DESATANDO UN NUDO MUY APRETADO
Como estoy tratando de no ser una peliculera (y porque soy una yonqui, qué cojones), vuelvo a llamar a Gabriel para que nos veamos. Y tengo un montón de excusas de puta madre que ponerme a mí misma para justificar el hecho de que lo esté llamando. Por ejemplo, que no tiene a nadie más aquí, que ha venido a verme, que pronto se irá y no volveremos a saber uno del otro, que fue mi mejor amigo, que puedo mantener una amistad con él sin enamorarme…
Él no menciona el hecho de que saliera como alma que lleva el diablo cuando le llamo, ni el hecho de que llevo dos días sin dar señales. A decir verdad, está bastante extraño.
—¿Qué te pasa? —pregunto de sopetón, con miedo a que haya vuelto a recaer.
—Eh… nada, nada. Es que… me has pillado trabajando. —Miro hacia la pared. ¿No es absurda esta conversación? Él sigue hablando y me lo explica—: Estoy dándole vueltas a una canción. La tengo ya escrita y estoy repasando los arreglos. Es una petición especial y querría poder mandársela al artista cuanto antes, porque creo que quiere incorporarla al nuevo álbum y ya está con ello.
—Ah. Bueno, pues nada. Lamento molestarte —digo con la boquita pequeña.
—No, no importa. ¿Podrías pasarte por aquí? Me vendría muy bien la opinión de otra persona. Después, si quieres, me visto y nos vamos. En el Thyssen hay una exposición sobre Constable y creo que han traído ese estudio de nubes que te gusta tanto.
No puedo abrir los ojos más de lo que lo estoy haciendo. Lo primero… ¿quién es y qué ha hecho con ese Gabriel al que nada le apetecía especialmente? Lo segundo, ¿el hecho de que tenga que vestirse antes de salir de casa implica que me recibirá desnudo?
—Esto… Gabriel, ¿te han abducido?
—Vente para acá, cafre.
Cuando cuelga, tengo una sonrisa tonta en la cara. Dejo el móvil sobre la mesa y miro a través de la ventana. «… ese estudio de nubes que te gusta tanto». ¿Cómo puede recordarlo? Eso pertenece a una conversación que ni siquiera recuerdo cuándo tuvimos. Fue por teléfono, así que ni siquiera me había mudado aún con él a Estados Unidos. Hablábamos de arte y él me confesó que le encantaba el protorromanticismo y el Art Nouveau. Terminamos hablando de Constable y sus nubes de tormenta…
Gabriel me abre la puerta de su habitación con unos pantalones vaqueros grises y un jersey fino algo dado de sí. Está absolutamente increíble. Bajo el fino tejido del suéter, se marca su cuerpo de una manera deliciosa; creo que incluso se pueden atisbar los intrincados dibujos de su pecho si te paras a mirar. Y yo me estoy recreando.
—Deberías vestirte si vas a recibir visita —bromeo con él.
—Por eso me puse los pantalones. Deja de desnudarme con los ojos.
Los dos nos reímos y vuelve a entrar, dándome la espalda. Dios… la espalda también se le marca demasiado… Bragas, volved a vuestro sitio. Maldita adúltera mental.
Se dirige al sofá, donde tiene apoyada la guitarra, la coge diestro y acerca un silloncito, arrastrándolo por el suelo con suavidad. Después, se deja caer encima, coloca la guitarra en su regazo y el pie desnudo sobre la mesa baja. Me mira.
—Siéntate, por favor. Necesito que la escuches bien.
Hipnotizada me siento en el sofá, frente a él. Acaricia las cuerdas y les arranca un gemido musical. Vuelve a mirarme.
—Ten en cuenta que es para una voz menos grave que la mía, por lo que no sonará tan oscura. Es para un chico joven.
—Vale —asiento.
Y Gabriel empieza a pellizcar las cuerdas, moviendo las manos con maestría, como si no le costara esfuerzo alguno. Siempre me pareció fascinante la habilidad con la que se impone sobre el silencio, aplastándolo con notas que se hermanan unas con otras y se agarran a las paredes; es maravilloso. La habitación se ha convertido en una caja de música en la que solamente existe la melodía que está dibujando con la yema de sus dedos.
Comienza a cantar suavemente, poniéndome la piel de gallina y me doy cuenta de que hace muchísimo tiempo que no me permito oírle. Canta en inglés, acariciando las palabras siempre con la precisión y la fuerza necesarias, dándole giros ásperos a su voz. Y no hay nada más hermoso en el mundo que él ahora mismo. Sus labios pintan cada vocal y las frases tienen colores…
Los dedos se aceleran, la canción cobra ritmo y él sigue cantando cómo es llevarla al límite, cómo es no tenerla por un momento para recuperarla después. Creo que habla de un orgasmo. O de una relación como la nuestra. A veces me cuesta encontrar la diferencia entre esas dos cosas. Sus dedos rasgan las cuerdas y siento un escalofrío que nace de mi espina dorsal y se extiende por todo mi ser.
Ella no quiere, dice. Ella no quiere y se resiste, se esconde, apaga la luz. Ella no quiere. Ella no es que sea cálida, es que es el sol. Y él se deshace hasta desaparecer. Porque ella quiere esconderse, porque él la arrastra, porque la seca, la llena, la humedece y la hace volar.
No me mira cuando canta. Mira hacia abajo, pero a nada en particular. Está muy concentrado en lo que hace, en lo que canta, en cómo tocan sus dedos las cuerdas. Cierro los ojos y trago saliva con dificultad. Me acuerdo de todas aquellas veces que acarició mi espalda desnuda, en la cama, en la brutalidad del placer cuando me exponía a él. Le recuerdo devorándome entera, comiéndome los labios, saboreando mi lengua, deslizándose con su boca por todo mi cuerpo. No puedo evitar recordar la devoción con la que me miraba cuando hundía la cabeza entre mis muslos. Me miraba con deseo, con veneración. Era como si se sintiera agradecido de poder tocarme y de llevarme al límite, como dice la canción.
Cuando hacíamos el amor le gustaba mirarme fijamente, porque decía que mi expresión de placer era lo más erótico que había visto jamás. Le gustaba tenerme encima y recorrer mi espalda con sus manos abiertas. Y a mí sentirle de aquella manera me robaba la razón.
La mano derecha de Gabriel acaricia por última vez las cuerdas. La vibración de esa última nota sigue invadiéndolo todo a mi alrededor, o quizá es que la tengo tan dentro que aún la oigo. Alza la cabeza y me mira, tratando de adivinar cuál es mi opinión. Pero a mí la canción, ahora, me la suda un mundo.
Pasamos unos segundos callados, mirándonos. Su labio inferior se desliza humedecido de entre sus dientes.
—¿Qué pasa, nena?
Nena. Siempre «nena», «cariño», «mi vida». Hasta mi nombre suena entre sus labios con devoción. Es Gabriel. Es el mismo que dimensionó el amor y lo bajó hasta mis pies para que supiera lo que era querer de verdad.
Me levanto del sofá, le quito la guitarra de las manos y la dejo cómodamente en un lado. Él me mira sin entender, con los labios ligeramente entreabiertos. Me siento en su regazo, en el que ahora me siento pequeña y, cogiéndole del cuello, lo acerco a mí. Nos quedamos a menos de un centímetro de fundir nuestros labios. Respiramos trabajosamente los dos. Quiero asegurarme de que esta es una decisión cuerda.
—Nena… —susurra mirándome la boca.
Y me doy cuenta de que la cordura no tiene nada que ver con el amor. Le beso. Deslizamos los labios entre los del otro, atrapándolos. Gimo, aliviada, dándome cuenta de que llevo años sin besar de verdad. Qué dentro lo tenía, por Dios. Ni siquiera lo sentía ya, de tantas cosas que superpuse encima. Pero está ahí y ha despertado con una fuerza que no puede compararse a nada más.
Gabriel cierra los ojos lánguidamente y pone su mano derecha sobre mi mejilla a la vez que las bocas se abren, dejando que las lenguas se acaricien con suavidad y casi timidez. Es como si fuera la primera vez que beso a alguien cuyo sabor me sé de memoria.
No sé cuánto dura ese beso, pero cuando abro los ojos, él me está mirando. Me levanto y tiro de él. Al hacerlo, me envuelve entre sus brazos que a lo mejor no son excesivamente fuertes, pero que me parecen más firmes que nunca. Repetimos aquel beso y siento que el mundo entero gira ahora alrededor de nosotros. Probablemente hasta el sol gira en función de nosotros ahora que estamos abrazados y que nos besamos con alivio.
Le acaricio la cara, el pelo, la barba, el cuello, los brazos, el pecho. Ni siquiera puedo creerme que esté aquí, que siga vivo. Es como si lo hubiera enterrado, a pesar de saber que lo dejé vivo, recuperándose. He vivido mi propio proceso de duelo, por dentro siempre, a escondidas, a hurtadillas, pero ahora está aquí y no sé cómo explicar que el pecho me va a explotar. Estoy completa. Es la pieza que me faltaba. Lo es todo y a la vez no es nada, porque en realidad no quiero nada cuando estoy con él. No necesito nada más que ser yo.
Su mano se desliza por mi espalda y, cuando llega a mi trasero, un gruñido grave y sensual se escapa de su garganta. Con fuerza, me carga sobre él como a una niña y me lleva hacia la habitación. La barba me hace cosquillas alrededor de la boca cuando me besa. Me subo a la cama de pie y me quito la camiseta blanca. Él hunde la cabeza entre mis pechos y respira hondo, con la boca entreabierta, buscando lamer mi piel.
Mientras tanto, me desabrocho el pantalón baggy, de tela suave, que cae hasta mis tobillos. Sus manos van hacia mi trasero y lo aprietan. Estoy tan excitada que no recuerdo haber estado así en toda mi vida. Es nuevo y, a la vez, familiar.
Le arranco el jersey hacia arriba y lo lanzo donde no pueda verlo. Su pecho tatuado… joder. Es mi casa. Quiero vivir apoyada sobre él para siempre. Me dejo caer de rodillas encima del colchón; reboto ligeramente sobre él y, después, cubro de besos su piel. Cuando bajo hacia debajo de su ombligo, Gabriel se aparta, jadeando. En el pantalón se marca una erección pesada.
Me siento en la cama, tiro de la cinturilla de su pantalón y lo acerco. Gime solo con notar cómo mis dedos desabrochan los botones y después lo deslizan hacia el suelo. Respira muy fuerte y se muerde con saña el labio inferior cuando le acaricio con suavidad. Si no me resultara increíble, pensaría que está conteniéndose para no correrse. Entonces se me ocurre: quizá hace mucho tiempo que no está con una chica. He leído que durante el proceso de desintoxicación se aconseja a los pacientes no mantener ningún tipo de relación, incluso durante algún tiempo después, mientras se afianza. Si él lo ha seguido al pie de la letra, puede hacer mucho tiempo que no se acuesta con nadie.
Me quito el sujetador y después las braguitas. Los ojos de Gabriel se deslizan por toda mi piel y tengo la sensación de que busca comprobar que no ha olvidado ni un detalle de mi cuerpo. Vuelvo a tirar de él y le pido sin palabras que se tumbe encima de mí. Nos acomodamos en la cama y retorciéndome, le busco. Gabriel parece sobrepasado y pienso si no sería mejor dejarlo estar, pero es que no puedo. Le necesito.
Casi parece virgen. Empuja hacia mí para penetrarme y lo hace con miedo. Me arqueo cuando siento que está completamente dentro de mí y él embiste de nuevo para clavarse más hondo. Nos miramos a los ojos con las bocas entreabiertas, impresionados de que sea todo tan intenso. Se retira y vuelve a empujar hacia mí. Echa la cabeza hacia atrás y blasfema. Mi Gabriel. Mi vida. Mi destino.
Me abraza e imponemos un ritmo. Él jadea junto a mi oído y se mueve despacio, parando de vez en cuando, como si no pudiera resistir mucho si continúa.
—No te preocupes —le digo—. Yo te alcanzaré.
—Siempre lo haces. Me alcanzaste incluso muerto y me trajiste de vuelta —me contesta.
Nos besamos como locos, agarrándonos las caras, sonriendo en la boca del otro, aspirando los gemidos de las siguientes penetraciones. Nunca pensé que volvería a sentir estas cosas. Creí que había perdido estas sensaciones de por vida. Mis piernas le rodean las caderas y Gabriel empuja jadeante con mis manos recorriéndole la espalda.
—Te quiero —susurra y mis labios tragan también sus palabras—. Te voy a querer siempre.
Quiero contestar pero no puedo, porque la voz no me llega a la garganta. Mis uñas se clavan en sus nalgas y gruñe.
—Nena, tócate… —me suplica—. Tócate, no puedo más.
Lo hago. Meto la mano entre nuestros dos cuerpos y me acaricio. Mis nudillos se rozan repetitivamente contra su vello púbico y las yemas de mis dedos resbalan sobre mi clítoris.
Siento una corriente que me atraviesa y retiro la mano. El orgasmo salta como un pistón y tira de mí, levantándome de la cama. Grito y él vuelve a gruñir. Posa su mano sobre mi hombro y, empujándome, me hunde contra el colchón. Entonces se me clava y se corre. Le siento llenándome; un quejido de placer se queda contenido en su garganta. Se mueve. Grita con su voz grave y su cuerpo se tensa por completo encima de mí.
Y de pronto… me siento por fin en casa.