EPÍLOGO

Hoy es un día grande. Un día muy importante. Anoche apenas podía dormirme. Creo que recorrí todos los kilómetros de esta cama king size. Cómo son los americanos. Todo a lo grande. Las camas, los briks de leche, los paquetes de patatas fritas. Todo como si estuviese fabricado para una raza de hombres mucho más grandes que nosotros.

Suena el despertador en el lado contrario de la cama, lo que supone al menos dos o tres kilómetros. Pi-pi, pi-pi, pi-pi. Repetitivo y monótono. Abro los ojos perezosa y me encuentro con que, entre las varillas de madera que cubren las ventanas, una luz gris que augura niebla se cuela hasta llenar la habitación. No me importa. Me gusta este clima. Pero aún no me quiero levantar.

Un manotazo termina con el insistente soniquete del despertador. Le sigue un gruñido; no le gusta madrugar, porque sigue teniendo una estrella del rock dentro. Sonrío. Un bulto se abre paso hacia mí bajo las suaves sábanas y un sonido juguetón sale de su garganta a la vez que su mano tira de mi ropa interior hacia abajo. Me río medio en sueños.

—Ven aquí, pequeña…, dame los buenos días.

Me coloca boca arriba y me besa. Ya da igual que ninguno de los dos nos hayamos lavado los dientes aún. El beso es intenso y le facilito la tarea de bajarme las braguitas. Después bajo su pantalón de pijama con los pies, como si fuera un monito y abro las piernas, esperándole. La sacudida de placer casi consigue espabilarme, pero sé que, en el momento en el que acabemos, volveré a dormirme.

—Joder, nena. Qué bueno…

Dios. ¡Lo que me sigue gustando ese ronroneo! Me agarro a la almohada y él hunde la nariz en mi cuello, gimiendo. Me parece una buena manera de empezar el día. Es así muchas veces. Son rutinas del matrimonio, pero de las buenas. Nadie dijo que todo lo rutinario fuera sinónimo de aburrido.

Me pregunta si estoy bien y yo asiento. Me pregunta si lo está haciendo demasiado fuerte y yo niego. Estoy demasiado dormida como para contestar con palabras. Solo levanto las caderas, porque quiero más.

—Despacio, despacio… —pide cuando me muevo con celeridad.

Aprieto las yemas de mis dedos en su espalda viendo acercarse el orgasmo. Es lo bueno de estos polvos mañaneros. No son nada presuntuosos. Son lo que son y no suelen alargarse en el tiempo. Y Gabriel y yo nos tenemos cogida la medida. Gruñe y se hunde en mí rítmicamente, una, dos, tres, siete veces. Clavo las rodillas alrededor de sus costados y, en un alarido de satisfacción, me dejo ir. Después, siento cómo se va dentro de mí, apretando la carne de mis nalgas mientras me arquea. Se queda unos segundos apoyado sobre mi vientre, que besa repetidas veces mientras de su garganta sale un sonido similar al de un ronroneo.

—Me quedaba todo el día en la cama con vosotras.

Pero no hay tiempo de arrumacos, no porque no nos apetezca, sino porque tiene que trabajar. Aquí madrugan mucho.

Cuando Gabriel se levanta completamente desnudo, le lanzo una palmada al trasero que suena en toda la habitación y que le hace quejarse sonoramente de camino al baño. Lo miro hasta que desaparece de mi vista y pienso que yo también debería ir al cuarto de baño, pero la modorra vuelve a invadirme y, cogida a uno de esos almohadones adaptables, me sumo en el sueño.

La ducha. Los sonidos de la casa al despertarse. Unos ladridos en el jardín. Olor a café. Y yo sigo durmiendo un rato, porque hoy va a ser un día muy importante y debo estar descansada y preparada.

Cuando me despierto, Gabriel ya no está en casa. Creo recordar que, antes de irse, me besó en la frente, el cuello y el vientre. Siempre lo hace y empieza a ser un hombre de costumbres. Me doy una ducha, me pongo una batita de andar por casa, hago la cama, encuentro mi ropa interior y bajo a la cocina, donde Tina está preparando algo de comer. Echo la ropa sucia a la lavadora y miro el reloj. Aún es buena hora para desayunar.

—Buenos días, Silvia —me dice con su voz cantarina—. ¿Qué le preparo?

—¿Hay café?

—No sea usted así. Gabriel dejó dicho que usted no tome café; no puede.

Pongo los ojos en blanco mientras ando hacia la nevera, alcanzo el zumo de piña sin azúcar y me sirvo un vaso. Después, Tina me hace unas tostadas con aceite y sal y un plato de fruta, que le agradezco con un beso en la frente.

Jugueteo con mi anillo de compromiso, que casi no rueda alrededor del dedo. Pasa lo mismo con el de casada, que llevo, tal y como dicta aquí la tradición, en la mano izquierda.

Tuvimos una bonita ceremonia en la que nos prometimos amor eterno y todas esas cosas que la gente espera de una boda, pero entre risas. La celebramos en una playa, en Isla Mauricio, hace poco más de un año con mi madre, mis hermanos, Bea, Volte y Tina; la lista de invitados más sui géneris de la historia.

Cuando dejé la casa que compartía con Álvaro pensamos en tomarnos nuestro tiempo para hacer las cosas con calma, pero lo cierto es que sabíamos muy bien qué era lo que queríamos y ya habíamos desperdiciado demasiado tiempo. Me mudé a San Francisco a toda prisa, mientras mis hermanos me llamaban «loca del coño» y mi madre preguntaba si estábamos seguros. Seguros no es la palabra, porque se queda corta.

Lo primero que pensé al entrar en la que ahora es mi casa es que yo ya la conocía. Huele exactamente igual que la casa de Toluka Lake. Es una mezcla de lo que Tina usa para limpiar, el perfume de Gabriel y su propia piel. Huele a hogar, a arroparse en la cama, a leer un buen libro, a hacer el amor, a ser feliz. Todo era familiar para mí, a pesar de que no conocía ningún rincón de su interior ni los muebles que la llenaban. Él me pidió que cambiara todo lo que quisiera, porque iba a ser nuestra casa de por vida. Di ilusionada el toque femenino y contraté a un jardinero que hiciera por Gabriel lo que el pobre no había sabido hacer. La parte trasera parecía un patatal. Y en ese mismo jardín, cubierto de césped y de pequeñas flores trepadoras, me pidió una noche que me casara con él. La cuarta vez que alguien me pedía la mano. Quizá no fue la más romántica, pero fue la más sincera. Me envolvió la cintura con sus brazos, me besó el cuello y susurró:

—Cásate conmigo, mi vida.

Yo me reí.

—Estás loco.

—Por ti, por cómo te ríes. Loco por la forma en la que te mueves cuando hacemos el amor, por el brillo de tus ojos, por cómo me miras, por lo feliz que me hace el simple hecho de despertarme a tu lado.

Me di la vuelta para mirarlo.

—Moñas.

—Cásate conmigo —repitió con una sonrisa—. Vestida de blanco y de largo o con aquel vestido de lentejuelas que llevaste en nuestra primera boda; en el lugar más bonito del mundo o en el jardín de esta casa. Donde quieras y como quieras, pero hazlo.

Cogió mi mano, la besó y, después, sacó de su bolsillo, con la mano izquierda, mi anillo. El que siempre fue para mí, el que llevé, al que le recé y del que tanto me costó desprenderme. Lo deslizó en mi dedo y yo solamente dije:

—Sí.

Viajamos durante un mes y medio entero después de la boda e hicimos el amor en tantos sitios como pudimos para averiguar que lo que tuvimos no fue un espejismo, pero sí la milésima parte de lo que podíamos hacer juntos con tiempo y paciencia.

Tina me espabila, apremiándome a que termine el desayuno.

—Llegará usted tarde, Silvia.

Me levanto con esfuerzo y le doy las gracias. Ni siquiera me deja llevar el plato al lavavajillas. Está tan ilusionada que me trata como si necesitara llevar papel burbuja rodeándome entera.

Delante del armario pongo los ojos en blanco. No me apetece ponerme nada de lo que hay dentro y no tengo nada que me quepa y que haga honor al día de hoy, que va a ser la bomba. Al final me decido por un vestido negro de algodón y, a pesar de que estamos en julio, me pongo unas medias negras tupidas y mis botas Hunter del mismo color.

Cuando llego al estudio, me reciben con una sonrisa. Me quejo del frío y la chica de recepción que me coge el paraguas, me dice que es parte del encanto de la ciudad.

—San Francisco es soleado solo cuando tiene que serlo —bromea—. No como esa California de pacotilla que hay al sur.

Yo me río y pienso que prefiero estar aquí aunque llueva a menudo y de pronto nos sorprenda el frío en pleno verano, antes que volver a Los Ángeles. No la añoro en absoluto, con sus laberínticas carreteras, su polución, la frivolidad invadiendo las calles y un montón de recuerdos desagradables pululando por allí.

Me encuentro con Gabriel dentro del estudio, en la parte del control. Un técnico está a cargo de la mesa de mezclas mientras él, con el ceño fruncido y los brazos cruzados en el pecho, escucha la voz del cantante. Dan ganas de comérselo. Hace ya tiempo que se quitó la barba de «he muerto y he resucitado». Ahora, con el pelo desgreñado, como siempre, luce una de esas barbitas de tres días tan sexis. Lleva una camisa a cuadros y un vaquero estrecho, con unas zapatillas Vans. Me recibe con un beso apretado y una caricia.

—¿Cómo estás? ¿Todo bien por ahí dentro? —me pregunta.

—Todo en orden. He ingerido y almacenado convenientemente el desayuno. Tengo programado deshacerme de los desechos dentro de un rato.

Chasquea la lengua contra el paladar y, después de llamarme «guarra», me pide opinión sobre la canción.

—Suena bien, pero déjame escuchar el montaje entero antes de decirte que eres un genio.

Sonríe y me palmea el trasero.

—Dame un beso. Me voy —le digo.

—¿Ya? ¿No quieres que te acompañe?

—No, mejor quédate y llévalo a casa. —Señalo al chico que está ahora mismo cantando al otro lado del cristal.

—Aún estoy decidiendo si me gusta que conduzcas ahora.

Me toco el vientre y lo tomo por loco. Si por él fuera, viviría en una urna de cristal. Se agacha, besa la curva en la que se ha convertido ahora parte de mi cuerpo y algo dentro se mueve con intensidad.

—Está despierta —sonríe.

—Hola, papá —me burlo yo, poniendo voz aguda—. Esta mañana me has dado un pollazo en la cabeza.

Gabriel se echa a reír irguiéndose de nuevo y me besa en los labios y en la frente.

—Ve con cuidado. Nos vemos en casa.

Cuando llego al aeropuerto, el vuelo de Bea ya ha tomado tierra, así que no tengo que esperar demasiado para verla aparecer. La recogida de maletas se hace casi junto a la puerta de salida. Cuando aparece lleva una maleta que parece una autocaravana, pero paso de volver a reñirla por lo mismo de siempre. Así, a ojo, calculo unos dieciocho pares de zapatos dentro.

—¿Qué? ¿Por fin te mudas? —le pregunto.

—¡Dios! ¡Qué gorda estás! —contesta antes de echarse a reír como una loca.

—Inmensa, ya lo sé.

—¿Tu marido te folla de esa guisa?

—Pues sí —gruño—. Claro que me folla, imbécil.

—Joder. Eso es puto amor, no me jodas.

Le doy una colleja antes de que le dé tiempo a esquivarla y la abrazo.

—Hoy va a ser un gran día —le anuncio.

De camino a casa hablamos muy animadas sobre mi vida allí. Le cuento tonterías de las que sé que le harán gracia, como que el pasado Cuatro de Julio hicimos una barbacoa en el jardín trasero y pusimos una bandera de Estados Unidos en la entrada. Ella se mea de la risa y me pregunta si quiero cambiarme de nombre y rebautizarme con alguno como Mary Jane o Cindy.

Es la segunda vez que viene a verme desde que Gabriel y yo nos casamos. La primera fue apenas dos meses después de la boda. Lo dejó con su novio en medio de un estruendo de platos y cuadros rotos. Esa es mi niña, a lo Rocío Jurado. Dice que si no hay estrépito, no hubo amor. Hoy vuelve y aunque no lo sabe…, es un día que quedará grabado por los siglos de los siglos.

Me pregunta muchas cosas sobre Gabriel, como siempre. Que si ya está bien, si vuelve de vez en cuando a terapia y esas cosas. La verdad es que no ha sido fácil. Gabriel no es un exadicto. Es un adicto y lo será siempre. Lleva ya cuatro años sin beber, fumar ni tomar drogas y puedo decir que lo que más le ha costado ha sido dejar el tabaco. De vez en cuando, se pone irascible, pero nada que no arregle un rato abrazado a su guitarra. Es un trabajo de dos. Él camina y yo voy a su lado, por si tiene miedo a caerse y tiene que sujetarse de mi brazo.

—¿Es difícil? —pregunta sin mirarme, con los ojos fijos en la ciudad que se va deslizando tras las ventanillas.

—No. La vida es muy fácil con él. Muy llena de cosas bonitas y de verdad.

—¿Habláis sobre lo que pasó?

—Sí —asiento con una sonrisa, atenta al tráfico—. Pero no nos ponemos de acuerdo en la versión de los hechos. Yo le digo que nos conocimos, nos casamos, nos enamoramos, sufrimos, nos separamos y nos reencontramos; como tantas veces pasa en la vida, pero con boda loca de por medio.

—¿Y él?

—¿De veras quieres saberlo?

—Claro —contesta como si fuera lo más evidente del mundo.

—Gabriel dice que encontrarnos en una playa en plena madrugada cuando los dos estábamos destrozados no fue coincidencia; él lo llama destino. Dice que nos enamoramos muy pronto, antes incluso de casarnos como dos locos. Dice que le salvé la vida, que lo traje de vuelta cuando estaba muerto y que alguien debería escribir un libro sobre nuestro amor. Que soy la mano que le mece, que le sostiene, que le acompaña y que él es el hombre que me llena, me completa. Si no nos hubiéramos encontrado, Gabriel estaría muerto y yo tendría una vida gris con alguien a quien quise pero no amo. Y nunca me habría quedado embarazada y no viviría cada día como un acto de amor.

Veo por el rabillo del ojo que Bea me mira sin parpadear, con sus enormes ojos verdes sorprendidos y brillantes. Una sonrisa asoma a sus labios, pero la controla y la hace desaparecer antes de responder:

—Qué asco me dais.

Cuando llegamos a casa le digo a Bea que no se preocupe por la maleta.

—Ahora mando a Gabriel a que la suba —le digo pasándome la mano por el vientre casi en un acto involuntario.

—Oh… Gabriel, el superproductor musical, va a subir mi maleta. ¡Ohhh yeah!

—Él o una grúa, porque vaya tela con lo tuyo…

—Una nunca sabe a quién se va a encontrar. Tengo que estar siempre que me rompo.

No lo sabe bien. Voy riéndome cuando abro la puerta de casa.

—Gab…, mi vida… —le llamo jadeante. Maldita escalinata de entrada—. Ya estamos aquí.

Gabriel sale de la cocina con un botellín frío de cerveza sin alcohol en la mano. Me sonríe de oreja a oreja.

What’s up, babe? —contesta.

—Bea trae una maleta que parece una UVI móvil. Tendrás que bajar a por ella y aparcarla en el garaje.

—Claro, nena.

Me besa y después se acerca a Bea, la abraza y le besa la frente.

—Espero que no te importe, Bea —le dice en un susurro—. Pero invité a un amigo a tomar algo.

Adam Levine se asoma por el quicio de la puerta de la cocina y Bea lanza un exabrupto.

—Joder, la puta madre que os parió a todos —e inmediatamente viste su mirada de ese pestañeo acicalado que nunca podré imitarle—. Cuatro jodidos años os ha costado.

Gabriel y yo nos miramos mientras Bea y Adam se dan la mano amistosamente. Ella, con una voz de lo más zalamero que he oído en mi vida, le dice que le encantan sus tatuajes.

—Ya me contarás dónde puedo hacerme uno —dice con aire coqueto.

Escucho a Gabriel aguantarse la risa de camino a la cocina, donde entran todos.

—¿Qué quieres beber, Bea?

—Tequila, aguardiente, absenta. No sé qué tendrás por ahí que se adecúe a la situación.

La madre que la parió.

Hoy es un día glorioso. Después de tantos años. Es como si Gabriel y yo hubiéramos cumplido al fin la última promesa de entre todas las que nos hicimos. A partir de ahora, lo que venga es nuevo. Y nuestro. Al fin Bea dejará de acosarme con sus fantasías locas. Le pongo en bandeja conseguirlas, como un día lo hice yo. Quizá de esto solo salga una anécdota con la que reírnos en cada reunión familiar, pero ¿qué más da? La vida, al final, está para vivirla.

Suspiro sintiendo cómo cerramos el círculo. Queda poco para completarlo del todo, pienso mientras me acaricio el vientre. Quién me iba a decir a mí, después de tantos años corriendo sin sentido, persiguiéndome a mí misma, que iba a frenar y ser feliz. Quién iba a adivinar que terminaría encontrando a Silvia.