ADICCIÓN FÍSICA
Para: Silvita GU
Fecha: viernes, 15 de marzo, 9:32
De: Álvaro Arranz
Asunto: Te he visto
Este fin de semana fui a casa de mis padres. Jimena se casa, no sé si lo sabías.
Parece que la boda de mi hermana tiene que convertirse en el centro de todo nuestro universo. Es imposible… Mi mundo empieza y termina en ti, deberían saberlo. Pero no puedo contarle a nadie más que a ti que todo lo que me dicen me importa una mierda. Es un suplicio que me pregunten tres o cuatro veces al día si ya he decidido quién me acompañará. «Silvia», pienso, pero como soy un cobarde a ellos les digo que iré solo.
Encontré unas revistas en su salita de estar y en dos salías tú. Dicen de ti que eres de las mejor vestidas de Los Ángeles. Eso me hace sonreír; sé que te gustará que por fin alguien aprecie tu buen gusto. En la oficina estaba muy desaprovechado, ¿verdad? En las fotos eres tan tú que a veces me cuesta creer que estés allí. Se me encoge el estómago cuando pienso que ahora es él quien te tiene y que, por mucho que alargue la mano, no voy a poder tirar de ti otra vez.
Pero escribiré cada semana hasta que consiga acostumbrarme a estar sin ti.
Álvaro Arranz
Gerente de Tecnología y Sistemas
Hasta ahora no me había resultado complicado trabajar en casa, pero desde que Gabriel y yo nos acostamos… es sumamente complicado concentrarse. Y juro que la culpa es suya. Yo lo intento, pero aparece en todos los rincones dispuesto a abordarme otra vez. Estoy dolorida, pero complacida a niveles que no conocía. Si pensaba que Álvaro era una bestia, es porque no conocía a Gabriel, aunque las comparaciones sean odiosas y no quiero pensar en Álvaro.
Podemos hacerlo tres o cuatro veces al día. Es como si se hubiera convertido en su trabajo. En la ducha, en la barra de la cocina, en el sofá, en el suelo, en las escaleras, en la hamaca, en la piscina, en la cama, en el vestidor, sobre la mesa del escritorio… y aunque parezca lo contrario, no hemos follado como animales ni una sola vez. Es sexo tranquilo, placentero, confiado y amoroso.
La pobre Tina nos pilló el otro día en el sofá con las manos en la masa. Entró en el mismo momento en el que Gabriel, apoyado en el reposacabezas y mirando al techo decía:
—Joder, qué bueno, nena…
Se nos quedó mirando con expresión de horror, gritó, se tapó la cara con el delantal y salió corriendo. Se tendría que haber quitado el mandil de la cabeza para correr…, así habría evitado darse la hostia que se dio con el marco de la puerta del salón. La tuve que recoger del suelo atontada, llevando encima solamente la alfombra.
Creo que soy feliz… tanto que me da miedo. Me da miedo perderlo, o que se desmorone, o que en realidad sea solo un espejismo. Me da miedo levantarme un día siendo consciente de que aún quiero demasiado a Álvaro.
Me quito las gafas, las dejo al lado del ordenador y me froto los ojos. Estoy cansada. Gabriel está con su entrenador personal y yo ya he cerrado las doscientas mil chorradas que van surgiendo cada vez que creemos que hemos solucionado del todo parte de la gira. Desplazamientos por carretera, horarios para que la prueba de sonido de Gabriel no coincida con el montaje de luces y sonido, el hotel, la coordinación de la agenda para que las entrevistas de prensa y televisión no se solapen…
Apago el ordenador y bajo a la cocina, donde Tina y Frida están recogiendo sus cosas. Con Gabriel no son tan familiares, pero conmigo sí, así que se acercan a darme un beso en la mejilla antes de irse.
—Les dejé la cena preparada en el horno —me dice Tina antes de darme una palmada en el culo—. Asegúrese de que Gabriel come, que me lo está dejando en los huesitos.
Yo me río. ¿Que yo lo estoy dejando en los huesos? Es él, que nunca tiene bastante. Pero prefiero no ponerlas al día de mi vida sexual.
Cojo el teléfono de casa para llamar a Gabriel, pero me acuerdo de Bea y marco su móvil, con los pertinentes prefijos. Coge al cuarto tono.
—Ya creía que follar con tu flamante marido te habría matado —bromea.
Cuando la llamé el día siguiente a mi primera vez con Gabriel, Bea pidió tantísimos detalles que, por primera vez en mi vida, me sentí hasta incómoda. Lo preguntó todo. Tamaño, grosor, color, aspecto, regularidad de las penetraciones, fuerza, tipo de gemidos. Por un momento no supe si estaba en Sálvame o hablando con mi mejor amiga. Desde entonces, casi siempre que hablamos saca a relucir el tema y quiere que le dé más datos aún, aunque creo que es imposible y que no hay nada que no le haya contado ya. Está ávida de información morbosa.
—¿Cómo va el cole? —le pregunto.
—El curro va como siempre. Aburrido. Los niños son el mal, no el futuro. No sé por qué se empeñan en decirnos lo contrario —suspira—. Ya ves, chata. Algunas tenemos curros que no implican acostarse con estrellas del rock, ¿sabes? Ahora que lo pienso… Tienes una peligrosa tendencia a terminar en la cama con tu jefe.
—Gabriel no es mi jefe, es mi marido. —Me río—. Si lo fuera, esto iba a ser aún más perverso y morboso.
—¡Ay! ¡Cómo sabes picarme! ¿Has conocido ya a Adam?
—¿Qué Adam? —pregunto confusa.
—¿Quién va a ser? Pues mi próximo marido.
—Ah, ese Adam. —Me río otra vez—. No he tenido aún el placer. Aunque no lo creas estoy currando mucho.
—Claro, conseguir que todos los camerinos de Gabriel tengan una cama con dosel tiene que ser durísimo.
—Eres un poquito imbécil, pero aun así te aclararé que mi marido no tiene ese tipo de caprichitos.
—Qué coño, que los tenga, él que puede… A él le perdonaría hasta que le pusiera mearte por todo lo alto.
Me echo a reír y ella se contagia. Pasamos unos segundos riéndonos como unas tontas.
—¿Sabes? —le digo con un tono mucho más melancólico de lo que pretendía—. Echo mucho de menos emborracharme como una indigente contigo en ese piso lleno de mierda en el que vives. Eso y la pajita de Hello Kitty.
—Ya, esa pajita es maravillosa. Parece que los gin tonics saben mejor con ella.
—Aunque te resistas a decírmelo, sé que me echas de menos.
—No me resisto a decírtelo, es que no quiero confesarte que el pasado fin de semana hicimos rodeo de cabras en mi pueblo y ni siquiera tuvo gracia que Paula se cayera de morros contra la fuente y se partiera una pala otra vez. Y no quiero contártelo porque, al final, acabaré llorando.
Cojo aire.
—Tienes que venir unos días, ¿lo sabes, verdad?
—Lo sé. Lo que no sé es cómo lo pagaré. —Se echa a reír—. Igual es el empujón final para que me saque un sobresueldo en la calle Montera.
—Yo te regalaré los billetes; si quieres pasarte por Montera, ya será por vicio. Por cierto, ahora que viene al caso… ¿follas con alguien?
—No. Estaba tratando de, ya sabes, reservar energía sexual para Adam, pero como he visto que ha empezado a salir con otra megamodelo, me he dicho, oye Bea, no pasa nada por que le eches el ojo a ese profesor de Biología un poco repelente que se parece a varios personajes de Big Bang Theory a la vez. Así le daré celos.
—Ajá. Pretendes darle celos a Adam Levine con el profesor de Biología repelente. Todo muy coherente. Ya me quedo más tranquila.
—¡Oye, chocho, que por aquí la cosa está chunga! Creo que solo hay dos españoles que estén buenos en el mundo. Uno es Andrés Velencoso y el otro es tu ex. Eso no me deja las cosas muy fáciles.
—Gabriel también es español —remarco.
—Oh, Dios, qué asco me dais las enamoradas. «Mi novio, que es supercuqui, también está supercuqui bueno» —gruñe.
—No es mi novio. Es mi marido. Y tiene el rabo como un misil teledirigido.
Bea refunfuña y mientras me cuenta cosas sobre otra amiga nuestra que está colosalmente enamorada por enésima vez del «definitivo hombre de su vida» (cosa que dice de cada tío con el que se encuentra), cojo el móvil y le mando un mensaje a Gabriel, preguntándole si tardará. Aparece justo en ese momento dándome un susto de muerte. Me enseña el móvil y me dice en voz baja: «Rápido como un rayo».
—Ya te daré yo rápido —le contesto.
—¿Es Gabriel?
—Sí, acaba de llegar de entrenar. Voy a ver si pongo la mesa.
—Dale un meneo de mi parte.
—No lo dudes. ¿Arriba o abajo?
—Por el culo. —Se ríe.
—Debes de estar de coña. —Me río—. Si hago eso con él, acabo en urgencias con puntos hasta el cuello.
Le mando besos y recuerdos para todas; después cuelgo. Gabriel está apoyado en la isleta de la cocina, y me está mirando.
—¿Con qué se supone que vas a acabar en urgencias?
—Con el sexo anal —le contesto con inocencia—. Anda, dame un beso.
—Me voy a la ducha, pero ya —me suelta.
Lleva unos pantalones de deporte negros holgados y una sudadera también negra con capucha y, a pesar de que el pelo es un guirigay sin sentido, está monísimo. Levanta las cejas al ver que no contesto, embelesada en lo guapo que es. Lástima que vendrá demasiado cansado para entrenar físicamente un poco conmigo…
—Vale —digo despertando—. Voy sirviendo la cena…
Él dibuja una sonrisita de lado y acercándose se insinúa:
—Yo venía pensando que a lo mejor te apetecía enjabonarme la espalda…
Sonrío y apago el horno.
Entramos en el cuarto de baño enredados, morreándonos salvajemente como dos adolescentes calenturientos. Abro los ojos y nos veo reflejados en el espejo. Me muero de vergüenza. ¿Esa persona tan fuera de control soy yo? Cuando me quita la camiseta y me da la vuelta de cara al espejo no hay duda; sí, soy yo.
Me baja los pantalones hasta los tobillos y me los quito de una sacudida. Veo en el reflejo cómo se quita la sudadera, la camiseta y, después, los pantalones. Verle ya produce un cosquilleo dentro de mis braguitas que me avergüenza hasta confesar, porque es de una intensidad contra la que no puedo luchar.
Me besa el cuello por detrás, baja por toda mi columna vertebral, lamiendo y dando pequeños mordisquitos hasta las braguitas, que pronto caen por mis piernas. Me quito el sujetador y noto cómo su lengua dibuja unas enredaderas de saliva por mis nalgas, hacia abajo. Me inclina sobre el mármol del baño y su lengua se mete entre mis muslos, desde atrás. Me cojo a la bancada y me resisto a mirarme en el espejo.
Sus dedos hurgan en mí y gimo. Se levanta de nuevo, desnudo, y nos mira en el reflejo.
—Mírate. Mira eso que me está volviendo loco.
Con los dedos en mi barbilla inmoviliza mi cara para que me mire y, después, siento cómo su erección me roza, buscando la manera de entrar en mí. No puedo evitar facilitarle la tarea, arqueándome. Aún no la ha metido y ya siento que podría correrme.
—No me hagas el amor, Gabriel… —suplico—. Fóllame. Solo fóllame.
No contesta, pero la manera que tiene de cogerme del pelo me da una pista de que va a complacerme. Tira de mi coleta y yo cedo a la presión de su movimiento dejando mi cuello al alcance de su boca, que lo devora.
—Mira… —susurra—. Mira cómo voy a follarte.
Trago saliva y él sonríe, porque está dominándome por completo. Noto su mano entre los dos, preparando la penetración. Cuando localiza mi hendidura no hay jugueteo, solo una estocada brutal que me deja sin respiración. Creo que hasta pongo los ojos en blanco. Los dedos de su mano derecha aprietan ligeramente mi barbilla.
—Mírate. Quiero que veas tu cara cuando te corres.
Clavo los ojos en nosotros y me agarro cuanto puedo al mármol. El golpeteo entre su cuerpo y el mío es violento, seco y muy placentero. Me muerdo el labio de abajo con fuerza, pero él me susurra al oído que quiere escucharme gritar y me dejo llevar. Le pido más, grito, gruño y en un ataque de locura le digo que haga lo que quiera conmigo.
Mete la mano entre mis muslos y sus dedos se deslizan con facilidad.
—Estás tan húmeda… —Y se muerde el labio inferior.
—Para —le pido—. Para o me corro ya.
Sigue acariciándome. Soy las cuerdas de su guitarra preferida y me está haciendo sonar como quiere. Me agarra del pelo con la otra mano y me obliga a mirarme en el espejo otra vez. Siento que me fallan las piernas y que se me contraen los músculos de todo el cuerpo antes de soltar un nudo que lo contiene entero y romperme en pequeños trozos. Grito. Mi expresión es indefinible; es placer puro. Gabriel sigue embistiéndome con fuerza.
—Grita, joder, grita…
Dios. Me muero. Me mata. No puedo más, y cuando ya estoy a punto de dejarme caer encima de la pila del lavabo, Gabriel sale de mí con violencia. Como si lo tuviéramos coreografiado, me dejo caer de rodillas delante de él, meto su erección en mi boca y succiono con fuerza. La saco entre mis labios apretados a su alrededor, la vuelvo a meter, jugando con mi lengua sobre su cabeza. Gimo del morbo al sentir que Gabriel se acelera, me agarra y empuja levemente hacia el fondo de mi garganta, provocándome una arcada que casi pasa desapercibida. Sale y toda mi boca está llena de saliva. Le humedezco, utilizo las manos para acariciarle, repartir mi saliva y deslizarme sobre él. Gabriel gruñe, y cuando vuelvo a metérmela en la boca, me vuelvo loca y la chupo con fuerza una, dos, tres veces más. Pronto noto cómo se contrae y gime con fuerza. Sé que está a punto de correrse y le miro a través de mis pestañas. Sonríe. Y a pesar del morbo que hace del aire algo denso y del deseo que lo convierte en irrespirable, esa sonrisa me encoge por dentro, porque es sincera, preciosa, de amor. Y entonces cierra los ojos, lanza un gemido y la cabeza hacia atrás y se corre en un disparo. Me mira después, con un pestañeo sensual y decadente y los párpados pesados. Trata de salir de mí, pero no le dejo y trago otra vez.
—¡Ah…! Mi vida —sigue gimiendo.
Jadea y su estómago plano se hincha. Trago otra vez, recojo con la boca cada gota de placer y después me alejo sin apartar la mirada de él. Se aparta el pelo, se frota la cara y se ríe.
—¿De qué te ríes? —le pregunto levantándome.
—No me gusta verte de rodillas, pero lo haces tan bien…
Los dos nos reímos y me empuja hacia él para besarme escuetamente en la boca.
—Voy a la ducha.
El agua está caliente y cae con fuerza sobre nuestras cabezas. Tengo la mejilla pegada al pecho de Gabriel y él me acaricia la espalda.
—¿Cómo he podido vivir sin ti? —pregunta de pronto.
Sonrío pegada a su piel y le beso. Yo también me lo pregunto. Me siento extraña pensando que me tuvieron otras manos antes que él y que los besos de otra persona significaron algo para mí. No concibo la idea de no quererle.
Me aparto de él porque me estoy adormilando y alargo la mano hacia el gel de ducha. Vierto un poco en su mano y otro poco en la mía. Los dos nos frotamos y después nos ayudamos a lavarnos el pelo. Gabriel se agacha para que se lo aclare y cuando lo hace, su cabeza se apoya entre mis dos pechos. Los besa.
—¿Seremos padres, Silvia? —pregunta.
Le miro arqueando las cejas con una sonrisa.
—¿Cómo? ¿Tú quieres tener hijos?
—Sí. Supongo que sí. Contigo. —Sonríe—. Pero no aún.
—¿Por qué? —Me río—. ¿No tienes prisa por verme gorda?
—Solo… quiero tenerte para mí un tiempo. Déjame disfrutarte ahora que puedo. Aunque te haría el amor todos los días, embarazada o no.
Nos besamos, y cuando se endereza y mis manos caen por su pecho, descubro que empieza a estar dura de nuevo.
—Debes de estar de coña. —Me río a carcajadas—. Pero ¡tú quieres matarme o qué!
—No. Quiero más.
Esa última palabra tiene en mi cuerpo el mismo efecto que si sus dedos estuvieran tocándome entre las piernas.
—¿Ahora? —me quejo falsamente, acariciándole despacio.
—No —dice con malicia—. Después.
—Ah, ¿después? ¿De qué?
—Hummm… —gime—. Para. Después de cenar. Tengo pensadas… cosas.
Se aparta, se enjuaga y tuerce los labios en una sonrisa de lo más vehemente. Esto va de hacerme sufrir ahora que ya ha solucionado las prisas.
—Es hora de cenar… —susurra.
Tina nos ha hecho carne al horno con puré de patatas. Con lo que me gusta comer…, qué desperdicio. Ahora no puedo pensar en meterme en la boca algo que no sea Gabriel. Pero él se ha secado, se ha puesto el pantalón negro de pijama y allí lo tengo, bebiéndose una cerveza tranquilamente. Será cabrón. No puedo estar ni sentada, pero supongo que cuenta con eso, con que la espera y las expectativas me volverán loca de ganas. Me duele el cuerpo, porque necesito que lo toque.
—Eso no se hace —le digo entre dientes.
—¿Qué no se hace? —Se pasa la servilleta por los labios y me mira.
—Decirme que tienes cosas pensadas, cosas cochinas… y después decirme: «Hala, a cenar».
—Hay que saber postergar las cosas buenas para disfrutarlas más.
—Te voy a trinchar como a un pavo.
Gabriel se ríe. Necesito, físicamente, que me folle hasta romperme. Y sé que podría hacerlo; eso empeora mi estado. No dejo de fantasear mientras remuevo lo que hay en el plato. Es como si hubiera estado conteniendo lo que siento sexualmente hasta haberlo conocido a él.
—¿Por qué no comes? —dice antes de un bocado.
—Porque no puedo —le confieso—. Por tu culpa solo pienso en ponerme a cuatro patas en la cama y…
Gabriel empuja mi plato hacia mí y no dice nada más.
Dios… pero cómo me pone…
Cuando llegamos de nuevo a la habitación, estoy desesperada. Se ha tomado hasta un café después de cenar. Y le ha importado bien poco que le insultara, que suplicara o que amenazara con empezar sin él.
Lo espero sentada en el borde de la cama, y cuando ya creo que me va a dejar así hasta el día siguiente, aparece con una botellita de agua en una mano y algo muy pequeño en la otra. Lo pequeño es una pastilla azul.
—¿Sabes qué es esto? —Y esboza una sonrisa que me toca entera.
—No. ¿Qué es?
—Es Viagra.
Gabriel se ríe abiertamente y yo abro los ojos como platos.
—¿Es que estás loco? ¡Suelta eso!
Me guiña el ojo antes de metérsela en la boca y dar un trago de agua.
—¿Preparada? —dice.
No. No lo estoy…
Tarda quince minutos en hacer efecto. Quince minutos que Gabriel pasa recreándose en lo húmeda y dispuesta que estoy. Pasa los labios sobre mi clítoris, sopla sobre él, sube a besarme después la boca, para que me saboree. Me acaricia con una suavidad que apenas puedo soportar. Me remuevo y no puedo más. No puedo más. Siento dolor.
Entonces, Gabriel ya está preparado. Me coloca a cuatro patas y me penetra con fuerza. Yo grito como una actriz porno porque ni siquiera puedo contener la voz en mi garganta. Y él no deja de susurrar cosas que terminan de ponerme a tono para hacer cualquier cosa por él.
—Te voy a follar durante horas. Me correré y volveré a follarte hasta que no puedas más. Y entonces te follaré otra vez.
Lleva la mano derecha a mi sexo, y cuando creo que va a acariciarme el clítoris para que me corra rápido, mete un dedo dentro de mí mientras me penetra. Luego dos.
Se vuelca sobre mi espalda y siento su lengua por mi piel. Sus dedos han desaparecido, pero pronto los noto, humedecidos, en mi trasero.
—No —le pido. Pero antes de que termine de decirlo, ya tengo uno dentro—. Oh, joder… —me quejo, porque no quiero que me guste.
Su dedo sale de mí y sigue embistiéndome con rabia. Está tan duro… Vuelvo a sentir un dedo en la puerta de atrás y me giro, tumbándome sobre mi espalda y haciendo que salga de mí.
—No —repito en tono firme.
—Te prometo que te gustará —dice con una sonrisa—. Y no acabarás en el hospital.
—No me siento cómoda.
Gabriel me acaricia el clítoris con su erección y se muerde el labio.
—Vale —dice.
Me quedo mirándole sorprendida, porque pensaba que insistiría hasta que yo no tuviera más narices que ceder.
—¿Vale? —le pregunto.
—Sí. —Y sonríe al decirlo—. Ya me lo pedirás.
—¿Con esa polla? —Lanzo una carcajada—. ¿Qué quieres, romperme por la mitad?
Los dos nos echamos a reír y nos giramos en la cama, hasta colocarme encima.
—Cariño, a ti te lo han hecho muy mal en el pasado.
Arqueo una ceja.
—Tú qué sabrás.
—Sé que si te lo hubiera hecho yo, ahora mismo me estarías pidiendo sin parar que repitiera. —Niego con la cabeza—. No quiero insistir, que conste. Ahora quiero correrme.
—¿Dónde? —pregunto y lo meto en mi interior.
Gabriel gime en un gruñido y dice algo que me sonroja.
—Quiero correrme en tu culo —dice mientras yo me muevo sobre él.
—Correrte en mi…
—Sí. —Empieza a penetrarme tan rápida e intensamente desde abajo que asiento.
—Sí —le digo.
Sus manos en mi cintura me empujan a él y me alejan; sus dedos se clavan en mi carne y se mueve, desde debajo de mí, clavándose hasta lo más hondo de mi cuerpo, llevándome de viaje al techo. Le toco el pecho, subo por su cuello y paso las yemas de mis dedos por sus labios.
—Ya… —Cierra los ojos como si estuviera controlándose para no irse y verme moviéndome así no le ayudase—. Estoy a punto…
Me quito de encima de él y Gabriel se mueve en la cama hasta darme la vuelta y quedar detrás de mí. Me levanta el trasero, yo meto la mano entre las piernas para tocarme, pero él la aparta y, colándose entre mis nalgas, se corre sin llegar a penetrarme, con un gruñido de placer.
Oh, Dios, ahora estoy aún más caliente que antes.
—Como no hagas que me corra me voy a morir… —me quejo.
Voy a levantarme para limpiarme su semen, pero Gabriel me mantiene en la misma postura, firme. Su erección no ha bajado y la pasea por mi sexo. Desespero, gimo, jadeo, grito… pero nada.
—Tócame…, fóllame, por favor —suplico con la cara en la almohada.
Gabriel me penetra un par de veces y sale de mí.
—Es que no estoy seguro de que quieras terminar ya —dice en un tono de burla sádico.
—Joder…, claro que quiero.
—Y cómo quieres que lo haga.
—Fóllame. Móntame. Hazme el amor. Lo que quieras, pero hazlo.
—¿Lo que quiera?
—Sí… —jadeo.
—¿Y si quiero metértela por el culo?
—¡Hazlo, joder, hazlo! ¡Métela por donde quieras!
—Te lo dije… terminarías pidiéndomelo. —Y cuando me quiero dar cuenta está dentro de mí otra vez, pero entre mis labios vaginales, abriéndome, llenándome como siempre. Me gira en la cama, me abre las piernas y se tumba encima. Me penetra otra vez antes de decir—: Jamás haré nada que no te apetezca y te haga gritar. ¿Es que no ves que he nacido para complacerte?
Y sin poder hacer nada más, arqueo la espalda y me corro con sus labios sobre los míos. Y el orgasmo es devastador, largo e intenso, como un latigazo.
Y entre el sudor, mi humedad y su semen, vamos dejando la cama perdida también de recuerdos. Estas sábanas las meteré yo misma en la lavadora, si es que al intentar quitarlas no me plantan cara.