu hermano se ha caído de un tejado, se casa tu prima la australiana por quinta vez? —pregunta, y se apoya en la mesa de un modo tan irresistible que a punto estoy de quitarme las bragas y dárselas en sagrada ofrenda.

—Nooo —respondo pacienzuda.

—Pues no hay vacaciones.

—¡Álvaro! —Pateo el suelo.

—¡Garrido! —imita mi tono de súplica infantil.

—Es que no te vas a creer lo que me ha pasado.

—Seguramente no, no me lo voy a creer. Cierra la puerta cuando salgas.

Levanto una ceja. Esta es otra más de nuestras luchas de poder. Sin mencionar que nunca le ha gustado no tenerme controlada. Por eso está molesto; yo también. Me crezco.

—Si no me das algunos días enseño el sujetador.

Álvaro me mira incrédulo. En un departamento de hombres como el mío a veces un tobillo es motivo de motín.

—No te atreverás —me dice entornando los ojos.

—¿Que no? —Abro la puerta y silbo. Todos se giran hacia mí—. ¿Sabéis de qué color llevo hoy la ropa interior?

Una piara de cerdos en pleno celo hace menos ruido. Vuela una silla por encima de los ordenadores y uno de ellos se sube a la mesa mientras se escucha un clamor popular: «¡¡Quítatelo todo!!», «¡No! ¡Déjate los zapatos puestos!», «¡No! ¡¡Dame los zapatos a mí!!».

Bueno, a lo mejor no vuelan las sillas y nadie se sube a las mesas, pero esas cosas sí las gritan. Cierro la puerta del despacho a mis espaldas y sonrío con malicia.

—Ahora tendremos que llamar a Manuela para aplacarlos —susurra Álvaro.

Manuela es la de recepción, mujer barbuda en su tiempo libre.

—Quiero una semana —digo con los ojos entrecerrados.

—Un día —responde en un tono que no admite discusión.

Pero aun así yo le discuto. Porque me gusta, porque encuentro algún tipo de retorcido placer sexual como el de los preliminares. Y además… a veces me doy cuenta de que haría cualquier cosa por seguir hablando con él.

—Dos o enseño pezón.

—Garrido, acuérdate de lo que pasó la última vez…

Hace un par de años, durante la cena de Navidad, entre las copitas de más, los bailoteos encima de las sillas y el maravilloso vestido prestado con escote, uno de mis pezones decidió hacer una excursión al exterior por eso de ver mundo y aprender idiomas, ya se sabe. Lo que ocurrió después fue un caos: un par de mis compañeros terminaron esposados y aquel restaurante jamás volvió a recuperarse. A decir verdad, creo que lo demolieron dos semanas después cuando la pared principal del salón amenazó con desmoronarse. Juro que no tuve nada que ver con el incendio.

—Una semana —repito.

—Dame al menos una explicación, ¿no? —Y vuelve a recostarse sobre la silla.

—Me quiero ir con Bea de relax… y a follar con tíos buenos si se tercia. Por separado, claro.

—¿Crees que es motivo para exigir unas vacaciones? Si quieres echar un polvo te basta con apoyarte en una puta barra de bar, joder —comenta Álvaro.

Me mira con fijeza y me ruborizo al momento. Probablemente no debería decirle esas cosas. Después de todo lo que llevamos vivido Álvaro y yo en los últimos tres años es extraño, pero vamos a ver…, ¿desde cuándo es normal algo de lo que yo hago? Pero quizá… aún está muy reciente.

—Te necesito para cerrar el tema de la migración al nuevo sistema. No puedo prescindir de nadie del equipo. Y menos porque Bea y tú hayáis decidido iros de fiesta loca a Ibiza a salir por la noche sin bragas.

—¡¡Me has pinchado el ordenador!! —Me indigno.

—Hubiese sido en todo caso el teléfono. —Se ríe y se pasa una mano por el pelo—. Lo que ocurre es que eres de lo más previsible…

—¡Pues tú tienes un moco!

Álvaro se lleva la mano a la nariz, asustado. En realidad no es cierto, pero me apetece verlo sufrir. Es muy meticuloso con su imagen. Por eso está siempre impecable.

—Es otro de tus trucos —me dice entornando los ojos.

—Sí, me has pillado. Pero dame esa semana. Hemos encontrado un ofertón. Vamos a ir a la playa. —Sonrío angelical.

—Sigo sin entender por qué una semana para un polvo —y parece decirlo con amargura.

—Con uno no tengo ni para empezar —contesto.

Le miro, levanto las cejas y él se ríe. Ahí he patinado.

—No te eches faroles conmigo, que luego vienes con lo de que tienes agujetas, que se te ha roto algo por dentro o que crees que habrá que coserte entera después —replica con sorna.

Pongo los ojos en blanco. Claro, bien sabe él las excusas que utilizo cuando me da pereza echar un casquete… Excusas que nunca atendía, por cierto. Está claro que no va a ceder, así que paso al plan B.

—¿Un día? —mendigo.

—Un día. Pero solo si les enseñas el sujetador. —Se ríe con malicia y me dan ganas de lanzarme a sus pies y suplicarle que volvamos. En lugar de eso digo, muy digna:

—¡Eso no es justo!

—Ese es el trato, valiente. —Álvaro se encoge de hombros y me mira.

Suspiro, abro la puerta y les enseño el sujetador. Después me mantean y acabo haciendo un agujero en el pladur del techo con la cabeza. Y esto último es verdad y no una exageración producto de mi imaginación.