PRÓLOGO

A PARTIR DE AHORA TODO ES PRESENTE…

Estos días en Ámsterdam me han venido bien. Dormir abrazada a Gabriel no tanto. Tengo más que decidido que no puedo dejarme llevar y arriesgar nuestra relación. Él no cree en el amor y ya lo ha dejado claro muchas veces. Al menos no cree en el amor como lo hago yo. De ahí solo podrían salir problemas y no quiero tener que alejarme de él por haber cedido a la tentación de meternos en la cama. Necesito estar a su lado. Necesito saber que está bien. Le necesito a él.

Estos dos últimos días hemos paseado por los canales y hablado bastante sobre lo que queremos en la vida. Él insiste en que mi trabajo no me deja crecer y que me tiene enjaulada, pero las cosas hay que hacerlas a conciencia.

Él quiere ser mejor; así me lo dice siempre. Y cuando lo hace, con las cejas arqueadas y los ojos brillándole de ilusión, yo también quiero que sea mejor, pero consigo mismo. No quiero que se haga daño. No quiero que sea infeliz. Y la parte más egoísta de mí misma también quiere ser parte de esa mejora. Quiero ser el catalizador a partir del cual Gabriel viva de otro modo. ¿Es posible cambiar de vida en realidad? Me lo pregunto tanto respecto a él como a mí.

Y por las noches nos abrazamos. Intento hacer de ese gesto algo que no signifique mucho más de lo que sería si fuera Bea en lugar de él, pero es imposible. Su olor, el tacto de sus manos en mi cintura, su respiración en mi nuca, su nariz paseando por mi cuello, sus labios besándolo. Cuando me dice que me quiere tanto que le duele… yo le creo. Pero es tan complicado dar nombre a lo que estamos sintiendo que ya no sé qué más puedo hacer.

La despedida ha sido dura. No sé bien cuándo volveré a verle. Depende de tantas cosas que ya prefiero no planteármelo y que cuando ocurra, sea una sorpresa. De lo contrario, pasaría los días demasiado pendiente del calendario.

Gabriel se ha puesto muy pesado con lo de la gala de los American Music Awards. Dice que va a hacer el ridículo al ir solo una semana después del numerito de los EMA.

—Van a pensar que ya me has dejado —me refunfuñó antes de despedirnos en el aeropuerto.

Cuando se pone en ese plan, me parece muy tierno, pero no le hago caso. Tiene que acostumbrarse a que, a veces, va a recibir negativas. No se le puede decir que sí a todo porque sea Gabriel el cantante y porque su cuenta bancaria esté llena de ceros. Es reticente a entender ese tipo de cosas, porque creo que se ha olvidado de lo que es depender de algo que no sea tu propia voluntad.

Pero no me voy enfadada. Al revés. Me hace mucha ilusión que insista, a pesar de que no puedo acceder a su petición. Eso quiere decir que me va a echar de menos tanto como yo a él. Ay, por Dios, qué moñas es todo. Pronto vomitaremos arcoíris y lloraremos purpurina.

Y aquí estoy, de nuevo en casa. Aquí también empieza a hacer bastante frío. Me parece mentira que haga casi seis meses que Gabriel y yo nos conocemos. Ha sido todo tan intenso que parece que han pasado años. Y para terminar de hacerlo un poco más dramático, ahora no me quito de la cabeza el hecho de que es evidente que Gabriel es una persona de voluntad débil, con una naturaleza melancólica, un historial de vicios y ganas de morir joven. Pero no puedo tomar decisiones dejándome llevar por sentimientos como esos. Al menos no decisiones tan importantes como el rumbo que va a tomar mi vida. Él quiere mejorar, ¿no?

He ido a ver a mi madre y me ha sorprendido mucho encontrarla de tan buen ánimo. Parece ser que un par de vecinas han ido a su puerta con la murga de que si «tu hija es famosa». Ahora soy una estrella en el barrio y creo que esperan de mí, no sé, que vaya siempre con gafas de sol en plan famosa trasnochada o que alguien me lleve el bolso. Y mi madre feliz, porque Toñi y Lourditas están que trinan porque he salido guapísima en la tele y porque me he casado con un hombre de bien y con dinero que me trata como a una reina.

Sé que mi madre no es tonta, así que deduzco que ella misma ha bloqueado en su cabeza los aspectos menos atractivos del mundo del espectáculo, y no seré yo quien le diga que ese hombre de bien y con dinero que me trata como a una reina tiene un historial de consumo de drogas apabullante y que ha intentado suicidarse al menos una vez. En lugar de eso, le he dicho:

—Te van a decir cosas horribles de él, mamá. La gente es así. Tú no hagas caso. Solo fíate de si a mí me ves bien.

Al menos creo que el numerito de feria que montó Gabriel en los EMA ha servido para desviar la atención de mi madre y que se le olvide un poco lo preocupada que está, que es mucho. Pero mamá siempre ha sido mujer de pocas palabras. Mis hermanos y yo debemos de parecernos a mi padre, pero eso es un suponer, porque sobre él solo he escuchado silencio.

A pesar de ello, mamá me dice, mientras ve las repeticiones, que estamos muy guapos, que tiene cara de buena persona y que tendremos hijos preciosos. Ay, Dios… ¿cómo se lo explico?

Durante el camino de vuelta a casa he ido pensando en que, siendo sincera, lo que más miedo me da es la reacción de Álvaro a lo de la gala. Sí, eso de subirme al escenario y arrodillarse delante de mí con un anillo de compromiso enorme frente a no sé cuántos miles de espectadores de todo el mundo no suena muy discreto. Y Álvaro no es amigo de ese tipo de circos. No le gustan los numeritos ni los dramas. Nadie lo diría, porque los dos hemos protagonizado unos cuantos. Hasta me he parado a pensar en si me compensaría distanciarme de Gabriel para que funcione lo nuestro. Pero… ¿no es mucho suponer que lo nuestro vaya a funcionar? De todas maneras, nunca lo haría. Esa es la conclusión a la que he llegado. No podría «abandonar» a Gabriel a su suerte después de todo lo que sé ahora. No podría quitármelo de la cabeza. Pero no es por eso solamente, es porque Gabriel se ha convertido en alguien muy importante para mí. Que no sepa darle nombre al tipo de amor que siento por él no significa que no exista. Existe y crece cada día que pasa. Es AMOR de verdad. Pero… no sé qué tipo de amor.

Llamo a Bea para marujear y para contarle bien y de viva voz todo lo que me ha pasado. Aunque nos hemos estado mandando mensajes, quiero contárselo con pelos y señales porque sé que le gustará.

—¿Sabes lo increíblemente perfecta que estabas? —responde al primer tono.

—¿Qué me vas a decir tú? ¿Que parecía un orco?

—Si lo hubieras parecido, te lo habría dicho en un mensaje esa misma noche: «Niña, pareces un orco de Mordor, de los que tienen escondidos en las minas de lo feos que son». ¡¡¡Ay!!! —se pone a lanzar grititos, a aplaudir (con qué estará cogiendo el teléfono, me pregunto)—. Tengo una corazonada, Sil, ese Gabriel es lo mejor que te ha pasado en la vida.

—Bueno, bueno…

—¿Qué «bueno, bueno» ni qué niño muerto? Me muero de ganas de ver ese anillo. Fue lo más romántico que he visto en mi vida, y ya sabes que esas cosas me dan alergia, pero… ¡¡¡Silvia!!! ¿Viste los ojos con los que te miraba? Y el beso. ¡¡¡El beso!!! Me has devuelto la fe en el amor, cerda. ¡Qué bonito! ¡Se notaba la electricidad entre vosotros hasta en casa! Cuando te estábamos viendo aquí todas, ¡hasta Andrea lloró de envidia! ¡¡¡Y encima con ese vestido de Elie Saab!!! ¡Por el amor de Dios! ¿Es que quieres matarnos?

—¿No se me veía barriga de preñada sin la faja? El puñetero Martin el nazi me ha dejado tocada…

—¿Estás preñada? Porque si te has tirado a Gabriel y no me has contado con pelos y señales cómo calza, no vuelvas a llamarme en toda tu jodida y glamurosa existencia.

—Claro que no. Bueno, le toqué un poco el rabo, pero…

—¿Cómo? —grita fuera de sí.

—Nos pusimos muy tontos al día siguiente en el hotel… Dijo cosas preciosas y me pidió que le tocara. «Quiéreme, Silvia», me dijo. ¿Es o no es para comérselo?

—¿Y por qué no te lo llevaste a la salvaje tierra del polvo maratoniano? ¡¡¡Silvia!!! —se queja.

—Porque… Bea… yo… a veces tengo miedo.

—Eso es amor de verdad, del de las películas. Lo sabes, ¿verdad?

—No lo sé. No es eso. O sí, yo qué sé. Joder… —Me froto la cara—. Estoy cagada. Gabriel no para de decirme que lo deje todo, que me vaya a vivir a Estados Unidos con él y que me quiere.

—¿Dónde está el problema?

—¿Cómo me va a querer alguien que no cree en el amor, que no cree en la monogamia a largo plazo y que vive en Los Ángeles?

—Lo de vivir en Los Ángeles no tiene sentido en esta frase, pero aun así… ¿de verdad crees que no te quiere, Silvia?

—No. Siendo sincera sé que me quiere, pero no confío en que dure. Y además… no dejo de pensar en si…

—Si vas a nombrar a Álvaro, mejor cállate. Me irritas —contesta molesta—. Me niego a pensar que ese tío vaya a estropear la historia más bonita que has vivido jamás.

Me callo. No quiero contarle lo de las drogas ni lo del intento de suicidio. Es todo tan «drama» que ni siquiera yo puedo llegar a creérmelo. No quiero que ella juzgue a Gabriel por eso. Tengo un revoltijo de sentimientos encontrados en el estómago.

—Creo que necesito dormir —digo al fin.

—Duerme. Ya me paso esta semana por tu casa con una botella de Bollinger para brindar por tu épica historia de amor.

—No puedes pagar una botella de Bollinger, flipada. —Me río.

—Yo no, pero tú muy pronto sí, zorra adinerada.

Le deseo buenas noches y colgamos. Yo no puedo dejar de reírme cuando pienso en Bea, en su casa, dando palmaditas y grititos de ilusión. Cree a pies juntillas en lo que me dice. Después me pongo el pijama y me meto en la cama, mirando de reojo la maleta a medio deshacer. No me apetece ordenarlo todo, así que mañana será otro día. Mañana, lunes… voy a ver a Álvaro por primera vez en una semana, después de que pudiera verme en la MTV con Gabriel besándome y poniéndome un anillo que…

Me miro el anillo que llevo puesto en el dedo anular de la mano derecha. Dios. Es enorme y tan caro que está asegurado. Con lo que vale este anillo podría comprarme un estudio en Madrid, sin exagerar. Cuando lo pienso, me entra vértigo. Las cantidades de dinero que se mueven en este mundillo me parecen desorbitadas y yo, de repente, soy dueña de un anillo de doscientos mil dólares y de un piso en Venice, Los Ángeles. Y no tengo ni que preocuparme por cuestiones de impuestos, porque Gabriel se ocupa de todo.

¿Cómo sería trabajar para él? ¿Cómo sería ceder a la tentación y fingir que somos una pareja al uso? Besarle de verdad, sin tener el miedo constante a no poder parar. Querernos. Sentirlo sobre mi cuerpo. Hacer el amor con él. Follar con él. Reír con él. Vivir con él. Sé que no puede ser, pero… ¿entonces por qué suena tan puñeteramente tentador?

Apenas he dormido. No dejo de darle vueltas a todo y tengo el estómago estrangulado, pensando en volver a ver a Álvaro. No sé qué reacción esperar. No sé si será silencio, si serán gritos en su coche, si va a reprocharme algo o si ya ha perdido la fe en que haga las cosas a su manera. La cuestión es… ¿por qué sigue importándome tanto? ¿Lo merece?

Cuando entro en la oficina, la mujer barbuda me mira de soslayo. Está recibiendo a una visita para el director de marketing; si no, me iba a enterar de lo que es el acoso mediático. Así que me escabullo corriendo por el pasillo hasta llegar al perchero, donde dejo el abrigo. Me atuso la blusa blanca entallada y la meto bien por dentro de los pantalones capri negros. Respiro hondo y camino hasta mi silla con el bolso en la mano, haciendo resonar mis zapatos de tacón. Álvaro ya está en su despacho, pero tiene la puerta cerrada, por lo que respiro un poco más tranquila; voy a tener tiempo de hacerme a la idea.

Mis compañeros empiezan a llegar en goteo cuando yo ya me he terminado el café. Alguno me mira de reojo más de lo habitual, pero ninguno se anima a decirme algo abiertamente. La mujer barbuda viene haciendo temblar el suelo técnico que hay bajo la moqueta. No es que sea un mamut, es que pisa muy fuerte.

—Déjame ver ese pedrusco, hija de la gran puta —dice con voz estridente.

La madre que la parió.

Le tiendo la mano con miedo y ella gime cuando lo ve, y vuelve a insultarme. Una, dos, tres veces. No se cansa. Y mientras, yo aguanto estoicamente el ataque, fingiendo una sonrisa que no puedo evitar teñir de vergüenza. A pesar de que siempre he sido un poco drama queen, todo esto me viene grande. Quizá debía haberme quitado el anillo y haberlo guardado en algún sitio seguro. No puedo pasearme por Madrid con el equivalente a un piso en mi barrio puesto en el dedo. Lo miro. Es tan absolutamente hermoso… y me odio por decir «hermoso». Pero es perfecto e increíble y de pronto representa todas las cosas buenas que quiero para nosotros dos. No puedo despegarme de él, porque me recuerda a Gabriel y a la sensación de estar en casa cuando me abraza.

—¿Os vais a casar en España? Dime la verdad, ¡estás preñada! Oye, qué fiera, cuéntame…, ¿la tiene grande? ¿Como un trabuco?

Abro los ojos de par en par, y cuando estoy a punto de sucumbir y explicarle que no somos un matrimonio al uso y que, si no es por concepción divina, es imposible que esté embarazada, Álvaro abre la puerta del despacho y se nos queda mirando. Y cómo nos mira. La mujer barbuda se amedrenta y parece que se encoge.

—¿Qué es este griterío? —dice con voz calmada pero muy ronca.

—Manuela ya se iba —contesto yo y vuelvo a mi ordenador.

—Luego me lo cuentas todo —murmura ella antes de salir corriendo hacia la recepción.

Y de lo único de lo que estoy segura es de que voy a estar entrando y saliendo de la oficina por la puerta lateral hasta que se le olvide que existo.

—Silvia, ¿puedes venir a mi despacho un momento? —Y Álvaro usa ese tono de voz ronco y oscuro que tanto sigo temiendo. Después, se mete de nuevo en el despacho.

Todos mis compañeros me miran y yo no tengo más narices que ir. A estas alturas, es imposible que no imaginen que aquí hay una historia personal, aunque bueno, no sé si imaginarán cosas más grotescas aún. El porno les ha dejado una mente muy enferma.

Al cerrar la puerta del despacho me encuentro a Álvaro de pie frente a su mesa, con los brazos cruzados sobre el pecho. Parece que no va a gritar, pero con él nunca se sabe. No es que sea una caja de sorpresas, pero últimamente sus reacciones me dejan un poco descolocada. Todo se pega menos la hermosura.

—Di algo —le pido después de una pausa que me parece demasiado larga.

—No te he llamado para mirarte en silencio, la verdad —murmura bajando la mirada hacia el suelo, con un suspiro—. Va a ser la última vez que te llame a mi despacho por temas personales, te lo prometo.

—Estás cabreado por lo de la gala —digo yo apoyando la espalda en la puerta.

—No sé si tengo por qué, pero no es plato de buen gusto verte ahí besándote con él y diciendo que quieres… —Mira mi anillo y frunce el ceño, perdiendo el hilo de lo que está diciendo. Cuando vuelve a hablar, empieza una nueva frase—. Lo llevas puesto.

Me miro la mano y asiento.

—Es un regalo y es especial. Para mí significa cosas.

—Necesito saber si estáis enamorados.

—No. —Niego con la cabeza, aunque no tendría por qué contestarle y ni siquiera sé si le estoy mintiendo—. Al menos no en el sentido tradicional.

Prefiero no decirle que no lo sé. Prefiero decirle que no. Álvaro resopla.

—Tenía la esperanza de que me dijeras que os habíais enamorado y que es de verdad. Pero… es otro de tus numeritos. —Eso me hiere y agacho la cabeza. Siempre me hace sentir ridícula—. Hemos terminado, Silvia. No quiero saber nada más de esto.

Y al contrario de lo que creía, no me duele. No me duele en absoluto, porque para ello tendría que creerlo. Y me enfado y me arde la sangre en las venas, porque estoy harta de que me agite como si quisiera quitarse migas de encima. Estoy harta de estar a merced de sus idas y venidas. Respiro, con los ojos cerrados.

—Espero que al menos esta vez sea verdad —contesto.

—¿Cómo? —responde Álvaro con tono beligerante.

—Siempre estás con estas mierdas, ¿sabes, Álvaro? Incluso cuando estábamos juntos tratabas de utilizar lo jodidamente colgada que estaba de ti para tener siempre la sartén por el mango, bajo amenazas constantes. Y el mundo no es así. Yo ya no soy así. Si quieres olvidar esta historia, ¡bien! Porque es agotador moverme constantemente en la fina línea que separa tu «estoy enamorado de ti» y el «olvídame».

—El mundo tampoco es un escenario para jugar a ser mayor y tomar decisiones como casarse con un desconocido —masculla entre dientes—. ¡Te has casado con otro, Silvia!

—Dime la verdad, Álvaro, ¿qué es lo que te pasa? Si se ha acabado, adiós. —Levanto la mano y le digo adiós—. Estoy harta y cansada.

Y casada, pienso.

—Yo también estaría harto y cansado de darse el caso.

—¿Qué caso? —Y levanto la ceja izquierda, previendo que voy a saltar verbalmente sobre él para despedazarlo en cuanto conteste.

—El caso de ser un inconsciente, como tú.

—Te lo voy a decir sin gritar… —digo con una expresión de placer maligno, saboreando el momento y con un tono de voz muy suave—. Me casé con Gabriel tan borracha que casi no me acuerdo de la mitad del show, porque fue un show, te lo aseguro. Aun así, fue mucho mejor decisión que haberlo hecho contigo.

—¡¿Por qué?! —grita de pronto—. ¡¿Porque su anillo es tres veces más grande que el que yo te compré?! ¡¿Porque él puede vestirte de pasarela y besarte en la televisión?!

—Nos van a escuchar —murmuro, desconcertada por su estallido de ira.

—¡¡¡Me da igual!!! —vuelve a gritar, esta vez más fuerte, y da un puñetazo contra el armario.

—Pero ¿¡qué coño te pasa!? —grito también—. ¿¡Es que has perdido la puta cabeza!?

Señala el tatuaje que se ve en mi muñeca y hace una mueca sarcástica.

—Hasta te ha marcado. Eres de su propiedad, ¿no? Ha pagado por ello. —Y mira mi anillo.

Tengo ganas de pegarle. Aprieto los puños tan fuerte que me estoy clavando las uñas en la palma de la mano. Pero es que tengo ganas de pegarle y esta vez sin besarle después.

—No puedes entenderlo —le contesto—. Al hablar de ello, lo conviertes en algo perverso y sucio, y ¿sabes por qué no puedes entenderlo? ¡Porque jamás has sentido nada de verdad! Hubo un día en el que pensé que me querías, pero no puedes haberlo hecho y estar llamándome puta a la cara con la saña con la que lo estás haciendo. Gabriel es bueno, Álvaro. Ojalá pudiera decir lo mismo de ti.

Respira hondo, esconde la cara en sus manos y, después, las deja caer a los lados, inertes.

—Vete —me pide.

—No vuelvas a mencionarlo —pido con rabia.

Y sin más, doy media vuelta y voy hacia la puerta, porque no quiero mirarlo más, porque a pesar de lo cansada que estoy sigue existiendo ese hilo que tira de mí, desde dentro, deshaciéndome y contrayendo mi vientre. Y cuando estoy a punto de irme, él vuelve a llamarme.

—¿Le quieres? —Y el tono de su voz tiene algo desconocido al decirlo. Por primera vez, Álvaro parece desvalido.

No sé qué me empuja a salir por la puerta sin contestar y a dar un portazo mayúsculo. Voy a por el bolso y, tras coger el paquete de cigarrillos, salgo a fumar al patio interior. Todos mis compañeros me miran con los ojos abiertos de par en par. Y yo no puedo más. No puedo más…

Esto empieza a ser demasiado…