9

IDILIO

Para: Silvita GU

Fecha: miércoles, 20 de marzo, 23:32

De: Álvaro Arranz

Asunto: Dicen que…

Sabía que llegaría este momento y que alguien se acercaría a mí para decirme con malicia algo sobre ti. Ha sido una amiga de mi hermana con la que me he encontrado en el aparcamiento. Dice que se rumorea que estás embarazada. Que se rumorea que Gabriel tiene la mano muy suelta y tú vas llena de cardenales. Que tienes un rollo con su entrenador personal.

No creo nada, aunque no descarto que un día desayune con la noticia de que has decidido ser madre con ese. Con ese, Silvia. ¿Qué hay de todas las cosas que querías hacer por ti misma? Joder, Silvia, hoy estoy muy cabreado. Me va por días. Hoy es de los malos. Tengo mucha rabia dentro. ¿Qué haces allí? ¿Qué haces con ese? ¿Por qué coño estoy yo así? Estoy muy enfadado y ya no sé si lo estoy contigo, conmigo o con él.

Dile que si te toca lo mato.

Qué asco de vida, Silvia.

Álvaro Arranz

Gerente de Tecnología y Sistemas

Para: Álvaro Arranz

Fecha: jueves, 21 de marzo, 9:32

De: Silvita GU

Asunto: Re: Dicen que…

Por supuesto que Gabriel me toca, pero no me deja cardenales, te lo aseguro. Cuando Gabriel me toca solo es para complacerme y hacerme feliz. Y lo hace todo el tiempo. Y si tu vida te parece un asco, es porque no has aprendido, en treinta y cinco años, a gestionarla. No tienes razón alguna para ponerte así. ¿Sabes por qué? Porque al final me fui como un perro que está harto de que le den patadas.

Ahora la que está enfadada soy yo, Álvaro.

Deja de escribirme.

Silvia

Bajo a la cocina frotándome la frente, tratando de quitarme de encima el mal cuerpo que me dejan estas cosas. Joder con Álvaro…

Abro la nevera, cojo una botella de algo que aquí llaman agua vitaminada, que es básicamente agua con sabores y me acerco a la cristalera que da al jardín. Están podando algunos árboles y las flores están increíbles, llenándolo todo de un jaspeado de colores cálidos, como en una pintura puntillista. Puto Álvaro. Puto una y mil veces. Resoplo.

—¿Pasa algo?

La voz de Gabriel suena tan cerca que estoy a punto de gritar.

—Joder, qué susto —me quejo—. Trata de no ser como un ninja, por favor. Ve haciendo ruido o te tendré que poner un cascabel.

—Lo siento. ¿Pasa algo? —repite.

—No. Nada.

—Me ha dicho Mery que algunos de los bolos de la gira os están dando problemas. Si te agobia, delega. Para algo eres mi mujer.

Y cuando dice que soy su mujer hay una nota de posesión que, muy al contrario de lo que podría parecer, me encanta.

—No es eso —pero no le quiero decir que Álvaro me escribe todas las semanas, a veces hasta dos o tres días seguidos—. Son temas de España.

—¿Está bien tu familia?

—Sí —asiento—. Déjalo, no te preocupes.

Gabriel tiene el ceño fruncido y le pongo un dedo entre las cejas. Relaja la expresión.

—Así me gusta.

—Me tienes domesticado.

Me roba la botella de agua de las manos y me pregunta cómo voy con el trabajo.

—Bien, la verdad. En tres semanas estaremos ya on the road y parece que por fin está todo cuadrado. Después saldrán mil marrones de última hora, pero de eso ya nos ocuparemos más adelante. Por cierto, tengo que llamar a Martin para que te oriente con la ropa para las entrevistas y esas cosas. ¿Cuándo te viene mejor que venga?

Gabriel sonríe, me pega a él y me pone las manos en el culo.

—Sabía que serías brillante. Que venga cuando creas conveniente. Confío en tu criterio.

Le doy un beso y me alejo hacia las escaleras.

—¿Te apetece salir esta noche? —me dice parado frente a la ventana, mirando hacia fuera.

—Claro.

A las ocho y media ya estoy preparada. Aquí la gente cena a una hora aberrante, casi a mi hora de merendar. Pero, claro, aquí no meriendan. Tengo más hambre que el perro de un ciego…

Gabriel está en el cuarto de baño, afeitándose. Me cuelo dentro y me sorprendo al ver que sigue llevando solo la toalla.

—¿Aún estás así? —me quejo, pero con ganas de tirar de ella y arrancársela de encima—. ¡Que me muero de hambre!

—Pues agáchate y come, reina.

Le doy un puñetazo en el brazo y él se ríe mientras se repasa las mejillas.

—Qué guapa —susurra cuando paso por detrás de él.

Llevo un top blanco de seda con algunos apliques de strass, unos vaqueros pitillo bastante ceñidos y unos Christian Louboutin con plataforma y cristales de Swarovski.

—¿Adónde vamos?

—Cenamos en el japonés y vamos a tomar una copa a algún club. ¿Te apetece?

—Lo que me sorprende es que te apetezca a ti, la verdad.

Gabriel no contesta. Solo sonríe. Esta situación me incomoda. Es como si él supiera algo que no me está contando…

La cena ha ido muy bien y he conseguido relajarme. Bueno, relajarme no es la palabra adecuada. Digamos que ya no tengo la impresión de que Gabriel me está escondiendo algo. Relajada no puedo estar, porque nos hemos pasado toda la cena besándonos y toqueteándonos por encima de la ropa. Mi temperatura corporal debe de estar muy por encima de lo normal, pero ya no sé si me la mido en Celsius o en Fahrenheit.

Cuando cogemos el Mustang para ir a tomarnos una copa, le pido a Gabriel que vayamos a casa y le doy un catálogo de la oferta de servicios que le puedo proporcionar si cede. Pero me parece a mí que no. Tiene planes.

—¿Has quedado con alguien? —le pregunto mosqueada ya.

Me mira de reojo.

—Sé que van a estar allí unos amigos a los que hace tiempo que no veo y me encantaría presentártelos.

—Pero ¡yo estoy cachonda!

Gabriel sonríe de lado y no contesta.

Cuando llegamos al club le damos las llaves a un aparcacoches y entramos sin tener ni que mirar de reojo la cola de gente que está esperando para entrar. Aquello es enorme. Es como el interior de una casa diáfana y con una escalera con balaustrada. Las luces van de aquí a allá, y a pesar de que yo me encuentro perdida, él localiza muy pronto el lugar al que quiere ir. Al fondo de una barra, un montón de gente nos espera. Coloca su mano al final de mi espalda y me lleva hasta una pandilla de diez tíos, cada uno con una pinta más friki que el anterior. Son modernos guays entre los que no me siento cómoda. Si me lo llega a decir, me habría inventado una enfermedad tropical con tal de no venir a conocerlos.

Como soy la única mujer de la pandilla, todos se encargan de mimarme y traerme copas. Creo que están tan preocupados por caerme bien como a la inversa. Gabriel bebe una cerveza tras otra apoyado en la barra, dejándome espacio para que hable, ría, cuente anécdotas y sea yo. Y entre trago y trago, me mira con esa expresión de veneración que tanto me gusta y aturde. Y las ganas que tengo de él se van acumulando.

A las doce uno de ellos saluda a otro chico, que se une a nosotros tras las presentaciones. No sé ni cómo se llama, pero la verdad es que no me interesa.

A pesar de que Gabriel es lo suficientemente espectacular como para que a mí me cueste mirar a otros hombres, este chico ya ha captado la atención de todas las mujeres del club cuando ha entrado. Es guapo hasta hartar; una de estas bellezas naturales, casi mediterráneas, pero adornada por las horas de gimnasio que debe de echar.

Gabriel se acerca a mí mascando chicle y nos damos un beso.

—Si sigues mirándolo terminarás por desgastarlo —espeta. Pero no lo dice con celos, sino como un comentario al azar.

—No lo estaba mirando —añado acariciándole el pecho.

A estas alturas de la noche, yo ya estoy un poco borracha. Mis manos resbalan por encima de su camiseta hacia abajo y le agarro del cinturón con el que sujeta el vaquero a la altura de las caderas.

—¿Vamos a casa? —y, al preguntarlo, procuro poner cara de guarrona viciosa dispuesta a todo.

Me mira de arriba abajo y sus ojos se detienen en mis pechos. Después se inclina y me dice al oído:

—¿Estás juguetona?

Asiento.

—¿Cuánto?

—Mucho —respondo pícara.

Gabriel da un paso hacia atrás.

—Eh… —llama al chico que se nos acaba de unir con una sonrisa forzada y este se nos acerca—. Nos vamos a casa. —El chico se nos queda mirando sin saber muy bien qué contestar y entonces Gabriel nos deja a los dos con la boca abierta—. ¿Te vienes? —le pregunta.

Bueno, a decir verdad, la única que pone cara de imbécil aquí soy yo, porque él parece haberse repuesto muy rápido de la sorpresa.

—Eh… —murmura—. Pues… vale.

—¿Vale? —insiste Gabriel.

—Sí. ¿Os sigo en mi coche?

—Perfecto. Vamos.

Gabriel echa a andar y tira de mi brazo. Nos vamos sin despedirnos de nadie y entonces me sorprendo al comprobar que todos nos siguen. No sé si asustarme o relajarme. No sé si piensan que me voy a montar una orgía con todos ellos o si solo vamos a seguir un rato más en casa.

Nos acomodamos en el salón. Somos un grupo grande y yo, entre bromas, voy preocupándome por saber qué quiere beber cada uno. Gabriel me acompaña, en teoría para ayudarme con las bebidas, pero cuando llegamos a la cocina tarda muy poco en arrinconarme y pedirme que le bese. Y no quiere que le dé un besito. Quiere que le llene la boca, que le muerda, que le lama y que me encienda. Encajamos los labios y nos besamos profundamente. Su lengua baila en círculos alrededor de la mía y yo voy cediendo.

—Hay gente en casa a la que, por cierto, has invitado tú —me quejo tratando de apartarlo.

—¿Y qué? —dice con una sonrisa.

—Oye, ¿y de qué iba eso de hacerme creer que invitabas a ese a hacer un trío?

—No sé de qué hablas —se ríe.

—Claro que lo sabes.

—Bueno… —Vuelve a acercarse—. No parecía que la idea te pareciera mal.

—¿Quieres que fantasee con ello?

—Hum…, qué mala eres. —Se ríe de mí—. Y dime, ¿qué ibas a hacer tú con dos tíos?

—Se me ocurren muchas cosas.

Me soba el culo por encima de los vaqueros y de repente, no sé por qué, me acuerdo de cuando Álvaro me contó que había hecho un trío con una de sus ex y una desconocida.

—¿Te pondría? —me pregunta Gabriel al oído mientras sus manos cambian de sitio, subiendo por dentro de mi top, en dirección a mis pechos.

Pellizca mis pezones por debajo del sujetador y aprieto los dientes. Me encanta cómo lo hace y asiento.

—¿Y a ti? —le pregunto.

Asiente. Y me encanta esa expresión de chulito que pone, como si siempre dominara la situación.

—Serías capaz de dominarnos a los dos y follarnos tú sola.

—Ah, sí, ¿eh?

—Te voy a hacer de todo… —gruñe cuando le palpo el paquete.

Un ruido nos sobresalta y nos separamos. Las manos de Gabriel salen de debajo de mi ropa y miramos hacia la puerta, donde el chico en cuestión acaba de entrar.

—Hola… ¿Necesitáis ayuda con las bebidas? —pregunta.

Y yo diría que… este huevo pide sal.

—Sí —contesta Gabriel mirándome—. Silvia te dirá qué necesita.

Se aparta hasta apoyarse en la encimera con cara de «qué malo soy y cómo me molo», y yo le sigo el rollo, no voy a ser menos.

—¿Podrías bajarme esas botellas? —Abro un armario y le señalo lo que quiero.

Él se acerca. Es alto, casi más alto que Gabriel. Cuando las coge y me las da, me doy cuenta de que tiene los ojos verdes.

—¿Algo más? —contesta con una sonrisita sensual.

—¿Algo más, Silvia? —dice Gabriel detrás de él.

Joder. Pues con la tontería…, cómo me estoy poniendo.

—No. Ya cojo yo el hielo.

Como estoy medio borracha y debo de haber perdido la vergüenza, me giro, me agacho y cojo una bolsa de hielo del congelador y, al levantarme, le rozo el paquete con mi trasero.

—Perdona —susurro con malicia.

—Perdonada —contesta.

Gabriel se acerca y, en sus narices, me besa, metiéndome la lengua hasta la garganta. El invitado mira con media sonrisa cuando nos separamos y, sorpresa, sorpresa, se pega a mí, convirtiéndome en la tortilla de un bocadillo precisamente de tortilla. Cierro los ojos y Gabriel susurra en mi oído si quiero otra copa.

—Por favor —susurro.

Gabriel se gira, coge un vaso chato, le pone un hielo y lo llena con bourbon. En realidad odio esa mierda de alcohol. El otro tío se me acerca y, cogiéndome de la cintura, se pega a mi cuerpo. Noto su erección en mi cadera a pesar de que los dos llevamos pantalones vaqueros y no es que sea una tela muy sensible.

—¿Sabes que tienes una mujer muy guapa? —le dice a Gabriel, que me pasa el vaso.

—Pues deberías verla desnuda —susurra Gabriel acercándose a nosotros dos.

Entonces vacío el vaso garganta abajo. Me da igual lo que sea; necesito el trago.

—Y huele muy bien —siguen diciéndose entre ellos.

Y cuando me doy cuenta, los dos lados de mi cuello están siendo recorridos por dos bocas diferentes. Se me escapa un jadeo y Gabriel da un paso hacia la puerta.

—Dadme un segundo.

No puedo evitar comprobar que él también está excitado. Lo siguiente que escucho es que Gabriel se disculpa con sus amigos y que les dice que me duele la cabeza y que me he acostado. Luego irrumpe en la cocina y nos dice:

—¿Subimos?

Debo de tener un montón de neuronas sueltas por ahí. Eso explicaría muchas cosas.

Me sorprende que Gabriel nos dirija hacia su habitación. Me mira, me guiña un ojo y supongo que lo hace para que, pase lo que pase, nuestra cama siga siendo nuestra. A saber lo que ha visto ya la suya.

Mientras le pedimos que se acomode, nos quedamos en la salita previa y hablamos en susurros. Gabriel se acerca y me pregunta qué quiero hacer. No lo sé. Me encojo de hombros nerviosa. No lo sé.

—Iremos viéndolo sobre la marcha —dice y la manera en la que sonríe me tranquiliza.

No hay conversación sobre el tiempo o jueguecitos. Cuando entramos, Gabriel me pregunta si quiero besar a ese otro chico. Niego con la cabeza, me río internamente y con voz queda les digo que quiero que se besen ellos dos.

Por un momento creo que se van a negar; Gabriel incluso me mira con las cejas arqueadas, sorprendido. Estoy a punto de aclarar que solo bromeaba cuando nuestro invitado toma la iniciativa; se acerca a Gabriel y lo coge por el cuello. Abro los ojos como platos cuando veo ese beso. Gabriel se resiste levemente, mirándome.

—Cielo… —murmura.

—¿A qué esperas?

Ver a dos hombres besándose nunca había estado dentro de mi abanico de fantasías, la verdad, pero quiero saber hasta dónde es capaz de llegar Gabriel si yo se lo pido. Estoy borracha, él un poco también y… simplemente afloja la tensión de sus hombros y se deja. Después solo hay lenguas. Se besan, enredándose y, a pesar de que son dos hombres besándose, me parece tan masculino… tan sexi. Me quito el top, lo dejo caer y ellos, como un tiburón al olor de la sangre, se giran hacia mí con rapidez.

Me desabrocho los vaqueros y me digo a mí misma que estoy loca, pero me contesto que lo haré y después lo olvidaré. Me quito los zapatos y los pantalones y me quedo en ropa interior. Gabriel me sube sobre la cama y después se quita la camiseta. El suelo de la habitación se cubre de ropa en un momento y los dos se quedan en ropa interior delante de mí. Gabriel se acerca, tira de una de las copas de mi sujetador y me saca el pecho, que lleva rápidamente a su boca. El otro hace lo mismo y de pronto son dos bocas ávidas las que succionan, tiran de mi piel y me excitan. Dios. Estoy loca.

Yo misma me quito el sujetador y Gabriel me besa violentamente, como con propiedad. Dos manos aparecen entre los dos; una va directamente al interior de mis muslos y la otra al paquete de Gabriel. Los dos gemimos, aunque es una mano que no nos conoce y toca torpemente.

Gabriel se aparta un momento y por la manera como me mira… hace ver que algo no va bien. Quiero preguntarle qué pasa, pero el otro chico me aborda y me quita las braguitas. Después baja con su boca por todo mi cuerpo, y cuando va a acomodarse cerca de mi pubis, Gabriel lo toca en el hombro y, al girarse, le pide que se aleje. Miro a Gabriel, no molesta sino sorprendida y él, a modo de disculpa, dice:

—Lo siento. Creía que podía, pero no soporto ver a otro tocándote.

En lugar de rebajar mi libido, esa frase tiene el efecto contrario en mí. Gabriel se disculpa con el chico.

—Perdónanos… aún estamos definiendo los límites de la relación que tenemos y…

—Puedo no tocarla a ella —le ofrece.

Gabriel chasquea la lengua contra el paladar y se frota la cara.

—Muchas gracias, pero creo que preferiríamos estar solos —digo con la voz tan firme que casi no me conozco.

Esperamos pacientes a que se vista de nuevo y Gabriel lo acompaña a la puerta. Yo espero, desnuda, sobre la colcha. Espero y desespero, porque cada minuto que pasa me parece eterno. No debe de tardar más de diez, pero yo ya no me aguanto ni a mí misma cuando vuelve a aparecer. Y viene con esa mirada… con esa devoción ciega en sus ojos que me construye entera otra vez.

Aunque estoy cachonda y hasta me corta el rollo, me acuerdo de mi hermano Óscar diciéndome que con Álvaro parecía débil. Le encantaría verme con Gabriel, porque con él soy todo lo fuerte que en realidad puedo ser. Le llamo a la cama, y cuando se tira sobre mí, abro las piernas y trato de desnudarlo con desesperación.

—Dios… fóllame —le pido.

—Silvia…, ¿estás decepcionada? —me dice sujetándose con sus brazos sobre mí, imponiendo un poco de distancia entre los dos.

—¿Por qué iba a estarlo?

—Quizá… te he puesto el caramelo en los labios para quitártelo después.

—Claro que no. —Sonrío.

Sonríe aliviado y me dice que me quiere. Y yo a él. Tanto que apenas puedo creer que sea real. Me siento como si fuera una fanática que no piensa, que solo está obsesionada.

Gabriel y yo jugamos, a pesar de que ya no somos tres. Vamos a nuestra verdadera cama y me venda los ojos. Otro juego, dice… y con los ojos vendados parece que escucho mejor cómo respira, el sonido de su saliva y los latidos acelerados de su corazón. Parece que huele aún mejor, que su piel es más suave, que sus besos son más de amor.

Su lengua me recorre entera. Dibuja caminos por mis piernas hasta llegar a mi sexo, donde profundiza, abriendo mis pliegues, soplando sobre mi clítoris, mordiendo suavemente mis labios. Cuando creo que no puedo más, me gira, me coloca boca abajo y su lengua viaja en zigzag desde detrás de mis rodillas hasta mis nalgas. Cuando la siento adentrarse un poco más, gimo y no sé si sentir vergüenza o placer. Me agarra de la cintura, levanta mis caderas y siento sus labios recorriéndome la espalda. Gimo en voz alta y me retuerzo. De pronto, me lame la boca y me lanzo a besarle. Él trata de calmarme pero estoy desatada; llevo mi mano derecha hasta mi sexo y me toco, gimiendo. Los dedos se resbalan hacia mi interior.

Gabriel jadea. Puedo escucharle con la respiración entrecortada e imagino su expresión. Eso me calienta más aún y me retuerzo tratando de tocarlo. Escucho cómo se cierra un cajón y reconozco sobre la boca el tacto del vibrador que me regaló. Ni siquiera lo pienso un segundo: lo chupo templándolo. Después Gabriel lo cuela dentro de mí. Me arqueo y le pido más, porque le quiero a él dentro. Pero sigue acariciándome con el aparato.

El primer orgasmo me sacude casi sin esperarlo. Es violento y me azota entera. Grito con los labios cerrados y después cojo aire, porque creo que me ahogo.

Reconozco el peso de Gabriel entre las piernas justo antes de sentir cómo su erección me dilata, entrando poco a poco en mí, hasta el final. Acerco las caderas a él, porque no he tenido suficiente, pero me para. Me besa la barbilla, el cuello, los hombros; mientras, entra y sale de mí con profundidad pero con una lentitud que me castiga. Me quito la venda de los ojos, lo llevo a mi boca y, sonriendo, le pido que no pare.

—Ya no puedo parar —dice con la voz tomada—. Ya da igual lo que quiera hacer. Dentro solo te tengo a ti.

Y no follamos. No podemos. Solo hacemos el amor. Él encima, yo encima, de lado. Da igual. No cambiamos de postura buscando el morbo, sino para poder mirarnos mejor. Terminamos sentados sobre la cama, yo sobre él. Mis dedos acarician suavemente mi clítoris hinchado y sensible y Gabriel se hunde en mí con contundencia. Me avisa de que se va y me corro apoyando la frente sobre sus labios. Después me llena. Me llena y en cuanto sale de mí manchamos mis muslos, los suyos y las sábanas. Y me encanta esa sensación. Adoro cada roce, cada nueva experiencia, cada palabra, cada respiración. Amo hasta la extenuación todo lo que tenga que ver con él.

Un rato después, cuando ya nos hemos dado una ducha, Gabriel sigue callado, meditabundo. Me apoyo en su pecho y le pregunto si le pasa algo. Asiente, me mira y dice:

—Silvia…, sí tiene que ser amor. El amor de mi vida.