HASTA AQUÍ
Para: Silvita GU
Fecha: jueves, 21 de febrero, 6:10
De: Álvaro Arranz
Asunto: Sin ti
Hoy es un día raro. Me acaban de llamar a la Blackberry para decirme que la Momia ha muerto. Pobre hombre. Hasta el último día al pie del cañón. Se lo han encontrado en su despacho las de la limpieza del turno de noche. Y me he acordado de cuando quisiste hacerle bailar la conga contigo en aquella fiesta de Navidad… Ojalá cerrara los ojos y, al abrirlos, otra vez fuera entonces. Iba a hacer las cosas de una manera muy diferente. No te marcharías si yo tuviera la oportunidad de volver a empezar.
Me pregunto cómo te irá, si te gustará tu trabajo y si Gabriel te tratará como te mereces. A decir verdad, me pregunto también si te acuestas con él y si te hace arquear la espalda de placer, como lo hacías cuando estábamos juntos. Te echo tanto de menos… Por favor, di algo…
¿Cómo es posible que cada día te eche más de menos? ¿Es que no me acostumbraré nunca?
Álvaro Arranz
Gerente de Tecnología y Sistemas
Leo el email de Álvaro antes de irme a dormir, cuando estoy revisando los últimos detalles para la puñetera gira americana, que empezará relativamente pronto. Me siento débil y creo que debo contestarle. Hace dos meses que escribe y que nunca tengo el ánimo suficiente de hacerlo, pero hoy…
Para: Álvaro Arranz
Fecha: jueves, 21 de febrero, 22:15
De: Silvita GU
Asunto: Re: Sin ti
Hola, Álvaro:
Siento mucho lo de la Momia y espero que no haya sido como consecuencia de una angina de pecho que le provocara yo en su día.
Todo va bien aquí. Mi trabajo me gusta mucho, muchísimo. Nunca encuentro la hora de desconectar. Si no fuera por Gabriel, me pasaría el día entre papeleos, llamadas de teléfono y correos electrónicos. Parezco profesional y todo. Y como no tengo máquinas de vending en casa, no se me quedan los brazos atrapados dentro. Seguro que recuerdas aquello…
Sobre él… Aunque Gabriel y yo no queremos estropearlo, es solo cuestión de tiempo, Álvaro. Tienes que hacer tu vida.
Espero que no sea muy duro lo de hoy, aunque no quiero pensar en ti si te vas de entierro, porque el negro siempre te sentó especialmente bien.
Y si te lo preguntas, yo tampoco me acostumbro.
Silvia
No espero a ver si Álvaro contesta. Apago el ordenador y me voy a mi habitación. Gabriel me pregunta desde abajo, a gritos, como un crío, si quiero algo de la cocina.
—¡Sí! —le contesto a gritos también—. Un crep de chocolate con plátano.
Evidentemente estoy bromeando. La última vez que Gabriel intentó algo en la cocina, Tina tuvo que pedir que nos volvieran a pintar el techo. Flambeado de Gabriel, le llamaba él. Yo lo llamé infierno, directamente.
Me quito las zapatillas y los vaqueros y cuelgo la ropa en el armario. Voy al baño y me lavo los dientes, la cara, me recojo el pelo…, ¿por qué tarda tanto Gabriel?
Cojo el pijama de debajo de la almohada y me lo pongo. Es un camisón de satén cortito de Victoria’s Secret también, fucsia con encaje negro. Por detrás es muy escotado y por delante… por delante también. Además llevo las braguitas a conjunto.
—Gab… —le llamo—. ¿Cariñooo?
Como no contesta, bajo las escaleras, un poco asustada por si ha entrado alguna fan y lo ha apuñalado en un momento de subidón. Yo qué sé. Hay gente muy pirada en el mundo. En la cocina hay luz y se oye trastear, además de la campana extractora. Pero ¿qué…?
Al entrar, me encuentro a Gabriel muy concentrado cortando un plátano en pequeñas rebanaditas.
—¿Qué haces?
Salta, sobresaltado, con el cuchillo en la mano y me echo a reír. Él también.
—Joder, qué susto, chinche —me dice. Me llama chinche porque dice que le pico debajo de la ropa.
—¿Que qué haces? —repito.
—Un crep con chocolate y plátano —responde como si fuera una obviedad.
Me asomo. Tiene el crep desplegado en un plato. Bueno… imagino que es un crep, porque la forma es algo monstruosa. Trato de no reírme y me tapo la boca. Él se gira diligentemente, abre un armario y saca un bote de chocolate líquido y le echa un porrón por encima. Eso mejora su aspecto. Lo guarda y después deja caer los trocitos de plátano, lo cierra y me lo da.
—Toma. Tu crep.
—Pero… ¡Gabriel! ¡Estaba de broma! —me descojono.
Yo dejo el plato sobre la isla de la cocina y él me coge la cara entre sus manos.
—Te dije que te lo daría todo. Todo. ¿Por qué no me crees ya?
Le miro a los ojos. Lo dice con una devoción que no conozco. Nadie me ha hablado así jamás. Me asusta sentir que dentro de mí guardo la misma devoción por él, por alguien a quien aún no hace ni un año que conozco, con el que me casé en una borrachera y con el que estoy muerta de ganas de terminar en la cama, para saber si esto que siento tirándome de las tripas es deseo, sexo o amor.
Cojo el crep con la mano y le doy un bocado. Me chorrea un poco de chocolate por la barbilla y me río. Seguro que tengo todos los dientes manchados, porque a Gabriel también le da la risa. Después se acerca y me besa la comisura de los labios, por donde se escurre el chocolate. Su lengua me limpia despacio y no puedo evitar gemir. Estoy tan caliente que no sé cómo no han venido a estudiarme de alguna universidad americana.
—Gracias —digo enseñándole el crep, poniéndolo entre los dos.
—Todo —me repite, con una sonrisa.
—Sabes que no puedes dármelo todo. —Arquea una ceja y le aclaro—: No puedes darme un orgasmo.
—Sí puedo, pero tú no quieres.
—Hay problemáticas que no estás teniendo en cuenta. —Cojo el plato, me chuperreteo los dedos y voy hacia la escalera—. Voy a ir comiéndome esto. Dicen que el chocolate es un buen sustituto para el sexo.
Y Gabriel me mira enigmáticamente. Cuando sube al dormitorio, parece decidido a algo.
—Te he dejado el pantalón del pijama encima de la cama —le digo cruzándome con él, cuando voy al baño.
Gabriel entra detrás de mí; lo veo en el reflejo del espejo mientras me cepillo los dientes con vehemencia. Se quita la camiseta y después empieza a desabrocharse el pantalón. Arqueo la ceja izquierda con toda la boca llena de espuma de dentífrico. ¿Por qué se está desnudando aquí si le dejé el pijama encima de la cama? Después enciende el agua de la ducha. Ah… ya.
Se acerca a mí en ropa interior y me besa el cuello. Me inclino en la pila para enjuagarme la boca y Gabriel se entretiene en besarme los hombros y parte de la espalda. Cuando me enderezo, nos miramos a través del espejo.
—Dúchate conmigo —me pide.
Y antes de que pueda contestar…, se desnuda del todo. No le veo, porque está detrás de mí, pero sé que está desnudo. Y me agarro con fuerza al banco de mármol con el corazón galopando en el pecho.
—Gab…, por el amor de Dios —gimoteo cuando su boca se abre sobre mi cuello.
Baja los tirantes por mis brazos, maniobra para que el camisón caiga cuando da un paso hacia atrás. Después desliza las braguitas por mis piernas y se vuelve a pegar a mí. Siento su sexo en mis nalgas.
—Es solo una ducha —susurra.
Me gira y nos miramos a los ojos, como si nos diera vergüenza bajar la mirada hacia el resto del cuerpo, desnudo. Pero en realidad… ¿qué importancia tiene esto cuando ya has desnudado tu alma delante de alguien?
Me coge la mano y tira de mí; los dos andamos hacia la ducha y desaparecemos tras la mampara. Allí el agua caliente nos salpica y, por primera vez, los ojos de Gabriel se deslizan por encima de todo mi cuerpo. Le siguen las manos. Cuello, hombros, pechos, cintura, vientre, caderas y entre mis muslos. Me agarro a sus brazos cuando su mano cubre mi sexo y sus dedos curiosos me tocan. Le miro sorprendida y él me mira a mí; su dedo índice y su dedo anular me abren y el corazón me acaricia. Las yemas de mis dedos se hunden en su piel y gimo.
Me gustaría que hablase, que dijera algo que relajara la carga eléctrica del aire, pero el único sonido que llega a nuestros oídos es el del agua cayendo y nuestras respiraciones. Gabriel me abraza, sin parar de tocarme y no puedo evitar imitarle. Agarro su erección y siento cómo se estremece entre mis dedos. Gime en mi oído cuando, con su mano y la mía entre los dos, nos masturbamos despacio. Parecemos dos críos enamorados, impresionados por el hecho de haber llegado a la primera fase con esta naturalidad.
Su boca está sobre mi oído y la mía sobre el suyo; nos regalamos unos gemidos y apretamos el nudo del abrazo. Su dedo corazón se desliza entre mis labios húmedos y se cuela en mi interior; siento alivio. Busco su boca y él la mía. Nos besamos con necesidad y veneración. Con amor. Amor del de verdad, del que yo espero, del que él merece; ese tipo de amor en el que no cree. Sin embargo, Gabriel no tiene la boca llena de sexo cuando me besa. Es algo más…, puedo sentirle vibrar como lo hago yo.
La garganta de Gabriel emite un gruñido de pasión y aceleramos nuestras caricias. Echo la cabeza hacia atrás. Miro sus ojos cuando me corro, dejando que me sujete casi por completo, desmadejada. Cojo aire y el amor se me convierte en una corriente sexual que me atraviesa, me quema, me hiela y me azota a la vez y con placer. Y sus sabias manos saben que deben dejar de ejercer presión poco a poco, hasta desaparecer. Mis dedos solo pueden sostener su erección. He perdido la fuerza. Me apoyo en los pequeños azulejos de la pared frente a él y su mano se posa sobre la mía y se mueve, agitando suavemente su piel. Me mira a mí y después a nuestros dedos, se muerde el labio inferior y acelera la caricia. Traga saliva con dificultad. Es suave y reacciona palpitando, irguiéndose más cuando ejercemos la presión adecuada. Su boca dibuja un río por mi cuello que desemboca entre mis dos pechos. Se hunde allí, me huele, aspira de mí. Cojo su pelo y lo atraigo hacia mi boca otra vez; nuestras manos, juntas en su erección, siguen moviéndose al compás. Cierra los ojos y gime con la respiración agitada, echando su cabeza hacia atrás. Palpita, sus dedos se crispan y dejo de mover mi mano para que sea la suya, sobre la mía, la que dirija la velocidad e intensidad. Explota con un «ah» que me revuelve entera y se corre pegado a mi estómago, manchándome con su semen. Descarga tres veces y deja caer la mano, exhausto y pegado a mí. Nos besamos y Gabriel sigue con los ojos cerrados, jadeando. Cuando los abre tiene el flequillo pegado a la cara y la boca entreabierta.
—Te amo —dice con la respiración suave—. Nunca sentí esto por nadie. Quiero morirme en ti.
Y nos envolvemos con los brazos, como en las películas, besándonos como si mañana fuéramos a morir.
La ducha es larga. Seguimos pegados, repartiendo jabón y besos por partes iguales. No podemos separarnos ni siquiera para secarnos. Lo hacemos con la misma toalla, abrazados, besándonos en los labios con desesperación.
Cuando nos tumbamos en la cama estamos confusos. Seguimos desnudos, sobre las sábanas; una vaga luz azulada entra tamizada a través de las cortinas; es la mezcla perfecta entre la luna y las farolas del jardín. ¿Y qué pasará ahora? Él me besa la mano en la que llevo la alianza y después la junta con la suya. Los dos anillos brillan.
—Esta va a ser nuestra noche de bodas —dice—. Déjame hacerte el amor.
Gabriel se coloca encima de mí. Sé que tiene que recuperarse del orgasmo de la ducha, de manera que no espero que vuelva a haber sexo en este momento. Pero él viaja hacia abajo y me abre las piernas. De pronto, su lengua se pasea entre la línea que separa mis labios. Me agarro a la almohada y contengo el aliento cuando él me lame despacio. Me parece tan íntimo…
—Quiero aprender a hacértelo también con la boca… —Y el susurro llega en forma de brisa a mi clítoris. Me humedece—. ¿Así?
Su lengua vuelve despacio pero contundente y se revuelve, dibujando círculos alrededor de la parte más sensible de mí.
—Sí… —gimo lastimeramente.
Uno de sus dedos entra y sale de dentro de mí. Después entran dos. Salen dos. Entran dos. Salen dos. Me retuerzo. Dos de sus dedos vuelven a entrar en mí y se arquean haciéndome lanzar un alarido de placer. Su lengua sigue jugando conmigo, humedeciéndome por completo.
—Para… —le pido—. Para.
Se incorpora y va a secarse los labios cuando lo abordo y le beso sin importarme que esté manchado de mí. Sabe a él y a mí. Es excitante, y cuando se acomoda sobre mí, noto que para él también lo es.
Abro las piernas y, sin más, la cabeza de su pene se cuela en mí en un balanceo suave. Mi carne tira para abrirse a él. Empuja un poco más y mi cuerpo cede. Me quejo y él se queda quieto un momento, hasta que me acostumbro a su tamaño. Entonces se mete en mí de una sola embestida que me pone la piel de gallina.
—Gabriel… —digo más allá que aquí—. Un preservativo…
Y entonces me doy cuenta de que él está casi más nervioso que yo. Niega con la cabeza.
—Quiero sentirte… quiero hacer esto contigo. —Gabriel cierra los ojos—. ¿Es amor? —me pregunta.
—No lo sé.
—Te quiero. ¿Te gusta cómo lo hago?
—Sí —asiento y él se adentra un poco más, en todos los sentidos.
Nos abrazamos y entra y sale de mí. Dos, tres, cuatro veces. Me penetra con cuidado, despacio. Le pido más. Quiero más y provoco el roce moviendo mis caderas, buscándole. Nos aceleramos y gemimos.
Nos miramos a la cara, nos avergonzamos, sonreímos y nos volvemos a dejar llevar. Susurramos cosas, como que nos queremos, que no deseamos que se acabe nunca y cuando menos me lo espero de mi garganta sale en tono desesperado:
—No me hagas daño, por favor.
Gabriel frunce el ceño, para el movimiento quedándose dentro de mí y me abraza. No dice nada, porque sé que duda de su capacidad para no hacerlo. Me acerco y nos besamos. Muevo mis caderas y le pido que siga.
—Necesito sentir cómo te dejas ir… —susurro.
Una embestida suave me revuelve la piel. Gimo alto. Gabriel me penetra acelerando el ritmo, sin parar y sin apartar los ojos de mí. Estudia mi cara y hasta sonríe cuando me arranca un gemido de placer.
Le clavo las yemas de los dedos en la espalda y siento que me tenso entera. Oh, Dios. Lo aprieto en mí y siento que me hundo en una espiral… me corro con todo el cuerpo. Me corro como nunca me he corrido en la vida. Me corro con las manos que le acarician la espalda; con los labios que le besan; con toda la piel, que va volviéndose sensible a medida que la oleada de placer me recorre. Se me va la cabeza. Vuelo, apenas siento la cama, pero cada roce de su piel está amplificado. Grito y él explota dentro de mí, gimiendo también con voz ronca. Sale y parte de su semen me mancha los muslos. Vuelve a entrar y me siento llena. Llena de él… y confusa… y completa…
Me quedo mirando al techo, respirando fuerte, y Gabriel apoya su cabeza en mi pecho. Y aunque por costumbre quiero rodar en el colchón, apartarme y quedarme sola en posición fetal, no lo necesito. Me siento cómoda, protegida y llena. Le acaricio el pelo y, levantando la cara, me sonríe y me besa. Jamás le había visto esa expresión. Está relajado, feliz y… despreocupado.
—No sabes cuánto te quiero —me dice—. No sé qué me has hecho, pero por favor, que no acabe nunca.
—Siempre he sentido la necesidad de apartarme cuando se termina el sexo —confieso en voz baja, porque me da vergüenza—. Pero contigo no. ¿Por qué?
—¿Y si es amor?
—No crees en el amor.
—No soy una persona con mucha fe ciega en las cosas, pero cuando veo…, creo.
—Apenas sé nada de ti.
—Tenemos toda la vida para solucionarlo. Esto es solo el comienzo.
Cuando amanece seguimos tumbados en la cama, desnudos y abrazados. No hemos parado de hablar y es tan intenso todo lo que nos contamos que casi no pestañeamos; ni siquiera tenemos sueño. Gabriel está echado boca arriba y yo estoy apoyada en su pecho, acariciándole la piel del estómago y del brazo. Apenas quiero ni respirar, por miedo a que Gabriel se lo piense mejor y se calle.
—Cuando vine a Estados Unidos estaba solo. No tenía nada que perder. En España me queda familia que no conozco y a la que no me une nada. Tenía dos años cuando mis padres se marcharon a Escocia, así que no me acuerdo de mi vida allí. Solo un par de fotogramas… el papel pintado de una de las habitaciones de casa de mis abuelos, creo. —Gabriel hace una pausa y se incorpora un poco, dejándome aún apoyada en su pecho. Alcanza el paquete de cigarrillos y se enciende uno. Después sigue hablando—. Mi padre tenía casi todos los vicios del mundo. Bebía, jugaba, se gastaba el dinero en putas…, una maravilla. Para lo que estaba, habría valido la pena que se marchara, pero el muy cabrón encima era una persona dependiente. Dependía de mi madre y dependía hasta de mí. Aprendí a conducir a los doce, imagínate… —Le beso la piel que tengo a mi alcance—. Mi madre siempre estuvo delicada de salud. Me pasé media vida temiendo que se muriera sin ni siquiera saber de qué y que me dejaran con mi padre. Murió cuando yo tenía diecisiete. El tiempo que tuve que pasar con él esperando a cumplir la mayoría de edad fue terrible y muy traumático; íbamos a pelea diaria, todas violentas y muy desagradables. El día que cumplí los dieciocho me hice el pasaporte y, al poco, me marché con una mano delante y otra detrás. Solo tenía para el billete, un par de noches en un hostal y el teléfono del primo de un amigo que se dedicaba a vender coca en los barrios chungos de Los Ángeles. —Gabriel da otra calada, suspira y me pasa el cigarrillo—. El resto ya lo sabrás. Al final la puta suerte me folló y… salió todo rodado. A veces ni siquiera me lo creo.
—Créetelo. Debió de ser el karma.
Le acaricio el pecho y me subo sobre él a horcajadas. Le paso el cigarro y, antes de que pueda decir nada más, espeta:
—Me enteré de que mi padre había muerto el día que te conocí. Me salvaste de no tener que pensar ni un segundo en él.
No sé qué decir, así que me agacho y le doy un beso sobre uno de los tatuajes de su pecho. Él apaga el cigarrillo, me coge de la cintura, me levanta y nos besamos en la boca.
—Eres lo mejor que me ha pasado en la vida —murmura con sus labios pegados a los míos.
Abro la boca y atrapo su labio inferior; sabe al humo del cigarrillo y a él. Se incorpora del todo y yo con él; los dos sentados sobre el colchón. Su lengua repasa despacio el interior de mis labios y después se hunde en mi boca. Gimo, porque besa con una desesperación que no puedo soportar y que conecta con mi sexo al momento. Y con el suyo, que ya presiona mi piel.
Sin mediar palabra, acomoda su erección en mi entrada, de manera que soy yo la que marcará el ritmo de la penetración, si es que quiero repetir. Pero, claro, sí que quiero. Muevo las caderas y le siento entrando en mí despacio, pugnando por dilatar mi cuerpo y hacerse un hueco en él. Estoy húmeda aún por el último orgasmo y no le cuesta esfuerzo colarse hasta el fondo. Lanzo la cabeza hacia atrás y me muerdo el labio.
—Me llenas —le digo, y cuando me escucho, me sorprende que mi tono sea tan oscuro y cargado de deseo. Nunca me había oído así.
—Quiero estar dentro de ti todo el día —y al contestar, él también suena del mismo modo.
Me muevo y él se acomoda, con un cojín detrás de su espalda. Me mira muy intensamente y a mí me gusta que lo haga. Me siento deseable, fuerte. Me apoyo en su estómago y le hago entrar y salir de mí mientras me inclino buscando el ángulo perfecto. Mis pechos se mueven al compás del ritmo que imponemos y él los acaricia con suavidad, con mis pezones en el centro de las palmas de sus manos.
Estaría así toda la mañana, todo el día, de aquí al fin del mundo. Siento algo eléctrico, sexual, que se parece a la pulsión que me empujaba una y otra vez hacia Álvaro, pero el pecho está lleno de otra sensación más trascendental. Parece amor. Creo que por primera vez en mi vida estoy entendiendo el sexo como medio para expresar algo que las palabras no alcanzan. Quizá con Álvaro también lo hice, pero lo siento diferente… A lo mejor porque Gabriel se está entregando con la misma intensidad que yo.
Me echo hacia atrás y provoco más fricción. Sé que me voy a ir en un par de minutos y quiero que él lo haga conmigo. Se muerde el labio mientras mis golpes de cadera lo hunden en mí y lo alejan. El sexo entre Gabriel y yo es natural, como si hubiésemos nacido para hacerlo. No hay nada invasivo en el hecho de que me penetre, de que se hunda en mí y después se desborde en mi interior. Es, simplemente, natural. ¿Por qué no lo hemos hecho hasta ahora? En este preciso instante no le encuentro sentido a haber esperado tanto.
Me abraza cuando ve acercarse el orgasmo y siento que palpita dentro de mí antes de correrse.
—Dios, Silvia… me voy.
Y yo me voy con él, apoyada en su hombro, oliendo su cuello. Aprieto los dientes y siento cómo mi cuerpo se abre y se cierra, bombeando sangre.
—Más —le pido—. Más, por favor.
Gabriel ya se ha corrido y no puede darme más, pero sale de mí y lleva dos dedos hasta mi sexo, metiéndolos en mi interior, arrastrando su humedad y la mía hacia mi clítoris. Me frota con suavidad y de manera rítmica. Estoy sensible y me noto blanda y manejable, de manera que no tardo mucho en sentir que me sobreviene otro orgasmo. Me agarro a él y grito casi con rabia cuando me corro, esta vez con esa sensación que me producen las caricias tan directas.
No me bajo de encima de él y Gabriel tampoco se mueve. No sé cómo, pero vuelvo a estar muerta de ganas de tenerlo dentro.
Escuchamos la puerta de casa abrirse y cerrarse y unos deditos pulsan los botones para desconectar la alarma. Oímos risas. Deben de ser Tina y Frida, que han llegado para ocuparse de la casa.
—Se acabó la diversión —le digo en un susurro divertido.
—¿Tú crees? —contesta.
Y solo la manera en que lo dice, me humedece otra vez.