BOMBA
Hoy no tengo ningún proyecto en el que trabajar, pero me he venido a la que fue mi casa porque me apetece desconectar de los preparativos de la boda. Jodida boda. Qué mala gana de enfrentarme a todo esto.
Faltan dos meses y parece que a todo el mundo le va a dar un infarto. A todo el mundo menos a Álvaro y a mí, que pasamos de todo. Hemos pensado más de una vez anular esta boda, irnos a Bali y casarnos allí, en alguna playa preciosa. Pero al final siempre cedemos, más por mi madre que por nadie. A sus padres que se los folle un pez martillo. ¿Qué importancia tendrán algunas cosas en la vida? Me resisto a pensar que el color de los manteles del restaurante vaya a marcar un antes y un después en mi vida. Aunque casi que es mejor que nada vuelva a marcar esos hitos para mí.
Estoy escuchando música tirada en el sofá, pensando en que hace un par de años estaría borracha escuchando música tirada en el sofá. No echo de menos los excesos, pero sí ese botón que se me accionaba solo de vez en cuando y que pisaba el acelerador. Es como si la vida entonces fuera más emocionante. Ahora me tomo las cosas de un modo tan calmado que en ocasiones tengo que interrogarme a mí misma sobre si realmente me importan. Es como todo esto del bodorrio. Recuerdo las sensaciones de la primera vez que Álvaro me lo pidió. Estaba loca de ganas de fijar una fecha y empezar a perder la cabeza con detalles como la distribución de las mesas, las flores que decorarían el salón, mi ramo, mi peinado… y ahora todo me parece un coñazo. No es que siempre haya sido una loca de los bodorrios, pero entonces me hacía ilusión porque… no sé por qué. Sibilinamente, he ido pringando a gente para delegar en ellos; por ejemplo Bea, que se ha alzado como la responsable de encontrar un ramo bonito que alegre el vestido, una buena peluquería donde me arreglen y la mejor ropa interior. Aunque creo que es posible que se obceque en todos esos temas para disimular el hecho de que lo único que no le termina de gustar de esta boda, es el novio. Álvaro y ella han limado asperezas y, aunque llevamos cerca de un año viviendo juntos sin broncas ni dramas, ella no puede evitarlo. Álvaro no es el niño de sus ojos.
—Yo le tengo que querer, porque va a ser tu marido, pero es que es tan «me he metido una fregona por el culo y así ando a gusto por la vida».
—No digas eso —le pido con una sonrisa—. Álvaro no es un estirado.
—Quizá estirado no, pero no le gusta la gente y no sabe disimularlo.
Y ahí me tengo que callar, porque es verdad.
Ahora mismo, ese que Bea llama con desdén «tu marido» está en casa de su hermana viendo a su sobrino, esa croqueta de carne vestida como si fuera a heredar el Imperio español donde nunca se ponía el sol. Qué barbaridad. En vez de hacerle arrumacos, dan ganas de hincar rodilla al suelo y decir: «Mylord…».
Eso me ha reafirmado en la idea de que no quiero tener hijos jamás. No quiero ver a mi suegra haciendo vocecitas estúpidas y diciendo «mi príncipe» cada vez que coge a mi criatura. En realidad, creo que no soportaría que esa mujer tocara nada que fuera mío. Cuando me coge del brazo fingiendo que me adora, reprimo hasta las ganas de gritar. Álvaro me mira de reojo, esperando una señal para rescatarme, porque lo sabe y creo que hasta me entiende. Esa mirada de protección me gusta; es de las pocas cosas que me reconfortan a ese nivel porque es como si, de pronto, el tiempo volara hacia atrás y volviéramos a ser los Álvaro y Silvia que lo intentaron por primera vez hace años.
Tampoco me imagino siendo madre, la verdad. Me temo que no tengo desarrollada esa parte del cerebro. Soy una hembra antinatural. Hombre, no me comería a mis crías, pero creo que me voy a ligar las trompas por si acaso.
Suena «Losing Sleep» de John Newman cuando llaman al timbre. Supongo que es la pesada de Bea, a la que le he dicho que iba a venir a meditar en el sofá. Seguro que viene con una botella de algún licor maligno cuya ingesta nos produce alucinaciones o algo así. Hace poco trajo whisky de armadillo. Casi vomité en sus zapatos nuevos de Fosco y, por lo tanto, casi fui degollada. Prometimos no volver a hacer este tipo de experimentos, pero seguro que a ella ya se le ha olvidado.
Abro la puerta despreocupadamente pero, en lugar de Bea, la visión que me recibe es la de un chico bastante alto que mira intensamente hacia uno de los lados del pasillo, apoyado en el marco de la puerta. Tiene el pelo negro desgreñado y brillante que le cae por los ojos y una barba oscura y cerrada que, a pesar de su aspecto, está cuidada y estudiada. Cuando se gira hacia mí, su sonrisa es tímida y temblorosa y me trae recuerdos, pero no es hasta que me centro en sus ojos cuando le reconozco. El corazón amenaza con salírseme por la boca. Me mareo. Veo puntos iridiscentes. Contengo el aliento. El suelo se inclina bajo mis pies.
—Dios mío… —digo apoyándome en la pared, por si acaso a mis rodillas les da por flaquear.
No es la barba lo que me ha despistado más. Es que ha cambiado. Ha cambiado él por dentro. Además, ha cogido bastante peso. La última vez que lo vi estaba muy delgado, tanto que parecía que sus miembros no pudieran sostenerle; era un cadáver consumido por las drogas, el alcohol y la culpa. Ahora unos veinte kilos se han repartido por todo su cuerpo de una manera deliciosa. Probablemente ha ganado mucho músculo, porque la camisa granate a cuadros que lleva se le marca en los hombros, brazos y pecho, mucho más de lo que lo haría hace unos años. Es un hombre. Un hombre por fin.
Nos miramos los dos sin mediar palabra, recorriéndonos con los ojos de arriba abajo. No me avergüenza haber abierto con unos shorts y una camiseta desbocada y no estar arreglada. Es él. Él. Da un paso hacia mí y yo lo doy hacia atrás, conteniendo la respiración. Es como si se me hubiera aparecido un fantasma. Mi fantasma.
—Hola, nena —susurra.
Y su voz… esa voz grave que se rasga cuando canta. Esa voz que susurró en mi oído tantas veces que me amaba y que un día se apagó. La siento clavárseme en el pecho y duele tanto que creo que voy a sangrar. Abro la boca, pero me he quedado sin respiración y solo puedo jadear. Han pasado dos años desde la última vez que lo vi, que lo escuché, que lo olí. Dos años en los que he construido una vida entera de nuevo. He fingido estar bien, he fingido querer empezar de nuevo y, de tanto fingirlo…, me lo he creído. Y ahora… se resquebraja por momentos, como una pintura mal restaurada.
Entra en casa y cierra a su espalda. No lleva nada con él. Ni maletas ni bolsas ni nada. Pantalón vaquero y camisa. A los pies unas Converse limpias y nuevas.
Busca mi mirada, ladea los labios en una sonrisa y se agacha hacia mi cara, buscándome. Cuando se cruzan nuestras miradas, los recuerdos se desatan en cascada. La playa. Su pelo revuelto. Su mirada lánguida y dolida. Derek & The Dominos cantando «Layla». La velocidad de un coche prestado de camino al aeropuerto. Una foto. Una llamada. Una caja llena de detalles de alguien que quiere ser querido. Una nana cantada a través de un teléfono. Una visita sorpresa. Un fin de semana de chicas. La piscina de un spa. La primera noche abrazados. Contarle los tatuajes. Él, abrazado a una guitarra. El primer abrazo consciente. Llantos por teléfono. Sentirme comprendida. Unos billetes de avión. Un viaje, escapando de algo demasiado intenso. Una casa enorme. Mi habitación. Dormir enroscada a su cuerpo. El olor de su piel impregnando mi almohada. Una escapada. Una boda. Su anillo y el mío brillando. La resaca. Sus ojos empañados en deseo. Nuestro primer beso. Las fuentes del Bellagio. Un tatuaje. La despedida. Los primeros te quiero. Su mujer. Mi marido. Una visita y besarnos sobre el edredón de mi cama mientras suena Metallica. Los EMA. Mi anillo de compromiso. Ámsterdam. La oferta de una vida nueva a su lado. Saber que me estoy enamorando. Su risa. Un contrato. La despedida. Álvaro y él discutiendo violentamente. Mi mudanza. Mi vida allí. Los besos. Las fiestas. Su sexo. El mío. Las duchas. Sus «te lo daré todo». La primera vez. El amor. El destino. Sentirse completa. Querer tanto que duele. Querer tanto que da miedo. La gira. Los reproches. Las drogas. Sus ojos rojos. El desmayo. El terror. Nuestra última vez. La clínica. La despedida. La vuelta. Lucy. La infelicidad y el pánico. Álvaro. Gabriel y una jeringuilla en el suelo. El hospital. El pitido. Gabriel muerto. Mis dedos agarrando su mano muerta.
Me lanzo a sus brazos y lo estrecho con fuerza. La fuerza que ejerzo le habría hecho daño antes, pero su cuerpo ha cambiado por completo. Es duro, firme y torneado. Me agarro a él con necesidad, jadeando y casi gimiendo.
—Dios mío… —repito con la voz casi rota.
—Shhh…
Cuando deslizo una de mis manos por su espalda, una corriente eléctrica me atraviesa entera y un gemido se escapa de mi garganta. Es el deseo; el deseo de verdad, que marca la diferencia que trataba de identificar entre el sexo de ahora y el sexo de antes. No es el tiempo verbal, es la persona.
Me falta el aire cuando le huelo; se parece al eco de su olor que recuerdo, pero es intenso y vivo, por fin. Después de dos años, el aroma de su cuello me desarma por completo. Su mano también se ha deslizado por mi espalda, provocándome un escalofrío. Siento el calor que emana su cuerpo y me sobra cada pedazo de tela que nos cubre ahora mismo. Necesito hundirme en su pecho y aspirar hasta marearme. Necesito meterlo dentro de mi cuerpo, que me fagocite y me haga suya entera.
Me quedaría para siempre así, agarrada a su cuerpo, convenciéndome de que, aunque lo di por muerto en mi vida, está aquí, pero tengo pareja y voy a casarme, así que este abrazo tiene que acabar. Doy un paso hacia atrás y le miro de arriba abajo.
—No me lo puedo creer. —Se me dibuja una sonrisa temblorosa en la cara y tengo que morderme el labio para no llorar. Estoy tan nerviosa que hasta las manos me tiemblan—. Es como si… como si fueses otro.
—Quien siempre tuve que ser, ¿no?
Le palmeo el pecho y me acuerdo de que la última vez que lo vi se le paró el corazón y pasó minutos clínicamente muerto. Me muerdo el labio con desazón. El que está aquí conmigo es mi exmarido, al que no abandoné por no quererle, sino por quererle demasiado. ¿Se sentiría él abandonado?
—¿Puedo pasar? —pregunta.
Le miro curiosa y esbozo una sonrisa. Habla diferente. Respiro hondo.
—Claro, siéntate. ¿Te pongo algo de beber?
—Agua, por favor.
Me viene bien su petición, porque tengo la garganta sequísima y no me pasa ni la saliva. Entro en la pequeña cocina y lleno dos vasos con hielo, corto dos rodajas de limón y, después, las añado junto al agua. He tenido que coger la jarra con las dos manos, porque los temblores casi no me dejan maniobrar. Cuando llevo las bebidas hasta el salón y le tiendo la suya, me sonríe. Antes le encantaba beber el agua así, con hielo y limón; ahora ya no lo sé, pero me ha podido la costumbre. Coge el vaso y bebe tres tragos seguidos, con los que casi lo vacía.
—¿Quieres una copa de vino también? —le pregunto—. ¿O una cerveza?
—Nada, no te molestes.
—No es molestia —insisto.
—No, no, en serio. Yo ya… ya no bebo nada, Silvia.
Asiento nerviosamente y me acomodo en el sillón que queda frente a él. Nos miramos de arriba abajo los dos otra vez.
—Estás… estás muy guapa —dice sonriente.
—Tú también estás muy guapo. Y muy cambiado.
—Sí, bueno, gané un poco de peso. —Hace una mueca—. Aún no me he acostumbrado a esta rotundidad corporal.
Los dos nos reímos como dos tontos.
—Yo no diría rotundidad. Simplemente… eres un hombre.
—Sí, ya, solo bromeaba. Yo… salgo a correr y… esas cosas. Me cuido mucho.
—Ah…
Me quedo cortada y no sé qué hacer. Echo de menos fumar, al menos me daría la excusa perfecta para concentrarme un momento en algo que no fuera él.
—¿Fumas? —le pregunto.
—No. —Niega con la cabeza y el pelo que cae sobre su frente se remueve—. Yo… —Los dos suspiramos y él toma la palabra—. Estoy un poco nervioso, Silvia. Llevo mucho tiempo preparándome para hacerte esta visita y… bueno, tenía pensado hasta lo que te diría pero…
—Dímelo —digo levantando las cejas.
—Primero… primero ponme al día tú, por favor.
Le miro bien otra vez, tratando de identificar qué es eso que noto tan cambiado. No se corresponde con esta sensación de estar en casa por fin.
—Bueno, pues… ¡es que no sé! Yo…
Los dos nos reímos como dos tontos. Gabriel se toca nervioso las manos una con la otra, como si fuera a hacer crujir sus nudillos.
—¿Trabajas? —pregunta tomando la iniciativa.
—Sí… eh… trabajo de vez en cuando como ilustradora y me gusta bastante. Ni siquiera sé por qué me dieron la oportunidad, pero la verdad es que parece que lo hubiera hecho toda la vida. De todas formas, no trabajo a un ritmo…, puedo permitirme tener pocos proyectos. Eso es gracias a ti. —Él sonríe; le hace feliz. Sonrío, pero tensa, porque sé que ahora viene lo más difícil. No sé cómo decírselo—. Yo… bueno, intenté volver a la vida que tenía antes de… de casarnos.
Asiente y, poniéndomelo infinitamente más fácil, dice:
—¿Os habéis casado ya?
—No. —Niego con la cabeza—. En dos meses.
Suspira, creo que con alivio. Mira mis manos; en la izquierda brilla mi anillo de compromiso.
—Vivís juntos, ¿verdad?
—Sí, me pillas aquí por casualidad, la verdad. Vine a relajarme un poco.
—Es el destino. —Sonríe conforme, como si quisiera que lo que dice fuera verdad pero no confiara en ello.
—Cuéntame tú —le pido—. Estoy segura de que tendrás mucho más que contar.
—Lamentablemente sí. —Se ríe y se remueve el pelo, que parece sedoso—. Ha pasado mucho tiempo. Si no me equivoco te quedaste en mi… segundo intento de suicidio, ¿no?
Respiro hondo y asiento.
—Sí. Claro…
—No sé por dónde empezar, Silvia —y lo dice tan avergonzado que quisiera levantarme, sentarme en sus rodillas y hundir la nariz en su cuello.
—Solo… empieza por el principio.
—Pues… bueno. Me desperté en el hospital muy confuso. Volte estaba allí sentado y… yo no recordaba mucho. Él me contó y yo… buf, Silvia. Qué complicado es esto.
—Solo cuéntame lo que te apetezca. Soy yo…
Me mira y esboza una pequeña sonrisa. Asiente. Sí. Soy Silvia. Su Silvia. Y él… ¿es mi Gabriel?
—Tardaron dos días en darme tu nota. Fueron dos días raros, porque nadie me decía dónde estabas. Cuando lo leí, todo… encajó, ¿sabes? Simplemente lo entendí y me decidí. Nunca lo había visto como lo vi entonces. Cuando me dieron el alta me fui a casa, llené una maleta y me despedí de todo lo que… lo que viví contigo allí. Fue duro —empieza a coger ritmo—. Después me interné en una clínica de desintoxicación en la que estuve siete largos meses; cuando salí, era otro. Me costó mucho sentirme cómodo con ese nuevo Gabriel, ¿sabes? Tener que conocerme otra vez, aprenderme de cero. Entonces el señor Moore me llamó para trasladarme tu petición de divorcio —traga saliva y asiente para sí mismo— y fue entonces cuando empecé a cerrar lo que tenía pendiente. Ya sabes, a venderlo todo porque me parecía un lastre. La casa de Toluka Lake, la de Venice, todos los coches excepto el Mustang, el apartamento en Nueva York que iba a regalarte por nuestro aniversario y… bueno, todo. —Encojo las piernas y me agarro a la altura de las rodillas—. Me tomé unas vacaciones para pensar en qué quería hacer, me compré otra casa y empecé casi de cero. Te lo estoy contando todo desordenado. —Se ríe—. La vida empezó a ordenarse entonces. Rechacé una película sobre mi vida, otro disco, entrevistas… y empecé a escribir canciones para otros. Echo de menos cantar, pero sé que ya no va con el Gabriel que soy.
—Bien y… bueno, ¿qué tal lo demás? ¿Te has casado? —pregunto conteniendo la respiración después sin saber por qué.
—No. —Niega con la cabeza y se ríe como si acabara de decirle una barbaridad—. Esas cosas las dejé atrás, cuando bebía, me colocaba y no pensaba nada más que en mí.
—Quieres decir que… ¿te arrepentiste de nuestra boda?
—No me arrepentí de nuestra boda y sí me arrepentí. Fuiste lo mejor que pudo pasarme, pero no tuve por qué arrastrarte conmigo por todo aquel vía crucis. Sin embargo, soy muy consciente de que estoy vivo por ti. Si no, estaría enterrado en Los Ángeles, en alguno de esos cementerios a los que los turistas van a hacerse fotos.
Recuerdo la visita que hice al Westwood Memorial Park con Bea y aquel sentimiento funesto que me hizo escapar de allí. Yo también lo imaginé descansando para siempre debajo de una pobre placa que no diría nada de él, más que su nombre, la fecha en la que nació y en la que me diría adiós. Nos miramos a los ojos y buscamos algo en los del otro. Sonrío. Ya sé por qué habla diferente. Ya no habla con esa dejadez que siempre me pareció definitoria de su forma de ser. Habla correcto, conciso incluso, y su preciosa y grave voz me devuelve a los días en los que, susurrando en mi oído, perdía esa languidez.
—Estás muy cambiado. Incluso hablas diferente.
—¿Sí? —Sonríe.
—Sí.
—Tú estás igual. Igual de guapa y de…
—¿De qué?
—Brillas, Silvia. —Me mira como entonces y siento que me muero—. Eres especial.
Se levanta del sofá, descorre las cortinas y mira hacia la calle, donde el día ha empeorado bastante y la luz que lo baña todo es muy gris.
—¿Cómo fue? —pregunto.
—¿Qué de todo?
—¿Recuerdas… algo de aquel día?
—Claro que lo recuerdo.
—Cuéntamelo.
—No sé si quiero hacerlo. —No me mira al decirlo—. Preferiría haberlo olvidado.
—Solo… cuéntame lo que quieras, pero… algo.
Me doy cuenta entonces de que hay preguntas pendiendo sobre nuestras cabezas desde aquel día. Nunca he buscado las respuestas, pero ahora, solo con alargar la mano, puedo acercarme a ellas.
—No hay túneles de luz. —Se gira y me sonríe—. Ni voces que te llamen. No vi a mi madre alargando su mano hasta mí, con los pies sobre mullidas nubes. Nada de eso.
—¿No hay nada? —pregunto desangelada.
—Sí, sí lo hay, pero no como en las películas.
—¿Viste tu vida pasar ante tus ojos?
Gabriel se pasea por allí con las manos en los bolsillos y, al final, se pasa la mano por la barba varias veces seguidas.
—Me acosté en aquella cama, me metí más heroína de la que sabía que podía soportar y, colocado, pensé en ti. Recordé cosas con las que quería quedarme antes de irme, como la primera vez que me sonreíste o… la primera vez que te hice el amor.
Parece avergonzarse y se calla.
—¿Y? —Quiero que siga hablando.
—No lo sé. Todo fue muy confuso.
—¿No recuerdas nada más?
—Sí, pero no quiero que me tomes por loco ahora que estoy un poco más cuerdo. —Sonríe plácidamente y la intensidad de su mirada se relaja.
—Cuéntamelo. Jamás pensé que estuvieras loco. Ahora mucho menos.
Me lanza una mirada de soslayo y se humedece los labios.
—Morirse no duele. Lo acepté y dejé de sufrir. Me pareció una tontería entonces necesitar nada que no fueras tú. Me dije a mí mismo que tú debiste ser la única droga que me permitiera, pero ya era demasiado tarde. Sentí que… sentí que simplemente me apagaba. —Me quedo mirándolo sin saber qué decir. Él chasquea la lengua contra el paladar y sigue—: Es como hundirte. Como si te hundieras en un lugar fresco y un poco húmedo donde te sientes a gusto, aunque te asuste. Y… te oí, diciéndome que no. Aún no, me dijiste. Ni siquiera estoy seguro, pero eras tú. Y después nada más. —Contengo la respiración y él termina—. Solo un tirón. Como cuando el estómago te da un vuelco, pero en todo el cuerpo. Lo siguiente fue… el despertar.
Me levanto del sillón y voy a dar la luz, porque la habitación está empezando a quedarse a oscuras, pero antes de que pueda hacerlo, me coge y me acerca a él.
—Eh… —dice suave—. ¿Te doy miedo?
—No. Claro que no.
Me toca el pelo y lo aparta de mi cara. Después sus pulgares me acarician suavemente las mejillas, los labios, el cuello y las clavículas. Da un paso más hacia mí y todo lo demás deja de existir. Solo él y yo. Ni siquiera hay calles fuera, más allá de las ventanas. Coge mi mano y la besa.
—¿Eres feliz? —me pregunta. Me encojo de hombros.
—No lo sé. No sé si ser feliz entraba en mis planes, la verdad.
—Eso no está bien. Esperaba venir y que me confesases con una sonrisa que nunca has sido más feliz. Esperaba que fueras madre o que Álvaro te hubiera dejado ya embarazada.
—No quiero tener hijos —le contesto con un nudo en la garganta.
—Nosotros sí quisimos hijos.
—Entonces era entonces.
—¿Y?
—La vida da muchas vueltas y yo he cambiado.
Hay un silencio horrible entonces. Son un montón de cosas por decir que pululan por el aire sin hacer ruido pero llenando la atmósfera de preguntas. Nos miramos. Sus ojos, por Dios, son como un pozo en el que quiero ahogarme. Siento sus dedos alrededor de mi muñeca como si palpitaran y quemaran. De pronto se pone a hablar y dice cosas que no esperaba:
—Compré aquella casa en San Francisco, la de la fachada color gris con aquella especie de torreta arriba. Es un poco oscura, como nos temíamos, pero no fría. Tiene una buhardilla preciosa, deberías verla. Allí me siento a escribir y a tocar la guitarra. Y a pensar en ti. Porque no hay día que no lo haga. —Noto que la voz empieza a temblarle—. Sé que llego muy tarde. Ya lo sé; han sido dos años muy largos. Yo… sé que esperabas esto cuando salí la primera vez de la clínica. Incluso adopté un perro. —Debería reírme pero no puedo. Él me ha soltado la mano y sigue tocándome la cara con sus pulgares—. Es el perro más feo que he visto en mi vida. —Sonríe con tristeza—. Pero cuando fui a la perrera, los dos estábamos igual de destrozados. Los dos necesitábamos empezar de nuevo. Y es obediente y, cuando me mira, hasta parece humano.
—Por favor… —Bajo la mirada.
—Solo vine a decirte que… que la vida se me paró cuando te fuiste. Fue culpa mía, pero desde que desperté he estado ordenando las cosas, porque se lo debo a nuestro pasado. He construido una vida de la que sentirme orgulloso. No quiero ser aquel Gabriel nunca más.
—Estabas enfermo —digo.
—Estaba muerto. Y lo único que me mantenía con vida eras tú. Sé que fue un error; sé que jamás tuve que dejar que todo dependiera de ti. Pero ahora ya lo sé, Silvia.
Me alejo un par de pasos más, pero ¿a quién quiero engañar? Lo único que me apetece es lanzarme en sus brazos y que me bese. Quiero que me abrace, que me bese y que me desnude como si fuese un milhojas de ropa. Y que me bese, me bese, me bese. Que me bese hasta en el alma.
Pero no puedo.
—Te echo de menos —gime con un hilo de voz.
—Ya te lo he dicho. No soy la misma.
—Yo tampoco.
—No tiene sentido anclarse en el pasado —musito.
—No me anclo en el pasado. No hay día que pase que no gire en torno a ti.
—Gabriel, esto no…
—Me dije que no lo haría, pero tengo que… Silvia… la vida no es vida si no estás —suplica.
—No puedo. Calla… por favor. No podemos.
—Cariño… —y lo pronuncia con angustia, como si tuviera demasiadas cosas por decir y ninguna se pudiera materializar con palabras. Pero da igual. No hay nada que pueda decir que me alcance tanto como su «cariño».
—Han pasado dos años, joder…
—Por favor…
Se inclina, me abraza con fuerza y vuelvo a oler su camisa. Su olor aún sirve para calmarme. ¿Por qué? Es un desconocido. Ni siquiera sé si algún día le conocí un mínimo. Es por él que he estado rota por dentro. Lo encontré casi muerto. Estuvo con otra en nuestra casa. Se intentó matar; le importó una mierda saber que eso me jodería la vida. Me… me destrozó. Lo vi morir.
Le aparto de mí y cojo aire. No quiero llorar.
—Vete —le digo—. Vete ya. Por favor.
No me replica. Agacha la cabeza y va hacia la puerta. Cuando la cierra, corro hacia la habitación de pensar, me dejo caer de rodillas en el suelo, frente al armario, y busco enfermizamente en el último cajón. Saco su camiseta y, abrazándola contra mi pecho, me desmorono y lloro. Y lloro porque estoy enfadada y porque le quiero, todo en la misma proporción.
¿Por qué has vuelto, Gabriel?