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TENSIÓN

No sé cómo ha pasado esto, pero estoy dentro del probador de la tienda de trajes de novia y fuera, sentado, está Gabriel. Me pregunto a mí misma por qué de pronto mi vida tranquila se ha convertido en una sinrazón.

Vale. Respiro hondo y la chica me pide que no me mueva, porque los pequeños botones de la espalda se le resisten si lo hago. Mi madre se ha ido a ver a su hermana, que vive en Salamanca, de modo que ni siquiera le dije lo de la última prueba del vestido. Mis hermanos hubieran montado una orgía en el salón de la tienda y Bea tenía un claustro. De ahí que me planteara venir sola. Bien. Hasta aquí bien. Sigamos. Gabriel llamó justo cuando iba a salir de casa y sin darme cuenta lo estaba invitando a venir. Creo que pensaba que se quedaría tomando algo, haciendo tiempo y que después nos reuniríamos para ir a…, yo que sé, para ir a tomar por el culo.

La chica me dice que ya está y aparta la cortina. Gabriel sonríe y yo me muero de vergüenza. Aquí, sentado en este salón tan ostentoso, con su camiseta de algodón arremangada y unos vaqueros roídos. Y está mucho mejor de lo que luciré yo en mi vida. Pero no encaja; no encaja con mi vestido de novia, con esta tienda, con este momento de mi vida. Me subo a la plataforma y la dependienta se concentra en coger con unos alfileres un poco de tela que me sobra en la cintura.

El silencio zumba en toda la sala. Le miro a través del reflejo del espejo que tengo delante. Tiene los ojos clavados en mí, apoyando sus antebrazos en las rodillas. Me quiero morir.

—¿Qué te parece? —le pregunto.

—Bien —dice escueto.

Me miro en el espejo. No me reconozco. El vestido es muy sencillo, de corte clásico, manga francesa y escote en barco. No tiene adornos ni nada especial. Respiro hondo.

—No lo has escogido tú, ¿verdad? —dice de soslayo.

—Vine con mi madre, mi suegra y mi cuñada —contesto.

Y no hablamos más hasta que la chica me pregunta qué tal y después me lo quito y quedo en recogerlo dentro de un mes.

Gabriel y yo salimos a la calle y me giro hacia él.

—Dime la verdad. Tu opinión sigue siendo importante. Quiero saber qué opinas de ese vestido.

—¿Vas a invitarme a la boda?

—No digas tonterías. ¿Quién invita a su exmarido a su boda?

—¿Quién invita a su exmarido a la prueba de su vestido de novia? Igual alguien que quiere que su exmarido la vea cómo se casa con otro con sus propios ojos.

—No entiendo por qué tendría que querer eso. No te encontré en la cama con ninguna guarra.

—No. Me encontraste en la cama con una sobredosis.

Le miro de soslayo.

Las comisuras de sus labios se curvan en una sonrisa y se encoge de hombros.

—No frivolices —le pido—. No es algo sobre lo que bromear.

—Si no frivolizo, ¿cómo se supone que vamos a hablar del tema?

—No creo que sea necesario hablar del tema. No es que sea un recuerdo precioso que guardar por siempre.

Se pone un poco más serio y camina con las manos dentro de los bolsillos.

—No quiero que lo guardes dentro —confiesa.

—Pues deja de mentarlo.

Gabriel mira al suelo y luego al frente. No contesta. Sobre nosotros el silencio empieza a pesar, así que insisto.

—¿Te gusta mi vestido o no?

—Me parece horroroso, como ya debes de suponer. No dice nada de ti. Metida en ese saco, casi han conseguido que parezca que no eres especial, como ellas. Pero bueno, ni aun así están cerca.

Me paro en la calle y él hace lo mismo, un paso por delante de mí. Le miro a los ojos durante unos cuantos segundos y, después, echo a andar en dirección a Ópera, pero él me agarra de un brazo y me lleva en la contraria.

—No te pongas así. Me dijiste que fuera sincero. Pensaba que no te enfadarías. Si lo llego a saber, me callo.

Gruño. Ni contesto, solo gruño.

Cuando llegamos a la calle Pez, nos metemos en el hotel. Fugazmente pasa por mi cabeza la idea de qué pasaría si mi suegra o mi cuñada me vieran y disfruto con ello. Pensarían que tengo una aventura y querrían quemarme en una hoguera, pero probablemente mi cuenta bancaria les haría callarse como las putas que son, sufriendo por dentro. Joder, eso me causaría un placer enfermizo. ¿Y si les doy un chivatazo anónimo para que me vean?

Gabriel abre su habitación y me deja pasar. La luz dentro es tenue porque tiene corridas las cortinas. Huele a su perfume y al ambientador del hotel. Me coge la mano y me lleva a su dormitorio. Fantaseo con que me ate a la cama y haga de todo conmigo. Me reprendo a mí misma por ello después, a pesar de que mi cuerpo y mis hormonas han secundado la propuesta.

Me dejo caer como un fardo sobre el colchón y me tapo los ojos con el antebrazo. Gabriel, mientras tanto, cierra las presillas de la ventana y enciende la luz del cabecero. Toda la estancia cobra una apariencia casi fantasmagórica… muy sexi a decir verdad.

Después, se deja caer al lado.

—¿Qué pasa?

—Nada. Piensas que mi vestido de novia es horroroso. Ya está.

—Tú también lo piensas. —Se ríe—. ¿O miento?

—Mientes.

Me quita el brazo y hace que le mire.

—¿Miento?

—No —confieso haciendo un mohín.

—Explícame, pues, por qué has elegido un vestido que no te gusta.

—Pues porque es… es refinado y clásico y…

Gabriel se incorpora apoyándose en su codo.

—Y a ellas les gusta, ¿es eso?

—Puede.

—Te caen mal pero aun así sigues buscando que te acepten y que te tengan un aprecio sincero. Silvia, eres buena persona, pero a veces te pasas. Si no las toleras, que les den por el culo.

—Esas no han probado en la vida el sexo anal. —Me río.

—O lo han hecho más que tú. —Sonríe y está tan guapo que duele.

No sé si a él le pasa lo mismo, pero yo recuerdo aquel día, en nuestro piso de Venice, cuando probamos ese tipo de sexo, entre gemidos. Casi puedo escucharlo decir que no quiere mirarme porque, si no, va a correrse. Me gusta ese recuerdo. Siento un cosquilleo entre las piernas. Cómo me movía entre sus manos, cómo me penetraba comidiéndose para no perder el control y hacerme daño. Aquella fue una de las tardes más placenteras de toda mi vida. Y por un momento, me da la sensación de que él también se está acordando de ello, pero pestañea forzosamente y sigue hablando:

—Mira, Silvia, lo que más me pesa es que tengas la estúpida creencia de que tienes que ser refinada y clásica como ellas. Tú puedes permitirte el lujo de que te importe una mierda encajar, porque eres especial.

—Pero… —Lo miro con ojos de cachorro desvalido y confieso—. Es lo que quiero. Quiero encajar y dejar de estar siempre tan incómoda.

—¡Qué vas a querer encajar! Tú quieres bañarte en pelotas en cualquier fuente y hacer fotos del sarao para la posteridad.

Pongo los ojos en blanco.

—Eso fue una vez, la calle estaba desierta y las fotos solo las viste tú —contesto.

—Cuéntame por qué…, Silvia. Quiero entenderte. —Y en su sonrisa plácida hay una madurez que me hace sentir segura.

—Siempre quise esto.

—No es verdad.

—Claro que es verdad.

—Recuerdo muy bien que hubo una época en la que solo querías una casa en San Francisco, hacer el amor por las mañanas y adoptar un perro al que llamarías Rayo.

—Buf…, vete a la mierda —le reprendo.

—Quiero que seas sincera de verdad.

Me acurruco en posición fetal y Gabriel me abraza. Siento que mi respiración se vuelve irregular y, dentro de mi ropa interior, algo se calienta. Es increíble el efecto que su cercanía sigue teniendo en mí después de dos años sin vernos y tras todo lo que nos pasó. Y así, con mi mejilla apoyada en su pecho y su olor envolviéndome, empiezo a hablar sobre cosas que jamás pensé que le contaría a él.

—Álvaro me pidió que me casara con él hace mucho tiempo. Ni siquiera te conocía. Y yo dije que sí, porque era lo que más ilusión me hacía en el mundo. Convertirme en su mujer y estar con él hasta que me muriera. Después me fui contigo, todo se complicó, y cuando volví…, quise que fuera como entonces.

—¿Lo es?

—¿Cómo? —le interrogo.

—¿Es como entonces? ¿Te sientes como te sentiste entonces?

Me callo. Quien calla otorga. Él se separa un poco y me mira con sus enormes ojos color caramelo. Siento su respiración acompasada a la mía. Sus labios están ahí, tentadores, y parece que recuerdo a qué saben con solo mirarlos. Estamos abrazados en la cama, juntos, mirándonos. Y quiero besarle.

Me incorporo con un movimiento rápido y voy hacia la puerta.

—Tengo que irme. —Es lo único que digo antes de correr hacia la salida y precipitarme escaleras abajo.

Y hasta aquí las confesiones de hoy. Y hasta aquí la seguridad en lo que estoy haciendo.